TREINTA
El Yuyo Maru navegaba con rumbo sur a lo largo de la costa del Pacífico de Honshu con veintidós hombres a bordo, quince alumnos y siete miembros de la tripulación: el capitán, el jefe de máquinas, el segundo de a bordo, el oficial de transmisiones, el supervisor y dos guardias. Los nueve presos que hacían prácticas como personal de cubierta se turnaban al timón, en una caseta donde se apiñaban seis personas: el capitán Eda, el oficial de transmisiones, el aprendiz de timonel, otro vigilando la pantalla del radar y los demás instrumentos, y dos más leyendo las cartas náuticas. En la segunda jornada de travesía le tocaba a Kiku dirigir, mientras Yamane controlaba el radar y Nakakura y Hayashi se dedicaban a las cartas.
Uno de los ejercicios previstos era un simulacro de rescate en alta mar. El capitán Eda acababa de pedirle a Nakakura que le dijera la posición del barco —142° 39’ este y 40° 44’ norte— cuando sonó un aviso por los altavoces:
—¡Hombre al agua por estribor!
—¡Oído! —gritó Kiku, poniendo el motor en punto muerto y girando todo el timón a la derecha.
Le habían enseñado ya que en estos casos se trataba de acercarse lo más posible a la persona que estuviera en el agua, pero sin correr el riesgo de despedazarlo con la hélice; por tanto, se debía mantener la popa del barco a cierta distancia. Una vez completado el giro, el barco tenía que avanzar lentamente, hasta que se pudiera ver al accidentado y arrojarle el salvavidas. Luego, sin perderlo de vista en ningún momento, había que aproximarse por sotavento hasta una distancia de entre veinte y treinta metros, momento en el que volvían a detenerse los motores para que el barco se acercara despacio, derivando. Para este simulacro se empleaba un balón de playa rojo que hacía las veces de hombre caído, lo que fue una suerte porque las cosas no salieron exactamente como se esperaba. Kiku no fue capaz de calibrar las difíciles condiciones del mar abierto, completamente distintas de las del puerto tranquilo donde habían hecho el primer ejercicio práctico. Allí era vital colocar el barco de forma que las olas impactasen contra el lado de babor, pero Kiku lo hizo al contrario, de forma que los embates del mar rompían contra el lado de estribor y no pudieron hacer nada más que quedarse mirando, impotentes, mientras el barco se alejaba de lo que se hubiera convertido muy pronto en un marinero ahogado.
—¿Qué problema tienes, Kuwayama? ¿Es demasiado difícil para ti? —se mofó el capitán.
—No me percaté de lo movido que estaba el mar —alegó Kiku para disculparse.
Eda le pidió entonces a Hayashi que le leyera el último parte meteorológico.
—Hay un frente de altas presiones muy estable que se dirige hacia las islas Bonin. El viento sopla en dirección sur. Parece probable que vaya a desarrollarse un frente frío sobre la zona meridional de Siberia y que llegue a afectar a todo el sur de la región.
El capitán Eda asentía con la cabeza mientras escuchaba el informe de Hayashi.
—Vistas las condiciones, ¿qué podemos esperar? —preguntó.
—Borrascas —repuso Nakakura casi gritando, mientras el oficial de transmisiones empezaba a darles el pronóstico del tiempo elaborado por las autoridades locales:
—Se ha originado un tifón bastante débil, que previsiblemente se desvanecerá al sur de Okinawa sin tocar tierra.
En el exterior había un soplo de brisa y de vez en cuando un banco de peces voladores aparecía rompiendo la superficie del mar. Pero en el interior de la caseta del gobernalle el ambiente era sofocante. Sobre las cartas náuticas caían constantes regueros de sudor, y Kiku levantaba el brazo cada poco tiempo para enjugarse la transpiración de la frente con la manga mientras controlaba el girocompás.
En la tercera noche llegaron al puerto de Shichigahama, en la prefectura Miyagi, donde anclaron junto a un dique bordeado de almacenes de color grisáceo. Una vez aseguradas las amarras, los presos empezaron a ponerse muy nerviosos; era la noche en que se les iba a permitir recibir visitas. Cada uno disfrutaría de una hora entera, después de cenar, con aquellos familiares o amigos que lo hubieran solicitado. A última hora de la tarde ya se veía a los visitantes reunidos en el paseo del rompeolas, mientras los guardias comprobaban nombres y números con sus listados. Por fin empezaron a llamar a los presos por su nombre, uno por uno, hasta que todos estuvieron en tierra excepto Kiku. A Yamane lo esperaba una mujer con un bebé en brazos: su esposa, seguramente; una pareja joven había venido a ver a Hayashi, quizá un hermano o hermana acompañado de su cónyuge, y Nakakura tenía allí a su madre. Cuando lo llamaron, Nakakura había dudado un poco, con expresión muy poco alegre. Las farolas habían transformado aquella escena de reencuentros a media voz en un grupo de sombras arracimadas, entre las que Kiku alcanzó a distinguir a Yamane con su hijo en brazos.
—¿Te sientes un poco solo? —le preguntó el capitán, acercándose a Kiku por detrás, mientras contemplaba también a aquellas siluetas felices.
Kiku se dio la vuelta y se quedó mirando unos segundos el perfil tostado por el sol del capitán.
—Parece que se lo pasan muy bien —contestó por fin.
—Me han dicho que eres huérfano —dijo el capitán, en cuyo rostro aleteaban las luces de la ciudad—. Debe de ser muy duro, en muchos sentidos.
La expresión de su rostro parecía ir cambiando con las ondulaciones de aquellos reflejos trémulos.
—He conocido a dos huérfanos en mi vida —continuó el capitán—. Y los dos lo pasaron muy mal de jóvenes. Antes, en otros tiempos, ni siquiera te contrataban en las grandes empresas si no tenías padres, sólo por eso. Así que mis dos amigos, ambos, acabaron por meterse en problemas. Según se dice, hay dos tipos de huérfanos: los que se pasan su vida luchando con todas sus fuerzas contra todas las adversidades y los que se la pasan tratando de jugársela a los demás. ¿De cuál de estos dos tipos eres tú, Kuwayama?
Había algo tranquilizador en la voz profunda y rasposa del capitán. La brisa salina empezaba a refrescar el cuerpo acalorado de Kiku, aliviando el cansancio del día en la mar.
—No tengo ni idea —repuso Kiku.
