VEINTITRÉS
Los discos de Hashi se estaban vendiendo como rosquillas. El quinto single y el segundo álbum batieron todos los récords de ventas, y el señor D vio sus oficinas asediadas por distribuidores que pedían nuevas remesas. Hashi y Neva celebraron oficialmente la ceremonia de su boda, con una suntuosa recepción ofrecida por D, que también los hizo instalar en un apartamento que ocupaba todo un piso de un rascacielos. Al organizar la fiesta, D había previsto invitar prácticamente a todas las personas a las que Hashi había conocido en algún momento: las monjas del orfanato, Kuwayama, sus compañeros del colegio, sus amigos del Toxicentro, e incluso a los otros chaperos de El Mercado. Pero Hashi se negó de la forma más categórica, haciendo trizas las invitaciones antes de que pudieran enviarlas.
—¿Qué pretendes con eso? —le preguntó D—. ¿Sabes lo que significa «sociedad»? Significa que eres socio de las demás personas, que eres lo que has llegado a ser gracias a toda esa gente, y si crees que has llegado hasta aquí tú solo, estás completamente equivocado.
—Perdone, pero es usted el que se equivoca —dijo Hashi—. Yo he cambiado, ¿se da cuenta? Hasta ahora, todo en mi vida era mentira. Así que es lógico que la idea de volver a ver a toda la gente de esa parte de mi vida me dé cien patadas.
La recepción siguió adelante como estaba planeado, en un enorme salón decorado con docenas de esculturas de hielo; pero, a instancias de Neva, la ceremonia de boda propiamente dicha se celebró con ellos dos solos en una pequeña iglesia cercana a su nuevo apartamento.
La luna de miel por Alaska y Canadá se pospuso hasta el año siguiente, cuando se le pudo encontrar un hueco entre la atiborrada agenda de Hashi, repleta de sesiones de grabación, apariciones en televisión y radio, rodajes y una gira de conciertos de seis meses. De hecho había sido Neva quien elaborara este calendario, contradiciendo las indicaciones de D para que Hashi descansara un poco. Ella había llegado a la conclusión de que iba a ser mejor no darle tiempo de parar y procesar todo lo que había sucedido en los meses anteriores.
—En este momento —le había dicho a D—, es como una persona que no sabe nadar y se encuentra con que lo han arrojado en mitad de la corriente. En vez de echarle un cable, sacarlo de allí y permitirle descansar, será mejor que lo dejemos un rato donde está, a ver si aprende a nadar. Si resulta que no es capaz y se hunde, será la prueba de que el agua no era lo suyo. Salir de gira es el infierno, pero ahí es donde se hacen los grandes músicos. Cuanto más tiempo llevas en la carretera, más se te parecen todas las ciudades; para superarlo, tienes que ser capaz de machacar las mismas canciones, la misma rutina noche tras noche. Y al final, ni siquiera la emoción del público te pone ya en marcha. Cuando llegas a ese punto de estar totalmente agotado, no te queda más remedio que preguntarte si realmente merece la pena, si de verdad te gusta esa vida.
La selección de los miembros de la banda se hizo con gran cuidado, siguiendo las detalladas instrucciones de Hashi a D sobre su estilo y personalidad. Tenían que sonar lo más parecido posible a los grupos pop franceses de los primeros sesenta, con una batería sencilla y directa, de mucha caja clara, un bajo más bien turbio, una guitarra como de jazz (más Django Reinhardt que Jimi Hendrix) un saxo y un acordeón: exactamente el mismo grupo que llevaba Johnny Halliday durante su gira por Dinamarca en 1963. También puso dos condiciones para seleccionar a los músicos: tenían que tener buen nivel económico y ser homosexuales. Cuando D le preguntó sus razones, se negó a responderle. Neva supuso que, en cierto sentido, Hashi quería que los miembros de su grupo se enamoraran de él. Y, en cuanto a lo del dinero, quizá tenía miedo de que unos chicos jóvenes que se enrolaran en el grupo para enriquecerse pudieran causar problemas. Además, también podía ser que su estilo peculiar no encajase con la mayoría de los músicos. Para Hashi, el concepto de que la música podía expresar las emociones humanas era una tontería; de hecho, toda mención a las emociones humanas le daba un poco de asco.
—Dejad que el sonido se sostenga solo —les decía continuamente a los músicos—. Lo que quiero es un sonido nítidamente separado de vosotros, de la gente que lo produce; lo que quiero es un sonido desnudo y punto: un sonido despojado de vuestro sudor, de vuestro calor corporal.
