Capítulo cinco

 

—Lo salvaremos —le anunció Corc en voz alta a la larga fila de hombres y mujeres que había de pie en la orilla. Había un consumo audible de aire.  

—¡No! —vino una joven voz. Era el hosco Eoric, su hijo—. ¡No! ¡No debemos mostrar piedad! ¡Ellos no lo harían si fueran nosotros! Nos dejarían a los pájaros, muertos sobre nuestros lechos sin pensarlo ni por un segundo. Ellos son los animales; los animales del norte más lejano.

—Y nosotros no somos animales —dijo Corc, volviéndose para enfrentarse a su hijo—. Los quebrantahuesos pueden no tener piedad, pero nosotros sí.

—Padre, les devolverás la fuerza y volverán, nos asaltaran y nos matarán a todos —dijo Eoric. Varios hombres de la aldea estaban de acuerdo con él. El Doctor se mantuvo en calma, incapaz de salir de la negociación. Capturó, sin embargo, por el rabillo del ojo, un indicio de movimiento y sonrió.

Corc miró a su alrededor. Era un hombre duro – tenía que serlo – pero este extraño tenía razón. Tenían que averiguar si algo los estaba amenazando – algo más serio que los vikingos.

Pero aún peor, su hijo no podía desafiarlo públicamente. Un día, sí. Pero por ahora no.

—¡Hazlo! —rugió.

A Eoric se le revolvió el estómago, pero se mantuvo firme. Ya no era un niño, y su padre se había dado cuenta. De repente, sin embargo, una de las mujeres gritó y señaló. En la orilla del agua, un pequeño ya estaba lanzándose hacia los marineros, consolándolos e intentando cubrirlos con su propia ropa.

—¡Luag! —le rugió Corc con incredulidad a su hijo más joven. Pero una vez que Luag había comenzado el trabajo, las mujeres de la aldea lo siguieron también, sacando sus tejidos para cubrir la cabeza y largas capas marrones y pardas. Los labios del Doctor se arrugaron. Corc le echó una mirada penetrante. Eoric escupió una vez al suelo e hizo una seña inusual con su segundo y cuarto dedo a la punta del pómulo que el Doctor no había visto nunca antes en la Tierra, pero que era, sin embargo, reconocido como algo profundamente ofensivo en más de 4.000 culturas del universo. Eoric salió entonces corriendo de mal humor. Varios amigos suyos lo siguieron por detrás. 

Bueno, pensó el Doctor, ahora no había tiempo para eso. Cogió su chaqueta y se la puso alrededor a Freydis, mientras los isleños daban la bienvenida a sus jurados enemigos, ayudándolos a llegar hasta el asentamiento y a subir los añadidos y enormes montículos de tojo y turba hasta la hoguera, que ardía cómodamente. Los vikingos se miraron los unos a los otros – seis hombres y una mujer – mientras comenzaban gradualmente a sentir de nuevo los dolorosamente entumecidos dedos y tobillos. Una de las mujeres trajo una corteza de té que ellos tragaron con agradecimiento, y un caldo de cordero caliente con pan de escanda que le sabía a Henrik mejor que el más dulce aguamiel. El capitán, Ragnor, sabía conversar un poco en su idioma, que le sonaba a algo más a Henrik, pero que dominaba los por favores y las gracias bastante bien.

Henrik se percató de que el alto y insualmente vestido extraño que había tomado un enorme trago de té de corteza, había (obviamente creyendo que nadie lo miraba) escupido detrás de unos tojos, suspirando algo que sonaba en los dos idiomas. Se preguntó quién era ese hombre.

Qué iban a hacer ahora, pensó Henrik, una vez que pudiera sentir  los dedos de nuevo. Podrían ser meses antes de que pasara otro barco; el rey Gissar no los esperaba en semanas. Trondheim no les mandaría barcos, supondría que se habrían muerto en el mar. Cosa que habían hecho la mayoría de ellos. Se le pasó de repente que probablemente no volverían a ver su tierra natal de nuevo.

