VEINTIOCHO
Tras anclar en el puerto de Hakodate, los motores del Yuyo Maru se detuvieron para hacer unas prácticas de trabajo de a bordo como parte del curso. Los seis aprendices de la sección de máquinas se dedicaron a labores de revisión técnica, mientras los seis destinados a convertirse en personal de cubierta se dividían en dos grupos para practicar con las cartas de navegación o las lecturas de radar y lorán y preparar el examen oral sobre derecho marítimo. Dirigiendo a estos últimos, prácticamente a voz en grito, se hallaba el capitán Eda, comandante del Yuyo Maru. Eda, un hombrecillo taciturno que había trabajado como guardacostas, era el tipo de personaje gris que, visto en la calle, podía pasar fácilmente por un pensionista tronado. Pero en cuanto ponía un pie en el barco experimentaba una transformación asombrosa. El Eda que daba clases teóricas en la cárcel tenía unos párpados caídos como si le pesaran, que se rascaba sin parar con la punta del dedo meñique; pero allí, firmemente plantado en cubierta, parecía como si se los hubieran abierto con un resorte, revelando una mirada que no perdía detalle. También su voz se volvía perceptiblemente más potente, aunque a veces daba la impresión de que era su cuerpo el que tenía dificultades para estar al nivel del entusiasmo con que entrenaba a su futura tripulación. Cuando no estaba en una sesión de prácticas, sin embargo, apenas se oía al capitán Eda decir ni una palabra.
Apagados los motores, el barco se balanceaba todavía más. Kiku y sus compañeros estaban en la caseta del timón, apiñados alrededor de un juego de cartas náuticas, marcando el rumbo con la brújula, determinando velocidades, posiciones reales y calculadas, rumbo, salida y puesta del sol, pleamares y bajamares y calendarios de mareas y corrientes. El hecho de estar haciendo estos trabajos de mesa dentro de un espacio diminuto y móvil incrementaba los efectos del mareo, al que Kiku y Yamane eran ya propensos de por sí. Yamane no tardó mucho en apartar su regla y su triángulo y dirigirse a la puerta buscando un poco de aire fresco, pero sólo había llegado a dar unos cuantos pasos cuando el capitán Eda le llamó al orden.
—¿Dónde cree usted que va, señor mío?
—Iba a mirar un momento el aspecto de las nubes, señor —mintió Yamane, muy pálido.
—Ni lo sueñes, cerebro de mosquito. Vuelve con las cartas —ordenó el capitán, al que parecía que nada divertía tanto como ver ponerse verdes a Yamane y a Kiku—. Si te concentras en las cartas, te encontrarás mejor. Y por cierto, nadie se ha muerto nunca de mareo, pero si no sabes leer una carta náutica acabarás en el fondo del mar.
—Intenta convencerte de que el barco no se mueve —le sugirió Nakakura, al que su experiencia en el barco de salvamento parecía haber inmunizado—. El capitán tiene razón, te lo aseguro. Intenta pensar en otra cosa: en mujeres, en salir de la cárcel, en lo que sea… Concéntrate de verdad y ya no sentirás el movimiento.
El primer síntoma del mareo era sentir como si se adormeciera la zona alrededor de las sienes; después se secaba la boca y daba la sensación de tener algo reptando por el interior de la garganta. Kiku hizo todos los esfuerzos posibles por no vomitar y se concentró en las cartas hasta que no pudo más y tuvo que levantar la vista con un quejido. Luego se quedó mirando fijamente al horizonte, esperando que se le pasara. Hayashi, que estaba de pie a su lado sin alterarse, intentando fijar la hora de la siguiente pleamar, le hizo notar a Nakakura el mal aspecto de Kiku, y los dos se echaron a reír.
—Oye, Kiku —le interpeló Nakakura al tiempo que Kiku se levantaba para mirar por la ventana, todavía algo verdoso de las náuseas, y se volvía con gesto vago para escucharle—, ¿qué demonios significa «datura»?
Kiku frunció el ceño, pero consiguió poner cara de que no sabía de qué hablaba el otro.
