NUEVE
—¿Así que éste es el gran Kiku? Pues mira, tienes que dejar de hacer proezas como ésta. Si no llegamos a aparecer en ese momento, ahora serías cenizas… Hashi me ha contado que eres un gran saltador con pértiga, ¿no me estaba tomando el pelo? ¿De verdad que eres todo un campeón? Mala cosa, chaval; de hecho, no hay peor cosa que un campeón de esos a los que les suda hasta el cerebro, todo el rato frenéticos, «¡dale, dale, dale!». ¿Cómo lo soportas?
El desdentado, según se enteró Kiku más tarde, era Tatsuo; Tatsuo de la Cruz, filipino. El y Hashi, que se había quedado escondido por allí cerca durante el rescate, vivían juntos en el segundo piso de un pequeño edificio industrial con el techo de uralita, al que Hashi les condujo en silencio. En el descansillo, bajo la luz de una bombilla desnuda, una embarazada se doblaba con dificultad para pintarse las uñas de los pies. La mujer se enderezó un momento para espantar de un manotazo a una polilla que revoloteaba alrededor de la luz, haciendo que unos puntitos de polvo dorado cayeran y fueran a pegarse en el esmalte todavía húmedo.
La habitación del segundo piso estaba en penumbra y apestaba a orina. Una manguera de plástico que entraba por la ventana desembocaba sobre un cubo de basura lleno de un agua turbia color marrón en la que Hashi se lavó las manos. Habían arrancado los tatamis del suelo de la habitación y ahora estaba tapado con un trozo de lona que debió de ser en tiempos un lienzo de pintor. En el centro de la habitación se veía una mesa pequeña con dos tazas en las que se habían endurecido las bolsas usadas de té. El resto del mobiliario incluía un televisor en blanco y negro, un cassette y una mesa de tocador. Un tocador… Ahora que Kiku lo pensaba, Hashi tenía algo raro; parecía como si estuviera maquillado. Llevaba las cejas depiladas y una ligera capa de polvos sobre el rostro. Sin dirigir a Kiku ni una mirada ni una palabra, Hashi se sentó ante el espejo. Era Tatsuo quien seguía hablando.
—¿Qué, campeón, te parece que estuve bien? ¿Cómo les volé la cabeza a esos gruñones, eh? La pipa me la hice yo mismo, esa recortada. No está mal, ¿a que no? No hay nadie en Japón que sea capaz de hacerse una igual. La copié de un fusil al que llamaban el Liberator, que usaron los partisanos en la Segunda Guerra Mundial. Y, hey, campeón, ¿a que no sabes lo que significa «Liberaton»? ¿Eh? Ya me imagino que vosotros los musculitos no os dedicáis mucho a estudiar… Tenía ganas de fabricarme una maravilla como ésa desde hace mucho tiempo, y si me hubiera salido como la de los partisanos la hubiera llamado Liberator; pero no fui capaz de ajustarle bien el retroceso. A lo mejor algún día encuentro la forma. Así que a esta joyita la he llamado «Getaway», por una película que vi cuando era pequeño, que salía ese tipo americano que lleva el pelo tan corto, y que se pasa la vida pegando tiros a la gente con una escopeta.
Mientras parloteaba, Tatsuo daba vueltas por la habitación rebuscando entre viejas bolsas de papel y una caja a punto de desintegrarse que contenía volantes de jugar al badminton y calzadores.
—Qué raro —dijo cuando acabó de buscar—, estaba seguro de que había un poco de mercromina por algún lado.
Se dirigió entonces al cubo y humedeció un pañuelo, sin dejar de murmurar, medio para sí y medio para Kiku:
—Así que recuerda, chico de la pértiga: yo tengo una escopeta.
Cuando le alargó el pañuelo para que se enjugase la sangre de la mejilla, Kiku se dio cuenta de que a Tatsuo le temblaban las manos.
—Bueno, campeón, voy a salir a comprarte algo para que te pongas en esa herida —dijo al final, dándose la vuelta para salir. Pero cuando llegó a la puerta le miró otra vez y repitió el aviso—. Que no se te olvide: a mí y a mi Getaway no nos gusta que nos tomen por tontos. Me gustaría salir a la calle y hacerte una pequeña demostración de lo que se puede hacer con mi Getaway, pero en el piso de abajo vive un tipo al que llamamos el Terremoto, y cuando oye un ruido fuerte se asusta mucho y se pone a gritar «¡Terremoto!» de una forma que te puede dejar sordo. Es como un ataque, creo yo, pero el tipo hace un ruido de todos los demonios y al final se acaba cayendo al suelo como desmayado, pobre tipo…
—A lo mejor es que alguna vez le asustó un terremoto —dijo Kiku en voz baja, con la vista fija en el suelo.
—¡Ha dicho algo! —rio Tatsuo, dando a Hashi una palmadita en el hombro—. ¡El chico de la pértiga sabe hablar! Y no lo hace mal para ser un musculitos. Ni siquiera hemos tenido que sacudirle para que abra la boca. Sabes, chaval, Hashi te quiere mucho. Cuando te vimos tratando de entrar aquí con la pértiga, me dijo inmediatamente «Ye a ayudarlo». Sí, sí… te quiere un montón. ¿Qué estaba yo diciendo? Ah, lo de Terremoto. No, no, te equivocas; no es que odie los terremotos, verás, sino que fue guardia de seguridad desde los trece años. Se pasó sesenta años de guardia de seguridad, ahorrando todo lo que ganaba, comprando raciones de emergencia, comida enlatada y botellas de agua mineral. Pero hace unos años se puso enfermo, tiene como un tumor en la columna que no le deja casi andar, el pobre no puede ni mear solo, y ¿a que no sabes qué? Pues que su familia va y le abandona aquí en el Toxicentro, sin nada, sólo con una carretilla llena de sus raciones de emergencia. Así que ahora dice que los terremotos son lo único de lo que te puedes fiar, y que ha trabajado sesenta años por si venía un terremoto. Y en cuanto pasa algo, se pone a gritar, «¡Terremoto!» a voz en grito. Tenemos unos vecinos muy interesantes aquí, ¿no te parece? Este sitio está bastante bien… Y yo soy bastante buen tipo —Tatsuo finalizó abruptamente su rápido monólogo—. Me voy a por la medicina —añadió, y desapareció tras hacer un gesto con la mano en dirección a Kiku.
Hashi, sentado todavía ante el espejo, abrió un bote de crema y empezó a aplicársela sobre el rostro.
—¿Dónde se pueden comprar medicinas a estas horas? —quiso saber Kiku. Era la una de la madrugada.
—Estás en la capital, Kiku. Hay tiendas abiertas toda la noche —dijo Hashi, hablando por primera vez. Siguió mirando al espejo. Su voz, por lo menos, era igual que antes, pensó Kiku—. Yo mismo trabajo en El Mercado, y tengo que irme enseguida. Cuando Tatsuo vuelva con la medicina deberías intentar dormir un poco. Ya hablaremos mañana.
Hashi parecía haber adelgazado algo, pero se notaba que sabía maquillarse: se extendía una sombra de ojos azul pálido diestramente. Kiku sintió el aroma de un perfume, mezclado con la brisa cálida de la noche: era un olor de mujer, como el que exhalaban las piernas de aquella prostituta extranjera del hotel Primavera.
—Hashi, ¿te hacen vestirte así para ir a trabajar?
—Kiku, por favor… ¿te importa si lo dejamos? Me siento como si me fuera a estallar la cabeza, después de que hayas aparecido por aquí de repente, de esta forma. Ya te dije que hablaremos mañana. Mañana podemos hablar de todo.
Hashi se quitó la camiseta y se puso un sujetador color crema, que rellenó con unos trozos de espuma. Luego se vistió con una blusa rosa, atándose los extremos sobre el estómago. Visto por detrás, podía parecer una chica de pocas caderas.
—Hay mantas en ese armario y, si tienes hambre, Tatsuo te hará algo de comer —dijo, poniéndose unas sandalias de tacón alto.
Kiku se fijó en el esmalte verde que llevaba en las delicadas uñas de los pies, y en la cadena de plata que le rodeaba un tobillo. Hashi abrió la puerta y se quedó allí un momento, dándole la espalda.
—¿Cómo está Milk? —preguntó.
—Milk bien, pero Kazuyo ha muerto. Te traje un hueso suyo.
Mientras se agachaba para romper el hilván con el que se había atado el hueso en el dobladillo del pantalón, Kiku se sintió súbita e inexplicablemente furioso. El rostro de Kazuyo flotaba ante sus ojos, cubierto por el sudario rojo escarlata, haciéndole revivir todo el miedo y la ira de aquella noche. Recordó la sensación de estar encerrado en un lugar estrecho y viscoso. Sintió que tenía que contárselo a Hashi, que tenía que preguntarle si se había sentido atrapado alguna vez, y hablarle de aquel miedo. Quería hablarle a Hashi de la voz que había oído la noche de la muerte de Kazuyo, esa voz que le decía que nadie le necesitaba, que su vida no tenía ningún sentido.
Quería decirle a Hashi que esa voz se refería también a él, y quería que supiera lo que él sabía sobre la datura, y que sería capaz de matar a todo el mundo con sólo hacerse con algo de esa sustancia. Y, por encima de todo, quería preguntarle a Hashi por qué se vestía de chica. Pero no hizo nada de esto, sino que cogió el hueso, que por fin había conseguido sacar del dobladillo del pantalón, y lo arrojó al suelo. Hashi se dio la vuelta para mirarlo, con el rostro contraído de dolor y los hombros temblándole ligeramente.