La princesa, Freydis, con la chaqueta del extraño, había templado y bebido un poco de té pero se había negado al aguamiel y alejado ahora para sentarse sobre una roca cercana, y observar melancólicamente la media distancia. Había pensado que tal vez ser rescatados de una muerte segura podría haberla hecho un poco menos desagradable, pero es evidente que no era el caso. Freydis estaba tratando de comprenderlo. No había visto el gran puente de piedra hacia Valhalla en el cielo. Y todavía... y todavía, estaba aquí. Viva, y no de camino a una boda con Gissar. Se sentía engañada por lo que había sentido que era su verdadero destino – y no obstante, su destino había cambiado. Miró curiosamente a la alta figura extrañamente vestida conversando a gran velocidad. ¿Podría serlo él?

La atención se había desviado hacia el curioso extraño.

—¿Por qué hablas nuestra lengua? ¿Eres escandinavo? No tienes barba. ¿Eres un niño?

—Yo creo que es un pez —gruñó Ragnor—. ¿Viste cómo nadaba ahí fuera?

—Bueno, yo...

—Es nuestro salvador —dijo Dorcnor, levantándole la taza—. Gracias, amigo.

—Bueno, yo...

—¿Y cómo sabes que no comenzó él el fuego? —dijo otro—. Tuvo que venir de alguna parte...

—Bueeeno...

Freydis se volvió imperiosamente desde donde estaba encaramada en la roca.

—Yo sé quién eres —dijo. Todo el mundo, incluido el Doctor, la miraron expectantemente.

—Tienes muchos rostros —dijo en voz baja.

El Doctor levantó las cejas.

—Sí —dijo casi para sus adentros—. La mayoría, hay que decirlo, un poco más sencillos que éste. —Freydis miró a Corc, que estaba centrado en mirar a los hombres del pueblo.

—Le hablas a él, le hablas a nosotros, le hablas a los peces tanto como yo hablo —dijo—. Pero no estás de parte de nadie. Sé quién eres.

Todo el mundo la miró.

—Eres Loki. Eres un dios.

El Doctor parecía avergonzado.

—No digas tonterías —dijo—. Te ha dado un soponcio.

—Eres el pícaro. El cambia formas —dijo Freydis—. El bromista.

—Yo... em, bueno...

—Lo que Siegfried haya hecho para protegerme, tú intentarás deshacerlo.

El Doctor se rascó la cabeza.

—¿Lo que Siegfried...? ¡Oh! —dijo—. Claro. El anillo de fuego para proteger a su amante. Y tú eres Brynhild que necesita ayuda, ¿es eso?

Freydis miró hacia el mar.

—Yo no soy más que bienes mercantiles —dijo.

El Doctor se acercó.

—Quédate ahí, pícaro —dijo Freydis, volviéndose para mirarlo.

—¿Eres mercancía? —preguntó educadamente.

—Me compraron y pagaron por mí en Trondheim.

—Pero nadie sabrá dónde estás ahora.

Freydis se peinó el pesado pelo con sus dedos.

—Nos encontrarán —dijo el capitán Ragnor fuertemente. Los demás vikingos estaban murmurando alrededor de la hoguera.

—Es una mercancía demasiado preciada como para transportarla sin escolta.

—¿Pero cómo? —dijo Henrik. Miró a los hombres del asentamiento, que aún los miraban con hostilidad—. ¿Y cuándo?

—Hola —dijo el Doctor, agachándose para hablar con el chiquillo que había sido el primero en ayudar a los visitantes—. ¿Cómo te llamas?

—Luag —dijo el niño—. ¿Qué llevas? —Estaba mirando el destello de los botones del Doctor a la luz de la lumbre.

El Doctor se miró solemnemente la camisa y se desabrochó el botón de más abajo.

—Son botones —dijo—. ¿Quieres uno?

El chico, que parecía rondar los seis o siete, asintió con entusiasmo.