—Es lo que gritas en sueños. Anoche casi no pude dormir del escándalo que armaste. Al principio no se distinguía bien, pero lo que decías era eso: «datura», una y otra vez. ¿Qué quiere decir? ¿Una de éstas? —y levantó el dedo meñique para indicar que se refería a una mujer—. Pues si es una chica, vaya un nombre raro.
Kiku, sin responder, bajó la vista hacia las tablas que se usaban para leer la latitud y la longitud a partir de los cálculos de brújula y la distancia de crucero. Tenía que hallar los cambios de posición de un barco que navegara a dieciocho nudos y medio durante cuarenta y cinco minutos con rumbo 119°.
—Venga, Kiku, ¿qué demonios es eso de «datura»? —dijo Nakakura.
Nakakura tenía ese tipo de rostro que puede informar incluso al observador menos atento de que hay personas en el mundo capaces de matar a la menor provocación, por el más mínimo cambio de temperatura o estado físico. No había forma de decir en qué se notaba, pero era ese tipo de rostro.
Había comenzado a llover. Durante la comida, Nakakura y los otros continuaron insistiendo en que les dijera lo que era «datura», así que al final les había mentido afirmando que, efectivamente, era el nombre de una chica.
—Ni siquiera yo sé cuál es su nombre real. Antes era modelo, así que puede que se lo haya inventado.
—Una vez, en tiempos, cuando yo era profesor de esquí acuático, me lo hice con una modelo —se jactó Hayashi, muy orgulloso—. Y, ¿sabéis qué os digo? Que esas piernas tan largas serán preciosas, pero para hacerlo resultan un engorro. Si te las pasa por encima de los hombros pesan demasiado y, si lo haces al estilo perro, los muslos son tan largos que te queda demasiado arriba y no llegas a metérsela.
Tras las clases teóricas de la mañana, la tarde se dedicó a las prácticas. En otros tiempos eso significaba salir a pescar calamares, pero las capturas habían descendido tan bruscamente que llevaban ya cuatro años sin hacerlo, y ahora el Yuyo Maru se dedicaba a celebrar funerales en alta mar. Esto no consistía en arrojar al agua los cuerpos amortajados; no, los cadáveres venían ya incinerados desde tierra, con los huesos guardados en cajas de plomo cuadradas, que era lo que se tiraba por la borda. Era un servicio que se prestaba a gente que no podía pagar el espacio en el cementerio o que tenía ese capricho. Cuando se dedicaban a esta tarea el capellán de la prisión se sumaba al capitán, el jefe de máquinas, los dos guardias y Tadokoro, el supervisor, que constituían el personal normal de a bordo.
Las cajas, cada una con un número y un nombre rotulados en el lateral, se cargaban una por una en tierra para hacerse a la mar rumbo al cabo Ohana, navegando más lentamente que de costumbre por el peso del plomo. Justo detrás del cabo estaba el Cementerio Marino Público, que consistía en una pequeña caseta para el vigilante en la orilla y una zona del agua acotada con cuerdas amarillas. Cuatro boyas atadas a las cuerdas sujetaban los carteles en los que se leía: Zona reservada, la intrusión o el depósito de objetos sin permiso serán castigados de acuerdo con las ordenanzas municipales.
Tras recibir la autorización del vigilante, el barco entró en aguas del cementerio, donde Eda les ordenó echar el ancla. Todos los aprendices de tripulación se pusieron los chubasqueros, se reunieron en cubierta y empezaron a sacar las cajas de la bodega. Cada uno cogía una de ellas, la ponía a sus pies, unía las manos un momento como si rezara, y la tiraba a continuación al mar. Mientras tanto el capellán recitaba unas plegarias de verdad, exhortando al ocupante de cada caja a dormir pacíficamente, con el arrullo de la misma voz de Dios, que eran las olas, y acunado en brazos de nuestra madre la mar bajo la luz de los cielos.
Kiku y sus amigos competían a ver quién tiraba su caja más lejos, en una especie de lanzamiento de peso marino. Como era de esperar, ganó Yamane. Kiku pensó que quizá se podía achacar su baja forma al impermeable. El mar grisáceo y vidrioso se confundía con las gotas de lluvia y alrededor todo se había vuelto gris: el cielo, el puerto a lo lejos, la niebla que se cernía sobre ellos, el humo del incienso que habían encendido los guardias, los chubasqueros de los presos y las cajas de plomo. Sólo lo aliviaba la salpicadura blanca que causaba cada uno de los pequeños contenedores al caer al agua antes de desaparecer.