—Un gilipollas chocó contra ella, mientras estábamos en Shinjuku buscándote, la tiró al suelo y se golpeó en la cabeza. Se murió de eso. ¿Te acuerdas de que a veces se sentaba en la cama por la noche? Parecía un fantasma, ¿te acuerdas? Siempre decía lo mismo, que se ponía a pensar en cómo le iba a llegar a la muerte, y que entonces no podía dormir. Y se quedaba allí sentada lloriqueando como una cría y nos hacía quedarnos con ella hasta que por fin se dormía, ¿te acuerdas? Pues mira, seguro que nunca se imaginó que iba a morirse escupiendo sangre en una cama que chirriaba y en un hotel apestoso. Pero tú tienes suerte, Hashi… No tuviste que estar allí para verlo… Tienes mucha suerte, de verdad.
Kiku estaba a punto de estallar en llanto, como si de repente se desbordase todo lo que había estado conteniendo desde la muerte de Kazuyo. Cuando acabó de hablar, se sentía como si le hubieran vaciado.
—Tengo que irme —dijo Hashi, apartando los ojos del hueso que seguía tirado en el suelo.
—Es parte de ella. Míralo una vez, basta con que pases un segundo pensando en ella.
—No tengo tiempo. Ya llego tarde.
—Basta con que reces un poquito y luego te vas. No tardas ni un minuto.
Hashi se dio la vuelta. Las lágrimas le corrían por el rostro.
—¡Ya basta! —gritó—. ¡Para variar, piensa en cómo me siento yo, en que situación me veo!
—Situación… y una mierda —murmuró Kiku, agarrando un plato con restos de espaguetis y tirándolo contra la pared.
Hashi se sentó en el primer escalón y se puso a llorar. En ese momento volvió Tatsuo.
Al ver que su amigo lloraba, Tatsuo arremetió contra Kiku, pero éste se hizo a un lado y le golpeó con fuerza en la mandíbula con la mano abierta, enviándolo al otro extremo de la habitación. Luego agarró a Hashi por los hombros y le sacudió.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —vociferó—. ¿Has encontrado a la mujer que te dejó en la taquilla? ¿Es eso? ¡Contéstame!
A través de las lágrimas, Hashi sólo conseguía balbucear «lo siento» una y otra vez.
—Es todo culpa mía, Kiku, lo siento, lo siento de verdad. Yo sólo quería ser cantante, lo siento muchísimo.
La extraña voz nasal de Hashi parecía ir extendiéndose lentamente a través del aire como una niebla que se posaba sobre la piel de Kiku, filtrándosele a través de los poros y aplacando la furia y la ansiedad que le recorrían unos minutos antes. Ahora quería decirle a Hashi lo solo que se había sentido desde que él se había ido de la isla, pero no fue capaz.
De repente, Hashi dio un grito:
—¡No! ¡No hagas eso!
Tatsuo se había recuperado y apuntaba ahora a Kiku con su escopeta. Hashi se arrojó sobre Kiku y ambos salieron volando justo en el instante en que Tatsuo apretaba el gatillo. La bombilla estalló al tiempo que se caía un trozo de la pared y la habitación quedó a oscuras.
—Voy a matar a cualquier hijo de puta que se meta con Hashi o que piense que se puede reír de mí —le oyeron murmurar.
Hashi encendió su mechero y vio a Kiku sano y salvo, sacudiéndose trocitos de cristal del pelo mientras se ponía de pie.
—¡Teeerremoooto! —gritaba una voz desde el piso de abajo—. ¡Banzai! ¡Banzai! ¡Apagad el gas! ¡Teeeeerremoooooto!
—No se puede decir que este sitio sea aburrido —dijo Kiku.
Asintiendo con la cabeza, Hashi rompió a reír.
Tatsuo había nacido en Japón. Sus padres se llamaban Laguna de la Cruz y Lurie de León, y ambos eran de la ciudad de Cebú, en Filipinas. La pareja había emigrado a Japón en 1969, él para trabajar como músico y ella de bailarina pero, a falta de verdadero talento, les había resultado muy difícil ganarse la vida en la gran ciudad. Tras ir dando tumbos de un espectáculo a otro cada vez peor, acabaron en una compañía itinerante que trabajaba en pequeñas poblaciones de provincias. Seis meses después, Lurie se quedó embarazada y ya no pudo aguantar los constantes desplazamientos, así que los dos firmaron un contrato con un hotel balneario situado en una zona de manantiales sulfurosos, en el noroeste de Tokio. Las condiciones del contrato eran terribles; los cuatro músicos de la orquesta y las tres bailarinas se levantaban a las cinco de la madrugada para ayudar a hacer los desayunos y seguían ocupados el resto del día, hasta que terminaba la actuación nocturna, pasada la medianoche. Y sin embargo, preferían esta vida a la de Cebú y, con el tiempo, su carácter trabajador y responsable les hizo ganarse amigos en aquel sitio.
Tatsuo nació en el invierno de 1971. En cuanto fue capaz de ponerse de pie solo, sus padres empezaron a entrenarle para acróbata, y a los cinco años ya actuaba en el hotel con Emiko, la hija de una de las otras bailarinas. Los dos se convirtieron en el plato fuerte del espectáculo. Emiko, mitad filipina y mitad japonesa, era tres años mayor que Tatsuo y estaba loca por él. De hecho, el niño era la mascota de todo el hotel, e incluso el recepcionista llegó a adoptarlo, para que pudiera ser ciudadano japonés y matricularse en la escuela primaria. Dos veces al año, Tatsuo y Emiko daban un espectáculo benéfico para los enfermos de lepra de un hospital cercano, lo que les hizo ganar un premio al mérito ciudadano, concedido por el ayuntamiento de la localidad.
El verano anterior a su primer curso de enseñanza secundaria, Tatsuo hizo un descubrimiento crucial. Estaba curioseando en un armario, buscando tiras adherentes anti-mosquitos, cuando encontró un bulto extraño envuelto en varios pliegos de papel. Dentro había un arma, una réplica de un revólver Browning que funcionaba de verdad que su padre había encargado de contrabando pieza a pieza y ensamblado él mismo, junto con más de un centenar de balas del calibre 22. Las manos le temblaban sin control, pero cogió el arma junto con la munición y las escondió bajo las esterillas del suelo.
A partir de ese momento, cada vez que tenía la oportunidad, Tatsuo escondía el revólver bajo la camisa y se escapaba a los montes de los alrededores para hacer prácticas de tiro. A veces, cuando estaba fastidiado por algo, o para celebrar su cumpleaños o algo así, se colocaba en una ladera, rodeado del olor sulfuroso que exhalaba la tierra, y disparaba al aire. Empezó a comprar libros y revistas sobre armas de fuego y a aprender más cosas sobre su fabricación. Un día, monte arriba, disparó por primera vez a algo vivo: un faisán macho. Le acercó tanto el cañón que la cabeza salió disparada con el tiro. El temblor placentero que le recorrió al sentir el retroceso del arma le hizo concluir que matar resultaba bastante fácil. Y no tardó mucho en ocurrírsele que sería muchísimo más interesante, y no mucho más difícil, matar a un ser humano. Por desgracia, se acordó entonces de una frase que había leído en un libro sobre armas del que se fiaba especialmente: Nunca dispares a menos que la situación haya llegado a ser absolutamente desesperada; e, incluso entonces, dispara sólo para intimidar al adversario. Tatsuo no consiguió descifrar los signos que trazaban la palabra «intimidar», así que interpretó que uno sólo podía disparar a la gente cuando la situación se volviera «absolutamente desesperada».
A partir de entonces, empezó a rezar para que se presentase una de esas situaciones desesperadas. Las posibilidades de que sufriesen un ataque por parte de los salvajes o por unas tropas de asalto, en un recinto dedicado a los baños termales, eran manifiestamente bajas, pero esto no hizo menguar su impaciencia por probar su puntería contra alguien. Esto debe de pasarme porque en verdad soy filipino, se decía a sí mismo, porque no estoy hecho para vivir en este pueblo japonés, junto a una montaña empapada de agua. Miraba las fotografías de Cebú y anhelaba el calor de ese sol que sería capaz de descongelarle, derritiendo a la vez las estalactitas de hielo del exterior, que a veces le recordaban la forma de un fusil.
Durante el invierno en que cumplió catorce años el hotel estuvo lleno de esquiadores, para los que Tatsuo y Emiko seguían haciendo su número en el espectáculo de la cena. Una noche, un borracho se encaramó al escenario mientras Emiko caminaba sobre las manos y trató de bajarle los leotardos. El presentador y uno de los tramoyistas intentaron expulsar al hombre de la sala, pero él empezó a tirar sillas por los aires. Entonces se le unieron algunos de sus amigos, rompiendo platos y poniendo las mesas patas arriba, al grito de «¡Si es filipina, tiene que hacer un strip-tease!». Emiko se quedó sola sobre el escenario, con el vestido roto, llorando desesperada. En ese momento llegó el director y Tatsuo le oyó murmurar para sí las palabras «completamente desesperada».
—¿Qué ha dicho? —le preguntó Tatsuo.