—No se lo enseñaré a Eoric —dijo decisivamente—. Hoy tiene muy mal humor.

—¿Es tu hermano? —preguntó el Doctor.

Luag asintió.

—Es muy bueno luchando —dijo confiadamente—. Pero un poco gruñón.

El Doctor asintió.

—Es un adolescente. Eso no es un concepto que se deba poner en práctica con mil doscientos años, pero en realidad significa gruñón. Y temerario, impulsivo, ocasionalmente agresivo...

Lanzó una rápida y ansiosa mirada hacia la arboleda en la que Eoric se había retirado con sus amigos.

—Pero sobre todo encantador —añadió precipitadamente—. ¿Y tú? Fuiste muy bueno ayudando a esa gente. 

—Ese agua cala hasta los huesos —dijo Luag—. Incluso a las focas.

—Oh, me encantan las focas —dijo el Doctor—. Son brillantes. Dando palmadas, y con las pelotas y eso.

Luag asintió.

—Sí, deliciosas —dijo.

—Oh, sí —dijo el Doctor—. En fin, creo que deberíamos hacer que el capitán vikingo y tu padre hablaran, ¿verdad?

—¿Sobre qué? —dijo Luag.

—¿De qué hablas con tus amigos? —dijo el Doctor. Miró a los dos grupos de hombres; uno acurrucado, derrotado e inquieto, pero aún desafiantes; aún vikingos. Y el otro, curioso; furioso con los recuerdos humillantes del pasado; una desesperación por no perder prestrigio o acabar invadidos por extraños. De extender su hospitalidad a aquellos que los habían asesinado; quemado; secuestrado. No estaba seguro de si podría mantener las dos partes separadas durante mucho tiempo.

—¡De bladerból! —dijo Luag, iluminando su rostro.

—¿Qué? —dijo el Doctor. Entonces se percató de lo que quería decir—. ¿El juego?

—¡Yo tengo la pelota! —dijo Luag—. Te pone fuerte y calienta.

—Anda —dijo el Doctor—. Creo que has dado justo en el clavo, amigo mío.

El Doctor observaba desde los banquillos. Estaba frustrado – aquí había un misterio, algo que necesitaba sacarse a la luz. Pero la cosa más urgente ahora mismo era asegurarse de que los locales y los vikingos jugaran felizmente juntos. Literalmente. Por mucho que le molestara, el fuego tendría que esperar.

Al principio los dos lados se miraron los unos a los otros nerviosamente. Le había costado al Doctor todas sus técnicas de persuasión e insistencia para que se lo pensaran. Pero en cuanto se lanzó la pelota – una vejiga de oveja secada con alquitrán – al aire, ninguna de las partes se resistió.

Henrik cargó primero. Ya había sido el día más raro de todos, pero además había sentido la incómoda atmósfera de los isleños – había oído hablar, también, a los ancianos de Trondheim de las victorias ganadas y las mujeres secuestradas de muchos asentamientos repartidos por las espinosas islas celtas a lo largo de los años – y nada que pudiera quitar la tensión sin derramar sangre de ambas partes parecía ser bueno. 

Ragnor también había salido, agudo como la mostaza. Luag había hecho un saque de banda y luego había jugado animosamente de parte del equipo que estuviera ganando, como sus amiguitos que salieron en avalancha de las pequeñas casas cuando sus madres se percataron de que los extraños no estaban aquí por razones de siempre.

Los hombres de Lowith, al principio avaros, en seguida se entusiasmaron en mostrar su fuerza, y el juego – una mera mezcla de fútbol, rudby y lucha – fue abrumadoramente a su favor hasta que el Doctor se fue de parte de los vikingos para compensarlo un poco. Él no quería presumir – bueno, sólo si presumir fuera completamente esencial dadas las circunstancias, razonó. Probablemente hacer lo de ese dedo giratorio que le habían enseñado los Harlem Globetrotters en 1978  fuera la guinda del pastel, pero los pequeños se habían divertido, y los adultos habían estado, en su mayoría, admirables. Freydis lo ignoró todo, mirando hacia el mar. ¿Dónde estaba su seguridad de que la estaban salvando los dioses? Aparte de esto... su mirada sobrevoló al Doctor con algo parecido al odio. Si estaba aquí para llevarla a Valhalla, ojalá que se espabilara. Y si iba a llevársela de novia, bueno, era mejor que Gissar, de eso seguro, aunque no lo que ella habría elegido...