Sus verdaderos motivos para poner esas condiciones eran que sólo unos músicos en buena posición económica estarían dispuestos a correr riesgos radicales y que, si todos eran homosexuales, habría menos posibilidades de que se volvieran contra él. Hashi poseía lo que se podría definir como un íntimo conocimiento del arte de manejar a los homosexuales.
El batería elegido fue un japonés-norteamericano de treinta y un años llamado John Sparks Shimoda, que se ganaba la vida regentando una tienda de antigüedades especializada en piezas de la dinastía Ching. Shimoda tocaba la batería desde los ocho años y en su primera juventud, viviendo en la Costa Oeste, había llegado a tocar en el grupo de Lee Conitz. Hacía seis años que se había trasladado a Japón con su amante y mecenas, el director de la sucursal japonesa de una firma de plumas estilográficas. Aunque sólo tocaba de tarde en tarde, se había mantenido en forma como músico de estudio. El bajo era un fotógrafo de veintinueve años llamado Toru, que había empezado de peluquero y se había ido a Estados Unidos a hacer fotografías de peinados. De allí regresó con tres nuevos hábitos: el bajo de jazz, la cocaína y el sexo con hombres; seis años antes le habían dejado en suspenso una sentencia por posesión de droga. En caso de necesidad, también podía hacerlo con mujeres. A la guitarra estaba Yuji Matsuyama, veintidós años, hijo único del dueño de una gran empresa dedicada a proporcionar guardias de seguridad a los grandes complejos industriales que jalonan la costa este de Tokio. Matsuyama había asistido a clases privadas de guitarra desde el colegio: su ídolo era Wes Montgomery. También él era capaz de acostarse con mujeres siempre que fueran delgadas y relativamente libres de olor corporal. El saxo era Hiroshi Kitami, veintiún años, vástago de una larga rama de médicos que se vio obligado a romper la tradición familiar porque su daltonismo le impidió ingresar en la facultad de medicina. Su fracaso había provocado el divorcio de sus padres, con lo que Kitami acabó viviendo con su madre, que administraba varios apartamentos de su propiedad. Tras abandonar el conservatorio, donde estudió clarinete, se había ido de gira como acompañante de un cantautor. Acababa de regresar y estaba libre. Por último, el acordeón quedó a cargo de Shizuya Tokumaru. Tokumaru, de sesenta y dos años, era muy conocido como compositor, y vivía cómodamente de los derechos de autor de más de una docena de éxitos. Había empezado su carrera en una orquesta de tangos cuando aún era estudiante; su interpretación de Olé, guapa se podían considerar legendaria en la historia del tango de posguerra. Además de haberse ganado la fama como músico, era conocido por ser cliente habitual de El Mercado y todo un gourmet en lo que se refería a chicos guapos. Una vez al año se embarcaba en un peregrinaje hacia Río de Janeiro para catar los nuevos talentos locales.
Una vez elegidos todos los músicos, Hashi le puso nombre al grupo: Tráumerei.
Sin apenas dilación, Tráumerei se encerró cinco semanas para ensayar en los estudios que D poseía en las montañas de Izu, y casi desde el principio Hashi se sintió muy satisfecho de cómo iban las cosas. D le había prometido reunir a la mejor banda, costara lo que costara, y lo había cumplido. Los cinco músicos, todos y cada uno, ponían una sensibilidad fuera de lo común en su forma de tocar (que Hashi atribuía, en parte, a sus tendencias sexuales) y, al cabo de poco tiempo, ya sentía como si su voz envolviera la música. No había nada que le crispara los nervios, como le había sucedido siempre con las bandas anteriores, y le parecía un regalo el simple hecho de poder contar lo que le pasaba por la cabeza —una entrada que sonara como la lluvia en una noche tormentosa de primavera, por ejemplo— y oírlo fluir desde los instrumentos.
—Sois estupendos, chicos. ¡Sois unos poetas! —les decía. Estaba cada vez más entusiasmado con los ensayos.
