CUATRO
El año en que los chicos tenían que entrar en el instituto habían crecido tanto que toda su ropa les quedaba pequeña, así que Kazuyo los llevó de compras a Sasebo, en el continente. No era la primera vez que iban a la ciudad, pero en todas las ocasiones anteriores había estado lloviendo, así que Kiku y Hashi siempre se la imaginaban como un lugar plano y gris. Lo único que les gustaba era la foca que vivía en un gran tanque de agua, en la terraza superior de los grandes almacenes.
Ese día las tiendas estaban inusualmente concurridas, pero consiguieron acabar rápido sus compras, comieron unas tortillas de arroz en la cafetería y se dirigieron a la terraza. Justo donde solía estar una taza de café gigante que daba vueltas habían instalado un escenario temporal, sobre el que se hallaba un hombre que parecía el animador o presentador porque llevaba un espeso maquillaje de teatro, un traje plateado y unas gafas de sol con forma de mariposa Junto a él había una mujer con el pelo teñido de rojo y un vestido salpicado de rosas artificiales, un montón de globos que rodeaba el escenario y, a un lado, cinco hombres que aparentaban bastante edad con sus instrumentos; debían de ser los integrantes de la orquesta. Al otro lado del escenario, Kiku y Hashi veían el acuario de la foca, pero la aglomeración de gente les impedía avanzar hasta allí. Tras una breve presentación, la mujer del pelo rojo empezó a hacer su número, cantando y bailando, con la música tan alta que Kazuyo y los chicos apenas se oían unos a otros, y Kiku pensó que se iba a escapar hasta la tienda de animales para echarle un vistazo al cachorro de pastor alemán que él y Hashi habían decidido comprarse con su paga. Pero la multitud se hizo de nuevo tan densa que apenas pudo moverse, y al final los empujones los obligaron a los tres a avanzar hacia el escenario. Al mirarla de cerca, vieron que la mujer tenía todo el cuerpo pintado con unos polvos que empezaban a disolverse debido al calor, dejándole unas manchas de formas raras en las medias. Cuando acabó la canción, el hombre del traje plateado salió aplaudiendo y diciendo piropos sin parar, con una voz que parecía salir de una radio mal sintonizada. La mujer, «lady Kanae», sudaba copiosamente para entonces, y los polvos que se le iban licuando del rostro revelaban el basto cutis de debajo, pero se lanzó con valor a la siguiente canción, durante la cual se fue arrancando las rosas del vestido y tirándoselas al público.
Kiku empezó a sentir que se ahogaba, y el peso de las bolsas con las compras le hacía daño en los dedos, mientras que Kazuyo llevaba ya un rato buscando un sitio donde sentarse. Pero Hashi, al que le encantaba cantar, estaba emocionado. Le había dado sus bolsas a Kiku y había conseguido llegar hasta la primera fila para contemplar a la mujer del pelo rojo bailando con sus zapatos de piel de serpiente. Como final, hizo una pirueta de bailarina con una pierna extendida, mientras los provectos músicos volvían torpemente las páginas de la partitura. Cuando acabó, el presentador salió soplándole pompas de jabón a la cantante.
—Ahora, veamos si somos capaces de convencer a lady Kanae para que nos regale una muestra del espectáculo al que se dedicaba antes —dijo, mientras sacaban al escenario unos enormes balones verdes y rojos.
Tras cambiarse a toda prisa los tacones altos por unos zapatos de suela de goma, lady Kanae, obsequiosa, se subió de un salto a uno de los balones.
—¡Aquí la tienen! ¡Lady Kanae ha sido una estrella del circo! ¡Pero me dice que su verdadera especialidad no eran los juegos acrobáticos, sino montar en un elefante o un león para cruzar un mar de fuego!
Antes de que pudiera acabar, lady Kanae ya había saltado del balón para arrebatarle el micrófono.
—Sí, cariño, pero mi verdadero plato fuerte era el hipnotismo, ya sabes.