—Decía que la situación parece completamente desesperada —repitió el director, precipitándose al teléfono para llamar a la policía.
Tatsuo ardía de emoción. Aquí estaba, donde menos podía esperarse, la situación anhelada. Corrió a su habitación a buscar el revólver y regresó a toda velocidad al salón, pero para cuando abrió la puerta de una patada, gritando «¡manos arriba!», la refriega ya había acabado y el personal empezaba a limpiar el estropicio. Aun así, era tarde para aplacar el entusiasmo de Tatsuo, que acabó por apretar el gatillo de todas formas. Tres veces. Uno de los disparos alcanzó en el hombro a una limpiadora que barría un montón de cristales rotos.
Tras ser examinado por un psiquiatra, a Tatsuo lo enviaron a una institución para jóvenes problemáticos. Se escapó al cabo de dos meses, incitado y ayudado por Emiko, y ambos se dirigieron a Tokio. Tatsuo encontró trabajo como operario de torno en una fábrica, pero allí todo le recordaba las armas de fuego, y no tardó mucho en empezar a fabricarlas por su cuenta. Cuando tuvo acabadas cuatro réplicas que disparaban de verdad, se le ocurrió la idea de vender tres de ellas para comprar municiones, pero lo detuvieron nada más poner un pie en una tienda con sus pistolas artesanas. Durante los tres años siguientes, las instituciones penitenciarias y las de salud mental se lo fueron pasando de unas a otras hasta que acabó en un hogar para delincuentes juveniles. La única persona que le visitó durante todo ese tiempo fue Emiko, que le contó que sus padres se habían vuelto a Filipinas.
Cuando recuperó la libertad, Tatsuo estaba decidido a empezar una nueva vida, siempre con la ayuda de Emiko. Pero no podía vivir sin las armas, así que decidió alistarse en el ejército. En la oficina de reclutamiento, los encargados tuvieron que contener la risa al decirle que nunca antes habían tenido el placer de recibir a un candidato que no sólo no hubiera acabado la enseñanza media, sino que además les llegara recién salido de un reformatorio.
Tatsuo y Emiko se fueron a vivir a un barrio de la periferia de Tokio, donde Emiko consiguió trabajo en un cabaret. Y entonces, una noche, ella no volvió a casa. Tatsuo hizo averiguaciones, se enteró de que trabajaba como acróbata en un sitio llamado El Mercado, en el Toxicentro, y decidió de inmediato colarse a través de la verja para encontrarla. Mientras buscaba a Emiko, vivía de vender las armas que fabricaba a los gángsters, pero al final se juntó con un marica de voz dulce que vivía en el segundo piso de una vieja fábrica.
—Y ése era Hashi —dijo Tatsuo para rematar su historia, mientras aplicaba mercromina en la mejilla de Kiku.
La herida del alambre de espino tardó cuatro días en curarse; cuatro días que Kiku pasó oyendo ininterrumpidamente la cháchara de Tatsuo cada vez que Hashi se iba a trabajar. Empezaba por su autobiografía, continuaba por el trabajo de Hashi, y seguía luego contándole la historia y características de cualquier tipo de arma de fuego que alguna vez haya existido, la verdad escondida de todos los personajes del vecindario, y cualquier otra cosa que se le ocurriera. Al caer la noche, Hashi se ponía el maquillaje y salía en dirección a El Mercado, para no volver casi hasta la salida del sol, y a veces ni siquiera entonces; según Tatsuo, acudía a «lecciones de canto». Pasaba casi todo el día durmiendo, y se levantaba cuando empezaba a oscurecer; hacía entonces la cena para Tatsuo y para Kiku, que, desde la llegada de éste, consistía casi siempre en el que era antes el plato favorito de ambos, tortillas de arroz. Kiku se enteró de que el hornillo de la cocina, como casi todos los aparatos eléctricos del Toxicentro, funcionaba con la energía que robaban de los postes de la compañía eléctrica derivando un cable. A la hora de la cena, Kiku y Hashi charlaban casi exclusivamente de lo que recordaban de los viejos tiempos del orfanato.
Kiku no tuvo que pensar mucho para imaginar a qué se dedicaba Hashi cuando se iba a El Mercado vestido de mujer. Se acordaba entonces del hombre del quiste de Los ratones ciegos y trataba de no pensar en ello. Pero la cuarta noche, mientras Hashi tomaba asiento ante el tocador, Kiku anunció que iba a salir con él.
—Tengo que comprar unas cosas —dijo.
Así que una hora más tarde, acompañados por Tatsuo, que dijo que echaría otro vistazo por si encontraba a Emiko, salieron juntos de la fábrica. La callejuela estaba bordeada de chabolas con el techo de uralita, y se veían aquí y allá los restos de construcciones baratas invariablemente marcados con la cruz de pintura roja. Hashi avisó a Kiku de que no tocara las paredes salpicadas de rojo, ni la tierra.
—Ahí es donde hay más veneno de ése que te llena la cara de agujeros.
En los aleros de las chabolas se veían tiras de bombillitas de colores de Navidad, que atraían enjambres de insectos. Había pandillas de niños que jugaban en los solares vacíos, saltando, dando patadas a las latas, tratando de hacer volar una cometa o cazando lagartijas. Una niñita se abrazaba a su muñeca junto al cadáver en llamas de un perro, mientras junto a ellos un grupo de chicos le quitaba los neumáticos a un automóvil abandonado.
A la calzada le habían arrancado casi todo el asfalto, dejando al aire una tierra húmeda y arcillosa de color rojizo que se pegaba a los zapatos, y charcos cubiertos de una espuma blanca que despedía un olor acre. Al parecer, se habían demolido todos los edificios de madera de aquella calle, para levantar después aquellas improvisadas barracas con los listones. Algunas tenían apariencia de tiendas: una especie de carnicería, una lavandería, otra en la que se vendían bebidas alcohólicas. La noche era húmeda y calurosa, y todos sudaban profusamente mientras caminaban. Al pasar delante de un lugar iluminado desde dentro con una suave luz de color, oyeron a una mujer que gemía y chillaba a la vez.
—Este sitio está lleno de locos —dijo Hashi—. Si alguien intenta hablar contigo, haz como si no le vieras.
Al final de la manzana se había reunido un gran grupo de personas, todos señalando al tejado de una casa en la acera de enfrente. Uno de ellos, un hombre de ojos amarillentos y nublados, gritaba:
—¡Es Supermán! ¡Es Supermán!
Pero en realidad, se trataba de un bebé desnudo, precariamente encaramado al tejado y llorando con todas sus fuerzas.
—¡Vuela! —gritaba el hombre de ojos amarillos—. ¡Vuela, niño banzai!
Las mujeres de la calle, que habían salido a echar un vistazo sin ponerse más que una combinación, añadían sus propios comentarios.
—¡Que ya no hay sol, tontín, no te vas a poner moreno a estas horas! —gritaba una.
—¡Pobre crío, ay, ay, pobre crío! —lloraba otra.
Una mujer gorda con ropa interior negra sacó la cabeza por la ventana, muy cerca del lugar donde estaba el niño a punto de caerse, y empezó a vociferar:
—¡Es mi hijo!
Trató entonces de recogerlo con un cazamariposas pero, al darse cuenta de que no era posible, se giró hacia la multitud de la calle:
—¿Y vosotros qué miráis? ¡Esto no es el circo! —y cerró la ventana de golpe.
—¿Habéis visto la señal que tiene el crío en el culo? —De nuevo era el hombre de los ojos amarillos quien hablaba—. ¡Es la señal! ¡Es él! Es el que va a salvar al mundo. Este bebé podría agitar las orejas y salir volando ahora mismo, como el elefantito rosa. ¿Qué te parece, chaval? ¿Eh, qué te parece? —El hombre había agarrado a Kiku por un hombro y le sacudía mientras hablaba.
—No le hagas caso —dijo Tatsuo, ayudando a Kiku a soltarse.
Kiku sintió de repente unas ganas furiosas de subir las escaleras y golpear a la mujer de la ropa interior negra; y tampoco le hubiera importado encontrarse con aquellos dos mendigos, padre e hijo, que había visto en Shinjuku y abrirles la cabeza, de paso. Y no era exactamente que quisiera castigar a los padres que maltrataban a sus hijos, sino sobre todo que le estremecía darse cuenta de lo desvalidos que están los niños, que sólo pueden quedarse donde están y llorar, incluso si los encierran en una caja, que no pueden hacer nada más que revolverse un poco y berrear. Una vez había visto en la televisión que un bebé de jirafa es capaz de ponerse de pie y correr una hora después de haber nacido; si los niños humanos pudieran hacer lo mismo, las cosas serían distintas. Si yo hubiera podido hacer eso, ya les hubiera partido la cara a todos a estas alturas, pensó.
Habían vuelto a detenerse. Tatsuo miró a Kiku, le hizo un guiño y le señaló una ventana de la que colgaba un farol de color morado.
—Si eres capaz de quedarte callado, aquí deben de estar en plena faena a estas horas. ¿Qué, chico de la pértiga, te apetece fisgar un poco?