—Me parece normal. No tienes por qué saberlo. Y, en cualquier caso, me imagino que te sientes igual de solo, seas de unos o de otros.
Kiku permaneció en silencio.
—¿Ves eso? —continuó el capitán, señalando a las siluetas reunidas junto al dique—. Eso es la familia. Yo tengo dos hijas y un nieto en camino. Y en tu caso, puede que hayas estado solo hasta hoy, pero no hay nada que te impida tener tu propia familia en el futuro. Eso es lo que tienes que hacer, hijo: crea una familia, de la que tú serás el fundador.
Kiku trataba de distinguir a Yamane, Nakakura y Hayashi entre las figuras sombreadas. Vio a Hayashi sentado en el muelle con las piernas colgando, levantando hacia la luz un trozo de papel que parecía una fotografía. Yamane, con el niño sobre los hombros, hacía señas con la mano en dirección a Kiku.
—¡Eh, Kiku! ¡Ven un momento! —lo llamó.
—Anda, ve —le dijo el capitán, dándole una palmadita en el hombro.
Yamane se acercó a Kiku cuando éste llegó a tierra.
—Este es mi hijo —dijo muy orgulloso, sujetando al bebé para que lo pudiera ver bien—. Voy a convertirlo en un marino de verdad. El chaval todavía no tiene un año y ya sabe nadar.
La sonrisa de Yamane inundaba toda su cara. Kiku se inclinó y apoyó la oreja en el pecho del niño que, sobresaltado, empezó a llorar.
—¿Lo has oído? —preguntó Yamane.
Kiku asintió, mientras su amigo acunaba al bebé y rompía a cantar:
Soy hijo de la mar
y aquí entre los pinos
la oigo bramar…
La canción llegó a oídos de todos, provocando una sonrisa en el capitán, que se quedó escuchándola desde la cubierta del barco y, tras las primeras notas, se unió a ella a pleno pulmón. Kiku empezó también a cantar, aunque en voz más baja. Todos los demás les aplaudieron al final.
En ese momento, Kiku se fijó en dos haces de luz que recorrían la carretera; dos focos que barrieron los almacenes, enfocando por un instante aquellas paredes grisáceas y adensando las sombras del dique antes de desaparecer de nuevo. Tuvo una fugaz visión de un Land Rover rojo que pasaba a toda velocidad, como una ondulación carmesí sobre la noche gris y pesada del puerto. ¡Anémona!, se dijo, pensando en su cálida lengua, húmeda y delicadamente picuda, extendida hacia él.
Los aprendices dormían en unos catres improvisados para la travesía, colocados en la bodega del barco. El espacio no llegaba ni a los cuatro metros cuadrados y allí se apiñaban las quince literas, en cinco filas de tres pisos cada una, de forma que sus ocupantes no tenían espacio ni para darse la vuelta en la cama. El resto de la tripulación dormía en cubierta, con dos guardias haciendo ronda por turnos sobre la escotilla de la bodega. Pero esa noche nadie parecía capaz de dormir allí abajo, por el calor y la emoción de haber visto a la familia después de bastante tiempo. Se había dejado abierta la trampilla, pero ni aun así se colaba la más mínima brisa. Los presos estaban tumbados, con las sábanas y la ropa interior empapadas de sudor, y el aliento de quince pares de pulmones incrementando la humedad por momentos. Desde algún lugar se oían unos sollozos amortiguados. Kiku, acostado en la tercera litera de la fila de en medio, sintió que Yamane, desde la cama de al lado, le daba unos golpecitos en el hombro y señalaba a Nakakura, que estaba en el catre de abajo a la derecha. Éste tenía el rostro hundido en la pequeña almohada de plástico y era, al parecer, el que estaba llorando.
—Ha muerto su abuela —susurró Yamane—. Estaba muy unido a ella, y parece que antes se ha peleado con su madre. Pobre chaval.
Pero Kiku le hizo callar bruscamente, alegando que los problemas de Nakakura no le interesaban y que tenía sueño.
—Aunque no se pueda dormir con este calor, si no conseguimos pegar ojo mañana será un infierno —le dijo a Yamane, que asintió no muy convencido.
Nakakura siguió llorando durante un rato más.
Shichigahama era el final de la travesía del Yuyo Maru; desde allí darían la vuelta para dirigirse al puerto de partida de forma que, si iba a escaparse, ésta era la mejor oportunidad para Kiku. Según los planes acordados, Anémona tendría tres vehículos escondidos en puntos diferentes entre aquel puerto y Tokio. Ahora sólo se trataba de esperar a que se durmiera todo el mundo. Al cabo de un rato ya no oía nada más que un coro de respiraciones profundas a su alrededor; entonces, cuando estaba a punto de levantarse, vio que Nakakura abandonaba su litera furtivamente. Kiku le alcanzó mientras salía, agarrándolo por el hombro.
—¿Adónde vas? —le susurró.
—A mear —repuso Nakakura.
Kiku le soltó entonces, pero Nakakura pasó de largo por las letrinas y se dirigió como una flecha escaleras arriba. Kiku empezó a ponerse muy nervioso y sacudió a Yamane para despertarlo:
—¡Yamane! Nakakura va a escaparse, tenemos que detenerle.
Yamane bajó de su litera con el menor ruido posible y los dos subieron hasta la escotilla. Kiku asomó la cabeza y vio a Nakakura agazapado entre las sombras del puente, mirando en dirección al guardia, que estaba en el dique charlando con un policía del cuartelillo cercano. Los dos hombres pasaban el rato pescando mientras hablaban, y echaban de vez en cuando un vistazo hacia el barco. Mientras Kiku miraba, Yamane asomó la cabeza detrás de él.
—¡Nakakura, no lo hagas! —siseó.
El mero hecho de que lo descubrieran en el puente sería considerado intento de fuga, y le haría perder de inmediato el derecho a examinarse. Desde donde estaban, veían temblar la espalda de Nakakura. Resultaba obvio que no había forma de saltar hasta el dique sin llamar la atención del guardia, y la única otra posibilidad, deslizarse por el casco del barco hasta el agua, implicaba el riesgo de colgarse de la barandilla por el lado de babor, lo que podría despertar al capitán. Justo en ese momento, Kiku oyó el rugido de un motor. ¡Mierda!, pensó. Sabía que Anémona habría estado vigilando desde algún lugar cercano y, al ver que Kiku salía a cubierta, habría iniciado sus maniobras de distracción con los guardias. Debía de haber tomado a Nakakura por él. El Land Rover apareció por un extremo del dique y unos segundos después Kiku distinguió la voz de Anémona:
—¡Perdone, pero hay una pelea en el club de marineros! —dijo.
