CATORCE

El misterio de las cuevas submarinas de Uwane

La isla de Garagi, un montículo de origen volcánico de 4,6 kilómetros cuadrados de superficie situado a unos cuarenta kilómetros al sur de Iwo Jima, no fue oficialmente devuelta a Japón por parte del gobierno de Estados Unidos sino hasta 1985, diecisiete años después que las demás islas del archipiélago Ogasawara. Por rabones que las autoridades estadounidenses nunca han aclarado, durante toda esta larga ocupación el acceso a la isla permaneció prohibido para sus antiguos residentes, e incluso se denegaron una tras otra las solicitudes de personas que deseaban visitarlas tumbas de familiares enterrados allí. Se sabe que la Armada norteamericana mantuvo una pequeña base militar de inteligencia y comunicaciones en la isla, que según ciertos rumores servía además como punto de escucha para satélites espía, mientras fuentes bien informadas de las fuerzas de autodefensa de Iwo Jima aseguraban que los americanos se habían limitado a instalar allí un centro de radares, que formaba parte de la red mundial de la Armada. En cualquier caso, para cuando la isla se devolvió a Japón ya se habían desmontado por completo todas las instalaciones y equipos, y las construcciones de madera que al parecer los alojaban son hoy escuelas de educación primaria e institutos.

Isla Garagi: población, 184 personas; principales industrias: cultivo de piña y una oficina del Instituto Nacional de Meteorología. A día de hoy, la población se divide casi a partes iguales entre familiares de los que la habitaban antes de la guerra y jóvenes urbanitas exiliados de la gran ciudad. Pero las expectativas de un crecimiento basado en una floreciente industria turística pronto se vieron frenadas por lo deficiente de las comunicaciones: el transbordador desde la isla principal de Ogasawara sólo se detiene en Garagi dos veces por semana. Sin embargo, Garagi es un paraíso tropical, cubierto de feraces colinas verdes que descienden hacia unas aguas de azul transparente que, en la costa norte de la isla, rompen contra un espectacular arrecife de coral. Tras la destrucción de las extensiones de coral en las restantes islas Ogasawara que han perpetrado en los últimos años los barcos pescadores furtivos venidos del sudeste asiático, el arrecife de Garagi se ha convertido en el último vestigio de esta maravilla submarina en aguas japonesas.

Fue en 1985, justo después de la devolución de la isla a Japón, cuando un hombre llamado Wataru Aritsuki dejó su empleo en Tokio y se instaló en Garagi para abrir un centro de buceo. Su único capital inicial consistía en la licencia de instructor de submarinismo y los escasos ahorros de su cuenta bancaria, pero la fama de la isla se extendió rápidamente y pronto empegaron a acudir entusiastas buceadores desde puntos tan lejanos como Australia y Alemania; ya eran más de un millar los que se habían embarcado en el dificultoso viaje hasta Garagi por la época en la que empieza este relato; un famoso fotógrafo submarino había llegado a calificar el arrecife de Garagi como el más hermoso del mundo. Pero el lado oscuro de las bellezas de estas aguas ha sido revelado por el propio Aritsuki que, aún hoy, cuando toda la zona de buceo ha sido clausurada y se prohíbe estrictamente incluso el baño, no se ha decidido a abandonar la isla y se gana allí la vida trabajando como temporero en las plantaciones de piña. Las declaraciones que reproducimos a continuación son parte de una entrevista realizada recientemente.

«Es una verdadera pena, sobre todo teniendo en cuenta que los sitios como éste escasean tanto hoy en día. Ta gente no tiene ni idea del daño que se ha hecho en otros arrecifes de coral, y no sólo por parte de los pescadores furtivos, sino por las construcciones turísticas en el entorno de las playas. Los antiguos habitantes de esta isla siempre se estaban quejando del deficiente servido de transbordadores, pero yo creo que era lo mejor. Si le pones un aeropuerto y unos cuantos hoteles, este sitio se convertiría en Okinawa, tal cual; pero Garagi era un paraíso para el buceo, una isla de ensueño, con una barrera de coral de más de ocho metros de grosor… algo que no se encuentra en ninguna otra parte. Pero ahora… es una pena todo lo que ha ocurrido… ¿Quiere hablar de los «accidentes»? De hecho, yo trato de olvidarlos. Fue una conmoción total. Supongo que, si sólo hubiera habido uno, se hubiera podido hablar de un hecho aislado, pero tres seguidos…».