Tatsuo acercó un gran barril lleno de peces medio muertos y le hizo señas a Kiku para que pusiera de pie encima. Encaramado ahí, Kiku llegaba a la ventana; lo primero que vio fue un altar budista pegado a una pared, adornado con una serie de plaquitas color lavanda en las que se leían los nombres de los antepasados de alguien. Bajo el altar había algo inmenso de color blanco, que al principio Kiku tomó por una colchoneta, pero poco a poco se dio cuenta de que era un culo de mujer. El cuerpo al que pertenecía estaba tan blanducho que Kiku no era capaz de distinguir dónde acababan las nalgas y dónde empezaban los muslos; pero, en una zona a medio camino, donde parecían juntarse todos los pliegues, se veía un pene pálido que entraba y salía. Y no era un pene normal, tampoco, sino un miembro enorme, tan grueso como el brazo de Kiku, aunque no especialmente duro. Mientras Kiku miraba, la mujer se apartó del hombre girando sobre sí misma. Se acercó pesadamente hacia un lavabo, sacó de allí unos cubitos de hielo para metérselos en la boca y, como un dirigible que aterriza, volvió junto al hombre del pene flácido. Entonces empezó a acariciarlo, a darle golpecitos y a lamérselo con los cubitos de hielo en la lengua y, mientras Kiku admiraba la forma en que le brillaban los dientes de oro bajo aquella luz pálida, sintió que Tatsuo le daba un tirón en los pantalones para decirle que se le había acabado el turno.
Kiku saltó del barril sin hacer ruido.
—Bueno, ¿qué te pareció? —preguntó Tatsuo.
—Es preciosa —susurró Kiku mientras Tatsuo se subía al barril y empezaba a fisgar a través de las cortinas.
—¿Quéeee? —graznó Tatsuo, subiendo la voz—. ¡Mendroso! ¿Cómo que es preciosa? ¡Pero si es una cerda!
Al volverse hacia Kiku, Tatsuo perdió el equilibrio sobre la tapa del barril y se cayó en medio, volcando el recipiente y derramando sobre la calle una ola de porquería. En un segundo acudió una nube de moscas y, antes de que Tatsuo pudiera ponerse de pie, la mujer se asomó por la ventana, con la cabeza envuelta en un turbante de algodón y una toalla alrededor del cuerpo.
—¡Un mooomentito, joven! ¿A quién estás llamando cerda? ¿No será a mí, por casualidad? —La mujer encendió un cigarrillo y se quedó mirándolo, apartando las moscas con la mano—. Si te referías a mí, te aseguro que estás en un error. Y no me gustan las bromitas pesadas, querido. Te diré que yo he trabajado en el cine en Hong Kong, he hecho casi cincuenta películas. Puede que me esté poniendo un poco blandita por los lados, pero aún no estoy acabada. No, no. No estoy acabada, ni mucho menos… ¡y juro que le parto la cara al que me llame cerda!
La voz de la mujer se había convertido en un berrido.
En ese momento, Kiku y compañía decidieron que había que desaparecer pero, cuando se daban la vuelta para irse, otra mujer les cortó el paso, blandiendo un cuchillo de cocina.
—¿Sois vosotros los que habéis volcado el barril de los peces de colores? ¿Es que no sabéis que si lo tiráis los peces se mueren? Me parece que os va a tocar limpiarlo.
Mientras ésta hablaba, la otra mujer, la de la ventana, le proponía a Tatsuo inyectarle una dosis de silicona en el pene, oferta que hizo a Tatsuo soltar una risita nerviosa.
—¿Qué es lo que te parece tan gracioso, gamberrito? A mí me da la impresión de que te mueres por que te la pongan —gritó la gorda, sacudiéndose el cabello hasta convertirlo en una mata disparada—. ¡Desgraciado! —le gritó para terminar.
Para entonces, ya casi todos los vecinos habían salido de sus chabolas para mirarles.
—¿Por qué tengo que aguantar a estos hijos de mala madre? —seguía—. ¿Cuándo se ha visto que un gamberro como éste pueda llamarme cerda a mí?
—No puedes echar la culpa al chaval por decir la verdad —dijo riendo uno de los mirones, tan alto que la mujer le oyó desde su ventana y le tiró una botella vacía, rompiendo el cristal que estaba junto a la cabeza del hombre.
—Eh, señora, ¿qué se cree que está haciendo? ¡Encima de que tengo que aguantarles ahí, revolcándose en su pocilga como cerdos!
Mientras seguía profiriendo insultos, el hombre acabó de romper a patadas el cristal de la ventana y bajó de un salto a la calle. Puede que aquel ser, que triplicaba en tamaño a Tatsuo, tuviera cuello, pero los enormes músculos nudosos de los hombros se lo tapaban. No llevaba puesto más que unos calzoncillos tipo boxer y una camiseta, que se quitó para empezar a ondearla por encima de su cabeza.
—¡Seeeñoras y señores! En la esquina roja, con 136 kilos, ¡Ortega Saito! —gritó mientras bailaba en círculo.
Al acabar su presentación, puso el barril de pie otra vez con mucha parsimonia y preguntó luego al público:
—A ver, ¿quién de ustedes ha sido el culpable de esto?
—¡El! ¡EL! —gritó la gorda, señalando a Tatsuo—. ¡Él ha matado a mis peces de colores y me ha llamado cerda! ¡A mí, al coño más famoso de Hong Kong! Él ha tenido la culpa de todo.
Casi no había acabado ni de decirlo, cuando Tatsuo sintió que lo levantaban en vilo agarrándole del pelo.
—Dicen —la voz del luchador sin cuello tenía un tono amistoso— que tirando del pelo se suaviza el rostro y se alivia la depresión. ¿Lo sabías?
Tatsuo, mudo de miedo y de dolor, permaneció en silencio.
—Te pregunto qué te parece el masajito, chaval. Di algo —le gritó el hombre al oído.
Kiku decidió que era el momento de intentar darle una patada en el estómago al luchador, pero consiguió únicamente que se le quedara la pierna insensible; el hombre no sólo apenas se movió, sino que le devolvió de inmediato un golpe con el brazo, tan fuerte que Kiku se estrelló contra el suelo, fue rodando hasta el charco de agua sucia y allí se quedó inmóvil durante un instante.
—Tú eres ese chaval filipino, ¿verdad? —preguntó el luchador a Tatsuo—. Yo tuve una vez de compañero de equipo a un tipo de Filipinas. Era un enclenque, igual que tú. Se rociaba las pelotas con colonia antes de cada combate, pero le apestaban igual… Y, ¿sabes qué? —añadió, elevando aún más a Tatsuo por el pelo—, que da la casualidad de que cambié ese cristal hace dos días. Y me imagino que vosotros andabais fisgando la habitación de esta dama, ¿es así? Pues bien, como castigo, lo que vamos a hacer es arrancarte una oreja.
Tatsuo dejó escapar un grito penetrante cuando el hombre le agarró de una oreja y empezó a tirar.
—Por favor, señor —era Hashi quien hablaba ahora—. Yo le pagaré el cristal, pero deje que se vaya.
—Anda, mira, si es el mariquita. ¿Quieres que deje a tu amiguito? Muy bien. Pero tú tendrás que divertirnos… haznos una de esas cositas que sabéis hacer los maricas, silba con el agujero del culo o algo así.
Tatsuo seguía gritando y las piernas le temblaban sin control. Ya le salía sangre del borde de la oreja, empezaba a desgarrarse la piel.
—O, todavía mejor —continuó el luchador—, que el filipino nos diga qué ha visto en el gabinete de la dama. Adelante, chico, cuéntanos una bonita historia.
Mientras tanto, un hombre flaco con un enorme bulto bajo los calzoncillos se había asomado a la ventana junto a la gorda y miraba con aprensión a su alrededor. Tatsuo estaba intentando proferir algo:
—Estaaaban… haciendo… haciéndolo… ¡Ay, socorro! Ayyy, ¡mierda! ¡Ayayayay!
—¿Haciendo el qué? ¿Qué significa eso de «haciéndolo»? ¿Qué es lo que hacían? ¿O quieres quedarte sin oreja? —le preguntó el luchador, dando un tirón que hizo contorsionarse más aún las piernas de Tatsuo.
La sangre goteaba ya hasta el suelo, y el chico estaba a punto de desmayarse. Viendo que la cabeza le colgaba a un lado y los ojos se le iban a salir de las órbitas, la multitud rugió de risa.
Hashi se abrazó a una pierna del luchador y empezó a suplicar.
—Por favor, haré lo que sea, le pagaré lo que quiera, deje que se vaya.
El hombre bajó la vista hacia Hashi un instante y luego contestó muy despacio:
—Vale. He aquí el trato, mariquita: tú me cantas algo y, si me gusta, suelto al filipino.
Al oír un sonido alto y fino que le recordó al canto de los pájaros en las colinas de la isla de su infancia, Kiku volvió en sí y levantó la cabeza del charco. Aún le dolía el ojo derecho, donde le había impactado la mano del luchador, y veía un poco borrosa a toda aquella gente de la calle. El canto de los pájaros creció gradualmente hasta transformarse en una melodía y sólo entonces Kiku se dio cuenta de que se trataba de Hashi, todavía de rodillas a los pies del luchador, cantando. Pero aquélla era la canción más rara que había oído nunca. Ahora la voz de Hashi sonaba como el timbre de un teléfono oído desde lejos, o unos altavoces diminutos pegados a su oído. El sonido era constante, levemente opresivo, como si una membrana de finura imposible se hubiera cernido sobre el entorno, pegándose a la piel de cada uno de los presentes y filtrándose después hacia su interior, afectándoles al sistema nervioso y estimulándoles la memoria. Pocos segundos después de que hubiese empezado la canción, todos los que se hallaban en su radio de escucha notaron los efectos: se les nubló la vista, percibían los olores y sabores como atenuados y el aire parecía más húmedo y pegajoso… hasta que uno empezaba a hundirse como hacia el fondo del mar, hacia una visión privada, evocada por esa canción.