—¡Hipnotismo! ¿No les parece fantástico? Pero supongo que ya no será capaz…
—Creo que debo de haber olvidado cómo…
—¿Qué dicen, damas y caballeros? ¿A quién le gustaría ser hipnotizado por lady Kanae?
Se alzaron varias manos.
—Esto sí que es un público valiente, no creo que yo me atreviese, porque dicen que es un poquito peligroso, ¿verdad? Bueno, entonces, ¿quién será el elegido?
—Ya sé cómo lo voy a escoger —dijo la cantante—. Hace cuatro años saqué un disco; me temo que no era muy bueno, o al menos no se vendió mucho, pero, ¿hay alguien aquí que recuerde el título de ese disco?
La multitud quedó en silencio y pareció que el presentador se sentía algo avergonzado; estaba ya a punto de dar una pista cuando se alzó una voz muy fina.
—¿Cómo? Más alto, por favor.
—Pétalos de melancolía.
—¡Exacto! Gracias por recordarlo —dijo la pelirroja, haciendo señas en dirección al propietario de la voz. Era Hashi.
Mientras se preparaba para hipnotizar a Hashi, lady Kanae pidió al público que se abstuviese de hacer ningún ruido, para permitirle concentrar sus poderes. Hashi, sentado muy tieso en el escenario, saludó tímidamente con la mano a Kiku y a Kazuyo. El presentador le preguntó si había estado alguna vez en tratamiento psiquiátrico, a lo que Hashi contestó que no. Sacaron al escenario una enorme caja de color negro, en la que entraron Hashi y la mujer; cuando salieron, al cabo de diez minutos, Hashi tenía los ojos firmemente cerrados. A través del público se extendió un murmullo, y la mujer se puso un dedo contra los labios.
—¿Nombre y edad?
—Hashio Kuwayama, trece años.
—Di me, Hashio, ¿dónde estás ahora?
—En Hawai.
—¿Y dónde, en Hawai?
—Cerca… no, en el mar.
—¿Y qué tiempo hace, ahí en Hawai?
—¡Mucho calor!
La gente, que iba muy abrigada para protegerse del intenso frío, rompió a reír. Sin embargo, Hashi estaba realmente sudando y empezó a quitarse el abrigo.
—¿Qué haces ahí en Hawai, Hashio?
—Dormir la siesta.
—Pero ya te has despertado, ¿verdad?
—Sí, ahora estoy pescando.
—¿Tú solo?
—No, Kiku está conmigo.
—¿Y quién es Kiku?
—Es mi hermano; o mi amigo, más bien.
—¿Y alguien más que Kiku?
—El señor Kuwayama.
—¿El señor Kuwayama?
—O sea, mi padre.
Kazuyo empezaba a parecer incómoda y Kiku, pensando que había que parar todo aquello, intentaba abrirse paso hasta el escenario. Hashi tenía un aspecto cada vez más pálido y lleno de ansiedad, rascándose de vez en cuando la garganta con aire ausente.
—Bien, Hashio, con eso nos basta. ¿Qué opinas? En Hawai hace demasiado calor, ¿verdad? ¿Qué te parece si nos vamos a casa? ¿Nos vamos?
—¿Dónde? ¿A qué casa?
—Ummm… Buena pregunta. Esta vez, Hashio, vas a volver a cuando eras muy pequeño; en realidad, a retroceder hasta que eras un bebé chiquitín. Ya está: el reloj está girando hacia atrás, volviendo al momento en que no tenías ni un año, a cuando eras un bebé. ¿Qué sientes?
—Que hace calor.
—¿Qué? No, ahora has vuelto de Hawai y estás en casa. ¿Dónde estás?
—Hace calor… me voy a morir de calor.
—Hashio, ya te has ido de Hawai. Ahora eres un bebé recién nacido.
—¡Basta! —gritó Kiku en ese momento.
Justo cuando la mujer se daba la vuelta para hacerle callar, Hashi miró hacia arriba, al cielo cubierto de nubes y, temblándole todo el cuerpo, dejó escapar un grito que hizo sentir escalofríos en la espina dorsal a todos los que lo oyeron.