Los estudios tenían el tamaño suficiente para que todos dispusieran de una habitación propia. Por la mañana se les despertaba a las once aunque Matsuyama, el guitarrista, estaba ya levantado a las nueve aunque hubieran ensayado hasta el amanecer la noche anterior. Su rutina mañanera incluía una sesión de vigoroso ejercicio físico que combinaba la gimnasia con el kárate, pero de vez en cuando también salía a darse un paseo en su motocicleta. Normalmente era el más callado del grupo, y se le podía ver a menudo, antes de que los demás se levantasen, en el césped que descendía suavemente hacia la carretera de la costa, tomando a sorbitos un té mientras contemplaba a los pájaros picoteando los trozos de manzana que preparaba para ellos. El último en levantarse solía ser Toru, que invariablemente hacía su aparición cantando, cuando todos los demás estaban sentados a la mesa del desayuno y la cocinera quería ir a sacarlo de la cama a la fuerza. La letra era siempre la misma: «Hey, nena, déjame exprimirte el limón, hasta que te corra el zumo por los pies…». Su camisa de seda y el pantalón de franela exhalaban un vaho de loción para después del afeitado. Toru, al contrario que Matsuyama, casi nunca podía tener la boca cerrada, y le importaba muy poco quién le estaba escuchando.
—Hey, Kitami, a ver si atiendes a la segunda nota del tercer compás de Oxido. No la revientes, ¿vale? ¿Otra vez huevos al plato?… Chicos, ¿alguien tiene la grabación de los premios Grammy del año 79? Estoy tratando de recordar quién ganó el premio de gospel… Por cierto, ¿sabíais que la TWA es la única compañía aérea que deja viajar a los gatos junto a los pasajeros? Las demás no permiten ningún tipo de mascotas…
El desayuno duraba mucho pero, media hora después de que acabara, empezaban los ensayos y se prolongaban hasta la hora de cenar sin ningún intermedio. Cada uno tenía su instrumento, su partitura y su propio sonido, pero generalmente Kitami se ocupaba de que las piezas formasen un todo coherente, que progresara según lo previsto; y no porque estuviera particularmente dotado para ello sino porque nadie más mostraba interés en hacerlo. Esta tarea recayó en el más joven, en parte porque veneraba como a un héroe a Hashi, al único que era menor que él, y parecía dispuesto a servirle de enlace con el grupo. Durante los ensayos, se colocaba cerca de Hashi e iba repitiendo las instrucciones que salían de su boca como un altavoz.
—Ese riff de guitarra tiene que sonar más metálico… Y a ver si el bajo puede suavizarse desde el segundo compás, cuando entra el acordeón… Y ponle un poco de fuerza a ese solo de batería del final, ¿vale?
Todas estas observaciones podrían haber sido innecesarias, porque los otros cuatro músicos parecían perfectamente deseosos y capaces de darle a Hashi el sonido que pedía: impersonal, sin la menor traza de sudor o sangre. Sólo Kitami desentonaba a veces en aquel conjunto de sonido mecánico y preciso como una caja de música. Cuando sus solos de saxo resultaban un poco demasiado pasionales y levantaban una ola de protestas entre los demás, a veces Hashi se veía obligado a acudir en su rescate, palmeándole la espalda mientras Kitami miraba al suelo mansamente, y diciéndole que lo había hecho «muy bien».
Durante la primera semana de ensayos, Neva llamó a D en tres ocasiones.
—Las cosas parecen ir encajando muy bien en lo que Hashi quería, pero hay algo que sigue preocupándome… falta algo. El grupo está demasiado ajustado, es demasiado perfecto. No es lo que funciona en un concierto; hará que la mitad del público se quede dormido en los asientos y la otra mitad se vaya. Hashi no tiene ni idea de lo que es tocar delante de una multitud así.
Pero todas las llamadas provocaron la misma respuesta por parte de D:
—No quiero que le digas nada a Hashi hasta que se dé cuenta del problema por sí mismo. Y no te preocupes; no me parece que esos tipos de la banda se vayan a quedar ahí sentados obedeciendo órdenes todo el rato. Seguro que no falta mucho para que ellos se lo digan.
Alrededor de las siete, la cocinera, una mujer muy alta, se dirigía a la sala de ensayos y hacía una seña para comunicarles que la cena estaba lista. Antes de empezar aquel periodo de reclusión, se les había dado a todos la oportunidad de pedir un menú especial, personalizado, pero sólo John Sparks Shimoda había usado aquella prerrogativa, mientras los demás se contentaban con comer lo que la cocinera les pusiera delante. Shimoda, todo un gourmet, había encargado varias cajas de vino y otras provisiones para satisfacer sus necesidades. Y no sólo en materia de gustos parecía Shimoda diferente de los demás; aunque las facciones eran japonesas, tenía el cabello casi plateado y una piel muy pálida y fina, que transparentaba la red de venitas azuladas bajo la superficie. Además sufría de una fobia enfermiza a la suciedad, hasta el punto de que estuvo a punto de vomitar un día al fijarse en las rayas negras que llevaba Matsuyama bajo las uñas. Mientras los demás cenaban a toda prisa y salían para dedicarse a otra cosa, Shimoda se demoraba en la mesa saboreando el plato que habían preparado para él, con la sola compañía de Neva. Ella parecía la única capaz de aguantar su incesante charla sobre porcelanas, biombos, tallas de marfil y otras antigüedades chinas.