Kiku se vio a sí mismo contemplando un veloz caballo negro que cruzaba un parque al galope mientras se ponía el sol. Pero no era una visión que pareciese un sueño, ni una escena proyectada ante sus ojos; por el contrario, era él quien se sentía arrastrado, como absorbido por los remolinos de la pintura sobre un lienzo. El caballo, negro como la noche y sin embargo bañado en un fulgor anaranjado, atravesaba una arboleda a velocidad fantástica. Galopaba y relinchaba a un volumen que crecía imperceptiblemente hasta transformarse en algo que parecía más bien una sucesión de pequeñas explosiones, y Kiku se dio cuenta de que el pelaje suave y brillante del animal se había transformado en una superficie metálica. Ahora conducía una enorme motocicleta entre dos hileras de ventanas plateadas. Y sin embargo no estaba exactamente conduciendo la motocicleta, sino que su punto de vista se situaba ligeramente por detrás, como si la siguiera a la misma velocidad desenfrenada, pero mirándola a través del visor de una cámara montada sobre raíles. Todo pasaba como un torbellino, hasta hacerle imposible distinguir qué era lo que se movía a tanta velocidad. ¿Era él quien surcaba el espacio? ¿O la moto? ¿O la cámara? ¿O quizá lo que se movía eran las luces y los edificios que bordeaban la carretera, y él permanecía inmóvil? Empezó a sentir que perdía el control, que necesitaba bajarse de aquella visión bella y dolorosa.
—¡Para, por favor! —imploró una voz de mujer, y la moto de Kiku se desvaneció.
La gorda se había abrazado al hombre del pene descomunal y flácido, y lloraba sin control.
Kiku consiguió ponerse de pie y llegar hasta Hashi. Vio a todos los demás congelados en el sitio como zombies, con las pupilas dilatadas y la vista fija en la lejanía. La canción de Hashi les había trasladado a sus recuerdos del pasado más remoto, de cuando aún tenían el cerebro blando, la mente sin formar. El luchador, perdido en su propio laberinto de recuerdos, había soltado a Tatsuo, que cayó de rodillas, y se arañaba el pecho murmurando palabras que parecían no tener sentido:
—Mami, no pongas esa cara, que me da miedo. Tienes los ojos raros, de un color muy raro… me da miedo ese color. Te prometo que no volveré a ser malo. Mami, por favor, no le pegues más al gato…
—Ya basta —dijo Kiku, poniéndose junto a Hashi—. Basta.
—He estado ensayando todos los días —le contó Hashi mientras seguían caminando hacia El Mercado—. Hago pruebas con esos críos que tienen la cara llena de agujeros, o con pervertidos de esos, que se corren nada más empezar. Y me he dado cuenta de que no tiene nada que ver con el tono ni con la melodía en sí misma; lo que hay que hacer es crear un ambiente, un sonido que no suene a nada en absoluto ¿me entiendes? El silencio… y me refiero al silencio total, remueve los recuerdos más primitivos en las personas. Yo lo he basado todo en la llamada que hacen los hipopótamos enanos del África occidental para aparearse, y parece que funciona con todo el mundo: locos, tullidos, y sobre todo con la gente que se cree «normal». Mira, todo el mundo lleva un silencio personal en el interior; mi canción sólo tiene que conseguir que aflore una esquinita de ese silencio.
—¿Cómo se llama la canción? —preguntó Tatsuo.
—Es original, la he compuesto yo. Puede que la titule El Blues de San Vito. Por lo que he visto, la gente que sufre de convulsiones mejora mucho al oírla, pero le viene bien a cualquiera…
A la entrada de El Mercado, un extranjero vestido de cura daba un sermón subido al púlpito de una bobina de cable industrial, mientras sonaban unos himnos grabados con muchos ruidos de fondo. El hombre llevaba una camisa de cuello abierto, pantalones negros, y botas altas de goma, todo ello complementado con una soga atada alrededor del cuello, y el decorativo tocado de una guirnalda de flores de hibisco. A su lado había un letrero en el que se leía ARREPENTIOS con letras enormes y, en tamaño algo menor, Lava tu alma en la Iglesia de Santa Juanita. Hablaba un japonés impecable, pero se le colaba la letra «e» a veces en el lugar de la «i».
—Hermanos y hermanas, ¡alejaos de este lugar! Venés aqué a satisfacer la lujurea de la carne, pero sólo compráes más soledad. ¡Merad lo que os rodea! ¿Quénes son estas mujeres? ¡Son madres, hermanas y esposas! ¡Son vuestras madres, hermanas y esposas! ¿Qué venés a comprar aqué? Vergüenza y meserea, ¡sólo eso! Y algunos además venés por esa vergonzosa HO-MO-SEXUAL-EDAD, meráes a un checo guapo fumar un cegarrello y menear el culeto y os sentés hechezados… ¡Pero Jesús NO SOPORTA a los HOMOSEXUALES! ¡Y yo os dego que el jueceo deveno caerá sobre este seteo como cayó sobre SODOMA!
El Mercado era el tramo de una autopista de cuatro carriles que pasaba bajo un túnel por esa zona. Al parecer, habían sobornado a los guardias, de forma que el subterráneo servía como vínculo rápido entre los clientes del exterior y los servicios que se ofrecían dentro. Parecía que el sistema funcionaba bien, ya que las tiendas que se alineaban a los lados de la calzada se veían llenas de actividad comercial… pero con la salvedad de que todo el intercambio se realizaba en completo silencio. No se oía ni una sola voz, mientras clientes y vendedores de todo tipo de artículos llevaban a cabo sus transacciones entre susurros, pegando los labios a la oreja del otro. Los burdeles callejeros resultaban bastante rudimentarios, sólo unas mesas con sillas instaladas a los lados de la calzada, donde se sentaban los clientes, esperando que las prostitutas —mujeres casi siempre, pero también algún hombre— les trajeran en silencio sus bebidas. Lo que se podía beber era poca cosa: cerveza rebajada con agua o una especie de vino dulce en unas botellas oscuras. Las prostitutas que trabajaban por su cuenta bordeaban la calle adoptando posturas creativas, pero muy pocas veces se movían del sitio para acercarse a los posibles clientes que pasaban. Los hombres, al parecer, trabajaban allí desde el principio, pero el número de mujeres había aumentado mucho desde que se abriera la autopista subterránea, y llenaban ahora todo el túnel, apoyándose en las paredes mientras fumaban con una mano y se alzaban la falda con la otra. Una mujer se la había levantado más que las otras, y entre las piernas se le veía un aro de plata que colgaba de los labios carnosos, brillando a la rancia luz amarillenta de los fluorescentes. Una mujer negra comía lánguidamente uvas de un racimo, arrancándolas y pelándolas diestramente con la boca, para hacerlas rodar luego en la lengua como canicas verdes. El vestido, que se le abría por detrás hasta más arriba del culo, apenas le cubría una piel que parecía terciopelo usado. Una muchachita bailaba sobre las puntas de los pies, con zapatillas de ballet atadas con cintas blancas; llevaba en la cadera un tatuaje de un hidroala, y un collar de piel de serpiente al cuello, cerrado con una hebilla. Se había pintado a una pareja de gemelos en el trasero, uno en cada nalga, que daban la impresión de estar sujetando una vela de verdad, encendida y clavada en el medio.
Junto a las mujeres, las paredes del túnel estaban cubiertas de improvisadas farmacias, en los que se vendían casi exclusivamente tranquilizantes, la sustancia no adictiva que preferían tanto las chicas como sus clientes. De hecho, se podía decir que el sistema social de El Mercado reposaba sobre el pilar de un tranquilizante llamado Neutro. Todos esos susurros apacibles había que agradecérselos al Neutro, al igual que las maneras suaves de aquellos dependientes, que no sufrían de la irritación ni de las tensiones habituales. Bajo el velo que creaba el Neutro, la actividad de la autopista subterránea se reducía a murmullos, suspiros y toses amortiguadas, como los efectos sonoros de una sala de conciertos entre dos movimientos de una sinfonía. El Mercado era como un circo al que se le hubiera quitado el sonido, un desfile silencioso, un ballet mudo en el que sólo un timbre suave dentro de los oídos acunase a los clientes para sumirlos en el sopor general. Y no se trataba de silencio estricto, sino de un extraño sonido insonoro, como de seda crujiente, de pisadas sobre hormigón fresco; el sonido de la lengua que recorre una mella entre dos dientes, el de una piel pegada a otra piel, el del sake transparente que se vierte en un vaso de cristal. El Mercado era un baile de máscaras con la única banda sonora de las plumas que se acarician con el roce de un millar de disfraces extraños. Quienes lo contemplaban por primera vez pensaban invariablemente que se habían muerto y habían llegado a la otra vida.
A medianoche, los tres chicos se sentaron en uno de los tenderetes, para poner un antiséptico en la oreja desgarrada de Tatsuo.
—¡Mierda! ¡Eso duele! —chillaba Tatsuo.