En los buenos tiempos, llegó a haber treinta y un puntos de buceo en la costa norte de Garagi, una oferta que cubría a todo tipo de deportistas, desde principiantes absolutos hasta profesionales. De todos estos destinos, la cueva Uwane se consideraba el más traicionero; en primer lugar, porque incluso antes de ponerse la bombona, el buceador se enfrentaba al problema de acceder a ella. Se encuentra al pie de un escarpado precipicio, por el que sólo se puede descender por un único sendero, abrupto y empinado. El reto de bajar esos cien metros hasta el agua con los depósitos de oxígeno a cuestas lo hacía sólo apto para los más jóvenes, fuertes y saludables. Muy cerca de la costa, un banco de arena casi vertical desciende hasta una profundidad de dieciocho metros, pero el coral sigue siendo escaso y se hace necesario recorrer a nado un fondo desnudo en suave pendiente hasta una profundidad de unos ochenta metros; allí, a aproximadamente kilómetro y medio de la costa, se llega a una gran barrera rocosa, a la que llaman Uwane Pequeña, de la que una pequeña parte emerge por encima de las aguas. Alrededor de esta plataforma se crean violentas e impredecibles corrientes marinas, y remolinos capaces de succionar irreversiblemente a un hombre. Pero es allí también donde el buceador intrépido se encuentra (o se encontraba) con uno de los más bellos corales del mundo, junto al que se ven peces tropicales de todos los colores del arco iris y simpáticos delfines que parecen proteger el entorno.

Uwane se ganó muy pronto la reputación de ser el destino más hermoso y emocionante de Garagi, si no del mundo; con la intención de reducir un poco su peligrosidad, Aritsuki y otros compañeros empegaron a trabar una carta marina de las corrientes de la zona. Aun así, el privilegio de bucear en ella sólo se les concedía a los más experimentados, y esta experiencia implicaba no sólo la mayor pericia con los instrumentos y técnicas de buceo, sino la absoluta disposición a seguir las indicaciones del instructor en todo momento.

En septiembre de 1986, el reputado fotógrafo submarino J. E. Claudel visitó Garagi para pasar tres meses, y éstas son sus impresiones sobre la gruta de Uwane:

«El agua es diez veces más cristalina que la de las Maldivas, la fauna marina den veces más numerosa que en Tahití o en Rangiroa, y el coral… ¡te deja sin respiración! Debo decir que dudo seriamente de que el propio Jacques Cousteau, cuando empegó a explorar los desconocidos fondos marinos poco después de que se inventara el pulmón acuático, haya sentido la emoción y la satisfacción que yo he sentido en Uwane».

Las imágenes tomadas por Claudel en este arrecife hacen plena justicia a su entusiasmo y, tristemente, constituyen hoy casi la única constancia que nos queda de este lugar extraordinario.

El 4 de noviembre de 1987, un volcán submarino situado a unos doscientos kilómetros de la costa sur de Garagi entró en erupción, sacudiendo la isla con docenas de terremotos de pequeña intensidad y, naturalmente, alterando las corrientes que rodeaban Uwane Pequeña. Cuando amainó la erupción, Aritsuki reemprendió el diseño de la carta de corrientes marinas, descubriendo entonces la entrada de una gran gruta submarina. El acceso, que en opinión de Aritsuki se abrió a consecuencia de los movimientos sísmicos, tenía la forma de una grieta del tamaño justo para ser atravesada por una persona; una vez dentro, sin embargo, el pasaje se iba ensanchando gradualmente, curvándose en los ángulos más inesperados hasta desembocar en un gran plataforma rocosa que, al parecer, constituía un anidamiento natural para las colonias de crustáceos. Aritsuki y sus compañeros no pasaron de este punto, al percibir que en adelante el pasadizo se dividía en tres ramales de aspecto peligroso. El profundímetro marcaba veintinueve metros sobre la superficie de la plataforma, lo que conllevaba un periodo de descompresión bastante considerable, al que había que añadirlos ocho minutos que se tardaba en alcanzarla desde la entrada, eso sin detenerse en ningún momento a contemplar el entorno. Aritsuki calculó que estaban ya al límite de la duración de la doble bombona de doce litros. Si querían explorar más allá, y quizá buscar una salida por el otro lado, necesitarían un equipamiento más completo y más ayuda.