Cuando ya todas las cajas estaban en el fondo del mar, los guardias arrojaron además unas flores y el capitán empezó a vocear órdenes:
—Muy bien, ¡nos volvemos! Arranquen los motores, y todo el mundo a sus puestos, marineros de agua dulce.
Kiku y Nakakura se dirigieron a proa para levar el ancla y el barco abandonó el cementerio, de nuevo en dirección al puerto.
Mientras se aproximaban a tierra, Kiku se quedó en la cubierta del barco mirando hacia el rompeolas de la orilla. De repente, hizo un gesto de saludo con la mano, muy rápido pero no tanto como para que no se percatara Nakakura.
—¿A quién saludas? —Kiku levantó el dedo meñique—. ¿A una mujer? —Kiku asintió. Nakakura miraba ahora en dirección al rompeolas—. ¿A la del paraguas rojo?
Kiku volvió a saludar con la mano y Nakakura le imitó mientras la persona que estaba en el puerto les observaba con unos prismáticos. Era Anémona.
—¿Así que tu nena está en Hakodate?
En ese momento llegaron Yamane y Hayashi cargando con unos neumáticos que se colgaban del casco del barco para protegerlo durante el atraque.
—La novia de Kiku ha venido a vernos —les dijo Nakakura—. Vamos a gritar su nombre con todas nuestras fuerzas. Seguro que le hace ilusión.
Todos se mostraron de acuerdo.
—Nos vamos a meter en un lío —dijo Kiku, tratando de detenerlos.
Pero ya era tarde. Los tres se pusieron a agitar los brazos frenéticamente mientras chillaban a voz en cuello:
—¡DATURA!
El paraguas rojo respondió con una alegre inclinación.
Querida Anémona,
por fin salimos la semana que viene para hacer el crucero de prueba, que va a durar nueve días. Estoy tan emocionado que no puedo esperar más. Pararemos en los mismos puertos que te dije en la carta anterior. No ha habido ningún cambio.
Cuando acabó de escribir esta nota, Kiku levantó la mirada y se dio cuenta por primera vez de que ya entraba la luz del día en su camarote. Se levantó de un salto y se dirigió a la ventana: había una luz cegadora que creaba sombras muy densas.
—¡Es verano! —gritó.
—Estás loco —rezongó Nakakura, tirado en el suelo.
Hayashi y Yamane se echaron a reír.
—¿No te habías dado cuenta? Hace semanas que es verano. Rascándose la cabeza, Kiku daba pataditas a una pared.
—¿Te importa no hacer tanto ruido? —dijo Yamane, mirándole con cierta suspicacia—. ¿Y por qué estás tú tan contento, por cierto?
—Por nada. Es que no me había dado cuenta de lo del verano. ¡Y me encanta!
Nakakura se dio la vuelta, haciendo chasquear la lengua de irritación:
—Estás loco —repitió—. En la cárcel el verano es el infierno, tío. Mira qué ventanas: no tienen rejilla antimosquitos ni estores. Te pasas la noche empapado de sudor y lleno de bichos. Ya te digo, el infierno.
En ese instante, un guardia abrió el ventanuco de la puerta.
—Kuwayama, sal ahora mismo. Tienes una visita.
—¿Visita? ¡Demonios! ¡Viene casi todas las semanas! —gruñó Nakakura, poniéndose de pie—. Esta señorita Datura es un encanto, ¿verdad?
Kiku se abotonó el uniforme para salir de la celda.
—Me parece que es tu hermano —dijo el guardia.
—¿Mi hermano? ¿Hashi? —dijo Kiku, deteniéndose en seco.
El guardia asintió.
—El mismo. He visto su foto en las revistas. Es como cantante o algo así, ¿verdad?
—No quiero hablar con él —dijo Kiku, dándose la vuelta para regresar a la celda.
El vigilante lo sujetó por el brazo.
—No será mucho rato. Parece que está enfermo.
Cuando Kiku entró en la sala de visitas no se veía ni rastro de Hashi. Allí sólo había una mujer grande con mirada de cansancio. Kiku pensó que se habían equivocado de sala y estaba a punto de salir cuando lo detuvo la voz de la mujer.
