Capítulo cuatro
En la oscuridad, dando una vuelta al recinto, con el casco del barco por encima, los seis supervivientes – de un grupo original de cuarenta – se miraban los unos a los otros, con los ojos como platos y jadeando. Nadie habló. Podían oír el crujido de la madera; las salpicaduras de las olas contra el casco bocarriba... pero mientras el barco se había sumergido en el agua, las partes aún ardiendo se habían roto y hundido, y el terrible crujir del fuego se había ido – al menos por ahora. Jadearon mucho, apenas capaces de creer que siguieran vivos; todavía demasiado aterrorizados como para pensar en otra cosa, para pensar en sus compañeros que no lo habían conseguido. Excepto Henrik. Respiró hondo.
—Voy a bajar —dijo—. Tengo que encontrarla.
Los demás lo miraron vagamente, sin verlo de verdad Henrik tragó saliva. Sabía nadar, por supuesto, pero había aprendido en los fríos y plácidos fiordos, no en un furioso, salvaje e interminable mar cuando ya estaba congelado y tiritando y muy, muy asustado. Se armó de valor... pero justo cuando lo hizo, hubo un chapoteo que rompió el agua y el Doctor salió de ella, con Freydis pálida y agarrada alrededor de su cuello.
—¡Ja já! —exclamó el Doctor—. ¡Ya estamos aquí! ¿Tíos, habéis inventado el beso de la vida ya? —Miró hacia las caras confusas—. Ya veo que no. Vale. Mirad, y trasmitidlo a vuestros descendientes, etcétera. ¿Podéis mantenerla quieta, por favor?
Henrik se vio intentando pisar el agua y levantar a la princesa mientras el extraño hombre hacía lo que parecía soplar dentro de su boca. Decidió no discutir cuando, con un tartamudeo y un rápido vómito de, al parecer, chorros de agua marina, los ojos de Freydis temblaron y se abrieron en estado de shock.
—Ya está —dijo el Doctor—. Genial. Odio hacer eso. Salado. —Se giró instantáneamente. Freydis continuó parpadeando confusa.
—Está bien —dijo Henrik, dándole palmadas en la mano. Aunque en la fría y húmeda oscuridad, con algo fuera que podía disparar fuego, no parecía estar bien en absoluto.
—Ahora —dijo el Doctor—. Lo primero es lo primero. Soy el Doctor, por cierto.
Uno de los otros hombres, que había estado viendo la escena, levantó ahora la mano a modo de saludo.
—Dorcnor.
—Ragnor —dijo un segundo.
—¡Terrorífico! —dijo el Doctor—. Me encanta no tener que explicar mi nombre. En fin. Escuchad. ¿Alguien se ha dado cuenta de que hace un poco de frío aquí?
La piel de los hombres se había vuelto casi traslúcida. La mayoría de ellos temblando, castañeando los dientes. Freydis, ominosamente, no.
—Ya veo que sí. Genial. Estáis muy por delante de mí. Bien, pues. No es por arruinar el día, pero si no salimos de este agua en los próximos siete minutos, probablemente vais a pillar una hipotermia y morir. Pero si intentamos salir del agua, lo que sea que ese fuego sea, va a ir a por nosotros. Obviamente detecta el movimiento encima de las olas, me temo. Así que. Sólo hay una solución evidente.
Todos lo miraron con el rostro en blanco.
—Vais a tener que hacer como los peces.
—¿Bajo el agua? —preguntó Henrik, estúpidamente.
—No, peces voladores —soltó el Doctor—. Sí. Bajo el agua. Hasta llegar a la orilla. Seguid las olas. Si tenéis que respirar obligatoriamente, daros la vuelta e intentad no sacar más que vuestra nariz. A vuestro propio riesgo.
Los hombres se miraron los unos a los otros.
—Es un largo camino.
—Es una larga muerte —reflexionó el Doctor—. Yo cojo a la chica. —Sorprendentemente, Freydis se levantó un poco más.
—A mí no me pones las manos encima —dijo ella, su voz débil pero absolutamente innegable—. Mantén tus manos lejos de mi persona.
—Sí, lo siento por eso... lo del beso de antes. Era inevitable.
—No tenías que haberme salvado —dijo Freydis, furiosamente—. Es la voluntad de los dioses. Están protegiéndome. Llamándome.
—¿Matando a todos esos otros tíos? —preguntó el Doctor, pensativamente—. Unos dioses muy majos los tuyos, ¿verdad?
—Tenía que ser así —persistió Freydis.
—No me hables a mí de cosas que tiene que ser así —dijo el Doctor, más seriamente de lo que había querido—. Ahora. Todo el mundo. Tenéis que respirar tan hondo como podáis. Y rápido, antes de que esa cosa se dé cuenta de que aún hay gente aquí. ¿Estáis listos?
—Los vikingos siempre están listos —dijo Ragnor.
—Pues que bien. Vamos entonces. Seguidme.
Mirando hacia atrás, Henrik había recordado ese largo pasillo bajo el agua como si fuera un sueño; la presión de su pecho; seguida de la delgada forma del Doctor con las olas por encima de él; sintiendo su sangre golpear su cuerpo mientras obligaba a sus piernas a sacudirse, esforzándose por respirar cada tendón de su cuerpo, por sacar la cabeza sobre las olas, por inspirar – agua, aire, no importaba – el Doctor dejándolos ocasionalmente volverse y arriesgarse por una bocanada de aire bajo el barco volcado, cosa que terminaba con una bocanada de agua salada – y siendo vagamente consciente de que por fin, por fin, el agua estaba más cerca; las olas rompiendo en la orilla; y finalmente el mar dirigiéndolo hacia la fría y blanca playa; a él, y a sus compañeros, y a una Freydis tiritando y combulsionándo, flotando junto con la porquería y los restos del barco; barriles y corchos y piezas de ajedrez, dispersos todos por ahí.