Kiku oyó que dos pares de pies echaban a correr. Mientras trataba de decidir qué hacer, Anémona volvió corriendo.
—El oficial me pide que le diga que necesita su ayuda —oyó que le decía entonces al guardia.
Anémona iba a hacer todo lo posible para alejar de allí al guardia sin darle tiempo a despertar a su compañero del barco, así que era el momento de ponerse en marcha. No le quedaba más remedio que llevarse a Nakakura, pero dudaba.
Las pisadas de Anémona, que seguía corriendo, se unieron a las del guardia dirigiéndose hacia la carretera a toda prisa. Kiku se decidió entonces: que Nakakura se fuera al infierno; si él no se escapaba ahora, no tendría otra oportunidad. Estaba a punto de saltar al puente cuando Nakakura dio un brinco y, chillando con todas sus fuerzas, se lanzó al agua desde la barandilla. Kiku agachó la cabeza cuando se encendieron las luces de la caseta del timón. Un segundo más tarde aparecieron el capitán y el supervisor por la puerta de la caseta, mientras el guardia volvía al dique. Nakakura, organizando un lío de mil demonios, pataleaba frenéticamente en el agua.
—Demasiado tarde —murmuró Kiku, saliendo por fin a cubierta.
Se encendió un foco y el supervisor lo dirigió hacia el agua por encima de la cubierta, apuntando a Nakakura. Para entonces, Yamane y Hayashi habían salido también de la bodega pero, cuando el guardia los vio, corrió hacia ellos blandiendo una porra y ordenándoles volver a bajar. Mientras obedecían, Kiku vio la cara pálida de Anémona asomándose al muelle. Al darse cuenta de que el tipo que estaba en el agua no era Kiku, Anémona miró a la cubierta del barco, justo a tiempo de ver que él la saludaba con la mano y desaparecía por la escotilla de la bodega. La chica volvió entonces al vehículo y puso en marcha el motor; en el momento en que se cerraba la trampilla sobre su cabeza, Kiku oyó el vehículo alejándose mientras la voz del capitán vociferaba por encima:
—¡Nakakura! ¡Agárrate al maldito gancho!
A la mañana siguiente, el barco se hizo a la mar con cuatro horas de retraso, debido a la investigación sobre la pequeña aventura de Nakakura, de la que había que informar obligatoriamente a la prisión. Al final, se decidió posponer el castigo hasta que hubieran vuelto a Hakodate, aunque se pasaría el resto del viaje confinado en la bodega.
—¿Sabes? Yo no pretendía escaparme de verdad —le dijo a Kiku cuando éste le bajó la cena.
Le explicó que él siempre había querido mucho a su abuela y que todo había empezado cuando su madre, una ex enfermera de pelo teñido y olor corporal repugnante, que siempre había sido mezquina con la abuelita, le contó que la vieja se había matado en un accidente de tráfico. Y, con la más desagradable de las sonrisas, había añadido que gracias a la indemnización y a un pequeño acuerdo extrajudicial, ella y su novio se habían podido ir de vacaciones a Hawai. Eso le había contado, riéndose. Así que él no iba a escaparse esa noche; sólo iba un momento a matar a su madre y luego se hubiera vuelto al barco inmediatamente. Kiku tuvo que refrenarse para no darle un estacazo en la cabeza mientras le oía contar su historia, con la vista fija en el plato. Por tu culpa, imbécil, ahora no tendré forma de fugarme, pensó. Ahora nos vigilarán como halcones.
El Yuyo Maru volvía a casa ya a todo vapor, en parte para compensar el retraso de la salida, y en parte porque aquel tifón que se suponía iba a morir cerca de la costa sur de Okinawa había cambiado de rumbo. La radio del barco emitía continuamente la previsión meteorológica mientras trataban de llegar al puerto siguiente según su plan de navegación, que el capitán Eda parecía dispuesto a cumplir a pesar del retraso. Dado el tipo de tripulación que llevaba a bordo, sabía que sería difícil que les permitieran amarrar y resguardarse en otro sitio.
Aún no había empezado a llover y la densa capa de nubes hacía el calor más insoportable. El cielo bajo se asemejaba a una inmensa tapadera metálica suspendida muy cerca de la cubierta del barco, una extensión opaca hecha de óxido y plancton podrido, incapaz de reflejar absolutamente nada. El primer signo de que se desencadenaba la tormenta fue una ráfaga de viento que dio la impresión de haberse colado entre las dos superficies casi pegadas del cielo y el mar, rizando las olas hasta teñirlas de blanco. Las nubes turgentes parecían calentar el aire que les soplaba en el rostro e insuflarle su velocidad, hasta que las rachas se hicieron tan violentas que las banderas flameaban amenazando con desgarrarse, y los uniformes de la marinería, puestos a secar sobre la cubierta, salieron volando para caer en la popa. Hubo entonces un instante de calma y los hombres sintieron los primeros síntomas de mareo, un estremecimiento frío y húmedo que les fue invadiendo todo el cuerpo.
El viento empezó a aumentar la marejada de tal forma que, por primera vez durante aquella travesía, el capitán se puso al timón. Mientras dirigía la nave entre el oleaje, Eda señaló a su espalda: un muro como de plomo se movía a toda velocidad siguiéndoles, una borrasca que les dio alcance en pocos segundos, haciendo escorar violentamente el barco. El viento azotaba las olas cada vez con más violencia, dejando una estela de espuma a su paso.
Por fin empezó a llover. En pocos segundos la cubierta quedó inundada por completo; parecía que el agua venía de todos lados, levantando los chubasqueros de la tripulación y calándoles la ropa que llevaban debajo y hasta la piel, como si estuvieran desnudos. Cada vez que el barco recibía el impacto de una ola especialmente grande, Kiku sentía que se le agarrotaba la garganta. El capitán ordenó que se preparara el ancla y el segundo de a bordo que bajaran todos los alumnos a la bodega. Al llegar allí, vieron a Nakakura retorciéndose en el suelo, sujetándose el pecho con las manos. El olor del vómito les abofeteó nada más poner un pie allí dentro. Tenían órdenes de ir a sus catres y quedarse allí bien agarrados, pero el barco se movía de tal forma que resultaba imposible subirse a las literas. Mientras forcejeaban para alcanzarlas, alguien resbaló en el charco del vómito de Nakakura y cayó al suelo. Las ráfagas de aire pegajoso inundaban la bodega desde la escotilla. Kiku se agarró con todas sus fuerzas al somier y se concentró en aliviar el entumecimiento de la garganta.