—Eh… ah… Hashi… yo… —dijo.
Kiku se quedó parado en el sitio. De repente, se acordó de la mujer a la que había visto en televisión con Hashi, la que estaba casada con él. Se volvió entonces para mirarla, pero sin sentarse.
—Hashi estaba aquí hace un minuto —le dijo ella con voz ronca.
Luego frunció los labios para humedecerse el carmín, de color rojo intenso, y miró a Kiku haciéndole un gesto para que se sentara.
—Intenté que no se fuera, pero cuando te oyó venir por el pasillo salió corriendo; dijo que tenía que ir al baño. Le da pánico verte.
Al moverse, su cuerpo exhalaba un olor a humo de cigarrillos y perfume. Kiku no dijo nada. Neva siguió allí sentada, con las manos juntas bajo el bolso, lanzando miradas intermitentes al techo. Parecía agradecer la rejilla herrumbrosa que les separaba, como si con ella le fuese más soportable la sofocante cercanía entre los dos.
—¿Y tú quién eres? —le preguntó Kiku.
Neva se dio un poco de impulso antes de mirarle de frente.
—Soy la mujer de Hashi —dijo, con voz clara y firme.
Hasta ese momento, Neva había dado la impresión de estar a punto de echarse a llorar, pero esas palabras parecieron devolverle la compostura.
—Hashi está agotado —continuó—. Empezó a hacer cosas muy raras hace unas cuantas semanas. Se ha pasado varios meses de gira sin descansar, pero hasta hace poco no parecía importarle, con tal de salir al escenario. Hasta que los otros miembros del grupo empezaron a darse cuenta de que ya no se calmaba después de los conciertos, y de que prácticamente había dejado de hablar. Da la impresión de que está al límite casi todo el rato. Cuando pasamos por Kyushu, decidió de repente que quería ir a hacer una visita a su casa, y volvió de la isla mucho mejor. Pero poco después empezó a quejarse otra vez de insomnio, y a tomar todavía más pastillas para dormir. El médico dijo que debería hacer un alto en el trabajo y someterse a un chequeo completo, y yo le propuse que canceláramos unos pocos conciertos, de los últimos de la gira, para irnos a algún sitio, pero respondió que de ninguna manera. Quería que ampliáramos el calendario todavía más; dijo que los conciertos era lo único que le mantenía con vida. Y es verdad: en el escenario parece el Hashi de antes, pero durante el resto del tiempo se encierra en su habitación y se sienta en una esquina hablando solo. Cuando entro y trato de hablar con él, es como si no supiera siquiera quién soy. En estos últimos días le ha dado por forrar las ventanas con papel negro para dejar la habitación a oscuras.
—¿Y qué hace en esa habitación? —preguntó Kiku.
—Escucha cintas —dijo Neva—. Eso no tendría nada de raro, en circunstancias normales; es parte de su trabajo. Pero escucha cosas muy raras: gritos de animales, helicópteros, agua corriendo, la brisa, cosas así. Se las trajo del viaje a la isla y se compró unas cuantas cintas de efectos de sonido más. No escucha otra cosa. Y entonces, anteayer, dijo que quería venir a verte. No quiso explicarme por qué… lo cierto es que ya no me cuenta nada…
Mientras Neva acababa de hablar, se dio cuenta de que Kiku había apartado la vista de ella para dirigirla a la puerta que tenía detrás, y se volvió a su vez. Allí estaba Hashi, pálido como una sábana, con una chaqueta de plumas de avestruz y una bolsa de plástico transparente llena de pastillas que acababa de sacarse del bolsillo. Neva dejó escapar un grito cuando le vio desgarrarla y llevárselas a la boca. Una de las pildoritas se cayó al suelo mientras ella trataba de arrebatarle las demás, y Kiku se quedó mirando cómo rodaba; parecía un grueso grano de arroz. Luego, mientras Hashi y Neva forcejeaban, se dirigió a la puerta, llamó con los nudillos para que le abriera el guardia y salió sin mirar atrás. Si no hubiera derribado la silla al levantarse, Neva ni siquiera le habría visto salir.
