Capítulo doce

 

Freydis casi lo había pasado por alto, era tan pequeño y delgado. Pero estaba allí. Bajo el barril de aguamiel que había tirado frustrada la cuarta vez que se había arrastrado por los tablones y entre las polvorientas esquinas, asustando a los ratones y a los demonios mientras avanzaba. Y bajo el gran barril, justo escondido bajo el aro más grande, allí estaba. Una pequeña astilla de hierro. Debe de haberse escurrido del aro cuando lo estaban fundiendo, entonces se solidificó y quedó atrapado debajo cuando se unió el barril. El tonelero fijo que no se fijó nada en él.

Pero para ella, lo era todo. Lo dobló cuidadosamente por donde se había corroído y roto. La parte de arriba, incrustada en la madera del barril, estaba tan afilada como una aguja, y el hierro estaba fuerte y bien, incluso tan cerca del agua salada.

Lo siguiente que necesitaba era algo a lo que unirlo. No había nada que pudiese servir, nada en absoluto. Freydis suspiró. Ésto iba a doler más de lo que creía, dado lo que había pasado. Todavía. Tenía que hacerlo. Cuidadosamente, e intentando no gritar, se puso a arrancar mechones de su rubio y espeso cabello, trenzándolos mientras juntos.

También tenía que estar el arma asegurada, para que no perdiera su espada la primera vez que se acercara a un vikingo. Si los profesores le hubieran enseñado nudos, y cómo luchar, en vez de bailes y bordados. Aun así, incluso aunque estuviera temblando, sus manos eran ágiles y rápidas, y ató y reató pacientemente la hoja afilada de la espada hasta la gran y sólida pieza de madera, hasta que quedó tan fuerte como el arma que pudiera manejar.

No miró hacia adelante al usarlo. Podía sentir la sangre latir en sus venas. Se dijo a sí mismas que estos hombres, sus captores, eran malvados. Pero así fue Henrik, una vez. Se enderezó. Estos hombres no eran como Henrik en absoluto.

Y una cosa que había visto eran las justas y las peleas que se hacían en los días de fiesta en su hogar ancestral. Aunque no compartía la sed por la sangre como algunos de la corte, había visto suficiente para decir qué luchador iba a ganar. Siempre era el que observaba con cuidado y el que, cuando tomaba una decisión, nunca se detenía. Encontraban el punto débil y luego atacaban sin pausa y sin piedad, rápida y limpiamente. Éso era lo que debía hacer también ella.

Balanceando la punta entre sus manos, se fue hacia la esquina oscura más lejana del compartimento. Rápidamente, centró su mirada y sacudió su brazo tan rápido como pudo. Y cuando agachó la vista, un gorgojo bastante grande, gris y desagradablemente flexible se quedó ensartado hasta el fondo en su espada.

 

 

El Doctor estaba intentando hacer sumas en un trozo de papel y quejándose de ello, mientras la TARDIS continuaba tambaleándose hacia arriba y abajo. En algún momento ladeó la TARDIS de un lado y abrió la puerta. Henrik se preparó para saltar al agua, pero allí no había nada.

—Campo protector —dijo el Doctor—. Hay un par de metros.

Sacó su cabeza al aire libre para ver si podía arriesgarse él. Las olas ondeaban ominosamente y escuchó el golpe de los tambores de los remos y volvió a retroceder de un salto.

—Es importante investigar a fondo todas las opciones —explicó—. Bueno, podríamos encender nuestro filtro de percepción – hacernos básicamente invisibles, o al menos mezclarnos. El problema  es que tienes que hacerte visible otra vez cuando quieres rescatar a alguien. Así que. Como que no.

—¿Has hecho esto antes? —preguntó Henrik, esperanzado.

—¿Rescatar princesas de drakkares vikingos? Todo el rato —dijo el Doctor—. El truco está en el elemento sorpresa. Pero no tanta sorpresa. Si apareces de repente delante de gente que tiende a gritar, y de otra gente que tiende a oirlos y a levantar armas láser... O espadas, lo que sea que tengan en la mano...

—Así que...

—Así que, en vez de aparecer nosotros de la nada, podríamos también dejar que la TARDIS aparezca con nosotros. Darnos algo de protección. He resuelto toda la física en este trozo de papel de aquí, y yo soy, deberías probablemente saber, un supergenio, y si aterrizamos la TARDIS justo delante de la popa, la madera se combará un poco, pero nos soportará. Masa infinita, pero peso de g estándar, ¿ves?

Henrik no veía, pero sospechaba que si lo admitía entonces el Doctor intentaría explicárselo, así que asintió lentamente, como de una manera considerada.

—Por eso —dijo el Doctor— tienes que salir corriendo y coger a la chica.

