OCHO
El 18 de julio de 1989, día en que cumplía diecisiete años, Kiku estaba aún en Tokio. Después del funeral de Kazuyo, Kuwayama había hecho todo lo posible para convencerle de que volviera a la isla, pero sin resultado. Más tarde, mientras revolvía las cenizas de su mujer recogiendo los huesos, Kuwayama había encontrado uno del tamaño de un dedo y, tras envolverlo en un trozo de tela blanca, se lo había dado a Kiku.
—Si estás totalmente seguro de que no quieres volver a casa, al menos quédate con esto —le había dicho.
Kiku se había guardado el envoltorio en el bolsillo, pensando que se lo iba a dar a Hashi cuando lo encontrase.
Había otra cosa que Kiku quería hacer: visitar una de esas librerías enormes para mirar los diccionarios. Quería buscar la palabra «datura». Empezó por mirar en más de una docena de enciclopedias, pero, al no encontrar nada en ellas, se dirigió a un vendedor.
—¿Qué se hace cuando uno busca una palabra que no está en ninguno de esos libros de consulta grandes? —le preguntó.
—A lo mejor es algún término técnico —respondió el vendedor, señalando una fila de libros de menor tamaño, ordenados por materias.
Kiku se dedicó entonces a estos, empezando por los más gruesos y pesados. Le llevó el día entero, pero revisó todos los diccionarios de filosofía, psicología, derecho, medicina e ingeniería, sin encontrar lo que buscaba. Cada vez que daba con una palabra similar, la anotaba:
Dachua. Pequeño puerto pesquero de la costa sur del Mar Negro; produce principalmente caviar. Una leyenda local cuenta que los niños de los alrededores nacen con las uñas negras debido a la pesca de este producto.
Datcher, Matthew. Pintor ingles de escenas militares. Nacido en el área metropolitana de Londres, segundo hijo de un fabricante de artículos de pirotecnia. Artista autodidacta, empegó a pintar con tempera cuadros de temática militar mientras servía en la Armada; realizó más de 2.000 hasta su muerte, acaecida durante una batalla en la revuelta de Ceilán.
datural Canto coral anónimo, con letra en latín o alemán.
daturánico (pólipo). Tumor ovoide que crece a partir de un vástago en las membranas mucosas de las fosas nasales; con frecuencia deriva en inflamación crónica. Se conoce también como quiste nasal de botón.
Daturaz (Hermanos): Empresa fabricante de equipos de centrifugado, proveedores del programa espacial Apolo. Casa matriz en Arlington, Virginia.
Al final, el vendedor no aguantó más la curiosidad y le preguntó a Kiku qué era lo que estaba buscando.
—La palabra «datura» —respondió Kiku—. Pero ni siquiera sé si es japonés o inglés o qué.
El vendedor se dirigió a una estantería, sacó un enorme diccionario japonés-inglés y lo abrió por el grueso capítulo de la letra D. Pasó páginas durante unos segundos y empezó luego a recorrer con el dedo una columna:
—¡Ah! A lo mejor es esto —dijo al final—. Pero parece que se dice «datsura» en vez de «datura»… O puede que sea de las dos formas. Dice que es un tipo de planta, Datura alba o «dondiego de día coreano», miembro de la familia de las solanáceas, como la berenjena.
Kiku se sintió bastante decepcionado: la fórmula mágica para aniquilar a la raza humana, para arrasar el planeta entero era… una especie de berenjena. El vendedor se sacó unas gafas del bolsillo trasero.
—Espera un segundo. Dice algo más, en letra pequeña. La segunda definición es «sustancia tóxica».
—¿Sustancia tóxica? —repitió Kiku, animándose un poco.
—Sí. Su nombre común es «dondiego de día coreano», también llamado «berenjena loca». Dice que «contiene unos alcaloides que pueden resultar tóxicos, además de causar desorientación, cambios de humor e incluso alucinaciones. Se cultiva en América Central y del Sur (donde recibe el nombre de bolatiero) para la producción de ciertos alcaloides tropánicos, como la atropina y la escopolamina».
