Capítulo treinta

 

—Pero no puedes —dijo el Doctor—. No puedes jugar con caballitos todo el tiempo. En serio. Confía en mí, sé de estas cosas. Una vez fui el mejor en el Quatronial, y jugaban con el tablero de 256 cuadros.

El cielo estaba claro hoy; frío, con chubascos que pasarían lo más seguro después, pero que de momento era un fuerte claro con un color pálido casi translúcido. Los isleños estaban ocupados; había mucho que hacer, y sus vecinos comerciales y amigos los habían estado visitando, ansiosos de noticias, cuando reencendieron el brasero de la punta este.

—Es que me gustan los caballitos —dijo Luag.

—Sí, pero eso significa que te seguiré golpeando y golpeando y tú nunca conseguirás ningun...

El Doctor agachó la vista hacia el tablero.

—Oh —dijo.

Miró de nuevo.

—¿Cómo has hecho eso? —dijo.

Braan se detuvo de camino a cazar y miró el tablero.

—Conozco ese juego... —comenzó.

—Bueno, eso está bien —dijo el Doctor—. ¿Quieres jugar conmigo?

—Pero ese pequeño parece que está ganando.

—Vaya, parece que está ganando, oh sí. Parece que está ganando.

—Estoy ganando —dijo Luag,

Braan sonrió. Entonces se puso pensativo y se sentó durante un segundo.

—Hay más allí fuera, ¿no? —le preguntó al Doctor, alzando la vista al cielo.

—Oh sí —dijo el Doctor—. Oh sí.

—Pensaba... Pensaba que era sólo un trapo. Con la luz más allá de Valhalla. Y agujeros en él, así es cómo imaginamos Valhalla.

El Doctor parpadeó.

—Hay muchas cosas detrás de él, Braan.

—¿Volverán?

El Doctor sacudió la cabeza.

—Creo que estáis a salvo por ahora.

Braan se detuvo.

—Y tú. Tú también eres de allí fuera, ¿no?

El Doctor sintió.

—¿Cómo llegas hasta allí? —dijo Braan—. ¿Cómo vuelves?

El Doctor pensó en ello. Estaba seguro de que lo sabría, sin pensara mucho en ello. Estaba seguro de que tenía una forma. Era difícil de alcanzar, en algún lugar, un pensamiento extraviado en la esquina de su mente.

—¿Sabes qué? —dijo—. Me lo estaba preguntando. Quiero decir, creo que debo de tener una nave. En fin, eso parece probable, ¿no?

Braan asintió.

—Bueno, apareciste aquí de nada... Quiero decir, estábamos un poco ocupados de aquélla, pero si hubieramos pensado en ello, estoy seguro de que nos habríamos sorprendido.

—Sí —dijo el Doctor con asombro—. Yo también. Me pregunto si la habré dejado por aquí cerca.

—¡Puedo ayudarte a encontrarla! —dijo Luag—. ¿Cómo es?

—Es que no lo recuerdo —dijo el Doctor—. Estoy seguro de que tengo una... no. Pensaba que sabía de qué color era, pero no puedo encontrar la palabra. Qué mal.

—¿Tiene vela?

—No lo sé. Puede.

—Pues voy a buscarla —dijo Braan—. Cualquier cosa que no parezca algo nuestro.

—Muchas gracias —dijo el Doctor, sacudiéndole la mano a su manera.

—¿Tiene botones? —dijo Luag.

El Doctor sacó otro de su chaqueta de tweed.

—Este es tu último ultimísimo, ¿vale?

Luag asintió, poniéndolo cuidadosamente en su bolsa de piel de conejo.

—Oh —dijo—. No puedo ayudarte mira. Papá quiere que ayude a Henrik y a Freydis, y luego que vaya a cazar con él.

—¿Ahora quiere? —dijo el Doctor—. ¿Así que vosotros dos...?

Luag sonrió.

—Ahora me quiere cerca todo el tiempo. Es brillante.

—Lo es. Vigílalo, ¿vale? Te necesita.

Luag asintió. El Doctor se levantó.

—¡Oye! —dijo Luag—. No hemos terminado el juego.

El Doctor sonrió.

—Odio decir esto pero —dijo—. Tú ganas. Yo pierdo. Jaque mate.

 

 

En la orilla del mar, Henrik, Freydis y los dos últimos vikingos – quieres eran un equipo muy arrepentido y cambiado – estaban trabajando duro, afinando tablones, calentando la cabezada y remendando el segundo de los barcos vikingos.

—Sin armarios —dijo Freydis.

—Por mí bien —dijo Henrik.

El Doctor se quedó mirándolos durante un rato.

—Es preciosa —dijo.

—Gracias —dijo—. Con suerte correrá bien.