—Cállate —le había dicho Hashi—. Si se te infecta, los microbios se te podrían meter en la cabeza y dejarte paralítico. Y entonces ya te puedes ir olvidando de las mujeres; aunque encontraras a Emiko, ella no querría ni verte. Mira, estas cosas no se pueden dejar. Como mínimo, puedes quedarte sin la oreja, y entonces para qué queremos un equipo de música estéreo. Esto no es como hacerte una rozadura en un dedo del pie; la oreja está ahí mismo, en un lado de la cabeza —parloteaba Hashi, para distraer a Tatsuo mientras trabajaba.
La autopista subterránea que recorría El Mercado se cruzaba con otra carretera unos cien metros más allá. En ocasiones, cuando un vehículo atravesaba el cruce, bajando la velocidad hasta que parecía sólo reptar, la marea de prostitutas se desplazaba a lo largo del túnel en aquella dirección. Si el coche llevaba dentro a un cliente, la ventanilla se bajaba un poquito, salía un dedo que señalaba a un hombre o mujer, y el elegido se subía al automóvil. Otros se detenían sólo el tiempo justo para descargar a alguien que volvía de hacer un servicio, y la recién llegada se mezclaba entonces de inmediato con la multitud, en busca del próximo cliente. Fue una de éstas quien atrajo la atención de Tatsuo mientras tomaba asiento en uno de los tenderetes. Tras quedarse mirándola a la cara durante mucho rato, Tatsuo murmuró casi para sí:
—Es Emiko…
La chica en cuestión había tirado un beso al vehículo del que acababa de apearse, y luego hizo varias volteretas seguidas para llegar hasta la mesa que estaba junto a la de ellos, donde al parecer la invitaba un hombre con barba que estaba allí sentado fumando en pipa.
—¡Mieeerda! ¡Pero si se ha hecho puta! Si tuviera aquí mi Getaway… y si no tuviera esta oreja hecha polvo… la llevaba a casa por los pelos ahora mismo.
Tatsuo volvía a hablar en susurros. Emiko, sin embargo, charlaba a un volumen que permitía oír lo que decía desde la mesa de al lado.
—… se llama «la marioneta», y dicen que es lo máximo. Coges hilo quirúrgico y metes uno de los extremos en una cápsula; luego te la tragas y va bajando y bajando, tirando del hilo hasta que la haces salir por el otro lado poniéndote una lavativa ligerita. Hacen falta como siete metros de hilo… ¿te lo puedes creer?… pero cuando ya lo tienes todo metido por dentro puedes hacer un montón de cosas increíbles. Conozco a una francesa que lo ató a un corcho para poder cerrarse con él. Y he oído de gente que lo hace con una pelota de tenis. Con lo que sea, la cuestión es que cuando tiras del hilo, se ponen a dar saltitos, como marionetas. Es la cosa más graciosa…
Tatsuo estaba a punto de estallar en llanto.
—¡Mierda! ¿La estáis oyendo? ¿Pero en qué clase de mujer se ha convertido? Si le daba vergüenza hasta eructar en alto, y no digamos tirarse un pedo, y ahora habla de andar bailando por ahí con un hilo saliéndole del culo —Tatsuo se puso en pie de un salto—. Ésta se viene conmigo, aunque tenga que atarla como a un cerdo. Voy a ganar algo de dinero y nos volveremos a Cebú, para vivir como seres humanos civilizados.
Al ver a Tatsuo que se dirigía hacia ella, Emiko trató de escapar, pero él la sujetó por un brazo y discutieron unos instantes en tagalo. De repente, Tatsuo la abofeteó, pero cuando Emiko le devolvió el tortazo le alcanzó la oreja herida, lo que le hizo lanzar un chillido que se oyó en todo El Mercado. Mientras se retorcía tirado en el suelo, Emiko se acercó a donde estaban sentados Kiku y Hashi.
—¿Sois amigos de Tatsuo? —preguntó. Kiku asintió con la cabeza—. Yo estoy ahorrando dinero para que Tatsuo y yo nos volvamos a Filipinas. Me prometió que dejaría de fabricar armas, así que le he dicho que me iría con él. Pero hay una cosa sobre la que necesito que me aconsejéis: ¿qué tendría que hacer con las armas que tiene?… ¿deshacerme de ellas?
—¿Por qué no las entierras? —dijo Kiku tras pensarlo un momento—. ¿Conoces el parque Yoyogi? Hay un estadio deportivo cerca de la puerta oeste. ¿Por qué no entierras allí las armas y los cartuchos debajo de, digamos, la tercera grada de la derecha? ¿No sería buena solución?
Hashi le dirigió una mirada extraña:
—¿Para qué quieres las armas?
—Bueno, nunca se sabe cuándo te pueden venir bien —rio Kiku.
Tras acompañar a Tatsuo y a Emiko hasta la mitad del túnel, Kiku se detuvo en una de las farmacias para preguntar si tenían gabaniacida.
—Nada de nada —murmuró el que atendía el mostrador, un joven de rostro algo ratonil—. Vendí la última hace como tres años. Y dudo que pudiéramos venderla aunque la tuviéramos… lo único que compra la gente hoy en día es Neutro. Ya no hay mucha demanda de estimulantes; parece que lo que la gente quiere es amuermarse.
El tenderete estaba lleno hasta de mercancía hasta el techo; junto al Neutro, había trajes regionales extranjeros, instrumentos musicales raros, todo tipo de adornos y de artículos para fumar. Pero a Kiku le interesaron más las fotografías enmarcadas de especies botánicas que decoraban las paredes. Había una en particular que mostraba una planta con unas flores en forma de trompeta, colgando de unos tallos finos. Datura sanguinia, decía el rótulo. El dependiente se fijó en que Kiku la miraba.
—Se llama bolatiero rojo —murmuró—. La que está al lado es una nuez de betel, y la del fondo un kawa de las islas Fidji. Y ahí tienes el hueso de una nuez kola de Guinea; eso es peyote, hojas de coca del Perú y, por último, joppo. Todas son drogas estupendas, sin duda. Pero por supuesto, aquí no las tenemos.
—¿Y «datura» no puede significar otra cosa? —probó Kiku a preguntar.
El de la cara de ratón asintió, cogiendo un folleto muy usado de entre las cosas que se acumulaban en la estantería y alcanzándoselo.
—Échale un vistazo —dijo—. Yo mismo he escrito la traducción de la parte de atrás. Puedes quedártela.
Kiku dio la vuelta al papel y empezó a leer.
Boletín Mensual del Departamento de Neurocirugía de la Facultad Universitaria de Princeton. Julio de 1988.
El hiper-estimulante datura
A principios del siglo XVIII, los soldados británicos destinados en la provincia india de Assam informaron sobre una serie de ataques sufridos por parte de un determinado tigre especialmente sanguinario. En circunstancias normales los tigres, como muchos animales salvajes, mantienen por instinto lo que llamamos distancia de ataque, es decir, una zona de proximidad en la que debe internarse la posible presa para resultarles de interés. E incluso dentro de esa zona, según la experiencia de los soldados, los tigres se retiran si se les dispara. Pero este tigre en particular destacaba por su completo desprecio hacia las armas y su carencia absoluta de una distancia fija de ataque. Al parecer, ya había probado la sangre humana cuando empegaron los ataques sucesivos a los soldados, y llegó a matar a veintiocho hombres antes de ser por fin abatido. La disección del animal reveló que sufría un notable deterioro de la médula ósea, y que los huesos de todo el cuerpo se hallaban en tan avanzado grado de descomposición y fragilidad que cada movimiento debía de haberle causado al tigre unos dolores insufribles. Y sin embargo, tras el exhaustivo examen de los informes enviados por los militares británicos, hemos concluido que el tigre pudo continuar viviendo, sobreponiéndose al dolor, únicamente por el deseo de matar, y que el mismo acto de clavar los dientes sobre carne humana pudo haberle conservado el deseo de vivir.
Esta conclusión, a nuestro parecer, ha sido corroborada por nuestro colega el doctor Schubelsminbach, que ha informado de que las víctimas del agente nervioso conocido como datura muestran síntomas idénticos a los que presentaba este tigre. Aunque los componentes de la sustancia datura siguen bajo secreto, parece claro que se fabrica a partir de un compuesto del grupo de los Índoles. Se cree que su efecto característico en forma de brote psicótico se produce a partir de ciertos cambios metabólicos en la celtonina, pero aún no se ha podido determinar exactamente a través de qué mecanismo, debido a la extrema eficacia de la toxina incluso a las dosis más redundas. Pero no hay dudas sobre que la clave está en el nivel enzimático. La potencia de la datura se estima en varias docenas de veces la del LSD-25, y probablemente puede alcanzar millones de veces la de la mescalina.
Hemos averiguado que se realizaron ensayos con datura sobre seres humanos en el Centro Naval de Investigación de Armas Químicas, bajo el más estricto secreto, usando como sujetos de estudio a los soldados presos. Se han conservado informes clínicos sobre trece de estos casos. Un estudio anterior sugiere que, entre otras cosas, la datura destruye por completo todas las funciones cerebrales asociadas al control o a la contención de los impulsos (Millet, 1985). El efecto principal de la datura parece ser el de cierto tipo de psicosis criminal y la creación de una personalidad destructiva irreversible, equiparable a la de los mayores criminales de la historia. Pero los tratados con datura no muestran ninguno de los síntomas de arrepentimiento que aún puede sentir hasta el megalomaníaco más trastornado; por el contrario, experimentan un sentimiento de éxtasis sobre su propio poder, que describen como una «exaltación explosiva». Sus reacciones difieren por tanto respecto a las que experimentan los esquizofrénicos como «venganza contra la realidad perdida» o las de «la dicha de muerte» que se asocian con el opio (H. D. Guido).