—¿Qué quiere decir todo eso? —preguntó Kiku.
—Parece que es un veneno —murmuró el vendedor, sacando otro librito de la estantería y consultando el índice. Kiku distinguió el rótulo del lomo: Compendio de drogas psicoactivas.
—Aquí está. Viene descrito como: «Gabaniacida: antidepresivo desarrollado en los Estados Unidos en 1984 para el tratamiento de un grupo de pacientes cada vez mayor en los que dejó de ser efectiva la iproniacida, uno de los niveladores del estado de ánimo más usados. La investigación se centró en los inhibidores de la MAO, un tercer grupo de antidepresivos, y a partir de ellos se sintetizó la gabaniacida; el fármaco fue patentado por el grupo farmacéutico Greer, que se negó a revelar su composición pero lo lanzó como un potente euforizante no adictivo y sin efectos secundarios conocidos. El fármaco conoció de inmediato un notorio éxito comercial». Pero parece que al cabo de seis meses algo empezó a fallar: «Psiquiatras ingleses informaron de que los pacientes que recibían tratamiento con dosis altas experimentaban episodios de pérdida de autocontrol y tendencias agresivas, y exigieron a la Greer que revelase la composición del fármaco. La compañía se negó, alegando derechos corporativos sobre la patente, pero más adelante se supo que los acusados en tres casos de asesinato, sin relación entre sí, habían estado en tratamiento con gabaniacida, a resultas de lo cual se creó una comisión de investigación en el Senado. Un facultativo británico llamado Goldman testificó que sospechaba que la compañía farmacéutica Greer usaba como ingrediente principal de la gabaniacida una forma diluida de la toxina de uso militar llamada datura, algo que se había rumoreado desde la comercialización de la molécula, pero que no había podido probarse. Goldman reveló a continuación los resultados de sus experimentos con dos grupos de ratas, a uno de los cuales se había inyectado datura diluida mientras se administraba gabaniacida al otro. Ambos grupos mostraron un comportamiento violento muy poco característico en las ratas». Resultado de las investigaciones del Senado: la compañía Greer admitió el uso de la datura en su fármaco y lo retiró del mercado; más tarde se dijo que se había llegado a detener a un oficial de la Armada estadounidense, responsable de armas biológicas de uso militar, por permitir que un agente químico llegara a manos privadas. Parece que tu datura es casi un arma de guerra —concluyó el vendedor, cerrando el libro.
Las calles hervían de gente cuando Kiku salió de la librería con el Compendio de drogaspsicoactivas bien sujeto bajo el brazo. El vendedor le había marcado con un separador rojo la página en la que venía la definición de la gabaniacida. Habían pasado nueve días desde la muerte de Kazuyo, siete desde que Kuwayama se volviera a la isla con los huesos de su mujer. A Kiku ya no le quedaba dinero, así que había dejado la habitación del hotel y se puso a mirar los escaparates escarchados de las tiendas, a través de los que se veían enormes montones de comida; al menos nadie se muere de hambre en esta ciudad, se mintió a sí mismo. Los coches colapsaban la calzada y de vez en cuando algún camión de gran tamaño hacía temblar las aceras. Todo le recordaba a Kiku el esquema del cuerpo humano que tenían colgado en la clase de ciencias del colegio. Los sistemas fisiológicos y los órganos dibujados sobre aquel muñeco eran iguales que los de esta ciudad: las materias primas que entraban eran la comida que baja por la garganta; las centrales eléctricas, los pulmones de la ciudad, y las oficinas del gobierno y de las empresas, el sistema digestivo, que absorbe todos los recursos disponibles; los cables que colgaban por todas partes eran el sistema nervioso; las calles, venas y arterias y la gente, células; el puerto era una boca abierta y la pista de despegue del aeropuerto, la lengua.