Unos meses después, el 19 de enero de 1988, ocurrió el primer «accidente». Sucedió durante una visita turística a la cueva, en la que Aritsuki iba como guía de una señora llamada Franz Mayer, a la que acompañaba una amiga, ambas de nacionalidad alemana. Habían dejado una cuerda tras de sí para marcar el camino de vuelta y cruzaron la entrada hacia el pasadizo a la luz de las linternas de buceo. Un poco antes de llegar a la plataforma rocosa, Aritsuki oyó un tintineo que identificó de inmediato como emitido por un delfín. Sólo le sorprendió la terrorífica velocidad con la que se acercaba a ellos; por supuesto, sabía que los delfines casi nunca atacan a las personas, e incluso en los raros casos en que una hembra preñada se revuelve contra un nadador, lo hace más para asustar que con la intención real de causar daño. Pensando que quizá el animal se había sobresaltado a causa de las luces, Aritsuki hizo señas a las dos mujeres para que se tiraran al suelo y a continuación, apagando su linterna, él mismo se tumbó para dejar que el animal les pasara por encima. Casi inmediatamente oyeron que se acercaba un solo delfín nadando a toda velocidad, y que éste parecía dejarles atrás; pero, en un segundo, giró sobre sí mismo y embistió de frente a la señora Mayer, la persona que estaba más cerca de él. Al oír sus gritos, Aritsuki encendió la linterna y se encontró con que el delfín estaba atacando salvajemente a las dos mujeres. A causa de los golpes recibidos, la señora Mayer parecía haber perdido el regulador.

«Nunca había visto hasta entonces que un delfín cometiese un ataque de semejante brutalidad. Pensé que debía de haberse perdido de la manada, volviéndose un poco loco, pero cuando yo lo vi estaba cubierto de heridas y completamente fuera de sí; no encuentro otra forma de describirlo. Me di cuenta de que la señora Mayer iba a ahogarse sin el regulador, así que traté de ponerme como señuelo para que el delfín se fijase en mí, pero para entonces el agua estaba tan revuelta que no se veía nada. No daba la impresión de que el animal fuese a detener sus ataques, así que hice lo posible para sacar de allí a las dos mujeres, pero ya no se movían; lo único que pude hacer al final fue salir de allí yo mismo. Estábamos a bastante profundidad, y sabía que tenía que pararme a descomprimir, pero antes de que hubiera conseguido agarrarme a la cadena del ancla para esperar allí vi al delfín que salía de la entrada, con la intención de embestirme directamente. Pensé que era el final, pero me equivoqué; en cuanto el animal me vio y se lanzó a atacarme, vomitó una nube de sangre y, volviéndose boca arriba, subió a la superficie flotando, muerto.

»Tengo la sensación de que tanto la policía como la compañía de seguros alemana sospecharon algo de mí durante un tiempo. No se podían creer que un delfín atacara de esa forma, y no puedo culparles por ello; si no lo hubiera visto con mis ojos, yo tampoco lo hubiera creído. Sí, ése fue el primer «accidente».

El segundo ocurrió el 2 de febrero del mismo año, esta vez sin la presencia de Aritsuki. Un pescador del pueblo, Tetsuji Owa, junto a sus dos hijos, había ido a pescar langostas a la cueva y los tres perecieron allí. Su mujer, Katsue, preocupada al ver que no volvían, se puso en contacto con la cooperativa de pesca y se envió entonces a Aritsuki en su busca. Los encontró muertos, flotando contra el techo de la cueva. Las autopsias certificaron que los fallecimientos se habían debido a un infarto agudo, pero los tres estaban en perfecto estado de salud hasta ese día, y no había antecedentes de enfermedades coronarias en la familia Owa. La plataforma en la que fueron encontrados tenía el ancho y el alto aproximados del salón normal de una casa, y se creyó que una corriente violenta y repentina pudo haberlos arrojado contra el techo, dañando las bombonas. Pero lo más extraño del caso era que uno de los hijos tenía un arpón hundido en el muslo, y el otro un corte en el hombro, hecho con un puñal de pesca submarina. Plasta donde se pudo determinar, el arpón pertenecía al padre, mientras que el puñal era del chico arponeado. Y la misma extrañeza causó el hecho de que los tres tuvieran los reguladores todavía firmemente sujetos en la boca, sellados allí por el rigor mortis. Al final, a pesar de lo que dijeran las autopsias, todo el mundo dio por hecho que los tres hombres habían muerto en el transcurso de una violenta pelea familiar.