Hasta donde se puede afirmar, el individuo al que se administra datura sufre como primer efecto una absoluta pérdida de memoria, seguida de un episodio eufórico. Los estadios finales se han comparado con los de la psicosis extrema (Tournelle, Sorbona, 1986), pero sería más preciso decir que el paciente parece experimentar, bajo su aspecto humano, una nueva forma de vida. Poseído de un intenso bienestar, el sujeto empieza por destruir todo lo que halla alrededor. De nuevo según los informes que nos han llegado, el síntoma físico inicial es la dilatación de la pupila, seguida de un vómito de espuma verdosa. Se relata que los pacientes desarrollan a continuación una extraordinaria fuerza física, de la que se mencionan ejemplos como el de un preso que hizo estallar un balón de fútbol con las manos y lo desgarró después hasta hacerlo pedazos. A partir de este punto, ese impulso destructor extremadamente virulento, dirigido especialmente contra los seres vivos, ya no cesa hasta la muerte del sujeto. Los pacientes se obsesionan con la idea de matar y esta obsesión resulta incontrolable hasta el punto de que se hace necesario matar a su vez afatado.
La datura fue prohibida en todo el mundo a través del Acuerdo de Cairns de 1987. Sin embargo, lo cierto es que parte del stock existente (aproximadamente tres toneladas, en formas líquida, sólida y gaseosa) nunca fue destruido, sino que se almacenó en contenedores sellados en el fondo del mar. Una cierta cantidad de esta sustancia apareció en la superficie en 1978, durante el incidente de la Iglesia Popular de la Guyana. El relato de este suceso, junto con un análisis toxicológico de la datura, se abordará en próximas entregas de esta publicación.
Alrededor de la una de la madrugada, un Rolls Royce negro se abrió paso lentamente bajo la luz plana de El Mercado. Los tubos fluorescentes encastrados en las paredes y el techo del túnel proyectaban un extraño brillo indirecto, como si todo estuviera cubierto de una capa fina de plancton fosforescente que se hubiera filtrado hacia una cueva, llenando el aire de diminutas cuentas de una luminosidad fría. Las figuras que se veían a los lados, matando el rato, no eran más que vagas siluetas perfiladas. La luz y la sombra confundían sus efectos; un náufrago a merced de la corriente a oscuras podría distinguir la luz lejana de un puerto y dirigirse hacia ella a toda la velocidad posible, pero los habitantes de aquella cueva parecían anhelar un amago de oscuridad para arrastrarse hacia allá, escapar de la perpetua luminosidad amarillenta de aquel mundo por el que se desplazaba el Rolls a modo de refugio móvil, con la multitud apiñándose a su alrededor como si desearan ser engullidos por su brillante negrura de bordes cromados. Jóvenes travestidos, mujeres que se retocaban el maquillaje, bailarines y mendigos… todos dejaron lo que estaban haciendo para dirigirse hacia el vehículo. Pero las ventanillas oscuras, de cristales teñidos de verde, no dejaban ver nada más que el reflejo distorsionado de una mendiga que sujetaba un ramo de flores secas.
Mientras tanto, Kiku hablaba a Hashi de la datura:
—Yo se la oí mencionar a Gazelle. ¿No te parece que debe de ser algo increíble? Con sólo un poco, podríamos convertir esto en una ciudad desierta, como la de nuestra isla.
Pero Hashi ya no le prestaba atención, mirando al vehículo.
—Hashi, ¿no has oído nada de lo que te he dicho? Podríamos convertir esto en un gigantesco patio de recreo: salir a buscar perros, entrar en los cines vacíos, ir de exploradores, como hacíamos antes… Venga, vamos, no me digas que te gusta este estercolero.
Hashi no escuchaba: miraba a la ventanilla del Rolls que bajaba lentamente, por la que la mendiga metió el ramo de flores y a continuación la cabeza. Un instante después la sacó con un alarido salvaje: desde el interior, alguien había prendido fuego a su cabello. Oyeron que las prostitutas emitían unas risitas cuando les llegó el olor a pelo quemado.
—Pues sí —dijo por fin Hashi—. Este sitio me gusta. Me gusta maquillarme, convertirme en una atracción. Me encanta cantar. ¿No te das cuenta, Kiku? Soy gay… ya sabes, homosexual. Y tú has sido siempre parte de mi problema. Tú eres fuerte, y a mí eso me da celos. Yo he sido siempre el cobarde, el que huía de algo. ¿No te acuerdas del último día de competición que tuvimos en el colegio? Yo fui el único que no salió; lo vi todo desde un aula. Pero no estaba malo de verdad ni me pasaba nada, sólo fingía. En aquellos tiempos me pasaba la vida fingiendo, poniendo excusas. No aguantaba que se rieran de mí. Y te odiaba porque tú tenías tan buen aspecto y sabías saltar con pértiga. Al final, no soportaba ni estar cerca de ti; me hacías odiarme a mí mismo.
Mientras Hashi hablaba, un hombre con un traje blanco y pajarita roja salió del Rolls, acompañado por una mujer de una altura imponente que le abrazaba por los hombros. Los dos se quedaron parados junto al coche. El hombre le sujetó las dos muñecas y le hizo levantar los brazos para olerle las axilas: el rostro le llegaba a la altura justa.
—Lo que te quiero decir, Kiku, es que soy gay. Que me gustan los hombres. Puedes odiarme por eso, pero es lo que soy.
El hombre del Rolls ya había metido despreocupadamente las manos bajo la falda de la mujer y le sopesaba las nalgas con las manos como si fueran melones. La mujer pegó el rostro al del hombre, pero él la hizo separarse con una mano para abrirle la boca, cogiéndole con los dedos la larga lengua de color escarlata, que mantuvo sujeta mientras los dos bailaban juntos, la lengua roja junto a la roja pajarita, hasta que el hombre vio a Hashi y le saludó con la mano.
—Es mi patrocinador —dijo Hashi—. Todo el mundo lo llama D… Está forrado. Dicen que D es de «Director», pero él afirma que viene de «Drácula».
Luego Hashi le contó cómo se habían conocido. Al principio había sido sólo una transacción comercial: Hashi se vendía y D compraba. Había llegado a la capital poco antes, y ya había decidido que tenía que ir al Toxicentro, pero no tenía ni idea de cómo cruzar la verja. Así que, viéndose en la ruina, se había puesto a trabajar en la recogida de basuras, recorriendo los bares y restaurantes para vaciar los cubos vestido con un uniforme azul; hasta que un día, cerca de un vertedero, conoció a un marica que le contó cómo entrar en El Mercado a través de un pasaje subterráneo que salía de una estación de metro. Y, sin tomarse siquiera el trabajo de quitarse el uniforme, Hashi se había dirigido hacia allá.
—Y ahí fue cuando conocí al señor D. Y, ¿sabes, Kiku?, desde el primer segundo en que me miró por la ventanilla ya me di cuenta de que me deseaba… Es una mirada especial, caliente y como desamparada, la de un hombre que te desea.
A una seña del chófer de D, Hashi había abandonado la multitud de pelucas, polvos y perfumes. Al principio, D se había reído de él, al igual que el conductor y el resto de los chaperos.
—Sí que es un vestuario original para este tipo de trabajo.
Habían ido a un hotel; un sitio increíble, que no se parecía a nada que Hashi hubiera visto, excepto la estación del Tren Bala. En el restaurante del último piso todo brillaba: el techo, las paredes y las luces nocturnas que se veían por el ventanal. Servían comida china y Hashi había tomado patas de oso, ancas de rana fritas y cerdo agridulce. Lo que más le gustó fue el cerdo; tanto, que se había comido ocho trozos grandes. Pero toda aquella comida grasienta en el estómago vacío, junto con el estado de nervios, le habían dado náuseas y, como no sabía que se supone que eso se hace en el baño, había vomitado profusamente en el mismo suelo. Al acabar, estaba seguro de que D le gritaría y le iba a echar, pero se equivocaba.
—Increíble —había dicho D, riéndose—, igual que los antiguos romanos.
En la cama, las sábanas eran brillantes y de color crema. Tras desvestirse ambos, D dijo que quería hablar.
—¿Qué es exactamente lo que haces con ese uniforme? —le preguntó. Hashi se lo había explicado—. ¿Y te gusta recoger basura? —siguió preguntando.
—No —había respondido Hashi, recorriendo con la lengua el ombligo de D—. Pero supongo que me acostumbraré.
Las piernas de Hashi frotándose contra las sábanas de seda provocaban un sonido extraño; D lo escuchó con expresión complacida y le hizo después otra pregunta:
—¿Y qué es lo que de verdad te gusta hacer?
—Cantar —había dicho Hashi sin dudar ni un segundo.
—Entonces cántame algo ahora —dijo D, encantado.
Pero Hashi estaba tan nervioso que no le salía ni una nota. Para ayudarle a relajarse, D le había acariciado el rostro, diciéndole una y otra vez lo guapo que era.