Kiku subió las escaleras de un paso de peatones elevado y miró a su alrededor; Tokio daba la impresión de ser una masa de hormigón en todas direcciones, hasta donde dejaba ver la bruma turbia. El grupo de rascacielos, trece en total, brillaba frente a él como un espejismo, como si más que edificios de oficinas fueran enormes fortalezas en forma de torre. Por momentos, el sol que se reflejaba en las paredes de cristal los transformaba en columnas de luz, dardos diurnos lanzados por un proyector, atrayentes como un imán. Así que se dirigió hacia allá, murmurando para sí que muy pronto hasta ellos estarían habitados sólo por algún perro vagabundo.
Caminó durante un buen rato, pero los edificios seguían a la misma altura, elevándose de la misma forma ante él, pero no más cercanos. Las distancias resultan engañosas cuando se trata de rascacielos. Pero el camino sí iba cambiando: las calles se volvían más estrechas a medida que se acercaba a un barrio comercial inundado ya de los olores de la hora de la cena. Las aceras estaban tan llenas que la gente invadía la calzada, interrumpiendo el tráfico. Kiku pasó junto a una mujer que le gritaba a un taxista que, al parecer, había estado a punto de darle un golpe a su hijo; la voz de la mujer estaba acompañada por un coro de cláxones que salían de todos los coches atascados detrás. El taxista, que parecía haber oído suficiente, puso el coche en marcha en mitad de los insultos y el tráfico volvió a fluir; pero la madre no quiso darse por vencida y salió corriendo tras él. Mientras corría, de su bolsa de la compra iban escapando limones que caían a la calle y quedaban aplastados bajo las ruedas de los coches. Un olor amargo persiguió a Kiku mientras se alejaba, deseaba que el libro que llevaba bajo el brazo contuviera la propia datura y no sólo su definición. Bruscamente, se dio la vuelta y fingió lanzarlo a la multitud, como una granada de mano, y sintió cómo le explotaba en el fondo de la garganta con un estruendo hueco, mientras la mujer seguía recuperando sus limones, deteniéndose un momento para dar una bofetada al niño, que empezó a berrear.
Ahora los rascacielos parecían haber desaparecido. Kiku se quedó un momento pensando si es que se había equivocado al hacer algún giro, antes de darse cuenta de que los edificios que se levantaban a ambos lados de la calle le bloqueaban la vista. Pensó entonces que las calles de la ciudad abandonada, allá en la isla, habrían sido en tiempos igual de caóticas y ruidosas que ésta; y de repente, al cerrar las minas, la situación había cambiado de un día para otro. Kuwayama contaba siempre que los carniceros de la isla se vieron obligados a saldar el género almacenado cuando los clientes habían empezado a irse por cientos. Cenábamos sukiyaki todos los días, solía contar, y ni así conseguían vender todo a la suficiente velocidad; al final, una parte se la tuvieron que comer los perros. Cuando hasta los mismos carniceros abandonaron la ciudad, se dejaron allí perniles de cordero intactos, que se pudrieron y llenaron la isla de un hedor a muerte. Algún día este sitio será así, pensó Kiku para sus adentros.
Al alejarse de las calles estrechas del barrio comercial volvió a tener las torres a la vista, ahora tan cerca que se hacía daño en el cuello al levantar la vista hacia ellas. Ahí estaban, ensombrecidas a la última luz del día; Kiku se dio cuenta de que eran docenas de veces más altas que los bloques de apartamentos de la isla. Se acercó aún más, hasta que los edificios le taparon el cielo. En algunos sitios empezaban a verse luces que salían de las paredes de cristal, como cuadrados brillantes recortados en aquellos monolitos ya oscuros. Empezó a sentir vértigo de tanto mirarlos, con la sensación de que iban a derrumbarse y engullirle. Podríamos aplastarte en un segundo, parecían decirle. Ahora se hallaba tan cerca como para tocar una pared; estaba caliente, quizá del sol, y parecía desagradablemente gruesa.