El aliento de los quince hombres hacinados se mezcló enseguida con el hedor anterior, formando una nube que parecía adherirse a la piel dejándoles sin fuerzas. Muy pronto, Kiku sintió que se le embotaba también la cabeza… no sentía nada de los hombros para arriba, ni tampoco en la piel del cuerpo. Sólo parecían funcionarle los músculos y las entrañas. Uno tras otro, los demás fueron cayendo al suelo, arrancando las sábanas de sus catres para metérselas en la boca. Kiku se las arregló para sujetarse, pero tenía la sensación de que la cabeza se le había convertido en un imán que atraía hacia ella al resto de sus miembros. Era como tener algo atascado en la garganta, pero bastaba con abrir la boca lo más mínimo para que manase un reguero de baba amarga. Así que se quedó mirando al techo fijamente y con todas sus fuerzas, temiendo que se le saliera el estómago por la boca si bajaba los ojos siquiera un centímetro. Justo encima de su cabeza, una bombilla desnuda giraba violentamente en círculos, dejando una estela anaranjada a su paso. Cada curva se superponía a la anterior hasta dibujar una estrella que titilaba sobre Kiku antes de desvanecerse lentamente y dar paso a la siguiente. Kiku notó que alguien le estaba vomitando encima de los pies, salpicándole los zapatos y el suelo. El hombre se le agarró a un tobillo y él, absorto en las formas coloridas que veía al cerrar los ojos, deseó poder separar la cabeza del cuerpo, cortarla y que el resto descansara en paz.
En ese momento se apercibió de que alguien le llamaba. Desde la trampilla de la bodega, alguien gritaba varios nombres:
—¡Kuwayama! ¡Yamane! ¡Hayashi! ¡En pie y suban a la caseta del timón!
Agarrándose a las literas y pasando por encima de sus compañeros caídos, Kiku consiguió llegar a la escotilla. Además de él, sólo Hayashi, Yamane y dos de los aprendices de la sección de máquinas seguían de pie. Gatearon por la cubierta para llegar al timón y se encontraron allí al segundo de a bordo desmayado, con una brecha en la cabeza.
—¡Habéis podido venir! —dijo el capitán, ordenando a uno que vigilase el radar mientras los otros dos comprobaban la posición con el lorán.
En la proa del barco estallaban las olas ininterrumpidamente y, cuando llegaban a su punto más alto, el viento les arrancaba la cresta rociando el barco a sotavento con un estruendo como de vidrios rotos. Era imposible decir si el agua que salpicaba las ventanas de la caseta del gobernalle venía del mar o de la lluvia. Aun así, los que habían conseguido salir de la bodega tenían la sensación de que estaban mejor allí arriba, a pesar del viento, de las olas y de todo lo demás, que en aquel agujero inmundo. Sentir la tormenta en el rostro incluso les había aliviado un poco el mareo.
—Vamos mal —mascullaba el capitán.
El barco parecía no avanzar, sólo limitarse a evitar que las olas lo derribasen de costado. Por la radio les llegó un aviso dirigido a todas las embarcaciones de pequeño tamaño para que buscasen abrigo, a la mayor brevedad, en el puerto más cercano. El capitán pidió a Hayashi que localizara cuál era.
—¡Ishinomaki! —contestó Hayashi al cabo de un momento.
El oficial de transmisiones trató entonces de ponerse en contacto con la guardia costera de esa localidad, pero debían de tener las frecuencias saturadas porque no respondieron. Trataron entonces de conectar con la cooperativa de pesca de Ishinomaki, solicitando permiso para hacer una llamada de emergencia y recalar allí. Desde la cooperativa les urgieron a llegar cuanto antes, porque el puerto se estaba llenando a toda velocidad y era posible que, al llegar, no encontrasen un atracadero libre.
El mar se veía ahora completamente blanco, con la espuma de las olas deslizándose por la superficie delante de las ráfagas de viento. Yamane gritó que había aparecido un punto inmóvil en el radar, algo que parecía muerto en el agua, justo en el momento en que recibieron un S.O.S. en la radio. Un barco de pesca de ocho toneladas se estaba hundiendo; posición actual: 142° 18’ este y 38° 58’ norte.
—Piden ayuda —dijo el oficial de transmisiones—, y están sólo a 0,8 millas náuticas hacia el noreste.
El capitán hizo como si no hubiera oído esta afirmación ni estuviera viendo las miradas de preocupación que le dirigían todos.
—Vamos a mantener el rumbo —anunció—. La tormenta está arreciando y no tenemos tiempo que perder en un rescate. Nos dicen que estemos en Ishinomaki para las 19.05 horas. Además, la guardia costera irá a por ellos; coge la radio, infórmales y, si siguen sin contestar, pide a la cooperativa que se ponga en contacto con ellos.
—Vayamos a ayudarles —dijo Yamane impulsivamente.
Pero tampoco eso consiguió provocar ninguna reacción en el capitán. Un minuto después les llegó la respuesta de Ishinomaki, diciendo que todos los guardacostas habían salido ya a otras misiones de rescate.
—Capitán, señor —volvió a decir Yamane—. Creo que tendremos que ser nosotros los que salvemos a ese barco —añadió con una inclinación forzada.
Pero sólo consiguió que el capitán le dijera que se callara la boca.
—Si seguimos tres minutos más con el rumbo actual estaremos a la menor distancia posible de esa embarcación —añadió Hayashi, levantando la vista de las cartas náuticas.
—Han dejado de emitir el S.O.S. —informó el oficial de transmisiones.
En ese momento aparecieron otros tres aprendices en la caseta del timón. Resultó que todos eran pescadores y, cuando se enteraron de la situación, se unieron a los ruegos para que el capitán hiciera algo.
—Ahora escuchadme bien, cabezas huecas —vociferó el capitán Eda—. Sois convictos, ¿o es que se os ha olvidado? Y no es asunto vuestro andar salvando gente por ahí.
