Capítulo trece
El Doctor estaba moviendo los diales de la consola con pánico.
—Vamos, vamos, es sólo un poco de agua —dijo, accionando una palanca—. Eres peor que un gatito.
Pero era innegable. Después de que se estrellaran contra la drakkar, el Doctor había planeado desmaterializarse inmediatamente. Pero la TARDIS como que no lo hizo. Tampoco podía estabilizarla. Se negaba a responder a los instrumentos; peor, parecía estar apagándose poco a poco, incluso mientras continuaban hundiéndose.
—Pensaba que averiguarías el peso... —dijo Henrik.
—Sí sí sí —murmuró el Doctor —. Mates planetarias interdimensionales. No me espero que lo entiendas.
—Pero si pesa igual que una caja normal...
—Estoy muy ocupado con una complicada maniobra que retuerce el espacio de dos formas diferentes al mismo tiempo. ¡Así que por favor silencio! —El Doctor había decelerado pero no detuvo su descenso – no más que eso – mientras le gritaba a las pantallas que miraban hacia él.
—Oh no —dijo—. Oh no, oh no. Oh, gracias a Dios que no nos desmaterializamos.
Henrik alzó la vista desde donde había estado mirando hacia la consola, intentando no pensar en que estaba atrapado en una caja en el fondo del mar.
—Por los cielos —maldijo, cuando la pantalla mostró a Freydis completamente, con sus ojos entrecerrados, su cabello cayendo por detrás, pegada al exterior de la TARDIS con todas sus fuerzas – y, detrás suya, el rabioso Erik.
—Vamos —dijo el Doctor—. Vamos —Golpeó con el puño fuerte a la consola y hubo, finalmente, un débil zumbido mientras surgía la bolsa de aire. En la pantalla, Freydis abrió los ojos con sorpresa y respiró hondo.
—Campo de aire —dijo el Doctor con algo de alivio—. Pero rápido, aún estamos cayendo y la presión aumenta todo el tiempo; no sé cuánto tiempo puedo aguantarlo de una pieza... no sé qué le pasa a mi nave.
—No es muy buena —dijo Henrik.
El Doctor lo ignoró.
—Espera, voy a por ella. Quédate aquí. Y no toques nada.
El Doctor abrió inmediatamente las puertas y llamó a Freydis para que se metiera dentro, pero estaba congelada de terror. Salió cuidadosamente de la TARDIS, pegándose a un lado y andando de puntillas hacia adelante.
Freydis lo miró.
—¡Puedo respirar! —dijo.
—Sí —dijo el Doctor—. ¿Puedes meterte dentro?
La TARDIS se estaba hundiendo lentamente, casi sin prisa, tan lentamente que apenas podrías sentirla moverse en absoluto. Arriba estaba la parte de abajo del barco vikingo partido; se podían ver las piernas de los hombres pataleándolo. El mundo bajo las olas cuando se podía respirar era un lugar extraordinario.
Freydis miró hacia abajo. Más allá de la burbuja de aire y la luz de encima de la TARDIS, que emitía pálidos y misteriosos haces, nadaban peces alrededor de ella que se habían vuelto para echar un vistazo, podía trepar por el tejado de la caja y bajar a por la mano extendida.
—Pero... —dijo. Señalando hacia abajo. Erik le estaba agarrando del tobillo con todas sus fuerzas, sus ojos salvajes y salidos de las órbitas—. ¿Puedo quitarme esta cosa para que el salado fondo consuma sus ojos? —preguntó.
—Em, no —dijo el Doctor disculpándose—. Intento mantener una estricta política de tener ojos alrededor de la TARDIS.
—Déjame en paz, merluzo —exclamó Freydis mirando hacia abajo y dándole fuertes patadas en el pecho.
—¿Dónde estoy? —dijo Erik. Su ira se había ido ya; estaba completamente aterrado.
—No importa —dijo el Doctor—. Sólo sujétate al gran cuadrado que no se parece al color del cielo en primavera ni a un labio en un día helado hasta que vaya a por ti.
Freydis saltó primero y aterrizó suavemente al borde de la puerta. Henrik estaba allí para ayudarla y ella le giró los brazos, riendo, maravillada por lo emocionada que estaba de verlo.
—Nunca pensé... nunca pensé...
Se quedó callada cuando entró en la TARDIS, sobrecogida.
—Es su nave —dijo Henrik—. Te da dolor de barriga y no funciona muy bien.
—Lo he oído —vino una voz de fuera.
Erik descendió a la lado de la TARDIS con torpeza. Su coraza quedó atascada en las esquinas y maldijo rápidamente. Mientras se esforzaba por alcanzar a Freydis, el Doctor le levantó la mano.
—Bueno —dijo—. No sé exactamente qué le pasa a mi nave, pero esta bolsa de aire aguantará como diez segundos más, luego nadie de fuera podrá soportar la presión a la vez que toda la sangre del cuerpo arde y muere en horrorosa agonía. ¿Lo entiendes?
Erik gruñó.
—¿Te vas a comportar? —dijo el Doctor.