Espantada, la mujer dio tres palmadas junto a la cabeza de Hashi. Eso hizo al chico abrir los ojos, levantarse de la silla y empezar a tambalearse por todo el escenario. Forcejeando para traspasar la primera fila, Kiku saltó al escenario y abrazó a Hashi mientras la pelirroja, el del traje plateado y todos los demás les miraban con expresión vacua. Pero esas miradas faltas de compasión pusieron furioso a Kiku y en un segundo soltó a Hashi, derribó al presentador de un solo puñetazo y se puso a darle patadas en el estómago a la mujer. El público siguió gritando hasta que la banda de vejestorios consiguió reducirlo. Después de asistir a todo este espectáculo con expresión fúnebre, Hashi se bajó del escenario y atravesó corriendo la multitud, que se abrió para dejarle pasar; sólo Kazuyo hizo un gesto para detenerlo pero, atrapada por la presión de la gente e incapaz de hacerse oír, sólo pudo mirar impotente cómo Hashi desaparecía escaleras abajo. Mientras tanto, los músicos mantenían a Kiku inmovilizado con el rostro pegado al suelo, discutiendo si debían llamar a la policía o no. Y, por encima de todo el estruendo, se oían los alegres ladridos de la foca.
Hashi había dejado de ir a clase y se negaba también a hablar con nadie, casi como lo hacía en el orfanato, cuando se refugiaba en su reino en miniatura. Tras salir corriendo del centro comercial había pasado toda la noche fuera, hasta que lo encontraron al día siguiente, inconsciente y desnudo de cintura para abajo, en los servicios públicos de un parque junto al río.
Esta vez, en vez de por construir reinos de juguete, le dio por ver la televisión. Desde que se levantaba por la mañana hasta que acababa de madrugada la última emisión de la última cadena, no se movía de enfrente de la pantalla. Si Kazuyo o Kuwayama mencionaban simplemente la posibilidad de apagar el aparato, montaba en cólera. Sólo hablaba con Kiku, y eso únicamente cuando estaban solos.
—No te imaginas siquiera lo asqueroso que soy —era el tipo de cosas que solía decir.
Kuwayama hablaba de enviar a Hashi a algún sitio donde pudieran ayudarle, pero Kazuyo se culpaba a sí misma y pasaba mucho tiempo rezando en la capilla del pueblo. Hashi se negaba a hablar con ninguno de los dos, y sólo se confiaba a Kiku.
—No estoy loco; sólo es que estoy intentando averiguar una cosa. ¿Te acuerdas de cuando íbamos a aquel hospital y nos ponían aquellas películas de olas y barquitos y peces tropicales y cosas así? Bueno, pues mientras estaba hipnotizado me di cuenta de que cuando se suponía que estábamos viendo aquellas películas, en realidad estábamos todo el rato escuchando un mismo sonido; hasta llegué a oírlo muy claramente cuando me durmieron. Era precioso. Tan bonito que me daban ganas de morirme sólo escuchándolo. Y por eso estoy viendo tanta tele: intento encontrar ese sonido, y aquí en la isla creo que el único sitio donde puedo buscarlo es en la tele. Los programas de cocina están fenomenal: tienen platos y vasos tintineando, huevos que se fríen en sartenes de aceite caliente y cosas así. Y los de armas que disparan, bombas que explotan, aviones, el viento, acordeones, violonchelos… ahora conozco todos los instrumentos. Y el ruido que hace la falda de una mujer, los besos, unos tacones al subir por una escalera metálica; me siento frente a la tele, cierro los ojos y escucho. Sé que cuando acabe conoceré todos los sonidos del mundo. Pero no voy a volver a clase hasta que descubra qué es lo que oíamos en el hospital.