—Pero antes que nada somos pescadores, señor. Y un barquito como ése no será capaz de salvarse en medio de esta tormenta.
—¿Y podéis explicarme cómo demonios vamos a hacerlo? Mi segundo de a bordo está fuera de combate y yo tengo que dirigir el barco. ¿Quién va a ocuparse del rescate?
—Nosotros —afirmó Yamane, dándose cuenta de que el capitán empezaba a ceder.
—¡Ahí están! —dijo Hayashi, avistando un penacho de humo naranja desde la proa.
El capitán llamó a Yamane y empezó a gritarle casi pegado a su oreja. Yamane asintió varias veces seguidas y se fue hacia Hayashi para pedirle que trajese el cable metálico que se guardaba abajo.
—Y, ya que bajas, recluta a cinco o seis tíos que parezcan capaces de tenerse en pie —añadió, mientras Hayashi iba en busca del cable.
Cuando volvió con él, lo primero que hicieron Kiku y Hayashi fue atarse con él rodeándose la cintura por un extremo y asegurando el otro al puente. Luego se separaron en direcciones contrarias: uno a proa y otro a popa. Hayashi consiguió mantener el equilibrio sujetándose a la barandilla, pero a Kiku le derribó el viento casi de inmediato y, caído sobre la cubierta, tuvo que cubrir la distancia a gatas. Mientras avanzaban, agotaron el resto del cable, asegurándolo primero al chigre del ancla y después al torno de las amarras. Cuando hubieron colocado todas las cuerdas, el resto de los participantes en el rescate se puso en marcha en cuatro parejas, dos de ellas hacia popa y las otras dos hacia proa, agarrándose al cable. Kiku iba armado con un palo acabado en gancho y se había encordado a Nakakura, que parecía bastante recuperado de las náuseas. Cuando tuvieron el barquito pesquero a la vista comprobaron que había volcado de lado y la tripulación estaba agarrada a una boya roja: se les veía con la crecida de cada ola y se zambullían luego, perdiéndose de vista hasta que la siguiente los volvía a levantar. Todos empezaron a hacer señas con la mano por encima de la boya al ver al Yuyo Maru acercarse. Una vez que el barco se colocó en la posición idónea, Kiku trató de ir enganchando los salvavidas con el garfio, para arrastrar a los hombres hasta la escalera de mano que habían arrojado por la popa. Lo intentó primero con un hombre joven que estaba gritando algo con todas sus fuerzas pero, justo cuando estaba a punto de alcanzarlo, una ola arrasó el barco. Kiku y Nakakura consiguieron aguantar el embate sujetándose a la barandilla, aunque por un instante creyeron estar perdidos, mientras el náufrago fue levantado en vilo con la cresta de la ola y cayó de cabeza sobre la cubierta. Kiku lo sujetó por el cuello de la camisa con el garfio y le arrastró, inconsciente y sangrando, hasta donde estaba él. Era extranjero.
—Pescadores furtivos —murmuró Nakakura observando detenidamente el rostro del hombre, que tenía aspecto de ser de algún país del sureste asiático.
Cuando lo tuvo bastante cerca, Nakakura pasó las manos por los costados del hombre; el bulto duro que tenía en el bolsillo lateral de sus pantalones de camuflaje resultó ser una pistola.
Al llegar a Ishinomaki no se veían más luces que las de las boyas fluorescentes que marcaban la entrada del puerto y el haz giratorio de un faro desierto en el cabo, a lo lejos. Hubieran debido estar encendidos los dos focos de la parte interna del rompeolas, pero el temporal había hecho añicos las pantallas. Los cristales rotos se habían quedado tirados por el suelo de hormigón hasta que los arrastraron las enormes olas lanzándolos hacia el cielo negro. Todo el resto de la ciudad parecía haber sufrido un apagón.
Mientras el Yuyo Maru se dirigía hacia el muelle, cuatro policías con gruesos chubasqueros azules se acercaron a recibirles, seguidos por varios hombres de la cooperativa de pescadores, que se quedaron a cierta distancia detrás de ellos, en círculo. El supervisor del centro penitenciario desembarcó para hablar de cómo alojar a sus alumnos, y se pasó un largo rato negociando con los policías en un corro muy estrecho. Al parecer, también se habían caído las líneas telefónicas de la localidad y la policía se mantenía en contacto a través de walkie-talkies. Más problemas: la sala de juntas de la cooperativa de pescadores ya estaba llena de gente de los barcos que habían buscado abrigo en el puerto, y el otro lugar indicado para acogerles, la escuela primaria, quedaba excluida porque su director no quería recibir allí a un hatajo de delincuentes. En resumen, la policía sólo tenía una opción que ofrecerles: el almacén de la lonja de pescado; por mucho que el supervisor adujo que sus hombres estaban bajo responsabilidad del gobierno y merecían mejor trato, sus palabras parecían caer en oídos sordos. Mientras se desarrollaban todas estas negociaciones, los hombres en cuestión seguían encerrados en la bodega hasta que por fin llegaron a un acuerdo de mínimos: el supervisor accedía a que durmieran en el suelo del almacén siempre que cada uno recibiera la ropa necesaria para cambiarse y una manta. Una vez sellado el trato, explicó que todos estaban agotados y que era urgente que los trasladaran lo antes posible pero, dado que sólo había cuatro agentes en el pueblo, la policía era partidaria de esperar a que les llegaran refuerzos desde la prefectura.
—No olviden —dijo el oficial al mando— que ustedes no son nuestro único problema, está además la cuestión de esos ilegales a los que han rescatado; también los tenemos que alojar bajo custodia.
Habían conseguido subir al barco a siete tripulantes del pesquero furtivo, que ahora estaban acurrucados temblando en una esquina de la bodega, de forma que se hallaban más hacinados que nunca. Casi todos tenían además alguna herida. La fila de literas del centro se había hundido en algún momento, debido al movimiento del barco y al peso de tanta gente, así que no había donde sentarse y todo el grupo se encontraba hundido hasta las rodillas en un fragante limo de aceite, agua salada y vómito mezclados, mientras los que mandaban discutían sobre su destino. El barco, además, no dejaba de moverse ni amarrado. Al principio, la emoción del rescate les había mantenido alta la moral pero, a medida que iba pasando el tiempo, eran cada vez menos las voces que respondían al capitán o a alguno de los guardias cuando se acercaban a gritarles palabras de ánimo desde la escotilla. El balanceo continuaba, más suave pero totalmente perceptible, y de vez en cuando se convertía en un tumbo violento. Por si acaso, todos trataban de mantenerse agarrados a lo que quedaba de la estructura de las camas, pero varios hombres se habían dejado caer al suelo por puro agotamiento, empapándose de aquel caldo apestoso. Sus rostros, medio hundidos allí, podrían haber tenido un aspecto cómico en otro momento, pero nadie tenía muchas ganas de reírse. Aquella bodega sellada desde el exterior era como un globo hermético, con su propio flujo y reflujo tibio.