—Es gracioso —dijo el Doctor—. Pero tenía una nave por aquí. No... no la habréis visto, ¿verdad?

Ambos se miraron confusos.

—¿Como la barquilla? —dijo Henrik—. No, ¿cómo podría llevarte a alguna parte? ¿Seguro que no necesitas algo más grande?

—No creo que sea más grande —dijo Freydis—. No creo que sea grande en absoluto.

—Pero es grande —insistió Henrik.

Freydis le echó una mirada.

—Para de decirme el aspecto.

—Así que —dijo el Doctor—. ¿Estoy buscando algo que no puedo recordar, que es de un color indeterminado y que no es muy grande ni muy pequeño? —Todo el mundo asintió—. Vale. Genial.

Al final, fue Luag quien lo encontró. Saltando y brincando entre los matojos, habiéndole Henrik y Freydis perdonado lo de ayudar con el barco, quienes no estaban completamente seguros de si querían que lo dirigera un niño de seis años, vio un pequeño montículo de piedras blancas en el suelo, asustando conejos a su paso.

—¿Qué es esto? —preguntó.

El Doctor agachó la vista.

—Está escrito —dijo—. Como runas.

—Yo quiero leer runas —dijo Luag.

—Haz que Henrik te enseñe antes de que se vaya —dijo el Doctor—. Es útil. Puedes escribir historias.

—Escribiré una sobre ti —dijo Luag.

—Me encantaría —dijo el Doctor.  

—Todo lo que escribiré será sobre el tablero de ajedrez y cómo llegó aquí y qué pasó y quién era todo el mundo para que todo el  mundo lo sepa.

—Eso será absoluta e increíblemente útil —dijo el Doctor, acallando en su interior el profundo y cierto conocimiento de que Luag nunca escribiría su historia, o que si lo hacía, nunca la encontrarían. Era hora de dejar a esta gente en paz. No sabría por qué no. No lo averiguaría.

Se agachó.

—¿«Por aquí»? —leyó, mirando la flecha—. Bueno, eso debe de haber sido yo. ¿Me pregunto por qué?

Se abrieron camino nerviosa y tentativamente apartando las grandes hojas que cubrían la entrada de la cueva arenosa. Dentro había lago, estaba seguro. Sólo una sensación. Algo que seguía ocultándose en la esquina de su rango de visión. De repente, recordó lo que debía estar provocando eso.

—Luag —dijo—. Ponte de lado. Muy lentamente. Como si no estuvieras preocupado.

Luag hizo una parodia de alguien que pretendiera no estar preocupado.

—¿Así? —dijo, haciéndose a un lado, con los ojos abiertos.

—Bien —dijo el Doctor—. Ahora, mira de lado. Pero muy lentamente y de forma relajada.

Hubo una pausa.

—¡Guau! —dijo Luag—. ¡Doctor! ¡No creerás lo que hay ahí! ¡Tiene un color realmente extraño!

—¡Brillante! —dijo el Doctor—. Filtro de percepción. Fantástico. ¿Me preguntó qué está escondiendo?

Sacó su destornillador, la configuró, y señaló directamente hacia adelante. La TARDIS apareció en su campo de visión. La sonrisa del Doctor amenazaba con dividir sus mejillas.

—¡Mi TARDIS! ¡Brillante! Me alegro mucho de que fueras tú.

—¿Es ésa tu nave? —dijo Luag—. Qué birría. ¿Dónde está la vela?

—No es una birría —dijo el Doctor—. Pero no voy a dejarte entrar para que mires. No creo que te hiciera ningún bien. Estás perfectamente bien como estás, Luag.

Luag lo miró.

—Por supuesto que lo estoy. ¿Por qué no lo estaría?

—Oh, lo siento, lo olvidé —dijo el Doctor—. No inventan la duda hasta mediados del siglo diecinueve.

»Por supuesto que lo estás. —Se detuvo—. Pero quédate aquí. Tengo algo para ti. —Desapareció dentro de la TARDIS y estuvo dentro durante bastante tiempo.

Luag se quedó fuera esperando pacientemente. Cuando el doctor reapareció, estaba agarrando algo en la mano. Algo naranja.

—¿Qué es eso? —dijo Luag.

—Lo pones sobre un cuenco y sobre el fuego —dijo el Doctor—. O también en un palo para tostarlo. Puede que eso sea mejor. Es dicícil hacer palitos de pescado sin horno.

—¿Se come? —dijo Luag.

—Sí —dijo el Doctor.

Luag lamió tentativamente el paquete.

—Hmm —dijo.

—Eso no —dijo el Doctor—. Es la caja.

—Ya lo sabía —dijo Luag rápidamente.

—Lo que se come está dentro.

—Ya lo sabía.

—Venga, vamos a encontrar a tu padre.