—Estoy seguro de que te pareces a tu madre, que debe de ser una verdadera belleza.
Entonces Hashi había empezado a hablar, y antes de que pudiera darse cuenta se lo estaba contando todo a D: lo de la taquilla de monedas, la buganvilla, el orfanato, la isla… todo.
—Deberías ir a la tele —fue el consejo de D—. Serías un exitazo; aunque sólo fuese por la pena que ibas a dar.
Después de que D se corriera Hashi se había levantado para irse, pero mientras se vestía D lo agarró con ánimo juguetón y lo derribó sobre la alfombra.
—Vamos a probar a pintarte un poco —sugirió—. Seguro que vas a estar todavía más impresionante.
Lo primero que había hecho fue afeitarle completamente las cejas. Cuando vio en el espejo su rostro sin ellas, Hashi tuvo la sensación escalofriante de que le devolvía la mirada otra persona, alguien que estaba muy caliente. Era la misma cara de todos esos tipos que querían tocarle. Pero D siguió adelante.
—Ahora, un poquito de carmín —había dicho, sacándose una barra de labios del bolsillo.
Cuando Hashi trató de zafarse, D lo sujetó y se la aplicó él mismo, llenándole los labios de aquella sustancia grasienta y asquerosa. Pero esta vez, al mirarse al espejo, había tenido una sensación muy distinta, como si viera su propia cara en un estado mucho más natural, como hubiera tenido que ser desde siempre. Había empezado a bombearle desde dentro una extraña sensación de poder, casi venenosa; se sentía capaz de todo.
—Creo que ahora sí que podré cantar —le había dicho a D—. Dígame un sentimiento, algo que tenga ganas de experimentar, y le cantaré una canción que le hará sentirlo.
—De acuerdo: quiero ponerme nervioso, luego estar indignado y que después me rompas el corazón —le había dicho D.
Así que, tras silbarle con total perfección la música de la escena del baile en la Salomé de Strauss, Hashi le cantó la melodía que resultaba de tocar Round Midnight al revés, y acabó con una versión bastante sencilla de Todas las flores del mundo. Al finalizar, D estaba un poco pálido, casi conmocionado.
—Vamos a convertirte en una estrella —consiguió decir—. ¡El niño es un genio! ¡Puede que tú no lo sepas, chico, pero eres un maldito genio!
Y D había cumplido su palabra; al parecer, Hashi iba a debutar como cantante muy pronto. Kiku oyó esta última parte de la historia mientras el hombre en cuestión permanecía detrás de ellos. Resultaba difícil decir, incluso visto de tan cerca, si era joven o mayor; el nacimiento del pelo estaba ya muy atrás, dejando al aire una frente muy ancha, pero la piel era suave y sin arrugas. Tenía los ojos muy rasgados, los labios llenos. Llevaba unas gafas de sol con montura de concha, una camisa de seda manchada de sudor, y la pajarita roja que parecía salpicada de la saliva de aquella mujer tan alta. Los dedos eran redondos, con uñas muy recortadas y un anillo de ojo de tigre. Exhalaba un ligero aroma a menta.
D se inclinó hacia Hashi, le cogió la barbilla con la palma de la mano y le acercó los labios para darle un largo beso. Pareció la cosa más natural del mundo, como de padre e hijo, o de dos personas que se saludan en una fiesta. Kiku estaba seguro de que D se detendría enseguida para preguntar quién era él y para reñir a Hashi por no presentarle a su amigo. La sola idea le dio escalofríos.
Pero no podía evitar sentirse un poco celoso de los dos, como si le estuvieran dejando de lado. Hashi había encontrado a un hombre mayor, un padre, y D había encontrado a alguien que le necesitaba; mientras que Kiku no sólo no había encontrado nada sino que había perdido… para empezar, los nervios.
D acabó por fin el beso y dijo:
—Vamos a comer algo. Dicen que hay una receta de pato nueva, con uvas pasas y pepino, que me apetece.
Hashi miró en dirección a Kiku.
—Este es mi amigo Kiku, ya le hablé de él —dijo.
—Ahhh, ya me acuerdo. El chico que viene del mismo… digamos «entorno» que tú, al que querías ayudar. Bueno, puede venir con nosotros… parece que un poco de pato le sentará bien.
—Gracias —dijo Hashi, sonriéndole a Kiku, pero éste miraba a D como si estuviera a punto de abofetearle.
Kiku se puso de pie mientras D seguía parloteando:
—¿Te gusta el pato, chaval? Si no, puedes pedir sushi o lo que te apetezca.
—No quiero esa mierda de pato ni nada de usted —Hashi nunca le había oído ese tono de voz; parecía a punto de estallar en llanto. Apoyando las dos manos en la mesa y luchando para recobrar el aliento, Kiku se calmó un poco—. Me voy a casa, Hashi. Tú puedes hacer lo que quieras, pero no le vuelvas a hablar de mí a este gusano.
Pero mientras se daba la vuelta para irse, D le detuvo agarrándole por el hombro.
—Espera un momento, ¿quién dices que es un gusano?
—Déjeme irme.
—Escucha, niño, Hashi trataba de hacerte un favor. Me parece que, si vas a rechazarlo, podrías hacerlo al menos de una forma más agradable.
Kiku sacudió el brazo para soltarse.
—No me toque. Por mucha pasta que tenga, y por mucho que pueda andar sobando por ahí a todo el que quiera, no se piense que puede hacerlo conmigo.
—Huy, qué quisquilloso —dijo D, retrocediendo un poco—. Pero, ¿no te parece que estás avergonzando a Hashi con este comportamiento? ¿Y por qué te crees que me apetece ponerte a ti la mano encima? Si me diera la gana, ¿por qué no iba a poder achucharte un poco? ¿Sabes lo que eres? Aquí se vende carne, queridito, esto es un templo carnal. ¿Ves a esos chicos y chicas? Ellos vienen a vender, y yo a comprar. No hay nada de raro; el único raro aquí eres tú. Si quieres ponerte todo digno y darte muchos aires, si te apetece tanto ejercer tus derechos inalienables, vete a hacerlo al hall de un hotel o a tu propio palacio de mármol. Aquí la gente viene por transacciones de negocios: tienen algo que vender, nadie les obliga a hacerlo, y yo tengo dinero para gastar. Se supone que los pedigüeños no se ponen a hacerse los escogidos: me da la impresión de que eso delata falta de iniciativa o algo parecido. Lo que quiero decir, amiguito, es que deberías dejar de fingir que eres lo que no eres; para todos hay una forma buena y una forma mala de actuar, y ésta es la primera vez en mi vida que veo a una buscona comportarse como la Reina Madre. Los chaperos como tú están aquí para quedarse calladitos y poner el culo en pompa, no para andar desbarrando, ¿estamos?
Cuando D acabó de hablar, Kiku agarró la botella de vino que estaba sobre la mesa y la enarboló como para atacarle. D cayó hacia atrás de la sorpresa y el conductor se puso en el medio, doblándole a Kiku el brazo por detrás de la espalda. El chófer sonreía mientras le apretaba cada vez más fuerte.
—¡Rómpele el brazo! —apremió D—. ¡A ver si le haces llorar!
¿Hacerme llorar?, pensó Kiku para sí. Si no han hecho otra cosa en toda nuestra vida. No les escuches, Hashi, son los mismos que nos metieron en la taquilla, y ahora no hacen más que buscar nuevas formas de hacernos daño.
Pero Hashi se estaba disculpando:
—¡No le haga caso, señor… por favor! Dice cosas, pero no las piensa de verdad…
—Entiendo —contestó D, acariciando de nuevo el rostro de Hashi—. Ya entiendo, ya. Sabes, en cierto modo es igual que tú, Hashi: un mimado. Vosotros, niños, no sabéis lo que es pasar hambre. Creéis que lo habéis pasado mal porque alguien os abandonó en una taquilla de monedas, pero debe de haber miles de críos como vosotros. Los dos estáis echados a perder; no sabéis la suerte que tuvisteis con el orfanato… si hasta acabaron por adoptaros… estáis echados a perder, ni más ni menos.
En ese momento, Kiku le dio una patada al chófer en la canilla y se lanzó contra D, intentando darle un puñetazo, pero Hashi se coló hábilmente entre los dos.
—Ya basta, Kiku. El señor D es una persona importante.
Kiku deseó saber hablar bien, ser capaz de encontrar las palabras para decirle a Hashi que se estaban aprovechando de él. Miró a Hashi de frente tratando de hacerle entender, pero los ojos que le devolvían la mirada le parecieron desconocidos. Hashi había cambiado. Sólo le miraba y le puso después una mano en el hombro.
—Vuelve a casa, Kiku, vuélvete con tu pértiga.
Estas palabras parecieron llevarse todas las fuerzas de Kiku, y empezó a sentir que le brotaban las lágrimas. Todavía cerró el puño para lanzar otro golpe, sin saber muy bien a quién quería pegar, sólo por necesidad de hacer algo que le impidiera estallar en llanto. Pero sus movimientos se habían vuelto torpes y confusos, y el chófer le alcanzó con una patada en el estómago antes de que su puñetazo a cámara lenta pudiera darle a alguien. Kiku rodó por el suelo y quedó tendido bocabajo.
—¿Estás bien? —preguntó Hashi, corriendo hacia él.
Kiku levantó lentamente la cabeza y asintió.