Dos meses más tarde, en marzo de 1988, un realizador de películas submarinas que trabajaba para una productora de documentales de Tokio llegó a la isla, acompañado de cuatro ayudantes, para rodar una película sobre este suceso. Naturalmente, se pusieron en contacto con Aritsuki. Y fue entonces cuando ocurrió el tercer «accidente».

«Yo les dije que se olvidaran del asunto. El Centro de Buceo de Tokio había enviado una directiva prohibiendo el acceso a esa cueva, y ya se imagina usted que yo no quería volver allí por nada del mundo. Pero el hombre, que se llamaba Ozaki, dijo que le daba igual si yo les acompañaba o no, que iban a ir de todas formas. Pensé entonces que no tenía elección y que, si iba, al menos podría vigilar para que no sucediera nada o, en caso de que sucediera, asegurarme de que teníamos medios para pedir ayuda. Hice que se equiparan todos con transmisores sumergibles, y até diez bombonas de oxígeno de reserva a la cadena del ancla. Además pedí a Ozaki que dejara a uno de sus ayudantes a la entrada de la cueva sujetando el extremo de las cuerdas con las que estábamos atados los demás, dándole instrucciones de tirar de nosotros si algo iba mal.

»Los focos para el rodaje eran mucho más potentes que ninguna luz que yo hubiera llevado antes, así que pude echar un buen vistazo al interior de la cueva por primera vez Incluso descubrimos unas crías de una especie muy rara de langostas y un nido de morenas ciegas. Habíamos hecho todo el camino hasta la plataforma sin ningún incidente y estábamos curioseando por la entrada de los tres caminos que salen de allí cuando ocurrió. Ozaki tiró la cámara y empegó a agitar los bracos y las piernas como si sufriera algún dolor horrible. Después se arañó el pecho durante unos segundos y dejó de moverse por completo. Más tarde me di cuenta de que todo había empegado justo después de que se quitase el regulador unos instantes para ajustar el foco de la cámara. Pero en cuanto le vi hacer esos raros movimientos, supe que algo iba mal y empecé a tirar de la cuerda como habíamos acordado. Aunque yo traté de detenerlos, los otros hombres se dirigieron hacia Ozaki; debieron de pensar que se le había roto el tubo, porque los tres trataron de darle sus reguladores. En el mismo instante en que se los sacaron de la boca, la situación se volvió incontrolable. El tipo que estaba más cerca de Ozaki dio un grito que me heló la sangre en las venas; la gente cree que debajo del agua no se oye nada, pero no es verdad: es cierto que no se distinguen las palabras, pero se oye, y lo que yo oí fue un grito desgarrador… En suma, el tipo gritó y a continuación disparó su fusil de pesca al pecho del tipo que sostenía las luces. El joco cayó al suelo y fue rodando hasta el extremo de la cueva, cuesta abajo, pero me permitió ver durante un instante lo que había dentro de una de las grietas. Puede que la vista me jugara una mala pasada, pero juro que vi unos grandes objetos grises con una forma muy rara… podían ser rocas, pero tenían una forma mucho más regular que ninguna roca que yo haya visto… y estaban allí apiladas dentro de la grieta. Parecían de hormigón pero ¿por qué va a haber hormigón ahí en el fondo del mar?