—Sí —dijo Erik—. Sí, lo haré.
—Y déjanos dejarlo perfectamente claro: ¿por comportarse quiero decir, no comportarse, de ningún modo, como un vikingo?
—Por mi sangre —dijo Erik, escupiendo en su mano y sacándola para sacudirla.
El Doctor la observó de mala gana.
—Em, sólo digo que a lo mejor —dijo el Doctor—. Si te empeñas. Nada de pillajes.
La burbuja de aire se estaba reduciendo y la luz se estaba apagando, cuando el Doctor volvió para dentro y cerró la puerta. La TARDIS continuó, lentamente, cayendo. Extrañas criaturas pasaban brillando por la pantalla; un cuerpo enorme la llenó, más grande que nada de lo que ellos hubieran visto antes. Su cola desvió a la TARDIS de su curso, y un fuerte pitido hizo que los visitantes saltaran.
Un texto apareció al fondo de la pantalla del escáner: «100 metros».
—Ya, ya. Nunca debería haber puesto ese sistema de aviso submarino. Tarde aburrida —dijo el Doctor, mirando a su alrededor disculpándose y arrancando unos cables—. ¿Qué pasa contigo?
La columna central había parado completamente de subir y bajar. Las luces se estaban atenuando. Todo lo que quedaba era el aviso de alarma.
—Es nuestro túmulo —observó Erik, mirando a su alrededor.
—Pero qué chaval más alegre —dijo el Doctor. Freydis estaba subiendo y bajando las escaleras, tocando casi todo con temor. Entonces algo la detuvo.
—Loki —dijo, mirándolo—. ¿He muerto?
El Doctor la miró con perspicacia durante un instante.
—No eres la primera que lo ha pensado aquí —dijo suavemente—. Pero no.
—Bien, vale —dijo Freydis—. Porque estoy empapada. Odio pensar que Valhalla estuviera empapado.
—Te puedes cambiar —dijo el Doctor, señalando el camino al armario—. ¿Qué profundidad tienen estas aguas?
Henrik vio a Freydis quitarse la ropa mojada, y luego se dirigió hacia la pantalla.
—Ragnor dice que el este de las islas tiene las zanjas más profundas; que desciende tanto como el mundo mismo —dijo—. Dice que los hombres pez que cazan allí nunca se ven y que el frío congela a un hombre, y luego la oscuridad se lo traga antes de que pueda salir a respirar a la superficie.
—Es cierto —dijo Erik—. Hay ballenas aquí más grandes que lo que cualquier hombre pudiera imaginar, y criaturas de la oscuridad que el sol nunca ha iluminado.
—Ojalá la TARDIS tuviera orejas, así yo podría tapárselas —dijo el Doctor. El pitido se hizo más fuerte.
El texto de la pantalla cambió a: «200 metros».
—Sí, lo pillo. Estamos cayendo al fondo del océano —soltó el Doctor en voz alta—. Éste es el sistema de alerta más estúpido de la historia. —Las luces de la TARDIS parecieron atenuarse un poco más. Se estaba enfriando alarmadamente.
—He estado en mundos congelados y en superficies de soles; por la nada sin aire y sin fin y por el espacio negativo —dijo el Doctor—. Esto no nos va a ganar. No, qué va.
—300 metros.
—¡Arg, no pienso morir con medidas! —exclamó—. Vamos, vamos, vamos.
—Hace frío aquí —observó Erik. Henrik tenía la cara pegada a la pantalla.
Con el resplandor menguante de la TARDIS, podía distingir las cosas más increíbles: peces que parecían estar hechos de hojas enrolladas, tan delgados y delicados; criaturas danzando sin ojos; un banco de caballitos de mar fosforescentes, brillando en la oscuridad.
—Hay un mundo aquí abajo que nunca podría haber soñado —resopló.
El Doctor levantó la vista de lo que estaba haciendo durante un segundo.
—Lo sé —sonrió—. ¿No es fantástico? —Volvió a centrarse en el escritorio—. Venga, vamos.
—400 metros.
Se oyó un tintineo. La bombilla de encima de la TARDIS había reventado. Ahora seguían funcionando las pantallas, pero sólo quedaba una pequeña cantidad de luz residual. Henrik se alejó.
El Doctor ajustó su destornillador sónico una y otra vez con frustración.
—Ahí está... No tiene nada. Estoy seguro de que lo suyo es psicológico. Normalmente es completamente inexpugnable. —Se sentó con las piernas cruzadas en el suelo—. Normalmente —añadió.
—500 metros.
—¿Cuál es tu plan ahora, Doctor? —preguntó Henrik con ilusión.
—Tengo un excelente plan —dijo el Doctor—. Y todos estaremos a salvo.
—Oh bien —dijo Henrik.
—¿Quieres oír qué es?
—No. Saber que controlas todo me hace sentir mejor —dijo Henrik. Hubo una larga pausa.
—¿Sabes que no hay plan? —dijo el Doctor finalmente.
—Sí —dijo Henrik.
