Capítulo quince
Vista de cerca, la luz se convirtió en la forma de una fuente. Tenía una base grande y redonda, con varias puntas coronándola. La forma y la propia fuente estaban hechas de lo que parecía un bucle de luz azul y verde que parpadeaba una y otra vez, como una instalación de arte muy peculiar en el fondo del océano.
—Sabéis —dijo el Doctor—, seríais una decoración de mesa muy moderna para alguien. Con una mesa gigante. En el futuro.
Las luces verdes pulsaron.
—Ah, sólo os estoy tomando el pelo —dijo el Doctor. Cuando se acercó, vio algo de lo que no se había dado cuenta antes, pero confirmó su teoría. La luz no era de hecho un sólo haz, sino constantes chorros de millones y millones de ceros y unos, demasiado rápidos al ojo normal.
—Sois hermosos —dijo el Doctor, sacudiendo la cabeza con admiración—. ¡Miraos! La gente vendría desde muy lejos para veros. Bueno, nosotros lo hicimos. Es cierto que estáis a kilómetros de profundidad, lo que no es exactamente lo que queríamos, pero...
Lentamente, rodeó la fuente, la cual creció y se estiró para dejarse ver, gradualmente alternando hasta la forma de un magnífico roble bajo el océano.
—Oh, sí, muy bonito. Ahora os mostráis —dijo el Doctor, con una voz llena de admiración. Entonces su tono cambió—. ¿Y qué diablos estáis haciendo? —dijo, volviéndose—. ¡Hay gente muriendo! Están muriendo. Los estáis matando. Y tenéis que saber lo que estáis haciendo.
En lo hondo, en el silencio oscuro e impenetrable del fondo del océano, se podía oír un susurro, un zumbido y murmullo. El Doctor lo escuchó cuidadosamente.
—Lo sé —dijo—. Lo sé. Pero eso no quita del hecho de que os estéis convirtiendo en un monstruo. Un gran y hermoso monstruo.
La luz verde se estiró y se convirtió en un enorme gusano de arena, que se extendió por el océano.
—Ya es suficiente —dijo el Doctor—. Deteneos. Comportaos para que podamos tener una pequeña charla.
La luz se detuvo por un momento, y luego se convirtió, comprimiéndose, en una réplica exacta del Doctor con su traje de buceo, la luz desvaneciéndose al llegar a la forma de la manguera de detrás, los ceros y los unos apretujados para dar la imagen de una figura real y brillante.
El Doctor se inclinó.
—Por supuesto —dijo. Las luces volvieron a brillar después de transformarse en las anteriores encarnaciones del Doctor—. Sí, sí —dijo el Doctor—. Y vosotros también me conocéis. Bien hecho. Pero sabéis un montón de cosas, ¿no?
Las luces adoptaron de forma aproximada la forma de un humano sin detalle.
—Conciencia de Arill —dijo—, soy el Doctor y estoy encantado de conoceros.
Hizo un ademán, y la figura se lo devolvió.
—Sois una raza de pura conciencia – necesitáis cadenas para sobrevivir; conexiones ilimitadas de energía para correr por ahí. Vivís como redes y duendes y multitudes del ciberespacio y el endoespacio y cualquier forma sin existencia física. ¿Es éso correcto?
La figura asintió.
—¡Os conozco! Os encantan los planetas en guerra; cualquier lugar con gobiernos de enorme presupuesto y capacidad y gente que no os preste atención, donde podéis parasitar fuentes de energía sin causar muchos problemas. Podéis ser un poco molestos, pero normalmente no causáis problemas.
»Pero estáis aquí. ¿Por qué estáis aquí? ¡No se os ha perdido nada aquí! Ni siquiera hay electricidad en este planeta hasta dentro de mil años. No va a haber cadenas o redes o zaguts o byorbs de inteligencia extendida en siglos, milenios. Llegáis ridícula y vergonzosamente temprano.
El Doctor se detuvo, mientras escuchaba los siseos y susurros entrecortados.
—Sí, bueno, nunca deberíais fiaros de la navegación por satélite, todo el mundo sabe eso. —Retrocedió—. Habéis cometido un terrible, terrible error y ahora estáis atrapados, todos vosotros. —Sacudió la cabeza—. ¿Qué demonios voy a hacer con vosotros? —Su rostro estaba serio.
—Necesitamos salir de aquí. Necesitamos continuar la línea.
—Sí, por cables y conexiones y electricidad y cables de alta tensión. ¡Las cuales, os lo sigo diciendo, este planeta no tiene!
—Sentimos energía. Sentimos electricidad.