De todas formas, el extraño tampoco mostraba ninguna obsoluta tendencia a ello, a juzgar por lo fuerte que había mandado la vejiga de oveja a una colina de rocas mientras gritaba y levantaba las manos en el aire. Suspiró, sintiéndose tan sola, incluso cuando una joven de la aldea apareció y, sonriendo, y con unas palabras, le indicó que podía venir con ellos si quería.

 

 

El juego duró toda la tarde, pero la noche estaba cayendo rápido; el color de la pelota se hizo más y más difícil de ver.

—¡Última ronda! —gritó alguien, y Henrik, cansados sus miembros pero fuertes después de semanas de remar, vio que iba a toda velocidad hacia él. Se levantó de un salto, con gracia, cayendo su pelo rubio sobre su espalda y enviándola, justo a tiempo, con un ruido sordo directo a la colina de meta, donde rebotó y acabó a los pies de Freydis. Entre los grandes vitoreos de los vikingos, se acercó para recuperarla, inclinándose ante ella. 

—Mi lady —dijo. Freydis intentó hacer como que no estaba observando, que no se había fijado en su alto y fuerte cuerpo saltando en el aire. Su rostro estaba enrojecido por el esfuerzo y el rubor, su rostro le caía de la cabeza en una larga melena. Le sonrió, mostrándole sus blanquísimos dientes, entonces recordó su estátus y dejó caer la cabeza y sus rodillas. Era extraño aquí, en medio de ninguna parte, a kilómetros de todo lo que conocían, después de enfrentarse casi a la misma muerte, para observar las cortesías de una corte lejana. Pero ahí estaban. Y ambas partes, de repente, comenzaron a aplaudir.

 

 

Corc llamó a sus invitados al gran salón. No era nada comparado con los grandes y coloridos edificios de madera, de más de un piso, que poblaban su ciudad natal de Trondheim, pero eran lo bastante educados y agradecidos como para no mencionárselo. El gran edificio de techo bajo estaba cubierto de tejo y hecho de turba, y tenía las menos ventanas posibles para espantar el duro viento del este. Una gran lumbre al centro lo hacía un lugar ahumado, iluminado sólo por la poca luz de las velas; pero estaba ese sustancioso olor a pescado y una enorme caldera de estofado de conejo que daba hambre tanto a los aldeanos como a aquellos que se habían salvado de la misma muerte, dándose un gran baño para después enrollarse en un juego de pelota. Avanzaron con corazones alegres.

Corc tenía que encontrar primero a Eoric. Se excusó diciendo que iba al retrete después de colarse en su pequeño hogar. Eoric estaba hablando con sus amigos, pero una mirada de Corc y ellos se cayaron, agachando la cabeza.

—Hijo mío —dijo Corc—. No... no me gusta la forma con la que me has desafiado hoy. —Eoric parecía resentido—. Bueno, no me gusta la forma con la que le has dado la bienvenida a esos asesinos —escupió.

»Son seres humanos —dijo Corc—. Había una señorita a bordo. Hacer éso era lo correcto.

—¿Entonces pueden comer nuestra comida y beber nuestro aguamiel después de habernos quemado todo por diversión? ¿Como lo que normalmente hacen? ¿Porque estás demasiado asustado para luchar?

—No me asusta ningún hombre —dijo Corc, pensando para sí que, si bien era cierto, había estado terriblemente asustado de las llamas que había visto en el agua—. Pero creo en la piedad. Espero que puedas entenderlo algún día. 