—¡Demonios! ¡Preferiría estar en el calabozo! —gruñó Yamane, que sufría además un dolor de cabeza intenso porque, al parecer, se había dado un golpe con el torno durante la operación de rescate.
Por su parte, Kiku ya tenía bastante con aguantarse sus propias náuseas, tratando de distraerse un poco con una imagen que tenía en la cabeza: el cuadro que estaba colgado en el orfanato. El hombre barbudo seguía sosteniendo en alto el cordero, levantándolo hacia el cielo. Kiku lo veía; se trataba de la persona que según le habían dicho era su padre, allí en el acantilado dominando el mar, y de repente se había dado cuenta de que ese mar estaba tormentoso. Y tenía, por primera vez, la sensación de que en alguna esquina de la imagen debía de haber un barquito yéndose a pique. Así que, después de todo, él sí que estaba en el cuadro: se hallaba a bordo de aquel barco.
—¡Sí! —se dijo—. ¡Lo voy a conseguir! Y es probable que, cuando salga de aquí, el hombre de la barba esté esperándome en el acantilado, todo reluciente y glorioso.
—¡Hecho! ¡Todo el mundo afuera! ¡Ya tenemos un sitio donde quedarnos! —oyó que gritaba el supervisor en ese momento, como si respondiera a sus pensamientos.
Mientras salían a cubierta, dando vivas y abrazándose unos a los otros, se toparon de frente con su comité de bienvenida: un jeep con luz giratoria, dos filas de policías y una pequeña multitud de pescadores que murmuraban y les señalaban. Los condujeron entonces hacia una camioneta, donde les entregaron una manta a cada uno, mientras que los pescadores extranjeros se subían al jeep para que los llevaran a otro sitio. Pero la camioneta se quedó parada, retrasando la salida porque al parecer el supervisor se estaba quejando de que no les habían dado la muda de ropa prometida.
—Si estos chicos son marinos de verdad, no se morirán por dormir con un poco de vómito —gritó uno de los pescadores.
El supervisor fingió no oír los aplausos que este comentario suscitó entre los demás espectadores y continuó insistiendo hasta que por fin alguien gritó desde la camioneta:
—¡Tiene razón! ¡No queremos vuestra ropa!
En ese momento, una ráfaga de viento arrancó el toldo de la camioneta, dejando a los presos a merced de la lluvia y de la luz trémula de los focos. Uno de ellos, cubierto de pies a cabeza como los demás de aceite y porquería, se puso de pie y se enfrentó con la multitud.
—¿Creéis que os necesitamos para algo?
Los demás internos empezaron a levantarse a su vez, pero los policías les rodearon de inmediato, echando mano a las porras. Para entonces la lluvia había empapado las mantas, dejándolas pesadas y lacias, y uno de ellos empezó a golpear el asiento con la suya.
—¡Polis de mierda! ¡No os tenemos miedo! —gritaba.
Varias porras empezaban ya a salir de sus fundas cuando, antes de que las cosas se pusieran realmente feas, el supervisor, el capitán y los guardias consiguieron aplacar a los dos bandos.
La puerta de entrada al almacén, una nave gris situada en un extremo del muelle, era tan baja que no se podía atravesar sin agacharse, aunque el interior tenía el tamaño de varios gimnasios. Sin embargo, la mayor parte del espacio se hallaba ocupado por montones de sacos de cemento apilados hasta el techo, que sólo les dejaban espacio suficiente en una esquina, junto a una fila de carretillas elevadoras, donde extendieron papeles de periódico para tumbarse. Mientras se instalaban, Kiku se fijó en que Yamane estaba sudando copiosamente; la piel, que normalmente parecía una lámina de plástico, se le veía arrugada por el dolor.
Tumbado en el suelo, mientras escuchaba el viento y el repiqueteo de la lluvia, que no parecía amainar, Kiku se dio cuenta de que el balanceo de la bodega del barco le había perseguido hasta allí.
En la oscuridad de aquella sala enorme, alumbrada sólo con la luz de unas pocas velas, sintió que su cuerpo experimentaba el vaivén continuo del mar, como si su yo externo estuviera quieto mientras sus tripas se balanceaban. Al cabo de un rato, los guardias les llevaron unas bolas de arroz y té caliente que todo el mundo recibió con alborozo excepto Yamane, quien apenas fue capaz de tomar unos sorbitos de té. Kiku, por su parte, engulló casi sin masticar sus tres bolas de arroz.
—Oye, esto del mareo es muy raro, ¿verdad? —le dijo a Hayashi, que asintió con la cabeza entre mordisco y mordisco.
—Por muy mareado que estés, puedes comer igual. Quizá es que meterte algo de comida en el estómago ayuda a que se te pase —rio Hayashi.
—Es exactamente así —terció Nakakura, que les estaba escuchando—. Si dejas de comer, estás perdido.
Pero mientras este último hablaba, todos lanzaban miradas de preocupación hacia Yamane, doblado sobre sí mismo, la cabeza entre las manos.
Ya con los estómagos llenos, pareció que la emoción del rescate revivía. Se relataron de nuevo varias veces la inundación de la sala de máquinas, la vomitona de la bodega y los pormenores del salvamento. En un momento dado incluso el capitán se unió a la charla, y estaba empezando el relato formal de todo lo sucedido cuando se abrieron las puertas del almacén; no aquéllas como para niños por las que habían entrado los presos, sino las principales, la que usaban las carretillas elevadoras, las grúas y demás maquinaria. Una ráfaga de aire hizo volar los papeles de periódico y apagó las velas; a continuación, entró un autobús plateado sin ventanas, con un enorme foco instalado en el techo. Kiku había visto antes este tipo de vehículo: era igual que el que estaba aparcado junto al callejón en aquella nochebuena nevada. Una docena de guardias flanqueaba el autobús, junto con al menos otros tantos hombres con casco amarillo y mono de color chillón en el que se leía Brigada antisiniestros. En medio de esta multitud apareció un hombre trajeado que llevaba un micrófono y, tras él, una batería de cámaras.