—¿Yo?

El Doctor rodó los ojos.

—Si voy yo, ella dirá: «¿Qué extraña cosa divina es lo que estás haciendo ahora?» Después de lo cual alguien me cortará las orejas y se las pondrá de collar. Si vas tú, dirá: «Oh, Henrik, mi heroe, me has salvado, mua mua mua”, y te la puedes llevar a bordo y sacarla de allí en menos de cuatro segundos. Nunca nos seguirán, no con esos fuegos malotes.

Henrik se sonrojó y no dijo nada.

—Bien. ¿Estás listo?

Henrik asintió.

El Doctor sonrió.

—Como puedes ver, conozco a las mujeres.

Él se lo pensó.

—Bueno. En realidad no conozco nada a las mujeres. Siempre he querido intentar soltarle esa palabra a alguien que se lo pudiera creer. ¿Te estás riendo?

—Qué va.

—¿Qué?

—Nada.

—Palabras primitivas —el Doctor sorbió la nariz—. Sin sofisticación.

—Ya, es horrible cómo hacemos que nuestros barcos se deslicen por encima del agua —dijo Henrik.

 

 

El humor a bordo de la nave vikinga se había vuelto de celebración. Se estaban felicitando por su audaz incursión, aunque no habían hecho más que pillar a una chica indefensa y huir como conejos. Olaf, el más grande de todos y el más lento, pero tolerado por su hermosa voz de canto, comenzó a recitar una canción de victoria, y Lars, el más joven y odioso, le estaba explicando a todo el mundo que pudiera escuchar cómo estuvo a punto de pegar a esos ancianos cuando los obligaron a irse. Habían abierto un barril de aguamiel y, aunque las nubes eran oscuras, el viento estaba en calma. Erik, su capitán, conocía estas rutas como la palma de su mano. Esperaría hasta la noche para orientarse por las estrellas, pero podía decir por la forma de Lowith, cayendo por detrás, qué camino estaba exactamente siguiendo su nave.

Freydis se arrastró hasta la entrada oscura. Había apilado carretillas para subir a la parte de arriba; había tanto ruido en la cubierta con los tambores y los remos, los cuales le causaban tanta conmoción que preferiría no tener orejas. Y no sabía quién estaba al cargo de vigilarla, pero era un puñetero vago. Sorbió la nariz. Este no se había ni siquiera molestado en agacharse para comérsela con los ojos.

Agarró el arma firmemente con su puño, hasta que sus nudillos se pusieron morados, y se concentró en intentar ralentizar el fiero latido de su corazón. Se dijo que no se molestara; era la hija de un rey con los dioses de su parte, aunque de manera indirecta. Tenía algo por lo que luchar. Daría la vuelta a esta nave, y si morían todos quemados en el proceso... bueno. Al menos moriría libre.

Enderezándose, contó hasta tres, y luego ascendió bruscamente con el arma.

Para lo que era, pensándolo bien, sólo un golpe en el pie, reflexionó Freydis después, el vikingo hizo un escándalo enorme, chillando y saltando sobre la cubierta.

Rápida como un rayo, abrió la trampa y salió de ella, tirando al vikingo mientras pasaba, y luego cargó hasta la parte de atrás del barco, donde Erik estaba con un vaso de aguamiel y una mano al timón. En un abrir y cerrar de ojos, ella se puso a su lado – podía oler su fuerte aliento a cerveza; el salado sabor de su barba y el viejo cuero de su justillo. Sin inmutarse, le puso la punta del cuchillo justo detrás de la oreja, sobre la gran vena que corría por ahí.

—Te mueves y te mueres —le susurró al oído, rompiéndole casi la piel al decírselo.

Erik era un valiente noruego, siempre lo había sido. Pero había visto demasiado en las últimas horas. Había cosas por aquí que no entendía, y el hecho de que una princesa hubiera aparecido de la nada y estuviera ahora sujetando un cuchillo contra su garganta, lo hacía poco dispuesto a luchar contra ella. No es que una mujer no supiese luchar, por muy linajuda que sea. Su madre le había enseñado eso.

El hombre demoró un rato en responder, pero los demás dejaron sus remos y observaron, horrorizados, incapaces de actuar sin su líder.

—¡Da la vuelta al barco! —gritó Freydis, intentando hacer oír su voz por encima del ruido del agua y el viento—. Vamos a dar la vuelta a este barco.

—No, qué va —dijo Lars—. Ahí atrás hay monstruos.

—Entonces lo mato —dijo Freydis, esperando, de repente, a que Erik no fuera terriblemente impopular. No quería matar a nadie, especialmente si iba a terminar ella tirada por la borda con una roca atada al vestido y con el drakkar en marcha.