Tras la cena se concedía un descanso de dos horas, que Hashi empleaba en estudiar vídeos de efectos luminosos que podrían utilizarse en la gira: luces proyectadas desde espejos esféricos, rayos láser, un aparato que recordaba a un espejo deformante de feria o un proyector que creaba siluetas gigantes de los músicos sobre una pantalla. Al final, Hashi tuvo una idea que trasladó al equipo de diseñadores: un documental sobre la disección de unos cerdos, proyectado sobre una pantalla en forma de cúpula al tiempo que una bomba arrojaba confetti de papel metalizado.
Mientras Hashi miraba vídeos, Matsuyama solía ir a dar un paseo, del que a veces volvía empapado tras, darse un chapuzón en el mar. Kitami se dedicaba religiosamente a practicar escalas con su saxo, mientras Shimoda hacía solitarios de ajedrez. Toru llamaba a su amante, veía la televisión o se entretenía cambiándole el peinado a Neva; sentía que le faltaba algo, al no tener suficientes jugadores para hacer una partida de mahjong. Tokumaru leía libros de jardinería o llamaba a la masajista de un salón cercano antes de echarse una siesta corta. Pero en cuanto acababa el tiempo de recreo todos volvían a trabajar, hasta las tres de la madrugada y a veces aún más tarde.
Cuando Hashi y Neva se encontraban por fin a solas en su habitación, Neva solía advertirle sobre el grupo:
—Hashi, ya sé que estás bastante contento con la banda, pero escúchame, yo conozco este negocio y, a este paso, Tráumerei acabará por autodestruirse dentro de muy poco. No lleváis juntos ni diez días y el grupo ya suena como si tuviera veinte años. Es demasiado limpio, demasiado frío, como un montón de cadáveres que se pusieran ahí a tocar algo que ya han tocado antes un millón de veces.
—¿Qué crees, que yo no lo oigo? —le respondió una noche Hashi, que parecía ahora mucho más abatido que al comenzar los ensayos—. Empecé a oírlo hace ya varios días, pero no sé qué hacer para arreglarlo. Al principio no me podía creer lo buenos que eran, casi perfectos, Pero ahora no dejo de pensar que deben de estar riéndose de mí a mis espaldas.
—Bueno, pues me tenías engañada. Me parecía que te ibas creciendo por días, que estabas encantado. Es que no creo que te des cuenta de cuánto esfuerzo hace falta para que una gira de conciertos funcione. Tal como lo estáis haciendo ahora, nunca superaréis el primero.
—¿Quieres decir que tenemos que unirnos más, poner más energía y trabajar como un equipo de verdad?
—Tampoco es eso exactamente. Cuando estás dando un concierto eres tú, el cantante, el que debe controlar al público; tienes que agarrar a cada uno de esos miles de personas que tienes ahí enfrente y sacudirlo; tienes que abrazarlos y arrastrarlos contigo… tienes que hacer que cada uno de ellos lo sienta, que sienta que tú eres el jefe. Es una especie de fuerza, como la atracción de un imán enorme, casi como magia. Pero puedes estar seguro de que un tipo que no tiene fuerza ni para controlar a la banda que lleva detrás, no será capaz de dominar a su público.
—Tengo miedo, Neva —dijo Hashi.
—¿De qué?
—Me siento como si me hubieran llevado a la cima de una montaña y me hubiera quedado allí solo, mirando hacia abajo. De hecho, tuve un sueño parecido a eso la otra noche.
—¿Y qué es lo que estás haciendo en lo alto de esa montaña?
—Agito los brazos y trato de volar.
—¿Y lo consigues?
—Al principio sí, pero enseguida me canso y siempre acabo por caerme. Y cuando me caigo, todos se ríen.
—Sabes que, si ahora pierdes los nervios, todo se habrá acabado, ¿verdad? —dijo Neva.
—Lo sé. Pero a veces me pregunto si no se habrá acabado ya todo y nadie se ha molestado en decírmelo. Estoy muerto de miedo, Neva.
—Todavía no entiendo de qué. ¿De hacerte famoso de un día para otro?