—¿Ya está? —preguntó el guardia.
Kiku asintió en silencio y se encaminó al pasillo tratando de olvidar lo que acababa de ver. Intentó alejar de su mente la imagen del rostro fantasmal de Hashi forcejeando con aquella mujer. Sólo en una ocasión había visto una cosa parecida: la expresión de Kazuyo, la sangre que rezumaba por los ojos, la nariz y la boca de aquel cadáver que ya tenía fríos y rígidos los brazos y las piernas. Una expresión que no quería volver a ver. Estaba pensando en lo delgados que tenía Hashi los brazos cuando una voz le llamó a sus espaldas.
—¡Kiku!
—¡Cretino! —masculló Kiku sin detenerse—. Si estás así es por tu propia culpa.
—Te está llamando —dijo el guardia.
—¡Kiku! —volvió a vociferar Hashi.
El grito estrangulado de Hashi pareció sacudir las puertas de las celdas individuales que se alineaban en el pasillo, como si en cada una de ellas estuviera sentado un clon de Hashi, chillando a su paso. Kiku se detuvo cuando se acallaron los gritos. En su cabeza tomó forma con claridad la visión del cadáver de Hashi, rígido como una tabla, sangrando por los ojos, la nariz y la boca. Con un escalofrío, se apresuró a volver a la sala de visitas. No te mueras, Hashi, pensó, mientras corría a toda velocidad.
El guardia tardó un poco en volver a abrirle pero cuando Kiku se precipitó en la habitación, se encontró a Hashi pegado a la rejilla, agarrado allí como un mono del zoo. Tenía la mirada fija del loco, la mandíbula en movimiento como si masticara algo. Por un momento, Kiku vio la pasta blanca que le llenaba la boca: las pastillas por las que se habían peleado Neva y él. La mujer estaba de pie a un lado, tapándose la cara con las manos, y Hashi le hizo un súbito gesto con la cabeza señalando a la puerta para que se fuera. Ella pareció dudar un instante, mirándoles a los dos por turnos.
—¡Lárgate! —gritó Hashi, escupiendo trocitos de aquella pasta blanca, que salpicaron la cara de Neva.
Ella se los limpió y miró a Kiku con la espalda encorvada. En ese momento, a Kiku le recordó a otras dos mujeres: a Kazuyo y a la que le había abandonado en la taquilla de monedas, la que él había matado. Las dos habían tenido esa misma expresión dolorida.
—¡Lárgate! —repitió Hashi, pero Kiku le hizo callar, dándole a través de la rejilla un puñetazo que lo lanzó de espaldas contra la pared.
Neva iba a ayudarle cuando Kiku la detuvo.
—Perdona, pero mejor nos dejabas solos un ratito —le dijo.
Hashi se quedó tirado en el suelo quitándose motas de óxido de los ojos. Luego se levantó tambaleándose y se limpió los labios con la manga de la chaqueta, dejándose una pluma de avestruz pegada a la comisura de la boca, antes de sentarse pesadamente en la banqueta de las visitas.
—¿Por qué me has pegado? —preguntó.
—¿Desde cuándo te haces así el machito con las mujeres? —contraatacó Kiku.
—¿Sabes? No me has hecho daño, estoy demasiado anestesiado para sentir nada —Hashi no había levantado la mirada y siguió con la vista fija en su regazo mientras hablaba—. En fin, se te ve muy en forma. ¿Sabes? Es la primera vez que me pegas. Te he visto pegar a muchos otros, pero nunca a mí… hasta hoy… Tenía muchas ganas de verte, Kiku.
En ese momento se detuvo bruscamente y levantó la vista con ojos suplicantes. Era un truco muy viejo, que había aprendido en el orfanato para manipular a los adultos; empezaba a hablar en voz baja y luego, lenta, tímidamente, iba subiendo la mirada para sorprender la expresión del otro. Así podía juzgar la actitud de esa persona: si él le gustaba, si le despreciaba, si le iba a tratar con bondad o a hacerle algún daño.
—Kiku, ¿qué tipo de persona soy? Ya no lo sé. ¿Cómo era yo?
—Olvídate de eso un momento. Lo que quiero saber es por qué has venido.