Eoric se había tomado muy mal la muerte de su madre, cosa que a Corc le había parecido difícil. No fue el primer niño de pecho en perder un padre. Luag estaba bastante mal, balando por ahí, pero Eoric tenía cinco, y tenía que haberlo soportado mejor. Al menos su madre había muerto de forma normal, durante el parto, en vez de muerta a patadas y gritando... Corc alejó los recuerdos de su mente. Los hombres en su aldea ya no eran aquellos hombres. Eran sus invitados. Por lo tanto, no se iban a comportar como aquellos hombres.

Tenía que decírselo a sí mismo.

Las posturas y la rebeldía de Eoric habían sido sólo un intento de ocultar su tristeza. Corc quería al chico, a su manera. Él también recordó a su padre. Cómo, cuando tenía esa edad, pensaba que todo lo que su padre le decía era una tontería. Pero nunca se habría planteado mencionarlo; su padre le habría azotado. Puede que ese fuera el problema. Había sido demasiado blando con él y el pequeño Luag. Pero sabía que era por crecer sin madre; mientras que los demás chicos tenían a alguien para calmar sus heridas y escuchar sus infantiles parloteos, los tres hombres sólo se habían tenido a ellos. Las cosas tal y como son.

—Hijo —le mandó—. Me obedecerás. Y le pondrás buena cara a nuestros visitantes.

—Nunca —dijo Eoric. Miró a su padre con un odio ardiente en sus ojos—. Nunca.

—Bien —dijo Corc, con una voz que había mantenido peligrosamente tranquila—. Todavía tienes que encender los braseros.

Los dos braseros del lado este de la isla era una señal a las demás islas del interior, Harris y Skye, que a su vez pasaba al continente como una advertencia: no vengáis. Las cosas son peligrosas. Un brasero encendido servía para enviar ayuda; dos, una simple amonestación – tenemos una plaga, o una guerra: alejáos.

Corc no veía razón para invitar a sus vecinos; si había un monstruo rondando las olas, podría ser una masacre. Y no podía imaginar si los otros pueblos de la isla serían capaces de ayudar; nunca había oído hablar de nada de esto. El extraño hombre llamado el Doctor era el único que parecía confiar en que todo iba a salir bien. 

—No me da la gana—dijo Eoric—. Voy a beber aguamiel a donde Gren.

—Por supuesto que no —dijo Corc, de repente incandestente de rabia—. Te tomarás el trabajo en serio por una vez y harás lo que yo diga, o sentirás la hoja de mi espada, y no pienses ni por un momento que eres demasiado importante o que yo no lo haré. Te aseguro que lo haré.

Eoric vio en los ojos de su padre que había ido demasiado lejos. Exhaló ruidosamente.

—No les voy a cortar el pan a esos asesinos —gruñó.

—Muy bien —dijo Corc—. Te lo prohibo de todos modos. No quiero que te sientes ahí enrabietado y arruinándolo todo. Sólo enciende el maldito brasero para que puedas hacer lo que quieras. Me lavo las manos de ti.

Eoric, furioso y avergonzado de todo por una vez, salió enfadado de la casa, deteniéndose solamente para echarle a su padre una última mirada.

 

 

Fue más bien una fiesta alegre, una vez que te acostumbrabas al asfixiante olor de las velas de grasa de foca y al humo omnipresente y al hecho de que había un único cucharón para servir guiso y sopa dentro de grandes trozos de pan que hacían de platos, lo que era un poco confuso y había un montón de babas y demasiados eructos. Había un gran cuerno de aguamiel que iba de mano en mano, también se rió todo el mundo del Doctor por intentar limpiar el borde con su manga. Los vikingos contaron algunas de las historias verdes más recientes de la corte, envolviendo particularmente al rey Gissar y a su futura novia. Freydis se había ido probablemente con una de las mujeres.