—No, no es eso exactamente. Pero eso también me fastidia porque me he hecho famoso casi por accidente, como si hubiera engañado a todo el mundo. Me parece que todos los demás famosos han llegado a serlo ascendiendo a base de luchar, año tras año: da igual que sean boxeadores o cantantes pop, han tenido que trabajárselo. Pero yo no; no me he abierto paso por ningún camino escarpado, sufriendo y arañándome. Simplemente, me senté ahí, pasó un helicóptero y me llevó hasta la cumbre. Pero no fue así por algo que yo supiera hacer: me hice famoso porque nací en una taquilla. No por cantar, sino porque Kiku disparó a una mujer delante de la televisión nacional. Siento que soy un fraude, y me preocupa cuánto tiempo más podré seguir actuando. Toda esa gente que ha tenido que ganarse la subida hasta la cumbre ha desarrollado sus fuerzas por el camino, unas fuerzas que yo no tengo.
—¿Me estás diciendo que lo que te preocupa es algo que puede pasar dentro de años? Hashi, a veces te comportas como un bobo. Si sigues pensando así, acabarás como un loco que se queda sentado, paralizado por la idea de su propia muerte.
Hashi se levantó de su cama y se metió en la de Neva. Se sentía algo más calmado, después de haber convertido sus temores en palabras. Ella se acercó a él y le cerró suavemente los párpados con la yema de los dedos mientras empezaba a contarle una historia:
—Hace muchos años vivió un rey eslavo llamado Fruksaz. No era rey de nacimiento, sino pastor de ganado, pero era tan sabio y valiente que había derrotado a todos los adversarios con los que se encontraba, así que lo hicieron rey. Y desde el momento en que lo coronaron, Fruksaz empezó a hacer cosas: desarrolló un sistema de regadío y nuevos métodos para criar el ganado, conquistó los reinos vecinos… todo eso que hacen los reyes; y lo hizo todo tan bien que los que le rodeaban le consideraban un superhombre. Un día, Fruksaz estaba charlando con la reina de uno de los países que había conquistado, y la reina le dijo que le parecía que ya había conseguido todo lo que tenía que hacer, y que se preguntaba qué otros objetivos o aspiraciones podía tener un hombre como él. ¿Y qué crees que respondió Fruksaz? Le respondió que sólo aspiraba a acabar ese día. Nada más.
En algún momento, durante la parábola de Neva, Hashi había dejado de escuchar y había empezado a acariciarle el costado. Su cuerpo era blando y laxo, como si tuviera los huesos cubiertos de gelatina y forrados luego con una delgada capa de piel. Recordó una cosa que le había dicho Toru unos días antes: que los hombres eran reptiles y las mujeres frutas y que, cuando dabas un mordisquito a una fruta, sentías el sabor de las raíces, de la tierra fértil y profunda, del aire y el sol que la habían hecho madurar. Una mujer joven era como una fruta firme y en sazón; poco antes, aún estaba colgada en su rama, y cuando la apretabas con un dedo se abollaba un poco y se ponía un poco roja, pero rebotaba enseguida y se quedaba como antes, como si aún estuviera conectada con aquel árbol lejano. Eso no sucedía con las mujeres mayores; en éstas, la carne había perdido ya toda conexión, como un melocotón con el que se hace un pastel pegajoso, lleno de azúcar y gelatina. Al final, Toru le había mirado de frente y le había dicho:
—Me impresiona lo bien que pareces llevarte con esa señora que tienes. No creo que yo fuera capaz de olvidarme de esos melocotones pringosos y concentrarme en lo que hago.
Neva se había dado la vuelta en la cama y, al tiempo que su lengua empezaba a trabajar entre las piernas de Hashi, él veía sus nalgas gelatinosas temblando frente a sus ojos. De repente, sin saber por qué, se acordó de la chica joven que se había puesto a gritar en la sala cuando leyeron la sentencia de Kiku. Recordó lo firmes que parecían mantenerse sus pechos bajo aquel traje blanco, pegado como una segunda piel. Se imaginó las brillantes líneas rojas que le podría hacer con los dedos y, jugueteando con esta idea, empezó a tener una erección. Neva suspiró de placer. La hendidura entre sus muslos carnosos parecía una tarta de fruta a la que se hubiese cortado una porción. Quizá, pensó Hashi, su triunfo sobre Kiku no había sido tan completo como creía.
—¡Se acabó! Lo siento, pero no contéis más conmigo.