—He cambiado. Ya no soy como era… Oye, ¿te acuerdas de cuando fuimos a mirar los resultados de los exámenes de ingreso en el instituto? Kazuyo quería venir con nosotros, pero tenía la tensión tan baja que se quedaba toda amodorrada si se bañaba al levantarse, así que fuimos solos, ¿te acuerdas? Y el autobús tardaba años, y entonces nos llevó el tipo aquel del ayuntamiento que tenía un jeep. ¿Te acuerdas de todo eso?
—Has vuelto a la isla, ¿verdad? —dijo Kiku.
—¿Te lo ha dicho Neva?
—¿Cómo estaba Milk?
—Muy bien. Y se acordaba de mí. Seguro que también se acuerda de ti. Vi a la vieja de la tienda de ultramarinos; dijo que yo era el orgullo de la isla. Y que tú eras la vergüenza.
Kiku se quedó callado, mirando la sonrisa que curvaba las comisuras de la boca de Hashi.
—¿Sabes?, pensé que tendrías peor aspecto del que tienes —continuó Hashi—. Me ha sorprendido que se te vea tan bien. Durante el juicio estabas fatal y yo había pensado que, si seguías en horas bajas, podría venir bien que intentáramos pensar juntos sobre ese problema que estoy tratando de resolver. Es ese sonido, ya sabes a lo que me refiero. El que los médicos nos ponían en aquella habitación. ¿No te acuerdas?
—Me acuerdo.
Hashi volvió a levantar la mirada, sorprendido.
—¿De verdad que te acuerdas?
Kiku asintió.
—¿Y qué era? ¿De qué era ese sonido?
—Se me ha vuelto a olvidar…
—Pero, ¿cuándo te acordaste de que nos lo ponían? —insistió Hashi.
—Después de disparar a aquella mujer. Durante un tiempo oí el sonido, pero ahora ya no.
Hashi empezó a temblar al oír a Kiku. Abrió unos ojos como platos y empezó a agitarse inquieto, buscando más pastillas por los bolsillos, para metérselas en la boca y empezar a masticarlas.
—Tengo miedo, Kiku —dijo—. Me miro en el espejo y no reconozco el rostro que me devuelve la mirada. Es como si tuviera el cuerpo dividido y las dos mitades no siempre estuvieran haciendo lo mismo. ¿Y sabes por qué es? Por la mosca; verás, una de cada diez mil moscas tiene cara de persona y, no sé cómo, yo me he tragado una de ellas. Y he llegado a la conclusión de que esas moscas con cara humana son gente que ha hecho cosas tan horribles en su vida anterior que se han reencarnado en moscas. Y la tengo zumbando dentro de la cabeza, diciéndome lo que tengo que hacer… es eso —dijo, como si por fin hubiera resuelto algo—. Sí, ahora estoy seguro: tiene que ser que asesine a alguien. ¿Sabes?, yo sólo lo he oído una vez desde entonces. Fue en unos aseos públicos cerca del río, en Sasebo. Apareció un vagabundo, un degenerado que empezó a hacerme cosas, y yo le di en la cabeza con un ladrillo, le reventé el cráneo… y entonces lo oí, pero luego ya nunca más.
»Ahora tengo esta mosca dentro diciéndome que haga cosas horribles; cosas como cortarme mi propia lengua, o meterle una cadena a una chica por el culo, o coger la peana del micrófono y estampársela en la cabeza a la gente que se sube al escenario. Lo raro es que, cuanto más hago estas cosas, mejor parece ir todo, más famoso me vuelvo y más dinero gano. Pero no puedo librarme de la sensación de estar partiéndome en dos, ni del dolor de cabeza…
Y por eso necesito oír de nuevo ese sonido. Y ha sido la mosca la que me ha dicho cómo conseguirlo: tengo que matar a la persona que más quiera en el mundo y entonces lo oiré. Tengo que sacrificar a esa persona y entonces me concederá cualquier deseo que le pida. Sé que esto es verdad, y la prueba es que lo oí cuando maté a aquel pervertido. Lo maté mientras me la chupaba; probablemente en aquel momento yo le quería más que a nadie, justo mientras lo hacía, justo cuando le abrí la cabeza con el ladrillo. Y entonces lo oí. Y a ti te pasó lo mismo. Esa mujer era tu madre, y tú oíste el sonido después de matarla. ¡Lo sabía! La mosca decía la verdad.