»En cualquier caso, no tenía mucho tiempo para preocuparme de eso. Lo siguiente que supe fue que el chico que había disparado su fusil sacaba el puñal y se dirigía hada mí y hada otro de los ayudantes. Al menos, eso es lo que pensé que estaba ocurriendo… no lo sabía a ciencia cierta, porque estaba muy oscuro después de que se cayera el foco, y para entonces el agua se había llenado de arena y de sangre. No iba a quedarme esperando a ver qué pasaba, así que empecé a remontar la cuerda con todas mis fuerzas. Cuando ya casi alcanzaba la salida del pasadizo, oí un grito horrible, casi tan aterrador como el de las alemanas con el delfín… supongo que eso fue cuando alcanzó al otro ayudante, que huía detrás de mí. No he pasado tanto miedo en toda mi inda; no sabía bien qué estaba pasando, sólo que me perseguía un loco en la oscuridad. La cuestión es que salí por fin del túnel y empecé a tratar de hacer comprender lo que había pasado al tipo que estaba fuera, pero no parecía enterarse de nada y además él estaba atado a las mismas cuerdas, que al otro extremo ya no sujetaban más que cadáveres. Me pareció que lo único que podía hacer era liberarlo cortándolas, pero justo en el momento en que sacaba mi cuchillo apareció el loco con el puñal desenfundado. A causa de la máscara, no podía verle todo el rostro, pero me dio la impresión de que estaba totalmente fuera de sí… tan desencajado de rabia como yo nunca he visto a nadie… pero, le repito, no puedo estar muy seguro de lo que vi. Por supuesto, el chico que se había quedado fuera no sabía qué pasaba, así que se dirigió a su compañero pensando que tenía algún problema pero, en cuanto el loco lo vio, le clavó el cuchillo en el cuello hasta la empuñadura. Todo sucedió en un segundo. Luego siguió apuñalándolo una vez tras otra, haciendo salir sangre a chorros. Yo ya no pensaba en nada más que en salir de allí… y no sólo por el loco, sino porque ahora habría que vérselas también con los tiburones. Repasé la situación rápidamente y concluí que tenía más miedo de ese tipoy de los tiburones que de morir por un accidente de descompresión. Así que decidí que iría subiendo en diagonal, para evitarlo en la medida de lo posible, pero el tipo venía detrás de mí y no había conseguido alejarme mucho cuando sentí que me agarraba por el brazo. Y no era una mano normal: nunca he sentido un apretón de semejante fuerza, como el de un gorila. Por suerte para mí, bajo el agua todo se mueve más despacio, así que cuando me atacó conseguí esquivarle y cortarle el tubo. E incluso entonces siguió amagándome con el puñal durante más de treinta segundos. Puede que no parezca tanto, ya que la mayoría de la gente puede contener el aliento durante ese tiempo, pero en alguien que se mueve de esa forma, a esa profundidad, lo máximo que puede aguantar, como mucho, son cinco segundos. Pero al fin exhaló una gran bocanada de aire y dejó de moverse. Yo aún estaba atrapado porque no me había soltado el brazo y la mano siguió sujetándome con una fuerza sobrehumana cuando el hombre ya había muerto.

»Y entonces empezaron a aparecer los tiburones. Yo trataba todavía de soltar los dedos que me sujetaban, y ya había un escuadrón entero devorando al que había muerto de la puñalada en el cuello, la mano parecía de hierro, supongo que por el rigor mortis, así que decidí arrastrarlo conmigo hasta la superficie. Cuando los tiburones acabaron con el muerto, empegaron a seguirnos, y no tardaron ni un segundo en arrancarle una pierna al tipo que arrastraba yo. Justo en el instante en que iban a por mí, alguien me izó a cubierta, cuando ya estaba seguro de que había llegado el fin».

El forense examinó el cadáver del hombre que emergió junto a Aritsuki y sus hallazgos resultaron tan desconcertantes como todo lo relacionado con el suceso. Los músculos, como ya sugería el relato de Aritsuki, presentaban una rigidez inusual y el hombre parecía haber experimentado una emoción de intensidad extrema, pero en todos los demás aspectos tanto la sangre como el corazón como el resto de los tejidos se hallaban en condiciones normales y no se pudo achacar la muerte a ninguna otra causa que al ahogamiento.

Aritsuki se ocupó personalmente de condenar la entrada de la cueva con malla de alambre. Durante un tiempo se rumoreó que los hombres rana de la guardia costera iban a explorar la zona; pero, por razones que nunca se explicaron (es probable que simplemente por la peligrosidad de la empresa), estos planes nunca se materializaron, y poco después toda la costa norte de la isla Garagi se cerró tanto al buceo como al baño. Esto sucedió en mayo del año pasado, y el misterio sigue sin resolverse. Se han propuesto varias interpretaciones, pero ninguna resulta satisfactoria por completo, y está ya escribiéndose al menos una novela basada en estos sucesos. Hay teorías que los achacan a la mordedura de una serpiente marina desconocida hasta el momento, a la maldición de una deidad marina local, o a simples ataques de pánico, pero la verdad sigue sellada en una cueva submarina cerca de la costa norte de la isla Garagi. Y puede que siga allí, emparentada con el Triángulo de las Bermudas, como una lección que nos da la mar, esa amante inescrutable comparada con la cual nosotros, los seres humanos, resultamos tan lamentablemente pequeños y vulnerables. Una lección que no deberíamos olvidar ninguno de los que nos enfrentamos con sus retos como buceadores.