Kiku le escuchaba en silencio, pero esta vez se preguntaba si Hashi no estaría de verdad un poco chalado. Tenía la misma expresión vacua que cuando le había conocido en el orfanato, y de nuevo le hacía sentirse invisible cuando hablaba con él. Pero, al tiempo que pensaba que probablemente Hashi acabaría en un hospital, se acordó de cómo había aparecido el cohete que daba vueltas en la época en que Hashi se dedicaba a su reino de juguete y se olvidaba de él. Ahora, de nuevo le dolía la cabeza, como si se le secaran los globos oculares, y lo que tenía delante de la nariz, lo que sólo veía al ponerse bizco, era algo muy verde y muy hondo: un manchón de color que empezaba a crecer lentamente hasta cubrirle los dos ojos y hacer que todo se quedara muy quieto. En ese momento, aquella zona de visión ciega parecía hacerse cada vez más densa y gruesa, hasta convertirse en una rueda de metal opaco que empezaba a girar, a la vez que se oía de nuevo el zumbido. Al ir aumentando la velocidad también la rueda crecía convirtiéndose en un vago anillo enorme que colgaba en el aire. Kiku seguía sin tener ni la menor idea de lo que era, pero ya no le daba miedo. Ahora había aprendido a enfrentarse con ello: al primer síntoma de dolor en los ojos, salía a correr por la playa y en cuanto empezaba a coger velocidad aquel punto ciego entre sus ojos parecía retroceder; mientras su cuerpo se llenaba de fuerza, el anillo metálico se difuminaba y acababa por evaporarse.
Un día, después de haber corrido por la arena y de practicar el salto con la pértiga de bambú, Kiku se dirigió a la ciudad abandonada. Vio una culebra de color verde brillante que reptaba delante de la astillada entrada de las minas de carbón; todo parecía vivo, ondeando al viento, excepto la propia sombra de Kiku, muy densa. Hacía mucho tiempo que no paseaba solo, y le hacía falta pensar.
Cuando hay tanto sol como ahora me parece verano, aunque sea otra estación; siempre me lo ha parecido, toda mi vida. Dicen que dentro de aquella taquilla lloré y lloré hasta que me encontraron… todo cubierto de sudor. Yo, claro, no me acuerdo, pero debía de hacer mucho calor… Hubo otros nueve, jadeando igual, pero todos murieron. Hashi y yo sobrevivimos porque era verano… ¡el calor y el sudor nos hacen vivir! ¡Tiene que haber sido en verano!
Por eso las otras estaciones apenas existen para nosotros. Sólo el calor, la luz… y las sombras.
Me gustaría saber si todavía tendrán aquella bolsa de papel en el orfanato. Y los libros sobre labores de encaje que esa mujer dejó en la taquilla conmigo. La policía comprobó las huellas dactilares pero no encajaban con nadie; al menos no estaba fichada. Debía de gustarle hacer labores de encaje… A lo mejor por eso siempre me siento algo raro cuando veo algo de encaje… Y lo único que tiene Hashi son esas flores, las buganvillas que puso allí su madre. Guarda esos pétalos secos como si fueran un amuleto.
El viento aullaba entre las calles arrancando los letreros de las tiendas vacías: Carnicería Shirayama, Sala de Baile Luces del Puerto, Bicicletas Kamijima, Bar Niágara, Restaurante Hanabusa…
Al dar la vuelta a una esquina, vio a Gazelle, que estaba muy ocupado reparando su motocicleta y levantó la vista para saludarle:
—¿Andas solo hoy? —preguntó.
Kiku asintió con la cabeza. Gazelle se había decolorado el cabello hasta convertirlo en un casco de color rubio brillante, pero tenía la cara tiznada de negro por la grasa y el sudor.
—Ha reventado el carburador —le explicó.
—¿Puedes darme algún trozo de pan? —le preguntó Kiku.
—¿Tienes hambre?
—No me hace falta mucho.
—Tengo unos fideos fríos que puedes comerte.
—Prefiero el pan.
—¿Es para ti?
—No…
—¿Para los perros?
Kiku asintió. Gazelle apareció al cabo de un instante, con un pedazo pequeño de una barra de pan.
—Esto es lo que más les gusta —le dijo, ofreciéndoselo—. Pero si estás pensando en irte a cazar perros un rato, hoy no es buen día. Esta semana es la Fiesta de los Difuntos, y no es buena idea andar mezclándose con espíritus, aunque sean caninos.