¡Tienes que matar a alguien a quien ames! ¿No te das cuenta? Todo eso que nos contaban del bien y del mal y de que Dios es bueno eran tonterías; este mundo está regido por el mayor mentiroso que hay, así que, cuando quieres pedir un favor, tienes que hacer algo horrible para que te lo conceda. ¡Es eso! Por eso tengo que matar a Neva. Mira, Neva está embarazada y yo soy el padre así que, si la mato, estaré matando a dos personas, y con eso daré en el blanco y oiré el sonido. Tiene que ser así, ¿verdad, Kiku? ¿Verdad?
Justo en ese instante el guardia asomó la cabeza:
—Se acabó el tiempo —dijo.
Hashi se levantó y se dirigió a la puerta.
—Gracias, Kiku —dijo—. Ahora todo está claro.
—Se acabó el tiempo —repitió el guardia.
Kiku seguía allí sentado como sonámbulo, pegado a la silla.
—Adiós, Kiku. Cuídate —dijo Hashi, y de repente ya se había ido.
—¡Espera! ¡Hashi, espera! —lo llamó Kiku, poniéndose en pie de un salto, pero el guardia lo agarró por el brazo.
—Se te ha acabado el tiempo, Kuwayama —dijo—. Has tenido treinta minutos.
Kiku se dio cuenta de que tenía que alcanzar a la mujer, pero se le había olvidado su nombre.
—¡Señora! ¡Señora! —intentó gritar y, para su sorpresa, apareció Neva en el umbral. El guardia le seguía sujetando por el brazo—. Señora, ¿qué le ha pasado? Está loco, ¿sabe usted? Completamente, para encerrarlo. ¿Quién le ha hecho esto? ¿Quién le ha vuelto así de loco?
Pero entraron otros dos guardias y, agarrando a Kiku uno por cada brazo, lo arrastraron fuera. Neva se quedó mirándolo, totalmente aturdida.
Hashi volvía estar igual que al principio, pensó Kiku mientras recorría el pasillo para volver a la celda, exactamente como al principio. Le daban ganas de escupir de rabia. Otra vez la misma historia: un ejército de impresentables, que no tienen nada que ver con él, contándole mentiras. No había cambiado nada, ni lo más mínimo: todo seguía igual que cuando dio el primer grito dentro de aquella taquilla. Ahora la taquilla era más grande, quizá: ésta tenía piscina y jardín, había un grupo, gente paseándose medio desnuda y se permitían animales domésticos… Sí, tenía todo tipo de tonterías: museos, cines, clínicas psiquiátricas… pero seguía siendo una enorme taquilla de monedas, y por muchas capas de camuflaje que te pongas a traspasar, si es que te da por traspasarlas, al final vuelves a estamparte contra una pared. Y si te las arreglas para escalarla, ahí los tienes, con sus sonrisitas burlonas, dispuestos a mandarte otra vez abajo de una patada. Te derriban y te dejan fuera de combate y cuando te despiertas estás otra vez en tu cárcel, o en tu manicomio. Está todo muy bien disimulado, con palmeras en macetas y piscinas rutilantes, con los cachorritos cariñosos y los peces tropicales, las pantallas de cine y las exposiciones y la piel suave de las mujeres, pero allí detrás sigue la pared, los guardias patrullando y la torre de vigilancia. En cuanto la niebla se disipa un poco, un segundo, ahí están, la pared y la torre. Y tú te mueres de miedo y te vuelves loco, pero no puedes hacer nada contra ellos; y cuando no puedes soportarlo ni un momento más y el miedo y la rabia te hacen ponerte en acción, te dan fuerzas para hacer algo, ahí te los encuentras de nuevo, esperándote: la cárcel, el sanatorio y la caja de plomo para guardar tus huesos. Sólo hay una solución, una salida, y es destrozar todo lo que te rodea hasta hacerlo añicos, para empezar todo desde el principio, acabar primero con todo…
En ese momento Kiku se detuvo y se volvió, como si acabara de recordar algo.