Freydis volvió a la sala de control principal. Fuera quedaron su fina y rígida ropa, empapada de agua salada, su alto y rígido cuello y los muchos pliegues de tela que se alineaban con la parte delantera de la falda. Su cintura fuertemente atada y su vestido también se habían descartado, al igual que sus finas joyas y sus peinetas para el pelo. En su lugar llevaba un vestido suelto largo y muy simple de color crema y rojo ladrillo que tenía pinta de limpio, suave y cómodo, y su cabello estaba atado suavemente, con zarcillos húmedos que todavía enmarcaban su rostro.
Henrik se puso de rodillas.
—Mi lady —dijo.
Freydis sacudió la cabeza.
—Ya no soy una lady —dijo, encantada—. ¡Mírame! —Dio vueltas en el sitio—. ¡Me puedo mover! ¡Me puedo sentar! ¡Ya no parezco una princesa! ¡Parezco una chica!
Henrik se mordió el labio.
—Una chica preciosa —se aventuró.
Freydis sonrió.
—¿Eso crees? —se burló—. ¿Incluso cuando todo mi oro está en el fondo del mar?
—Eso creo —dijo Henrik.
—700 metros.
—Parece que nos vamos a unir al oro —dijo Erik.
Pero durante ese instante Henrik y Freydis no parecían muy preocupados por la posibilidad de estar en el fondo del mar.
Un goteo del techo cayó sobre el suelo, y luego otro.
Las luces de dentro de la TARDIS parpadearon y oscilaron. El Doctor había parado de hacer que algo pasara, y estaba simplemente poniendo las manos sobre la consola.
—Oh Dios —dijo Henrik, corriendo hacia la pantalla. Fuera, en parpadeante resplandor de la pantalla que seguía funcionando, había un barco naufragado, su mástil todavía intacto, asentado en el afloramiento de roca de una montaña submarina. Anguilas serpenteaban entre el aspecto pulido de esqueletos reflectantes, cargamento caído. Y aún la TARDIS continuaba cayendo—. Hay un mundo entero aquí abajo —dijo.
—No uno en el que podamos vivir —gruñó Erik.
—A cinco brazas mi padre yace¹ —entonó el Doctor—. De sus huesos están hechos los corales. Son perlas las que fueron sus ojos.
—¿Qué estás diciendo? —dijo Freydis.
—No importa —dijo el Doctor—. Está a trecientos años de distancia. Y nosotros estamos en el fondo del océano. —Las gotas se habían convertido en un chorro. El Doctor se desplomó en el suelo, sus largas piernas se extendieron delante de él—. Las ninfas del mar cada hora tocan a muerto por él.
Cuando lo dijo, toda la sala retumbó con el repique de la campana del claustro de la TARDIS.
—Escuchad ahora las oigo —dijo el Doctor, con una sonrisa hueca en los labios—. Ding dong dán.
La TARDIS finalmente se posó, olas de sedimentos cubriendo las pantallas, haciendo un lugar para sí en el océano.
La campana tañó una vez más.
—¿Qué significa? —dijo Henrik.
—Já, bueno —dijo el Doctor—. De alguna redundante forma, la campana del claustro de la TARDIS toca cuando estamos en un peligro serio y mortal. —Sacó una cacerola de un armario y la puso sobre el chorro—. Una cosa a la vez —dijo. Se adelantó y miró hacia la pantalla. Había muy poco que ver.
—¿Por qué no podemos desmaterializarnos? —dijo—. ¿Por qué no te puedes mover? ¿Qué te está deteniendo? No es por lo del fuego, te digo yo que no es por nada.
—Puede que no le guste caer del barco —dijo Henrik—. Que reconozca el trabajo superior del sudor.
—Gracias, Henrik —dijo el Doctor. Le dio una palmadita a la consola—. Vamos, vieja amiga. Podemos salir de ésta, ¿no?
La consola central se había vuelto oscura y silenciosa. Los demás miraron a su alrededor. Erik sorbió la nariz.
—¿Dónde se ha visto un barco cerrado? No es de extrañar que no pueda quedarse del lado correcto del mar.
—Es una buena nave —dijo el Doctor furiosamente.
—Oh bien —dijo Erik—. Entonces haz que nos aleje navegando de aquí.
—Voy a hacer exactamente eso —dijo el Doctor, y se alejó furioso de la consola principal. Costó un gritó de Henrik para traerlo de vuelta.
Las luces de la TARDIS ya casi se habían desvanecido; la sala de la consola estaba fría y húmeda y muy desolada. Freydis se había puesto la chaqueta a su alrededor e ido a sentarse al lado de Henrik. Estaba asustada, por supuesto que sí; asustada de estar a punto de morir. Estaban a leguas bajo el agua, tan lejanos como la posibilidad de estar seguros. Pero Henrik se había levantado, caminando de un lado a otro, como si de alguna manera pudiera toparse con una solución. Y presionando su nariz contra la pantalla, había visto algo. «¡Dong!» La campana del claustro tañó de nuevo. Y lo que sea que fuera, en la distancia, brillaba de color verde y rosa en respuesta.
—¡Doctor!