Pero Freydis tuvo suerte. Erik había sido capitán vikingo durante mucho tiempo. Tenía el conocimiento del agua en sus genes, en sus huesos. Cada hombre a bordo de la nave sabía que su vida dependía de su conocimiento ilimitado de las líneas de costa, las estrellas, el período del año y la luna. No podían quedarse solos, y todos los hombres a bordo lo sabían.

—Haced lo que dice —gruñó Erik.

—¡Pero es un suicidio! —dijo uno de ellos—. ¡Allí hay monstruos de fuego!

Olaf comenzó un preocupado y desafinado tarareo.

—Yo sé qué hacer —dijo Freydis—. Acercadme lo suficiente para llegar al cabo, no hace falta ni a la bahía. Sólo acercadme lo suficiente y bucearé el resto del camino. Seguro. Lo he hecho antes.

Hubo un murmullo general. Freydis les enseñó el brilló de su espada y la presionó contra el cuello de Erik hasta que una solitaria lágrima de sangre apareció, el único color en kilómetros a la redonda. Hubo una larga pausa mientras todos los hombres la observaban gotear, mortecina y viscosa, por el gordo cuello de Erik y su justillo de cuero.

Entonces, gradualmente, quejándose amargamente de sus puestos de trabajo perdidos y malas dotes y pérdidas de tiempo para todos, los hombres cambiaron los remos de mano y, lentamente, comenzaron a girar el barco, señalando la cabeza del dragón hacia el distante puntito de la isla.

—¡Que nadie se acerque! —ladró Freydis.

—No hay miedo —dijo Lars, intentando mostrar que no estaba asustado. El guardia vikingo estaba aún aullando y gimiendo por su dolorido pie en la proa. Erik hizo una nota mental de abofetearlo después de que quedaran libres de esta bruja.

—Estás más en problemas de lo que vales —gruñó, sintiendo una punzada de su espada descansando contra su cuello.

—Yo no “valgo” nada —dijo Freydis—. Soy una persona libre.

La gran nave estaba casi medio girada cuando de repente, de ninguna parte, se oyó un extraño silbido. Los hombres dejaron de hacer lo que estaban haciendo y observaron. Gradualmente, una gran silueta oblonga comenzó a materializarse delante de ellos. La TARDIS era cuadrada para ellos.

Desafortunadamente, el barco estaba en proceso de girar, cambiando su capacidad de carga completamente, y variando los cálculos del Doctor. Los vikingos observaron esta escena revelarse con las bocas abiertas; todo intento de remo cesó inmediatamente. Freydis parpadeó varias veces. ¿Había alguien dentro de esta cosa? ¿Qué era? Aún mantenía la punta de la espada muy cerca del cuello de Erik, desafiándolo a tomar ventaja de la situación.

La gran caja dijo un último vworp y finalmente se materializó, sólida, situada diagonalmente sobre la cubierta. Nadie respiró. Entonces la puerta se abrió de golpe y el Doctor y Henrik sacaron la cabeza; el Doctor para causar una distracción y Henrik para realizar el rescate.

—¡Hola! —dijo el Doctor—. Feliz día de Thor... es el día de Thor, ¿no? Tengo problemas para seguir la cuenta. Puede que sea el día de Wodin...

Después de eso, las cosas pasaron muy rápidamente. Henrik apartó al Doctor con su espada. Freydis ahogó un grito al verle y dejó caer el arma que estaba sujetando.

—Henrik —susurró, incapaz de creer que estaba aquí; había venido a por ella. Sus ojos eran feroces y estaban llenos de alegría al verla.

Entonces hubo un crujido ominoso. Y luego otro. Uno de los marineros gritó, y otro se levantó y señaló. Un tablón se salió de su sitio y salió disparado en el aire. Entonces, mientras Henrik intentaba salir de la TARDIS, con un gran bang, toda la caja se derrumbó, estrellándose contra las maderas y el duro casco de roble como si estuvieran hechos de pan. Las puertas se cerraron automáticamente con el Doctor y Henrik metidos de nuevo dentro.

—¡HENNNNNRIKKK! —gritó Freydis. Y sin pensarlo un segundo más, apartó a Erik de un empujón y se hechó a la parte de arriba de la caja mientras desaparecía, agarrándose a la carcasa de la luz superior.

—¡Oh no te atrevas! —rugió Erik, y se tiró después de ella, su premio. La agarró del tobillo, mientras la TARDIS comenzaba un descenso inexorable y constante hacia las congeladas aguas, dejando a los marineros aferrados a una balsa rota por encima de sus cabezas, las olas golpeándolos insistentemente hasta la orilla.