Las mujeres de la aldea – muy honorable y posiblemente en agradecimiento por la marcada falta de voluntad de los vikingos para armarse de valor con las novias, incluso aunque, como la descarada Aelfret había destacado, no fueran los hombres más feos de la isla ni de lejos – habían hecho bien en hacerles un banquete a los visitantes, y el fuego rugía dentro de la cabaña de la reunión. Cuando cayó la noche, había entrado un barril del mejor aguamiel de verano y rondado por la sala; asaron dos ovejas enteras en un asador sobre las llamas, girando lentamente, su grasa atrapada debajo en cacerolas de hierro y vertida de nuevo sobre ellas otra vez; sazonadas con los dulces helechos de las islas.

Henrik, contentín por el aguamiel, saltó sobre sus pies y anunció que Annar había muerto como un heroe, y que tenían que brindar por él, cosa que todo el mundo hizo, a pesar del hecho de que Annar se había tropezado con sus enormes pies. Se recordaron a todos los hombres uno por uno, y todo el mundo comenzó a cantar una canción que cada uno se sabía. El estofado de conejo estaba bueno y caliente; la tortuga más de un gusto adquirido, pero había un montón de ella. Corc paró de meditar sobre su caprichoso hijo y se acabó divirtiendo de la novedad de conocer nueva gente, incluso si eran sus jurados enemigos.

También se interesaron por el recién llegado.

—Te debemos las gracias —dijo Ragnor.

El Doctor intentó parecer tímido, fracasando como siempre.

—¿Eres de estas islas?

Corc sacudió la cabeza.

—Eres un extraño para nosotros. Pensaba que venías de un grupo vikingo avanzado.

Ragnor lo tradujo y los vikingos se rieron.

—No es uno de nosotros —dijo Dorcnor—. Miradle el pelo.

—Pues tampoco es uno de nosotros —dijo uno de los aldeanos—. Miradle la ropa.

El Doctor se sintió bastante contrariado al haber pasado de agasajado a objeto de burlas tan rápidamente.

—Soy un viajero —dijo—. Estaba de paso, eso es todo.

Lo miraron dudosamente.

—¿Dónde está tu nave? —dijo Corc.

—Está encallada.

—Entonces no es mucho una nave.

—En realidad, es fantástica —dijo el Doctor tajante. Corc levantó las cejas.

—¿Entonces de dónde eres? —dijo Ragnor—. ¿Eres... eres un ángel?

Con esto, las manos de muchos hombres de la sala se fueron instintivamente a sus espadas.

—Nooo —dijo el Doctor—. Nada de eso. —Hubieron suspiros de alivio. El Doctor se fue a por la única cosa que siempre funcionaba si destacaba – decir que era de América. 

—Soy de Vinlandia —dijo.

Lo miraron y asintieron.

—Eso explica las piernas largas —dijo Corc.

—Todo es más grande allí.

—Háblanos de Vinlandia —dijo Henrik, ansioso—. Siempre he querido ir allí.

—Oh es maravilloso —dijo el Doctor—. Enorme, y vacío y lleno de animales increíbles y agua cristalina y... —la atención de Henrik se extravió.

—Oh, como el resto del mundo, entonces.

—Bueno, sí —dijo el Doctor—. Supongo que sí.

Corc se inclinó.

—Así que el... el monstruo marino —dijo.

—Oh, no es un monstruo marino —dijo el Doctor—. Me encontrado con algunos. Puedo decirte que no son así de elegantes.

—Lo que quiera que sean... —continuó Corc.

—Sí. Lo que quiera que sean. Pensaba en pasarme, echar un ojo cuando saliera el sol.

Por un momento todos los hombres, particularmente los vikingos, pensaron en los sucesos de esa tarde. Entonces levantaron a la vez sus espadas y gritaron:

—¡Sí!

—Bueno, no tiene sentido que vayamos todos —dijo el Doctor—. Si un poderoso y hambriento fuego va a aterrorizar...

—¡Sí! —gritaron los hombres otra vez. El aguamiel había rondado un par de veces.

—¿Puede que un voluntario? —dijo el Doctor, señalando a Henrik.