—¡Hashi! —gritó, echando a correr hacia la sala de visitas. Los guardias le detuvieron—. ¡Hashi! ¡Ese sonido es el latido de un corazón! ¿Me oyes? ¡Hashi! ¡Es el latido del corazón de tu madre!
La voz de Kiku resonó haciendo un eco por el pasillo.
—Me da la impresión de que el loco eres tú —dijo uno de los guardias, riendo.
Anémona estaba en el rompeolas contemplando con los prismáticos al Yuyo Maru que salía del puerto, preguntándose cómo haría Kiku para escapar.
Había dejado el trabajo en la panadería dos días antes. Noriko lloró, diciendo que la iba a echar de menos, y sus cuatro compañeras le habían organizado una fiesta de despedida. Reservaron un salón en un restaurante y cada una le había llevado un regalo: unos pañuelos, un llavero, cosas así. Noriko le regaló un libro envuelto en papel charol.
—La chica de este libro me recuerda a ti —había dicho—. Es la mujer de un escritor que se hace muy rico y famoso siendo todavía joven y los dos andan todo el día de fiesta en fiesta hasta que ella empieza a volverse loca. Se llama Zelda.
—¿Y en qué se parece a mí? —le había preguntado Anémona—. Seguro que yo no soy tan lista, y puedes estar segura de que no voy a volverme loca. Entonces, ¿en qué me parezco?
—Bueno, en primer lugar en que las dos sois muy atractivas. Y aunque dices que no eres lista, yo sí creo que lo eres, eres lista y guapa. Pero a veces creo que te falta algo, algo importante… como cuando te comes un pastel al que han olvidado ponerle la esencia de vainilla —respondió Noriko, tomándose un bocado de gelatina.
—Pero eso se puede decir de todo el mundo —terció otra de las chicas—. Nadie es perfecto, a todo el mundo le falta algo en algún sitio.
Todas las demás asintieron.
—No me refiero a eso —dijo Noriko, succionado la gelatina verde que tenía en la boca antes de continuar—. ¿Sabes? Hay chicas que te parecen un desastre y tienes la sensación de que van a acabar por pasarlo muy mal, pero en el fondo, secretamente, les tienes envidia. Bueno, pues yo creo que Anémona es de ese tipo de chicas; es el tipo de chica que a mí me gustaría ser.
—Gracias —había dicho Anémona, con la vaga sensación de que le acababan de decir algo bonito—. Gracias, pero aun así no voy a volverme loca.
Había hecho todo tal como se lo había indicado Kiku. Primero le había comprado algo de ropa y se la había escondido en un sitio donde la pudiera encontrar fácilmente, cerca del muelle de la ciudad en la que iba a hacer la siguiente parada el barco. Luego había conseguido una lancha motora grande, que dejó anclada en un puerto que los dos conocían cerca de Tokio, llena de provisiones, agua y con todo su equipo de buceo.
Ahora, observando al Yuyo Maru desaparecer a lo lejos, Anémona sacó una llave del bolsillo de su blusa empapada de sudor y la hizo girar en el dedo mientras volvía a su vehículo, un Land Rover rojo con tracción a las cuatro ruedas al que le había rotulado la palabra «Datura» en un lateral. Cómo hará para escaparse, se preguntó mientras arrancaba el motor y salía en dirección al primer puerto que iba a tocar la embarcación.
Abrió las ventanillas, pero el sudor ya le había calado hasta la ropa interior. El paisaje campestre de la lejanía parecía ondulado, visto a través de la bruma del calor que despedía el asfalto. Era la estación en que los cocodrilos hacían restallar la cola de regocijo contra la superficie del agua, la estación en que había conocido a Kiku: el verano. El libro que le había regalado Noriko estaba en el asiento de al lado. Aburrida de esperar a que partiera el barco de Kiku, se lo había llevado pensando en entretenerse con él, pero la letra era tan pequeña que le habían empezado a doler los ojos, así que lo había dejado casi nada más abrirlo. Ahora, mientras conducía, las páginas se movieron agitadas por el viento y, cuando se detuvo en un semáforo, posó los ojos sobre una frase. Le gustó cómo sonaba, así que la dijo en alto mientras estaba allí esperando:
—No hay nada atractivo en una chica seria, así que no tengo el menor deseo de volverme seria.