—Sí, en sus cerebros. Pequeñas cantidades de impulsos eléctricos. Habéis estado experimentando con ellos, ¿no? Pero esto no va demasiado bien, ¿a que sí? No hay energía suficiente para los miles de millones que sois. Los seguís quemando. —El Doctor miró al suelo del océano—. ¡Y todas esas pobres tortugas! ¿Cuántas habéis matado ya?
Hubo una pausa.
—Encontramos animales que no eran adecuados a nuestras necesidades.
—¿Pero los humanos?
—Sólo acabamos de comenzar. A veces vamos muy lentos, a veces muy rápido. Podemos esperar. Podemos ser pacientes.
Pobre, pobre Eoric, pensó el Doctor. Al morir por un experimento.
—¡No podéis! ¡Sois una gran bola de inteligencia gigante rodando que no se puede parar de mover! —dijo, mientras el Arill se convertía en una gran y ondeante ballena.
—Os los cargaréis a todos, y seguiréis sin encontrar lo que estáis buscando. Y no os voy a dejar que los eliminéis mientras aguantáis unas grandes y hermosas cabezas que no van a funcionar.
—Pero los humanos pueden aprender a hacer lo que hacemos; a pensar de uno a otro; todo lo conocible a la vez. Es el cielo.
—No —dijo el Doctor viciosamente—. Es el infierno. —Hubo un largo silencio.
—Tienes que ayudarnos —dijo el Arill—. Tienes que ayudarnos, Doctor.
—Lo sé —dijo el Doctor. Hizo una mueca—. ¿Por qué no podéis sobrevivir en el aire? —Entonces respondió a su propia pregunta—. Porque ardéis en llamas. Es eso lo que estáis intentando hacer. Salir.
—Continuar la línea.
—Llamas a través de aire sólido. A través de personas. A través de todo, excepto agua.
—Tenemos que movernos —sonó como si la entidad estuviera desesperada—. Tenemos. Que. Movernos.
El Doctor pensó en ello.
—Sois viajeros —dijo—. Pero también destruís. Infestáis los circuitos de un planeta y os metéis en el camino de todo el mundo y ralentizáis todo y os cebáis con cables de alta tensión y conexiones y absorbéis información hasta que todo el mundo enferma por vuestra culpa y podéis viajar una vez más... sois como langostas.
—Somos meros viajeros —dijo el Arill—. Aquellos que viajan son siempre despistados.
—No, aquellos que cogen y no comparten son despistados —dijo el Doctor—. Todo este conocimiento e información que tenéis... ¿y lo usáis para intentar robar electricidad de los cerebros de unos isleños? El conocimiento no es nada sin sabiduría.
—Esto también nos cuesta a nosotros. También hemos sacrificado muchos hijos.
El Doctor meditó.
—¿Y dónde os enviaría? ¿Quién querría acogeros? Todos los planetas lo bastante desarrollados como para acogeros no os quieren cerca.
—Ayúdanos —dijo el Arill—. Ayúdanos. Puedes ayudarnos. Tienes algo que puede ayudarnos...
Lentamente, las luces del Arill comenzaron a juntarse, y se transformaron y se volvieron más densas, cuadradas y altas y...
—No —dijo el Doctor—. Absolutamente no.
Entonces, de pronto, se despejó.
—No me extraña que ella se esté muriendo. La pobre. Intentando esconderse. Sabe que es la única fuente de energía del mundo. Sabíais que los miles de millones se cebarían con cualquier fuente de energía que vieran. Oh, mi pobre TARDIS. Tan inteligente, pero te pillaron. Te alcanzaron.
Observó la TARDIS de los Arill una vez más.
—¿Queréis mi nave?
—Queremos irnos.
—¿Cuándo le habéis sonsacado la vida hasta dejarla en una cáscara? Ni pensarlo.
—Entonces viajaremos a través de la gente.
—Fallaréis.
—Experimentaremos. Nos adaptaremos. Aprenderemos a vivir con nosotros.
—Ya lo creo que no.
Hubo un largo estancamiento.
—Entonces tienes que ayudarnos, Doctor —dijo la voz.
Dentro de la TARDIS, Erik se había movido rápido. Devolvió rápidamente con su codo izquierdo y le dio de lleno a Freydis en el estómago, luego evitó a Henrik.
Henrik no se podía mover; estaba atrapado, bombeando continuamente. Sabía que no podía parar, ni siquiera durante un segundo. Pero si Erik tocaba a Freydis... El corazón de Henrik se aceleró dolorosamente. Intentó no bombear demasiado rápido; sabía que demasiado aire podría ser tan peligroso para el Doctor como poco. Pero una pequeña parte de él sabía que estaba intentando recompensarlo antes de tiempo; intentando, de algún modo, disculparse de antemano. Porque si Erik daba a Freydis una vez más, dejaría la bomba y la defendería, incluso si ello los condujera a todos a una muerte segura.