Otro, que parecía el encargado de producción, se acercó a hablar con el supervisor.
—Hemos venido para grabar una entrevista con los alumnos en prácticas que rescataron a los pescadores extranjeros —le dijo, con cierta arrogancia—, y ya tenemos el permiso del Centro Penitenciario Juvenil de Hakodate.
Así las cosas, se hizo entrar también a los focos y el interior del almacén, en penumbra hasta ese momento, se hizo visible de repente. A los que habían participado en el rescate los colocaron sentados de espaldas a las cámaras, de forma que sólo se viera su número, y el hombre del traje empezó la retransmisión.
—Estamos con ustedes desde un almacén del puerto de Ishinomaki. Como les hemos ido informando, el tifón número 12 desarrolló una rápida trayectoria en dirección norte, causando enormes daños y gran número de heridos a lo largo de la costa del Pacífico en el centro y el norte de Japón, y provocó un alud de críticas hacia el Instituto Nacional de Meteorología, que difundió un pronóstico del tiempo exageradamente optimista. Pero en mitad de esta trágica situación hemos encontrado un drama humano muy poco habitual, y ciertamente entrañable, que vamos a relatarles: un barco de prácticas que realizaba una travesía con los alumnos del Centro Penitenciario Juvenil ha rescatado, ¿o deberíamos decir «apresado»?, a la tripulación de un pesquero tailandés naufragado, que operaba de forma ilegal. Vamos a hablar con los propios internos en prácticas, que aún se están recuperando de su odisea ante la tormenta y de la arriesgada operación de salvamento. Pero, antes de empezar, hemos de aclarar que, para proteger la intimidad de estos hombres, se ocultarán sus rostros y las voces serán distorsionadas, y que nos dirigiremos a ellos por su número en lugar de por el nombre.
—Muy bien, número 3, ¿podría decirnos cómo se siente en este momento?
—Cansado —dijo el número 3, que era Hayashi.
—¡Y con toda la razón! —dijo el presentador efusivamente—. Y usted, número 1, ¿cómo se siente?
—Creo que yo también estoy muy cansado —repuso éste—. La adrenalina me daba fuerzas contra la tormenta, pero en cuanto llegamos a puerto me di cuenta de lo agotado que me sentía.
—Eso es hablar como un verdadero marino: ¡llegar a tierra le parece más cansado que estar en el mar! Y usted, número 6, ¿podría decirnos si supo desde el principio que la embarcación a la que estaban rescatando era de pescadores furtivos?
El número 6 era Kiku, que no respondió. El riel de focos que tenía detrás le calentaba la espalda; el hombre que sujetaba un panel reflector frente a él le miraba fijamente, mientras mascaba chicle.
—Bueno, es comprensible que se haya quedado sin palabras después de todo lo que le ha sucedido. ¿Qué nos dice usted, número 5? ¿Lo supo desde el principio?
—¿Qué es esto, un concurso? —rezongó el número 5, dejándose caer hacia delante de vergüenza.
El panel metalizado que Kiku tenía enfrente le mostraba el reflejo de Yamane acurrucado en el suelo, abrazando un saco de cemento. El supervisor había dicho que no veía la necesidad de llevarlo a un hospital, que se pondría bien si le dejaban dormir tranquilamente, lo que parecía estar haciendo después de tomarse una aspirina. Eso parecía, mejor dicho, hasta que alguien le dio un tirón a uno de los grandes cables metálicos de las cámaras de vídeo que recorrían el suelo y éste golpeó a Yamame en un lado de la cabeza. Pareció sufrir un espasmo en las piernas, y se llevó las manos a las sienes dejando escapar un quejido sordo. Luego, temblando, se sentó en el suelo bruscamente y la queja se transformó en un grito de kárate, al tiempo que lanzaba una estocada contra el saco de cemento, usando la mano como bayoneta. Al cabo de un instante todo el mundo, guardias, gente de la televisión y presos, estaba mirando a Yamane, y hasta los focos giraron para apuntarle: seguía atacando el saco como si lo apuñalara.
—Pero… ¿qué demonios…? —dijo el técnico del chicle—. ¿Qué se cree que está haciendo? ¡Estamos en mitad de un programa de televisión!
Pero Yamane no le veía; ni a él ni al círculo de guardias que empezó a rodearle mientras seguía destrozando el saco a puñetazos.
Luego se quedó sentado muy quieto, con las manos en el pecho, los ojos cerrados con fuerza y mordiéndose el labio inferior como si quisiera controlarse. Sólo Kiku sabía que probablemente trataba de recordar el sonido del corazón de su hijo.
—Eh, amigo, ¿qué problema tienes? —dijo uno de los guardias, un hombre mayor, apoyándole la mano en el hombro.
Yamane abrió los ojos, juntó las manos como para rezar y levantó la vista hacia el guardia.
—Por… favor… cállese —rogó con los dientes apretados, al tiempo que empezaba de nuevo a proferir aquel extraño quejido.
—¿Está…? —preguntó el productor, haciendo girar un dedo junto a la cabeza al tiempo que un guardia más joven se acercaba a Yamane por detrás y le daba un toquecito con su porra.
—¡No haga eso… por favor! —dijo Yamane, con las manos apretadas contra el pecho y la cabeza oscilando hacia los lados.
—Eh, amigo. ¿Qué le pasa? Está usted molestando a la gente de la televisión, así que pare ya. ¿Me oye? ¡Basta ya! —continuó el guardia, enfatizando cada frase con un nuevo golpecito de porra en la espalda de Yamane.
Kiku oyó que Yamane murmuraba «Se acabó», pero no supo muy bien qué hizo a continuación, sólo que fue muy rápido. Al parecer, Yamane se puso de pie ágilmente de un salto y, tras hacer un giro en el aire, atacó con el canto de la mano: el guardia más viejo cayó al suelo cubierto de cemento en polvo y con la mandíbula rota. De inmediato, el otro guardia trató de golpear a Yamane con la porra, pero éste la esquivó haciéndose a la derecha y, girando una pierna, le colocó una patada al guardia en la nuca, quebrándosela sonoramente. El hombre avanzó unos pasos dando tumbos, hasta chocar con la base de una de las luces y derribarla. El foco se hizo añicos y el presentador cayó entonces de rodillas, gimiendo que le habían entrado cristales en los ojos; pero mientras estaba en el suelo frotándoselos, Yamane le pateó en la barbilla, rompiéndole el cuello y lanzándole hacia atrás de espaldas. En ese momento, casi todo el personal de la televisión se dio la vuelta y salió en desbandada sin decir ni palabra.