Kiku siguió caminando entre los edificios, buscando la alambrada de espino. Aquella mañana, cuando salía del hotel por última vez, la prostituta de piel oscura, que ya se había convertido en una vieja conocida, le había dicho que había un sitio llamado Toxicentro cerca de los rascacielos, que estaba rodeado de alambre de espino. Le había contado que en el interior del Toxicentro había algo que por allí llamaban El Mercado donde se vendía de todo, desde gatitos recién nacidos hasta viejos maricas.
—También hay un montón de tipos raros con la cara blanca, que venden todo tipo de drogas y de productos químicos, todo lo que te puedas imaginar —le confió—. Y sea lo que sea eso que estás buscando, si no te lo venden allí es que no se vende.
Mirando de cerca la base de los rascacielos, Kiku descubrió toda clase de adornos. En la fachada principal de uno de ellos había una puerta giratoria con flashes de luz que conducían al interior; cerca de allí, bajo una panoplia de banderas, estaba la entrada a la torre, flanqueada por una escultura de aluminio que parecía infestada por dentro de insectos que hacían un ruido como de sonajero. Incluso había una fuente con luces estroboscópicas. Al final, internándose aún más en la selva de edificios, Kiku notó algo raro en el aire, como una bocanada húmeda y rancia que se filtrara a través de las grietas del hormigón, como si por allí cerca hubiera un túnel que conectara aquel sitio con un jardín apartado y olvidado. Echó a correr, cruzando el ancho bulevar que separaba los rascacielos, hasta que llegó a un solar vacío en el que se almacenaba material de construcción sobrante. Justo en ese momento se encendieron las farolas de la calle, y vio una docena de líneas paralelas: la valla de alambre de espino medio escondida entre las hierbas ya crecidas del solar. Aquel olor de ruina y decadencia venía de detrás de la alambrada; Kiku estaba seguro de que habría perros dentro. Ahí debe de estar El Mercado, se dijo, y ahí es donde encontraré gabaniacida. Y, quién sabe, quizá también aparezca Hashi. Una cosa es segura: si Hashi ha estado donde estoy yo ahora y ha notado este olor, se las habrá arreglado para entrar ahí. Hemos crecido con este olor… Sí, me apuesto algo a que está ahí dentro, pensó Kiku para sí mientras trataba de calibrar la altura de la valla. Unos cuatro metros… yo he saltado más que eso, pensó.
Al día siguiente se presentó muy temprano en la oficina de la Asociación Nacional de Atletismo de Enseñanzas Medias y, tras comunicarles que estaba entrenándose para el campeonato nacional, consiguió que le prestaran una pértiga de fibra de vidrio que resultó ser ligeramente más flexible que la que tenía antes; de allí se fue directamente al parque Yoyogi: iba a practicar con menos espacio de carrera y sin colchoneta de aterrizaje, ya que quería aprender a caer de pie en lugar de hacerlo de espaldas.
Poco después de las doce, apareció un ejército de hombres con cámaras y otros equipos, que llenaron toda la pista. Estaban rodando un anuncio de televisión para unas zapatillas de tenis, y les acompañaba un empleado de la asociación de atletismo, que le preguntó a Kiku si le importaría salir de fondo practicando sus saltos.
—No tienes que hacer nada especial —le aseguró el hombre—, sólo seguir entrenando igual que si no los vieras.
Como era de esperar, en el anuncio salía una modelo muy sonriente, que se levantaba un largo vestido de novia hecho de encaje para mostrar que llevaba zapatillas de tenis, justo en el momento en que Kiku saltaba al fondo del plano. Y para rodar esto parecían necesitar un generador y una enorme batería de focos cegadores, aunque era mediodía y hacía sol. Kiku sentía náuseas por la luz antinatural, y por la modelo que daba patadas al aire mientras repetía una y otra vez sus frases.