Kiku partió el trozo de pan en dos mitades, se guardó una en cada bolsillo del pantalón y se dio la vuelta para irse, murmurando:
—Gracias, Gazelle.
—Kiku, espera un minuto. ¿No me dijiste una vez que te habían abandonado al nacer?
—Ajá.
—¿Y no odias a tu madre por haber hecho eso? —continuó Gazelle.
—¿Dices a la mujer que me dejó en aquella taquilla?
—Exacto. ¿No la odias?
—Mmm… Supongo que sí. Sí que la odio.
—¿Nunca piensas en que te gustaría matarla? —le preguntó Gazelle a bocajarro.
—Ni siquiera sé quién es. ¿Cómo iba a poder matarla?
—Pero, ¿y si mataras a todo el mundo? Entonces estarías seguro de que también la habrías matado a ella, ¿no?
—¿Y eso no sería un poco injusto para con toda la gente que no tuvo nada que ver? —preguntó Kiku.
—Pero tú tienes tus derechos, ya sabes —repuso Gazelle—. Me parece que, después de lo que has pasado, tienes derecho a matar a todo el mundo, aunque sólo sea para devolvérsela a tu madre. De todas formas, si algún día tienes ganas, si te da por poner fuera de combate al mundo entero para vengarte de tu mami, tengo la fórmula secreta que te permitirá hacerlo.
—¿Una fórmula secreta? ¿De qué estás hablando?
—La fórmula que puedes usar cuando quieras deshacerte de todo. No falla. ¿Te lo digo? Esta es: datura.
—¿Datura?
—Datura.
—Datura —repitió Kiku.
—No lo olvides. Te vendrá bien algún día, te lo prometo.
Casi todos los perros estaban sesteando a la sombra de los bloques de pisos cuando Kiku se acercó. Volvía buscando un cachorrito, uno con el pelo blanco y largo para regalárselo a Hashi, que siempre había querido un perro.
Toda la jauría se percató de que Kiku iba hacia ellos y empezaron a gruñir: había siete en la entrada de un edificio, cuatro enfrente, tumbados en la hierba, tres en la terraza de un segundo piso y aparecieron a la carrera otros dos, saliendo del edificio D, al oír a los demás. Eran todos de pequeño tamaño pero, con los colmillos al descubierto y en pie de guerra, daban el mismo miedo. Y lo peor es que seguían llegando más y más. Cuando uno negro con especial aspecto pendenciero bajo las escaleras del bloque C, los demás se tropezaron entre ellos para apartarse. El animal llevaba en la boca algo que a primera vista parecía un trapo negro, pero Kiku se dio cuenta después de que era un grajo decapitado. Decidió que habría que tener bien vigilado a ése; durante unos segundos ambos permanecieron mirándose fijamente, pero luego el animal pareció perder interés y se retiró hacia la esquina del edificio.
Kiku se había fijado ya en un cachorro, uno blanco que mordisqueaba una cámara de neumático. Pero entre él y el perrito se interponía un precioso ejemplar de larga melena blanca y orejas colgantes que parecía ser la madre; esto en sí mismo no era mala cosa, pues suponía que el perrito sería también precioso al crecer, pero en ese momento representaba un obstáculo. El chico evaluó la situación rápidamente, mientras sacaba los dos trozos de pan y una porra que se había fabricado envolviendo un trozo de tubo de acero en una tira de cuero. Cansado del neumático, el cachorro empezó a hurgar con la nariz en el costado de su madre, pero ella lo apartó de un empujón, así que se tumbó a dormir un rato, con la cara hundida en el suave pelaje de la perra. En el momento en que el perrito empezaba a adormilarse, meneando la cola de felicidad, Kiku arrojó un trozo de pan cerca de donde estaba la madre, pero a suficiente distancia como para obligarla a moverse. La perra dudó pero, antes de que pudiera decidirse, otro perro pequeño y de piel manchada se lanzó a por él, sin quitarle los ojos de encima a Kiku, y lo recogió rápidamente. Mientras se alejaba a toda velocidad, con el botín entre los dientes, la madre se puso a ladrar y salió en su persecución, reclamando lo que era legítimamente suyo. En ese instante, Kiku se precipitó a toda prisa para atrapar al cachorro, que estaba a punto de seguir a su madre, se lo metió a presión entre la camisa y el cuerpo, tiró el resto del pan en dirección a los otros animales sentados en la entrada y apretó a correr.