El Doctor fue el primero en poner un pie en la orilla; el baño le había afectado menos que a los demás. Saltó para mirar hacia el mar, pero no quedaba nada; no había rastro del orgulloso barco vikingo que había estado allí – el casco quemado estaba en sus brazos; el mástil, la orgullosa vela y los bienes se habían ido con los hombres que la habían navegado, y las extraordinarias plumas de fuego que lo habían devorado.
—Bueno —dijo, chocando las manos—. Creo que esto se merece una taza de té.
Se volvió otra vez, y se encontró cara a cara con Corc, jefe de la isla de Lowith, de pie al frente de una línea de aldeanos, espadas desenvainadas, con las caras de piedra.
—¡Aquí están! —dijo jovialmente—. Todos vivitos y coleando.
Los supervivientes vikingos estaban tosiendo y respirando con dificultad mientras se adentraban en tierra, el frío calándolos hasta los huesos. Eran restos humanos del naufragio entre los escombros que flotaban en la orilla: lanzas extrañas, trozos de madera carbonizada, piezas de ajedrez.
Corc sacudió la cabeza.
—¿Por qué? —dijo simplemente—. ¿Por qué los has traído aquí?
El Doctor miró de un grupo a otro, confuso. Entonces lo recordó.
—Oh sí —dijo—. Asaltantes vikingos, pillaje, incendios y todas esas cosas. Oh, yo no me preocuparía por eso. Creo que estarían encantados con una taza de té caliente y puede que una manta de algo... —añadió con optimismo, quitándose la camisa—, seguro que os hacéis los mejores amigos enseguida.
—Vinieron antes —dijo Corc, sin moverse—. Juré que no volverían otra vez. No mientras viviera.
—Bueno, sí —dijo el Doctor, moviendo una mano para enderezarse la pajarita—. ¿Está recto esto, por cierto?
—¿El qué está recto? —gruñó Corc.
—Em, no importa.
—¿Quién eres tú? ¿Eres uno de ellos? ¿El cabecilla del grupo?
—No —dijo el Doctor—. No, no, no, no. Soy...
Sacó su papel psíquico. Lo miró durante un rato, pero estaba frustrosamente en blanco.
—Sociedad rúnica. ¡Ah! —dijo para sí. El papel dibujó en su lugar la imagen de un conejo—. ¿Inspector de conejos? Creo que no. —Volvió a mirar al duro hombre y hacia el duro paisaje, y de mala gana le apartó el papel—. Soy un amigo —dijo—. Sólo que he parecido al mismo tiempo, nada más. Un viajero. Soy un amigo que quiere ayudar.
Se volvió hacia el mar gris.
—¿Has visto esa cosa?
Corc se encontró la firme mirada del Doctor.
—Sí.
—¿Has visto algo como eso antes?
—¿Fuego que se mueve sobre el agua?
Era una pausa que lo delataba.
—Por supuesto que sí.
Corc parpadeó.
—No lo he visto —dijo.
—¿Pero?
—Pero... bueno... al principio... —dijo—. Al principio fueron las tortugas.
»Más de las que nunca habíamos visto antes. Arrastradas, muertas sobre la orilla. Listas también para comer. Como un regalo de los dioses.
Sorbió la nariz.
—Interesante —dijo el Doctor—. Criaturas que flotan sobre las olas. ¿Pero sin peces?
Corc sacudió la cabeza.
—Tortugas y focas en su mayoría. ¿Crees que fue un regalo de los dioses?
—¿Tú? —dijo el Doctor, ignorando la pregunta.
Corc comenzó a sentirse estúpido.
—Bueno, las cogimos, por supuesto. Y dejamos al dios del agua solo.
—¿Las cogísteis y cruzásteis los dedos? —dijo el Doctor.
Corc no lo entendía, y miró al Doctor impasivamente. Su pelo era oscuro. Puede que viniera de uno de los fabulosos países de ultramar donde todo crecía y todo se podía comer y la vida era cómoda y fácil. Había oído hablar de esos sitios. Alguien de ahí no podía entender la vida que había aquí.
—¿Crees...? —preguntó el Doctor en voz baja—. ¿Crees que ahora tu dios del agua, o lo que sea que en realidad sea, ha descubierto que se puede alimentar de carne humana, que dejará a vuestros hijos solos? ¿Crees que es el único aquí que ahora entrega pescado?
Corc miró al grupo de desesperadas figuras en la orilla. El Doctor lo imploró.
—Mira. Algo va mal. Sabes lo que es. Puedes sentirlo. Puedes verlo. Lo que cuenta aquí es tu comida gratis. Y puedo ayudar. Puedo ayudarte a averiguar qué es, y cómo detenerlo. Del todo. Puedes hacerlo... pero no puedes... de verdad que no puedes, me temo, dejar a un montón de seres humanos morir en una playa.
Corc miró a los hombres tosiendo y sacudiéndose y a la figura de la chica tumbada en la línea costera. El Doctor le echó una larga mirada. No hubo siquiera una pausa. Entonces Corc levantó su lanza y se volvió hacia su gente.