—¿Qué vuela? —preguntaba una y otra vez—. Vuelan los aviones y los globos, los helicópteros y las alas delta, los pájaros, las cometas, las mariposas y los insectos… Pero hay otra cosa que también sale volando: ¡una novia bien equipada con sus zapatillas Hermán Hermit!
Se suponía que, justo al decir lo de «Pero hay otra cosa…», tenía que levantarse el vestido y sonreír, pero daba la impresión de que la chica no tenía muy claro cómo hacerlo; y no, al parecer, porque estuviera nerviosa, sino porque todo debía de parecerle ridículo. Una nube tapó el sol durante unos instantes, por lo que se concedió un receso, que aprovechó la chica para dirigirse hasta donde estaba Kiku.
—Hace calor, ¿verdad? —le dijo, pero Kiku no le prestó apenas atención: estaba ocupando mirando sus enormes ojos. Le recordaba a un cuadro que había visto una vez, de una mujer vestida de novia ante un fondo gris y nublado. Se titulaba La novia abandonada.
—¿Podrías darme un poco de leche de esa sin que me vea nadie? —preguntó luego la muchacha, señalando el cartón medio vacío del que había estado bebiendo Kiku. A él no le sorprendió que tuviera sed, así vestida y con aquel calor—. No me dejan beber mientras rodamos porque dicen que se me hincha la tripa —le explicó la novia abandonada.
Entonces se puso en cuclillas frente a él, fingiendo estar inmersa en la conversación, al tiempo que escondía el cartón de leche en el hueco del brazo y lo vaciaba de un solo trago. Una gota se le escapó por la comisura de la boca y le corrió por la barbilla. Viendo cómo se le ondulaba el cuello al beber, Kiku se quedó asombrado por su belleza.
—¿Te gusta saltar con pértiga? —le preguntó luego la chica, mirándole directamente a los ojos, mientras se enjugaba con delicadeza la barbilla.
—¿Por qué lo preguntas? —contestó Kiku, que miró al suelo para disimular su azoramiento.
—Porque a mí me encanta, por eso —respondió ella.
—Supongo que siempre me ha gustado volar —dijo él.
—¿Desde que eras pequeño?
—Sí, supongo que sí.
—Pensaba que la gente a la que le gusta volar se hace piloto de aviones —dijo la novia—. Pero dicen que tienes que ser muy listo para llegar a piloto y yo, personalmente, no soporto las cosas para las que hay que ser muy listo.
Uno del equipo de rodaje le gritó a la chica que no se quemara con el sol y, sin molestarse en contestar, ella abrió la sombrilla que hasta ese momento había usado a modo de bastón.
—Qué gente más pesada, ¿no? —dijo Kiku.
—¿A ti también te lo parece?
—Esas luces en pleno día… me parece todo muy raro.
—Me alegro de que pienses igual que yo.
—Cuando veo a tipos como esos, siempre se me ocurre que más les valdría morirse —dijo Kiku, contemplando cómo los ojos de la novia abandonada se abrían aún más.
—Una vez leí una novela —dijo la chica, aparentemente cambiando de tema— en la que el sol se expandía y toda la Tierra se calentaba un montón. Los sitios como Tokio o París se volvían como Tahití, y todo el mundo se iba a vivir a los sitios que antes les parecían fríos.
—¿Cómo Hokkaido?
—No, mucho más fríos, el Polo Norte o el Polo Sur. Hokkaido sería como los trópicos.
—¿Y qué pasaba con Tokio?
—¿Tokio? Se convertía en un pantano.
—¿Y por qué en un pantano?
—Porque el Polo Sur se había fundido haciendo que subiera el nivel del mar, y además creo que también llovía todo el rato.
—Qué bueno —dijo Kiku.
—¿Y sabes qué más? Que en ese pantano de Tokio sólo quedaban un hombre y una mujer y estaban enamorados.