—¿Yo? —dijo Henrik—. Ni siquiera he dicho sí la primera vez.

—Vale vale vale —dijo el Doctor—. Haré todo yo, como siempre.

 

 

Una joven de pelo largo y rojo apareció en el gran salón. Atravesando hábilmente los hombres y las demás mujeres que los servían, finalmente divisó lo que estaba buscando: al pequeño Luag, que se había quedado dormido en el gran asiento de Corc.

—Déjalo —gruñó Corc.

Brogan se encogió de hombros.

—Oh, es igual —dijo ella, levantando al sonmoliento niño con algo de dificultad. El Doctor se acercó inmediatamente a ayudar, cogiendo a la figura con facilidad.

—Gracias —djo Brogan—. Sé que a Corc no le importa, pero no creo que sea un buen lugar para un niño. Va a haber bronca, o puede que no, y él es... él es pequeño.

—¿No eres su madre? —dijo el Doctor.

—Oh no, no. Ella no soportó el parto —dijo Brogan, sin emoción—. Ya sabes por dónde van los tiros.

El Doctor asintió tristemente.

—Sí —dijo.

—Aquí estamos —dijo, fuera de una de las pequeñas casas que habían a lo largo del camino. Se volvió para deditarle una clara mirada al Doctor, sujetando tiernamente al niño en brazos.

—Nunca he visto a Corc tan procupado. O a Braan... es mi marido.

El Doctor recordó débilmente a un apuesto hombre de pelo rojizo y aspecto robusto con barba, y con arco y flecha en vez de espada.

—Todos sabíamos que algo no iba bien con los animales muertos —dijo—. ¿Es tan malo? ¿Es una venganza de los dioses por nuestro comportamiento? Freydis dice eso. Está aquí. —La voz de Brogan disminuyó—. A veces la entiendo —dijo, sonando sorprendida.

—Bueno, no le menciones esto a Freydis —dijo el Doctor—, porque parece estar extremadamente bien informada de estas cosas. Pero diría que es improbable. Echa un vistazo por la mañana, ¿de acuerdo? —Le entregó al chico—. Corc debe de estar muy agradecido por tu ayuda.

Brogan sorbió la nariz.

—Si se fija en ese chico, es para darle una patada en el culo —miró directamente al Doctor—. Es un buen jefe —dijo—. Pero es un padre horrible.

 

 

Eoric caminó con confianza por la oscura noche. Conocía cada centímetro de la isla como la palma de su mano; se había planteado atravesarla, para descubrir todas sus cuevas y secretos, desde que era un pequeñajo. La brillante luz fría de la luna era suficiente, ahora las nubes se habían despejado un poco, y él era tan hábil con los pies como los conejos que se topaba por el camino.

Dentro, su estómago se le estaba revolviendo. Parte de él estaba furioso, todavía; cómo se atreve Corc a prohibirle la fuesta, enviarlo a hacer una estúpida faena mientras todos los demás se lo estaban pasando bien, y, con suerte, preparándose para mostrarle a aquellos vikingos quién era el jefe. Su otra mitad estaba acongojada. Quería tanto encajar a veces; hacer a su padre orgulloso de él y satisfecho del hombre en el que se estaba convirtiendo. Si su padre se fijaba en él, era para decirle que parara o que no hacía el trabajo suficiente o que no se quedara ahí parado u otra tontería sin sentido que ni siquiera importase. Incluso rodeado de todos sus amigos, él aún podía sentirse solo. A Luag le iba bien, la mitad de las mujeres de la aldea lo adoraban por su estúpida cara de corderito. Luag intentaba seguirlo, también, pero normalmente sólo para decirle que se perdiera, era molesto. Y Solo estaba celoso de toda la atención que el pequeño Luag recibía. No era el único niño sin madre. Y si no hubiera sido por él, Eoric aún tendría madre. Eoric le dio una patada a una piedra del suelo, mientras se acercaba a los braseros vacíos.