El cachorro forcejeaba arañando suavemente la piel del pecho de Kiku, que seguía mirando por encima del hombro mientras se alejaba. Los demás perros, peleándose por el pan, no parecían seguirles. Pero por si acaso Kiku continuó corriendo a toda velocidad, saltando a zancadas los arbustos y preguntándose si las serpientes serían capaces de morder a alguien que pasaba corriendo tan rápido. Cuando por fin aflojó para mirar de nuevo atrás, los bloques de pisos se veían del tamaño de cajas y no había ni un solo perro a la vista. Aun así, siguió corriendo. El cachorro gimoteaba bajo la camisa.
De repente, algo le agarró por la nuca; Kiku lo vio todo negro y cayó al suelo, con el tiempo justo para apoyarse en un codo de forma que no aplastara al cachorrito. Oyó un gruñido justo detrás de su oreja y el dolor se le extendió por toda la espalda, pero tardó un momento en saber qué había pasado. Hasta que el perro no sacó los colmillos que le había clavado en el hombro y en la nuca, Kiku no se dio cuenta de que había sufrido una mordedura. Con la cara hundida en el suelo, lo único que veía era un reguero de sangre convirtiéndose en charco junto a su cabeza. Parecía que el sol se le estuviera licuando sobre las heridas, incendiándoselas.
Al cabo de unos segundos intentó ponerse en pie, pero el animal le hincó los dientes aún más, aplastándole con su peso. Las heridas ardían, pero él tenía toda la piel erizada y había empezado a temblar. También le costaba respirar y empezó a sentir que se le revolvía el estómago. Estaba a punto de vomitar cuando la perra y él recibieron una ducha de agua fría y se oyó el ruido sordo de algo metálico que golpeaba un cuerpo. Miró hacia arriba; era Gazelle. La perra se derrumbó sobre sus patas rotas y un reguero de pálido color rojo empezó a manarle desde la mandíbula. Viendo a Gazelle que levantaba la porra sonriendo de oreja a oreja para golpear de nuevo, Kiku cerró los ojos y gritó:
—¡No! ¡No mates a la madre!
Hashi llamó Milk al perro. A Kiku, los dientes de la madre le dejaron unas heridas abiertas que tardaron mucho en cerrarse. Lo peor era que tenían que estar siempre secas para evitar el peligro de infección, por lo que se pasó semanas con el aspecto de una nube de gasas. Pero por fin creció piel nueva para cubrir los boquetes y, mientras Kiku se curaba, también Hashi pareció volver al mundo de los vivos. Por lo visto, se había aprendido de memoria todos los sonidos que podía ofrecer la tele, sin encontrar el que estaba buscando.
—Sabes, nunca creí que aquello que oíamos en el hospital viniera de verdad de una televisión. Los sonidos de la tele son todos iguales; no hay diferencia entre cómo suena el viento en Irlanda del Norte y en una isla de la Polinesia. No hay forma de distinguir nada, a menos que oigas en directo las vibraciones del aire. En la tele, esas vibraciones originales pasan a través de un micrófono para grabarlas, luego a una cinta y luego se convierten en ondas eléctricas; a lo largo de todo ese proceso, en algún momento, muere el sonido original y lo único que queda es electricidad. Probablemente reproducían de alguna forma aquel sonido que nos ponían, pero estaba algo más que grabado, tenía algo especial. Me imagino que debía de estar mezclado un sonido natural con algo creado electrónicamente o por algún tipo de instrumento electrónico. En la tele no hay nada de eso: lo único que oyes son cerdos chillando.