—Pero si se supone que hacía tanto calor, más que en el trópico, ¿cómo sobrevivían?
—Bebían litros de cerveza —dijo la chica.
De vez en cuando se pasaba un dedo por el labio superior para quitarse el sudor, con cuidado de no estropearse el complicado maquillaje que llevaba. Kiku se dio cuenta de que su cutis parecía muy fino; las venas azuladas de los párpados se mezclaban con la sombra de ojos y formaban dibujos misteriosos que le hacían dar vueltas la cabeza. Si la pincharas con un alfiler, pensó, le estallaría la piel como un globo, desaparecería y sólo quedarían esos dibujos.
—Si me dices cuándo tienes competición, iré a verte saltar —le estaba diciendo ella mientras tanto.
—No voy a competiciones —le dijo Kiku.
—¿Quieres decir que sólo entrenas?
—No exactamente, pero no voy a competiciones.
—Vaya, me parecía divertida la idea de ir a animarte un poco —dijo ella, un poco desencantada.
—Bueno… si te apetece verme saltar… —la chica asintió—. Entonces espérame esta noche entre el edificio Sumitomo y la torre de la Unión de Bancos Extranjeros. Voy a saltar una alambrada.
—¿Saltas de noche? —preguntó ella, con voz dubitativa.
—Si no te apetece, no tienes que venir.
—Allí estaré —dijo ella.
La llamaban de nuevo; al parecer querían arreglarle el peinado antes de la siguiente toma. Mientras se levantaba para irse, Kiku le preguntó cómo se llamaba. Levantándose el borde del vestido, ella le miró por encima del hombro mientras se alejaba.
—Anémona —dijo.
Esa noche, Kiku llegó temprano y se pasó mucho rato calculando la distancia exacta entre la parte más alta del alambre de espino y el extremo de la pértiga al ponerla en vertical. Tras asegurarse de que había tomado la medida correctamente, hizo una marca en un punto determinado y excavó un hoyo de unos veinte centímetros de profundidad, que rellenó luego de arena. Así improvisaba una caja donde plantar la pértiga, para que la arena amortiguara un poco el impacto. Después extendió una cuerda a lo largo del suelo, en perpendicular a la valla y, caminando sobre ella, trazó un triángulo rectángulo en el que su cuerpo, con los brazos extendidos por encima de la cabeza, era la hipotenusa, mientras que la pértiga y la cuerda eran los lados. El lugar donde tenía ahora los pies sería el punto de despegue. Desde allí, midió el número exacto de pasos, contando que al correr cubría el doble de distancia con cada zancada que al caminar. Para terminar, marcó el sendero desde el punto en que tendría que empezar a correr hasta el de despegue con unos guijarros y retiró la cuerda.
Una vez acabados los preparativos, fue a reunirse con Anémona, que esperaba escondida entre los arbustos, con una cámara Polaroid colgada al cuello.
—Es para hacer fotografías del salto —le había dicho a Kiku—. Cuando hago un amigo nuevo siempre le tomo una fotografía. Es como un recuerdo, ¿sabes?
Kiku pensó entonces que Anémona era la primera persona de las que había conocido en Tokio que mantenía su palabra, ya que realmente se había presentado a la cita. Cuando él le contó que tenía la intención de saltar la alambrada de espino para entrar en el Toxicentro, ella había intentado disuadirle. Hablaba muy rápido y lo que decía parecía un poco lioso, pero hasta donde Kiku consiguió entenderla, parecía que iba a acabar con la cara llena de cráteres, que toda la zona estaba contaminada con algún tipo de veneno y, lo peor de todo, que si le sorprendían tratando de entrar, lo freirían vivo con un lanzallamas. Algo así. Ahora bien, si no tenía más remedio que entrar, le dijo al final, ella podía enseñarle por dónde hacerlo; pero cuando le condujo hasta el agujero en la alambrada al que la había llevado aquel chico de la cara en descomposición, se encontraron con que lo habían reparado. Mientras caminaban, Kiku estudió a su guía; se había quitado todo el maquillaje de antes y llevaba pantalones vaqueros, un cinturón esmaltado de color rojo y una blusa de lamé con unos patos bordados.