Los ensayos acababan de entrar en su segunda semana cuando un día, súbitamente, Matsuyama el guitarrista se detuvo en mitad de un tema y tiró la púa al suelo. Kitami trató de apaciguarlo y empezar otra vez desde el principio, pero Matsuyama apagó el micrófono de su guitarra.
—Eres una decepción total —dijo, señalando a Hashi, antes de salir del estudio con paso majestuoso.
Nadie intentó detenerlo; todos, hasta Hashi, sabían que se avecinaba algo así. Tras las reconvenciones de Neva, Hashi había pasado unos días tratando de recomponer los arreglos, cambiando incluso su forma de cantar, pero no conseguía sino un sonido aún más frío, más transparente, rígido y sin vida.
—¿Y ahora qué hacemos? —dijo Toru.
—Tomarnos un descanso —murmuró Hashi, con la vista baja.
—Sabes, Hashi —le dijo Toru mientras empezaba a cambiarle las cuerdas a su bajo—, eres un tipo estupendo, tienes verdadera clase, y has sido muy bueno con nosotros. Todos sentimos que eres uno más, y creo que tenemos una idea bastante clara de lo que quieres hacer con esto, del tipo de sonido que buscas. Más aún, creo que te lo hemos estado dando; si quisiéramos hacer algo nuestro, no nos habríamos enrolado en este grupo. Tal como yo lo veo, tú quieres empezar poniendo al público en un estado de ánimo relajado, tranquilo, para que se sientan cómodos y luego, gradualmente, ir creando pequeños choques, sacudidas en el ritmo, como si estuvieras aventando sobre ellos unas semillitas de dolor, ¿verdad? Y entonces el público se despierta de ese sueñecito apacible y se encuentra contemplando un pozo tibio y húmedo, lleno de unos gusanos que nunca había visto antes. Entonces, poco a poco, se da cuenta de que han desaparecido todas las salidas, que no hay forma de escapar y sólo cuando consigue superar el miedo es capaz de ver que esos gusanos se han transformado en unos puntos de luz preciosos y brillantes. Entonces va detrás de esas luces, atraviesa una cueva submarina y emerge en un acantilado desde el que contempla un mar deslumbrante… ¿Es así? Bueno, pues es algo así lo que tú dijiste, y creo que todos recibimos el mensaje; creo que hemos estado excavando donde tú nos señalaste. Y ahí está el sonido, tío, en ese pozo, esperando. Nos damos cuenta de que te estás volviendo loco tratando de decidir lo que hay que hacer, pero nosotros no sabemos más que tú.
—¡Qué tontería! Dilo a la cara, tío. El problema es la voz, que es débil, sin más.
Matsuyama había vuelto durante el discurso de Toru y le interrumpió sonoramente. Llevaba una rana en la mano izquierda. Shimoda hizo una mueca de asco. Matsuyama puso a la rana cerca del micrófono y le apretó un poco el cuello para hacerla croar.
—En mi opinión, lo hace mejor —rio—. ¡Tiene verdadera voz! —dijo, apretando aún más fuerte, hasta que al animal le salió una baba verdosa de la boca. Shimoda apartó la vista—. Y no estoy diciendo que tú no sepas cantar, Hashi; de hecho, eres tan bueno que a veces me das miedo. Nunca he oído a nadie que pueda crear un estado de ánimo con la voz como haces tú. Pero no basta con eso: es como si hicieras el vacío dentro de la cabeza de la gente y lo que ve son trocitos de sus propios recuerdos, que se han quedado atrapados ahí. Si estás hablando de una canción así, entonces no hay nadie comparable contigo, ¿quién más es capaz de colarse en la cabeza de la gente y acariciarles el cerebro? Eres casi como una droga. Pero ninguna droga basta para dirigir al público en un concierto. Para eso hace falta una bomba: una bomba que haga pedazos todos esos sueños que ha provocado tu droga. Y la bomba la tienes que tirar tú: por mucho que Shimoda aporree con todas sus fuerzas esa batería, o que Kitami sople hasta reventarse los pulmones, o que yo haga estallar los altavoces, no servirá de nada. Es tu voz la que es débil, como un crío llorando —finalizó, abriendo la ventana para tirar la rana afuera.
—Afrontémoslo, tío —continuó—. Si se trata de dominar a una multitud, eres un peso ligero, una espuma. Y no te lo tomes muy a pecho, porque los demás somos más o menos lo mismo. Creo que es eso lo que me ha hecho montar en cólera antes… Hace tiempo, conocí a una mujer que era capaz de cantar gimiendo… gimiendo de verdad. Parece ser que se acordaba de que, durante la guerra, había cruzado un río de noche, subida en las espaldas de su madre.
