EPÍLOGO
Más allá de los consabidos Natsume Soseki, Yasunari Kawabata, Yukio Mishima, Kenzaburo Oé y Haruki Murakami (dos premios Nobel de literatura de cinco pesos pesados, no-está nada mal), existe una pléyade de escritores japoneses poco conocidos en España, aunque no por eso menos relevantes, como Yasutaka Tsutsui, Kyoichi Katayama, Hiromi Kawakami y Yoko Ogawa, por nombrar algunos cazados al vuelo. Ryu Murakami, prolífico escritor de culto, es otro de ellos. Nacido en 1952 en Sasebo, Nagasaki, Murakami se trasladó en 1970 a Tokio y durante dos años vivió en Fussa, sede de la base aérea norteamericana de Yokota, en cuyos alrededores transcurre la acción de su primera novela, Azul casi transparente (Kagirinaku tómeini chikai buru), ganadora de dos de los premios más prestigiosos de Japón, el Akutagawa y el Gunzo, que se otorga a nuevos talentos. A partir de allí, sus siguientes novelas —Umi no mukó de sensóga hajimaru, Koinrokká Beibi. Shikusutinain, Piasshingu, In Misosüpu, Sutorenji Deizu— alcanzaron el primer puesto en las listas de libros más vendidos del país del sol naciente.
Publicada en 1976, Azul casi transparente se tradujo pronto a varias lenguas, entre ellas el español (Anagrama la publicó en 1982 en su colección Contraseñas, con traducción del inglés de Jorge G. Berlanga, quien se encargó de traducir también los primeros libros del «viejo indecente». Charles Bukowski, publicados en la misma colección), aunque no consiguió el éxito inmediato en nuestro país, como tampoco lo obtuvo la primera novela de Haruki Murakami publicada en España hace ya casi veinte años, lúa caza del carnero salvaje, también en Anagrama. Justo unos meses después de la publicación de Tokio Blues en Tusquets (en junio de 2005), se desató el fenómeno Murakami (Haruki) en España, y es muy probable (y hasta deseable) que suceda lo mismo con el otro Murakami (Ryunosuke, más conocido como Ryu) y su novela Los niños de las taquillas (Koinrokká Beibizu), rescatada —por fin una buena noticia— por Ediciones Escalera.
En un relato de Yasutaka Tsutsui —lean su maravillosa antología Hombres salmonela en el planeta pomo, en Siruela—, uno de los personajes dice que «las cosas no siempre son normales en este planeta». Sin duda lleva razón, y Tos chicos de las taquillas, publicada originalmente en 1980, es una buena muestra de cómo Murakami, autor al que se le reconoce y agradece haber revolucionado la literatura japonesa, hondamente alienada después de las explosiones atómicas de Nagasaki y Hiroshima en agosto de 1945, se mueve a sus anchas en esos mundos extraños, desquiciados, ambiguos, tejidos sobre el dechado de la gris cotidianidad en la que transcurre la vida de los dos niños abandonados por sus madres en sendas taquillas de una estación de metro en Tokio. Kiku y Hashi, los protagonistas, crecen entre el orfanato Los Cerezos de Santa María y el hogar de sus padres adoptivos en una isla junto a la costa oeste de Kyushu, con el consiguiente trauma y crisis de identidad, que convierten en odio y deseo de venganza con el transcurso del tiempo.
Murakami posee un don especial para descubrir lo irracional, lo absurdo, lo surreal, en los actos cotidianos. Lo característico, y también lo admirable, es que nunca sigue un molde establecido de antemano sino que se mueve en el sentido que su propia naturaleza le impone. Su obertura es muy característica del modus operandi del autor. Sopa de miso, su segundo asalto novelesco en España, publicado por Seix Barral en septiembre de 2005 a rebufo del éxito obtenido por su coterráneo Murakami con Tokio Blues, se abre con las palabras: «Me llamo Kenji. Mientras pronuncio estas palabras en inglés me pregunto por qué en japonés hay tantas maneras de decir lo mismo. En plan duro: Ore no na wa Kenji da. Educado: Watashi wa Kenji to moshimasu. Casual: Boku wa Kenji. Gay: Atashi Kenji ‘te iu no yo!». Los chicos de las taquillas, escrita con soltura de manga y aire de thriller existencial, comienza así: «La mujer presionó el estómago del bebé y empezó a chuparle el pene; era más fino que los mentolados americanos que ella fumaba y un poco viscoso, como pescado crudo».
Apenas superadas las cien primeras páginas, Los chicos de las taquillas deja resaca en el lector y le mantiene vinculado a la novela una vez terminada, como si hubiéramos estado bebiendo toda la noche en un bar, con amigos y con amores imposibles. Y más vale tenerlo presente, si no se quiere tener luego pesadillas. La escritura de Murakami posee el sentido premonitorio de los sueños demasiado vividos. Algo así como un relato de Kafka filmado por David Cronenberg (en regio blanco y negro) o una película de David Cronenberg escrita por Kafka. Una cosa sí es segura: volveremos a saber de él. Como Mishima, como Burroughs, como Kerouac o como el no hace mucho desaparecido David Foster Wallace, Murakami se ha convertido en una leyenda sustentada tanto en su persona —ha sido batería de un grupo de rock y ha dirigido varias películas— como en su escritura bizarra.
ANTONIO BORDÓN
Las Palmas de Gran Canaria
Enero de 2010