Los guardias que hacían la ronda pasaron tres veces mientras duraron los preparativos, y en cada ocasión Kiku y Anémona se acurrucaron juntos entre los arbustos. La segunda vez, Anémona había empezado a susurrarle algo, y Kiku le había puesto la mano encima de la boca para que se callase. Aún tenía las marcas rojas de los dedos en las mejillas.
—Kiku, ¿sabes qué? Que tengo un cocodrilo —le había susurrado ella al final, mientras las luces que barrían a lo lejos dejaban ver por un momento los rojos verdugones, que empezaban a desaparecer gradualmente.
Las sombras de los arbustos se agitaban sobre su rostro, escondiéndole los ojos. Kiku pensó otra vez en lo guapa que era, pero tenía la sensación de que se le olvidaría su cara en un segundo, con sólo cerrar los ojos.
—Se llama Gulliver, ¿qué te parece?
—¿Qué me parece el qué? —respondió Kiku, confundido.
—Lo de estar criando a un cocodrilo —explicó ella.
—Las mascotas son todas iguales: hacen gracia pero dan mucho trabajo.
—Es un cocodrilo grande… muy grande —añadió ella, frunciendo los labios.
Kiku sintió su aliento cálido en la oreja y el olor a jabón que le llegaba desde su nuca.
—Un cocodrilo, ¿eh? Yo sólo he visto uno una vez, en un acuario. Y me pareció un poco estúpido —dijo Kiku.
—¿Te gustaría venir alguna vez a ver al mío? Te va a parecer que estás en la selva.
Kiku quería decirle que ya le parecía estar en la selva: hacía calor y tenía cierta sensación de peligro.
—Así que, cuando hayas terminado de hacer lo que sea que estés haciendo, ven algún día y lo ves.
—Hoy, imposible —dijo Kiku.
—¿Sabes que hay una marca de whisky que se llama Lágrimas de cocodrilo? —dijo ella, cambiando otra vez de tema.
—Esta noche es imposible —repitió Kiku.
—No importa. Ven cuando te apetezca.
Kiku se preguntó por qué le costaba tanto respirar; hacía rato que le estaba sucediendo, más o menos desde el momento en que le había dejado aquellas marcas rojas a Anémona, un acto que a Kiku le había parecido algo brutal incluso mientras lo hacía. La cara de Anémona le había resultado fresca y suave, y Kiku se había preguntado cómo sería por dentro; probablemente, igual de fría pero algo pegajosa. Veía por momentos la elegante curva de la mandíbula y el cuello y el labio inferior ligeramente fruncido, a la luz que se filtraba desde las torres de oficinas, como si los estuviera iluminando el faro que había allí en la isla, en su casa. La silueta cambiaba de posición ligeramente cuando Anémona susurraba algo o sonreía o contenía el aliento. Kiku alargó una mano para tocarle de nuevo la cara, siguiendo el trazo de las marcas con el dedo.
—Entonces, ¿vendrás a ver mi cocodrilo? Ven cuando quieras, sólo tienes que llamar antes.
—Bueno, creo que ya es el momento —dijo Kiku estirando las piernas.
Fue a buscar la pértiga que había escondido entre la hierba. Mientras se la echaba al hombro, Anémona sofocó una exclamación.
—¡Es preciosa! Parece un rayo láser —susurró al ver aquella flecha opalescente—. Haz un salto bonito… para la foto.