Y en mitad del río, su hermano, que estaba cruzando con ellas, había perdido pie y se había hundido. Debía de haber unas hierbas o algo así en el fondo, porque una vez que se hundió ya no volvió a ver más que una mano que salía a la superficie, alejándose lentamente río abajo. Ella trató de decirle a su madre lo que estaba pasando, pero la mujer estaba tan muerta de cansancio que se limitó a seguir andando como sonámbula. Así que la niña empezó a gritar, mirando la mano de su hermano que emergía del río mientras su madre seguía vadeándolo trabajosamente; y se acordaba de cómo había gritado, era capaz de revivirlo. Lo tenía siempre en el cuerpo.
Y cuando yo la escuchaba me daba cuenta de que en mi interior no hay nada parecido y nunca lo habrá. Pero yo creía que quizá sí lo habría en ti, que naciste en una taquilla de monedas y todo eso; puede que lo tengas dentro, Hashi. ¿Gritaste cuando estabas dentro de aquella consigna? Yo creía que quizá sí… pero quizá no.
Hashi sintió un deseo súbito de oír aquel sonido extraño que Kiku y él habían escuchado juntos. Le bastaría con oírlo una vez, pensó, tal como sonaba en aquella habitación de paredes acolchadas…
—Todo eso no tiene nada que ver —terció Tokamaru en ese momento—. Estás enredándolo todo. El problema se resume en esto: Hashi tiene la voz demasiado bonita.
Shimoda asintió.
—¿Y si la hiciera algo más áspera, menos bonita? —preguntó Hashi, mirando uno por uno a todos los miembros del grupo.
—No resultará —dijo Shimoda—. Hay una cantante alemana que intentó hacer algo parecido. Quería que su voz fuera más profunda y densa, así que se hizo un arreglo quirúrgico en las cuerdas vocales. Y bueno, al principio funcionó, sonaba como una bebedora de whisky, pero al cabo de un par de años lo había perdido todo. No le quedó más que un hilillo de voz…
—De acuerdo. Ya entiendo —dijo Hashi—. Y me habéis dado una idea. Os podéis ir todos a casa. Dadme una semana. Si luego seguís pensando que mi voz es un fracaso, disolvemos el grupo y volveré a ganarme la vida de chapero.
Sin esperar respuesta, Hashi se dio la vuelta y salió del estudio. Volvió a su habitación y se encerró con llave. Cuando Neva empezó a llamar a su puerta, sólo le dijo que lo sentía, pero que esa noche necesitaba estar solo. Al día siguiente ordenó que se fueran todos e incluso les dio vacaciones a la cocinera y al resto del personal, para quedarse solo en La Nave Espacial.
Pensaba en hacer un pequeño experimento. Había leído en algún sitio que la voz de Mick Jagger había sufrido un cambio radical después de un accidente, y que de hecho había sido entonces cuando desarrollara aquel timbre hiper-sensual. Hashi decidió prepararse a sí mismo un accidente parecido. Lo primero que hizo fue reunir el instrumental: una lata de combustible para un hornillo portátil, rollos de gasa, varias hojas de aloe, un vaso, una botella de vodka y unas tijeras de gran tamaño. Llenó el vaso de vodka, introdujo en él la punta de la lengua y la dejó allí en remojo. Mientras se empapaba de vodka, encendió el hornillo y esterilizó las tijeras con la llama. Contemplando su lengua que se retorcía en el vaso de vodka, empezó a reírse. ¿Por qué demonios estoy haciendo esto?, se preguntaba. No es por el grupo, eso seguro. Y tampoco por Neva. ¿Por D? A D que le jodan. ¿Por qué entonces? Pensó en la gira, pero sabía que no le importaba; tampoco era por la música en sí misma… lo cierto era que ya le daba igual. Si se arruinaba la voz, ¿quién iba a preocuparse lo más mínimo? Desde luego, él no: él, Hashi, estaba ya harto de todo el asunto. ¿Por qué, entonces? Simplemente, porque no estaba dispuesto a salir corriendo, sólo por eso. Se había saltado las clases de gimnasia para evitarse la penosa experiencia de la barra fija; había llegado incluso a hacer un conjuro para atraer la lluvia y que se suspendiera la clase… todo, para evitar que se rieran de él. Pero no había funcionado. Cuanto más corrías, antes caías en las garras del enemigo. ¿Enemigo? ¿Pero quién era el enemigo? Todos los que habían tratado de encerrarlo, los que le habían mentido, los que le habían hecho vivir una mentira… Pero él les enseñaría; se había acabado lo de salir corriendo, se había acabado lo de dejarlo todo atrás, lo de perder todo lo que había ganado luchando. Nunca volvería a renunciar a nada: ni a Tráumerei, ni a Neva. Les demostraría que era capaz de mandar sobre su grupo… ¡y sobre el público!