—¡Todo el mundo al suelo! ¡Ya! —vociferó uno de los guardias hacia los presos y el personal de la televisión, mientras sus compañeros echaban mano a las armas.
El hombre que había dado esta orden, aunque parecía muerto de miedo, corrió hacia Yamane enarbolando su pistola, pero no llegó a disparar. Yamane lo interceptó lanzándose hacia delante y hundiéndole dos dedos en los ojos cuando se chocaron. Sonó como si los dedos hubieran penetrado en algo blando y húmedo al llegar hasta el fondo de las cuencas y la pistola cayó al suelo, disparándose con el impacto de la caída. Para cuando la bala fue a alojarse en un saco de cemento, después de rebotar contra el autobús, todas las armas de la sala apuntaban ya a Yamane.
—¡Basta! —vociferó el capitán, acercándose a la carrera.
Yamane se giró hacia él y en ese momento dos guardias le dispararon a las piernas, haciendo que cayera sujetándose el muslo. Pero aun así se las arregló para ir rodando hasta derribar otras dos peanas de luces y agarró una de ellas para defenderse de los guardias que se acercaban. Éstos avanzaron con precaución, dando saltitos para esquivar el soporte mientras Yamane, sujetándose todavía la pierna herida, hacía lo posible por ponerse de pie.
—¡No disparen! —gritó el capitán otra vez.
Pero sus gritos competían con los de uno de los cámaras, que se había subido al techo del autobús:
—¡Está loco! ¡Mátenlo!
Yamane temblaba y apretaba los dientes pero seguía intentando levantarse, usando la peana del foco como bastón. Uno de los guardias se acercó lo suficiente como para arrebatársela de una patada pero, cuando parecía que estaba a punto de perder el equilibrio y caer, Yamane se lanzó de frente y agarró al guardia por el cinturón. El hombre dejó escapar un grito que se convirtió en silbido cuando descargó la culata de su pistola contra el rostro de Yamane y éste, sin darle tiempo a golpearle de nuevo, le estampó la mano abierta contra una rodilla. El guardia se vino abajo entonces, cubriendo a Yamane con su cuerpo e inmovilizándolo por un instante, de forma que los demás policías tuvieron la oportunidad que estaban buscando.
—¡Disparen a los brazos! —ordenó alguien.
Sonaron tres disparos simultáneos, de los que uno impactó en el brazo derecho de Yamane.
—¡Desgraciados! —murmuraba Hayashi, tendido boca abajo en el suelo.
Yamane no cejó en su intento de levantarse. Se apoyó en la pierna izquierda, que sangraba profusamente, y se dio impulso con la pierna derecha y el brazo izquierdo. Mientras tanto, uno de los técnicos de televisión encendió más focos y los dirigió hacia Yamane, que sacudía las caderas en un último intento de incorporarse. Pero ahora otro de los guardias se había acercado lo suficiente como para impedírselo a porrazos. Yamane ni siquiera retrocedía al recibirlos así que, con los ojos muy abiertos y el pecho trémulo, el guardia arremetió con todas sus fuerzas para darle en el cuello un golpe que, al final, le aterrizó en los hombros. Se oyó un ruido sordo, pero Yamane se limitó a quedarse mirando fijamente al hombre, sin moverse. Cuando el guardia redobló los golpes, Kiku no pudo soportarlo más y se puso en pie de un salto. Por suerte, todos los focos apuntaban a Yamane, de forma que el resto del local estaba a oscuras y nadie se fijó en él hasta que estuvo bastante cerca. Agarró entonces al guardia por el cuello y lo derribó antes de que alguien lo golpeara a él en la oreja por detrás. En ese momento, Nakakura y Hayashi se unieron a la pelea. Viendo que la refriega se extendía, otro guardia, situado en uno de los laterales, apuntó su pistola al techo y disparó, pero sólo consiguió que Kiku se abalanzara sobre él haciéndole caer. Los dos, Kiku y el guardia, forcejearon para recuperar el arma; Kiku ya había conseguido ponerle primero la mano encima, sentado sobre las espaldas de su adversario, cuando vio el cañón de otra pistola apuntándole justo de frente. Sonó un disparo y la sangre salpicó la cara de Kiku: el guardia que le encañonaba dobló una pierna y cayó hacia atrás. Por el rabillo del ojo, Kiku vio que Nakakura sujetaba un arma y, antes de que él pudiera entender lo que estaba pasando, había agarrado a uno de los técnicos por el cuello y le apuntaba a la sien.
—Muy bien, amigos. Tiren todas las armas.
El autobús plateado atravesaba la tormenta a toda velocidad en dirección a Uranohama, con Nakakura al volante y Hayashi y Kiku de copilotos. Uranohama era el último puerto del plan de navegación del Yuyo Maru, y allí estaría Anémona esperando. Cuando llegaron a unos dos kilómetros de la localidad, abandonaron el vehículo. Había dejado de llover y no tuvieron que caminar mucho hasta encontrar el Land Rover rojo con el rótulo Datura pintado en un lateral, aparcado delante de un hotel de negocios cercano al puerto. Desde el teléfono de la recepción llamaron a Anémona que, al bajar, se presentó animadamente a los otros como «la novia de Kiku» antes de decirles a todos que se subieran al vehículo y salir a toda velocidad. Para cuando la policía hubo acabado de colocar controles en todas las carreteras de la prefectura Miyagi, el Land Rover se había alejado ya lo suficiente en dirección al sur.
Al día siguiente Kiku, Hayashi y Nakakura encabezaban la lista de los delincuentes más buscados; la policía se afanaba en detener vehículos por todas las carreteras principales del país y revisar cada hotel o albergue, habitación por habitación. Mientras tanto el cuarteto entero, vestidos de blanco de pies a cabeza como marineros, ya había parado a repostar en la isla Hachijo. Su embarcación Harteras, con dos motores de 260 caballos, dejaba atrás Oshima a toda velocidad en dirección a la isla Garagi, bajo el cielo intensamente azul que aparece después de un tifón.