Kiku cerró la revista de submarinismo y se la guardó. La había encontrado entre los libros de Anémona, y era la décima vez que leía el artículo, así que las páginas ya se veían usadas y mugrientas. Murmuró para sí una frase que se había aprendido del folleto sobre la datura que le dio el farmacéutico de El Mercado: «… parte del stock existente… en contenedores sellados en el fondo del mar…». El y Anémona fueron después a una tienda especializada en cartas de navegación y compraron dos: el cuadrante del archipiélago Ogasawara y un mapa de la isla Garagi.

Esa tarde, Kiku fue a ver a Anémona al trabajo. El plato estaba en el centro de la ciudad y consistía básicamente en un oscuro, húmedo y helado almacén vacío en cuyo techo se había instalado un armazón metálico del que colgaban cientos de focos. El techo y las paredes eran de hormigón pintado de un blanco inmaculado, de forma que cuando las luces se dirigían a alguien situado en aquel enorme espacio blanco, no se creaba absolutamente ninguna sombra.

Poco después de que llegaran ellos, el equipo técnico empezó a descargar todo el decorado y los accesorios. Para ese rodaje en particular había que construir una granja búlgara; trajeron una enorme fotografía para poner de fondo, metros y metros de rollo de césped artificial, una valla, una casita con chimenea y un rebaño de ovejas de verdad. Luego llegó un hombre con un perro de lanas y sobre el «césped», como detalle final, se esparcieron unos dientes de león naturales. Cuando todo estuvo listo, una sonriente Anémona, disfrazada con un vestido blanco lleno de puntillas y un mandil de cuadritos, llevando una cesta llena de yogur, tenía que pasearse por aquel falso entorno campestre. Kiku se aburrió muy pronto de ver el rodaje y decidió darse una vuelta por los demás platos del edificio mientras esperaba.

Había todo tipo de cosas para mirar: una isla tropical, un iceberg, un campo de batalla vacío, un parque de atracciones, un enorme salón dentro de un palacio, una roulotte de circo y la superficie de Marte. Kiku se subió a la estructura de los focos para contemplarlo todo a la vez y se sentó; también veía el rodaje desde allí.

—Ya acabé —dijo Anémona riéndose y agarrándose a su codo, todavía con el disfraz, cuando apareció junto a Kiku un rato más tarde.

Empezaban a desmontar los decorados en algunos de los platos y las luces se iban apagando. Debajo de ellos se veían siluetas que entraban y salían con plantas, muebles, armas, juguetes, instrumentos musicales, fuentes, paredes de piedra y todo lo demás; pocos minutos después, los dos estaban sentados encima de lo que volvía a ser una estancia vacía, como si hubiera llovido del cielo una pintura blanca que hubiera borrado hasta la última huella del decorado.

—Está todo tan blanco… —murmuró Kiku.

—¿Y qué tiene de raro? —preguntó Anémona, arrancándose las rubias pestañas postizas.

—Ahí mismo —dijo Kiku, señalando un plato ya a oscuras— hasta hace pocos minutos se estaba celebrando un baile en un palacio precioso. Y ahora no es más que una gran habitación blanca.

De camino a casa, dieron un rodeo por Shinjuku para pasar entre los rascacielos. Las torres, con sólo unas pocas ventanas iluminadas, parecían arrecifes metalizados elevándose sobre ellos y, en lo alto, se veían guiñar las luces rojas con siniestra regularidad.

—Vamos a buscar la datura a Garagi —dijo Kiku.

—¿La datura? —preguntó Anémona, deteniendo el vehículo entre las dos torres.

A Kiku no se le veían las pupilas sino, en su lugar, el reflejo de las luces rojas intermitentes.

—La medicina que pintará todo Tokio de blanco —respondió él.