De repente, se preguntó en qué estaría pensando Kiku en esos momentos. Si cree que estoy dándome la gran vida por ahí, atracándome de tortillas de arroz y durmiendo a pierna suelta, está muy equivocado. Estoy pasando un infierno, pero no voy a salir corriendo, no voy a hacerme un ovillo y esperar a morirme. Voy a salir victorioso, y nadie volverá a hacerme sentir pequeño nunca más. ¡Ya veréis! No os lo vais a creer, pero lo veréis. En cuanto tenga mi voz, una voz que sirva para dar conciertos, iré a por esa mujer que tienes, Kiku. Mis garras le dejarán unas preciosas marcas en esa preciosa espalda…
Probó a morderse un poco la lengua, pero aún no se le había dormido, y el mordisco le causó un dolor palpitante en toda la cabeza. Se le estaba cansando la mandíbula, así que sacó lentamente la lengua del vaso y la estiró todo lo que pudo para intentar sujetarla con los dedos por la punta, pero resbalaba y no lograba agarrarla bien. Por fin lo consiguió clavando las uñas en aquella carne esponjosa mientras buscaba a tientas las tijeras con la otra mano. Se habían ennegrecido al contacto con la llama del hornillo pero, por debajo, el metal estaba al rojo vivo. No hizo más que tocar con ellas la punta de la lengua cuando un espasmo le sacudió todo el cuerpo y le hizo caer al suelo, retorciéndose de dolor y sujetándose la mandíbula, pero sin emitir ningún sonido. Al caer se golpeó con la mesa derribando el vaso, que estaba encima. El dolor era tan intenso que le cegó durante unos instantes. Empezó a sudar. Todavía en el suelo, consiguió recuperar las tijeras, que al caer habían abrasado la alfombra haciendo un agujero, y las refrescó echándoles un poco de vodka de la botella. Sintió el olor del alcohol evaporándose con un siseo al contacto con el metal ardiente. No podía parar de llorar. Se le ocurrió preguntarse por qué no había gritado de dolor. Quizá los gritos eran llamadas involuntarias en demanda de ayuda, que el subconsciente daba por inútiles cuando sabía que uno está solo.
Volvió a sacar la lengua. Cerró los ojos y sintió que todo su cuerpo era lengua. Abrió las tijeras hasta el tope y colocó la punta entre las hojas. El metal ahora frío le alivió un poco la quemadura. Entre los cuentos que le leían las monjas del orfanato, de pequeño, había uno que hablaba de un gorrión. Recordaba que una vieja le había cortado la lengua al gorrión y que luego el pájaro se había vengado, pero no se acordaba de cómo. Se paró un momento intentando recuperar la memoria. No hubo forma. Luego intentó hacer que dejara de temblarle la mandíbula. Tampoco lo consiguió. Mirando la lengua que se retorcía entre las hojas, esperó a que se detuviera un segundo y cerró entonces las tijeras con fuerza. El trocito de carne pegajosa resbaló por la hoja delante de su nariz y, mientras caía, la sangre empezó a salir a borbotones. Hashi se llenó la boca de gasa rápidamente. Había sangre por todas partes, manando en gruesos goterones que le asustaron casi tanto como el dolor. Empezó a temblarle todo el cuerpo mientras seguía embutiéndose trozos de gasa en la boca, uno tras otro. Llegó un momento en que le pareció que tenía toda la cabeza tan rellena de algodón empapado en sangre que no podía respirar. Entonces se puso en pie trastabillando y escupió todo el montón en el suelo. Trató de morder una hoja de aloe para embadurnarse la lengua con su gruesa savia, pero aún seguía sangrando a chorros. Se fijó entonces en las tijeras tiradas en el suelo, en el trocito de lengua aún entre las hojas. Y de repente se acordó de cómo se había vengado el gorrión: la vieja recibió un paquete que parecía un regalo pero, al abrirlo, lo que contenía eran unos gnomos malvados y monstruosos. Allí de pie, apretándose contra la boca las gasas que quedaban, esperando a que dejara de sangrarle, Hashi pensó muy detenidamente en quién iba a ser el destinatario de su caja de gnomos.