Tras calentar un poco, estirando las pantorrillas y corriendo en el sitio durante unos minutos, Kiku se quedó parado en el punto desde donde iba a empezar a correr, con la vista fija en la parte más alta de la valla. Anémona se acuclilló cerca, lista para disparar la cámara. Kiku se puso en marcha de golpe, iniciando la carrera sobre la pista improvisada, con toda su concentración en la imagen primordial: su cuerpo lanzado hacia el aire como si lo estuviesen aspirando, hasta saltar por encima del obstáculo; con la salvedad, claro, de que en esta ocasión la imagen contenía las púas afiladas del alambre en vez de una barra inofensiva. Cuando llevaba recorrida la mitad de la distancia, sus zancadas se igualaron y aumentó la velocidad; y entonces, un paso antes del punto de despegue, plantó la pértiga en el hoyo de arena. Experimentó el empuje en todo el cuerpo, la pértiga se dobló… y, en algún lugar, en ese mismo instante, sonó un silbato.
—¡Alto! —gritó una voz, al tiempo que dos guardias con trajes de protección se precipitaban hacia ellos saliendo de las sombras.
Uno de ellos hizo un disparo de aviso, pero Kiku ya volaba por los aires, y el tiro sólo le hizo perder la concentración mientras saltaba por encima de la valla. Soltó la pértiga con la mano izquierda, giró todo el cuerpo, y vio destellar frente a él una púa del alambre, que se le enganchó en la mejilla, junto a la comisura de la boca, cortándole la piel como un cuchillo; entonces, para evitar que los demás pinchos le despedazaran, se agarró por instinto a la parte lisa del alambre y allí se quedó, suspendido encima de los cables. Justo debajo de él se habían apostado ya los guardias uniformados, con las armas apuntándole a la cabeza. Kiku sentía la boca llena de sangre y trató de taponar la herida con la lengua, pero se le estaba adormeciendo y no conseguía acertar.
—No se mueva o disparamos —le ordenó uno de los guardias, enarbolando una linterna ante el rostro de Kiku—. Y ahora vuelva a bajar hacia este lado.
Kiku atisbo fugazmente a Anémona escondida entre los arbustos, justo en el límite del círculo de luz que proyectaba un reflector sobre sus cabezas. Disparaba su cámara sin pausa. Qué chica tan rara, pensó Kiku, sonriendo para sí.
—Escucha, gilipollas, no te metas en líos con nosotros —le gritaron los guardias, al parecer indignados por la sonrisa—. Tenemos órdenes de disparar cuando nos parezca. ¿Quieres que te matemos aquí mismo?
Parecía gustarles la idea de matar a alguien de verdad: debían de estar aburridos de dar vueltas sin pausa alrededor del perímetro alambrado. Uno de ellos levantó el arma para apuntarle a Kiku justo entre los ojos, con el casco bailándole en la cabeza por la emoción; pero, antes de que pudiera hacer nada, apareció otro tipo bajo la luz del reflector. Era una silueta extraña, como contrahecha, que venía del otro lado de la valla; se acercó a ellos dando tumbos mientras empuñaba a su vez un arma y, en cuanto los guardias se giraron para apuntarle, abrió fuego. Aquel ancho cañón escupió una densa lluvia de perdigones, que cruzaron la valla para ir a horadar con perfecta redondez los uniformes blancos de los policías, haciéndoles retroceder con cada impacto. Kiku se dio la vuelta y vio a un hombre bajo, de piel oscura y sin dientes, que le hacía señas. Todavía salía humo del cañón de su escopeta.
—¿Qué demonios estás mirando? Si te quedas ahí, te freirán el culo. Baja ahora mismo, chico de la pértiga.
Kiku hizo lo que se le ordenaba, pero mientras se afanaba en descender se precipitó hacia ellos un vehículo blindado con más policías, seguramente atraídos por el sonido de los disparos; entonces miró hacia atrás justo a tiempo de ver a Anémona que escapaba saludándole con la mano, y luego se internó en la oscuridad tras el hombrecito. Cuando ya estaban fuera de peligro y bien escondidos, el guía se detuvo y le señaló un edificio bajo y en sombra, desde el que se acercaba a ellos una silueta con el pelo muy largo. Hashi.