El oído de Hashi se había vuelto extremadamente fino después de pasarse meses sin hacer prácticamente nada más que escuchar sonidos. Lo oía todo: el viento que soplaba en el jardín, unas hojas que crujían sobre algo metálico, cristal, animales, instrumentos musicales y seres humanos; todo tenía su ruido particular, y Hashi era capaz de distinguirlo a partir de la muestra más nimia. Pidió una grabadora, como condición para volver al instituto y, usando a Kiku de conejillo de indias, empezó a experimentar con las mezclas de sonidos. Así descubrió dos cosas sobre aquello tan relajante que buscaba: en primer lugar, tenía que ser un sonido indirecto, refractado o amortiguado por algún medio; y, en segundo lugar, tenía que dar la impresión de que podía continuar para siempre. Su sujeto de estudio, Kiku, encontró dos de lo más tranquilizadores: el sonido de alguien que tocaba el piano, oído levemente desde una dirección indeterminada, y el de una lluvia suave a través de un cristal, punteado con algunas gotas que caían en el marco de la ventana.
Cuando Hashi volvió a clase no cambió nada; estaba todo el rato extrayendo ruidos nuevos o distintos tipos de música. También empezó a estudiar los rudimentos de las escalas, el ritmo y la armonía.
Y entonces un día, por casualidad, dio con una melodía que se parecía algo a la del hospital. La conocía de haberla oído en grabaciones, pero no le había llamado la atención hasta que recogió una vieja caja de música en la ciudad abandonada. El aparato tenía un muelle roto, así que había que darle vueltas a mano, y mientras Hashi giraba aquella superficie áspera contra las barras vibrantes, lo sintió: era casi eso. Hasta Milk se detuvo, ladró y fue a sentarse meneando la cola alegremente. Aquella melodía resultaba tentadora, pero aún no era exactamente como tenía que ser; sólo sirvió para que Hashi sintiera aún más determinación de encontrar el sonido real, aunque tardara la vida entera. Al menos ahora, gracias a la caja de música, tenía un nombre con el que llamarlo: Tráumerei.
En el verano del año en que cumplieron quince, Kiku y Hashi llevaron a Milk a la playa casi todos los días. A Milk le encantaba todo lo que tuviera que ver con agua. Desde que era cachorro, solía plantar las patas en su bebedero, más interesado en salpicar que en beber; y cuando perseguía una pelota siempre encontraba la forma de llevarla hasta un charco o una zanja. Una vez que estaba en el agua, no había forma de engatusarlo para salir. Prefería la parte rocosa a las playas de arena, así que le fabricaron unos zapatos de perro que protegieran sus patitas con unos trozos de cuero, y sólo con verlos se ponía a ladrar de alegría ante la promesa de ir al agua. Milk no tardó mucho en aprender a nadar mejor que Hashi, y el sedoso pelo blanco que había heredado de su madre estaba casi siempre húmedo. Al final de un día entero de baños, cuando el sol empezaba ya a ponerse, los chicos acicalaban a Milk en la playa, y el peine quedaba siempre lleno de sal incrustada cuando acababan de peinarlo.
Había una cosa que Hashi y Kiku envidiaban a Milk: al igual que ellos, había perdido a su madre de muy pequeño, pero tuvo la ocasión de verla de nuevo. Una tarde, cuando volvían de la playa a casa, se toparon con un grupo de perros que escarbaban en unos cubos de basura. Aunque había cambiado completamente desde su último encuentro, Kiku reconoció de inmediato a uno de los animales: era la perra blanca de la ciudad minera abandonada. Le faltaba un trozo de pelo en el lugar donde Gazelle la había golpeado, tenía los ojos velados y babeaba un poco, pero era la misma, sin duda: la pata delantera derecha estaba torcida y se arrastraba por el suelo. Sin enterarse en absoluto de que estaba ante su madre, Milk gruñó sordamente durante unos instantes; luego pareció olvidarse de ellos y pasó de largo junto con los chicos. La madre no llegó ni a levantar la vista. Cuando estaban ya a cierta distancia, Milk se paró en lo alto de una colina, se estremeció y dejó escapar un aullido largo y lastimero.