La TARDIS estaba traqueteando y haciendo ruidos, como si quisiera moverse; como si estuviera intentando alejarse de algo. Se estaba enardeciendo otra vez. Erik se movió hasta el lado opuesto de la consola y golpeó y pinchó botones al azar.
—Venga sácanos de aquí —dijo Erik—. Ya sabe cuando está en presencia de un capitán de verdad.
—¡No! —exclamó Freydis, lanzándose hacia él desde la esquina de la TARDIS. Cargó y saltó contra su espalda—. Tenemos que esperar por el Doctor.
Henrik subió frenéticamente los niveles de aire. Pero era demasiado tarde. La TARDIS ya estaba haciendo un sonido silbante.
Sintiendo algo, el Doctor se volvió para ver que las líneas tambaleantes de la lejana cabina de policía estaban comenzando a fluir y a desaparecer.
—Corriendo asustada —observó el Arill—. No sé por qué. Sólo queremos hacer amigos... Ven y quédate un ratito.
El Doctor contempló, impotente, y luego sintió la subida de los niveles de aire.
—Sí, sí —murmuró, impacientemente—. Estáis en problemas. Ya lo veo. Venga. Corred, por favor. Escapad. No os quedéis aquí. Iros.
—¿Sin ti? —dijo el Arill—. No somos los únicos que nadie nos quiere.
El Doctor sonrió tristemente.
—¿Podéis adoptar la forma de una cámara de descompresión?
—La forma no es el objeto —observó el Arill.
—No, claro que no —dijo el Doctor—. Es que, dos corazones... tengo un montón de sangre.
—Y cerebro —dijo el Arill ominosamente—. Tienes un montón de cerebro.
Dentro de la TARDIS, todo era un caos desesperante. Freydis se había lanzado contra la espalda de Erik y él le estaba mordiendo la mano bastante fuerte. Henrik estaba intentando alcanzarlos. La columna central de la TARDIS había comenzado, tentativamente, a moverse de arriba a abajo. Henrik cogió la última bocanada de aire que quedaba, con una mirada herida, y luego se inclinó desde donde estaba, buceando hacia las piernas de Erik y haciéndolas caer de sopetón.
—¡Freydis! ¡Coge la bomba! —gritó Henrik, golpeando con el puño a Erik tan fuerte como pudo en el estómago, pero encontrándose con su duro justillo de cuero.
Erik no le estaba dejando a Freydis irse tan facilmente; la agarró del pie otra vez, y la hizo tropezar.
—¡Ñaca! —gritó Henrik, hundiendo sus dientes en la pierna de Erik. Cuando Erik se agachó para intentar liberarse, Henrik lo agarró del pelo y tiró tanto de él como pudo. Esta no era la forma más adulta de luchar, se dio cuenta. Un montón de entrenamiento con espada no le había preparado exactamente para esto. Pero haría como que sí.
Freydis estaba golpeando con los pies desesperadamente, impedida por sus pies descalzos, hasta que Henrik dejó una mano libre y golpeó con ella repetidamente la muñeca de Erik, clavándole las uñas en ella hasta que, durante un segundo, la soltara. Freydis se detuvo sólo para darle una patada de lleno en la cara y después hacer una carrera desesperada hacia la bomba, dejando a Henrik y a Erik luchando desesperadamente en el suelo. Pero, nada más alcanzarlo y ponerle las manos, antes de que pudiera presionar siquiera una vez más, hubo un repentino ruido roto, y las puertas de la TARDIS se cerraron, rompiendo la bolsa de aire y dejando un trozo de manguera, omitida, inútil, y en el suelo.
La manguera, la cual estaba casi tensada, de pronto se soltó y cayó en el suelo del océano. El Doctor miró hacia ella. Hubo una pausa. Levantó la vista hacia el Arill.
—¿Cómo puedes salvarnos? —dijo la entidad—. ¿Cómo puedes salvarnos ahora?
El Doctor habló lentamente, intentando conservar el aire restante. Ya podía sentir el agua comenzando a aplastarlo; presionando su casco.
—Podríais intentar salvarme a mí.
—Bajo el agua estamos impotentes —djo el Arill—. No puedes llegar a la superficie a tiempo. La forma no es el objeto. No nos puedes usar. Tenemos que extender la línea. La línea.
De repente, todas las luces comenzaron a adoptar la forma que tenían. Se desvanecieron y se desvanecieron y comenzaron a flotar – y entonces se fue. Y no hubo nada excepto una absoluta oscuridad helada y pesada, mientras el casco se llenaba de agua, y el Doctor tomaba su última bocanada de aire.