TREINTA Y CUATRO

Hashi seguía sentado en la bañera. Por fin, al darse cuenta de que tenía las yemas de los dedos blandas y arrugadas, levantó un brazo, todavía sujetando el cuchillo de cocina, y cerró la ducha. La sangre giraba en espiral antes de desaparecer por el sumidero. Pese a eso, seguía pensando que debió de soñar que apuñalaba a Neva. Se puso de pie dando tumbos, chorreando, y se dirigió a la habitación. Gritó el nombre de Neva, pero no la encontró por ninguna parte. Entonces recorrió metódicamente las habitaciones, buscando señales de que ella hubiera estado allí: colillas en los ceniceros, envoltorios de los caramelos que le gustaban, su maquillaje sobre la mesilla, sus zapatos en el recibidor o platos usados. Volvió a poner el cuchillo en el estante de la cocina, pero no halló ni rastro de Neva. Debe de haber sido un sueño, se repitió.

Pero, para haberlo soñado, conservaba un recuerdo sorprendentemente vivido del vientre blanco y abultado de Neva con el cuchillo clavado y un reguero de sangre oscura. Oía con total claridad la voz de D diciendo que estaba loco y empezó a preguntarse con ansiedad si no tendría razón. Tener sueños que se confundían con la realidad… ¿no era un síntoma claro? Se acordó de aquella anciana a la que solía ver rebuscando en las basuras, allá en la isla. Esa era una loca: señalaba al cielo vacío, gritaba: «¡Un avión!» y se arrojaba de bruces al suelo. Así es como voy a acabar yo, pensó. Pero, ¿por qué? Debía de tener razón en lo que sospechaba de pequeño: aquella mujer con aspecto de murciélago era su madre. O puede que fuera su castigo por haberse cortado la lengua; quizá todo lo que él veía resultaba invisible para los demás, o lo que veían los otros cambiaba de forma ante él.

Sacó un cubito de hielo del congelador y lo apretó en el puño hasta que empezó a hacerle daño. Luego encendió un quemador de la cocina y puso la mano, dando de inmediato un grito de dolor. Garabateó una columna de números en un trozo de papel y trató de sumarlos. Al final abrió el periódico y empezó a leer en alto las esquelas: «Yoshio Gyoura, de 83 años, calígrafo, falleció el día 11 a las 2:25 horas de la madrugada a causa de un fallo cardiaco en el hospital de Matsuyama. Las honras fúnebres tendrán lugar en la Academia de Artes de la Escritura Gyoura (9-3 Honcho, Matsuyama), con la asistencia de su doliente viuda Yoshie Gyoura (3-4 Kamiiri-cho, Matsuyama)». Podía leer, al menos. Todo parece bastante normal, pensó.

Le llamó la atención una bolsa de plástico transparente en el fregadero de la cocina, con algo rojo dentro. Al mirarlo de cerca, vio que era un montón de algodón manchado de sangre. Ahí estaba el indicio que venía buscando; sintió que se le erizaba el vello de los brazos al verlo. Probablemente la policía ya venía de camino para arrestarle, habría un juicio y acabaría igual que Kiku, encerrado en un anónimo edificio gris tras unos barrotes, una alambrada y un muro. Soy débil, se dijo, no sé qué va a ser de mí en un lugar así.

En ese momento llamaron a la puerta y estuvo a punto de desmayarse de miedo, pero luego pensó que era una buena oportunidad para comprobar si estaba loco o no. Tras la segunda llamada se asomó por la mirilla y, tal como esperaba, vio dos uniformes de policía. Abrió el cerrojo de la puerta y los invitó a entrar con un gesto de la mano, casi esperando que le agarraran y le colocaran las esposas. Pero, por el contrario, le saludaron con una inclinación de cabeza.

—Sentimos molestarle a estas horas de la noche, después de lo que ha pasado con su esposa —dijo el que parecía más viejo—, pero tenemos que hacerle unas cuantas preguntas, con su permiso.

—Lo entiendo. Pasen —contestó Hashi, aunque no entendía nada.

—Tiene que haber sido una gran conmoción para usted —dijo el otro, observando atentamente la estancia.

Hashi asintió con una sonrisa apesadumbrada. El policía encontró enseguida el cuchillo, en su estante de la cocina.

—¿Fue esto lo que utilizó para intentar suicidarse? —preguntó, mostrándoselo a Hashi, que volvió a asentir—. Un método muy viejo —añadió el hombre—. Y, por cierto, ¿cómo es que no tiene restos de sangre?

Hashi se puso de pie y le miró de frente.

—Lo he lavado —dijo, en voz demasiado alta.

—¿Y cuál era exactamente el motivo de la discusión que mantenían? ¿Otra mujer?

—Algo así —consiguió farfullar Hashi—. Verá, hay una admiradora que siempre está rondándonos, diciendo que yo me acuesto con ella y todo tipo de mentiras, pero Neva se lo creyó y se puso furiosa.

Estaba empezando a cogerle el tranquillo. Las reglas eran las mismas que en una entrevista: aunque no tuvieras ni idea de qué era lo que te estaban preguntando, bastaba con mirar a los ojos del interlocutor y responder con sonrisa melancólica.

—Ya me hago cargo —dijo el policía—. Debe de resultar difícil ser famoso. Parece estupendo visto en la tele, pero me imagino que ustedes también tienen sus problemas. Aquí dice que su esposa está embarazada. ¿Es cierto? Y que ella ha declarado que usted le sugirió que debía abortar y que eso le hizo sentir el impulso de suicidarse…

Hashi sacó del frigorífico una botella de zumo de naranja y les sirvió un vaso a cada uno. Cuando los invitó a tomar asiento parecieron relajarse un poco, y uno de ellos confesó que se moría por saber qué se sentía siendo una gran estrella.

—Bueno, conozco a una cantante muy famosa, seguro que saben quién es, que tiene que tirarse pedos todo el rato para relajarse durante los ensayos.

El cotilleo pareció divertir mucho a los policías. Hashi se rio con ellos para hacerles compañía, aunque mientras reía empezó a sentir de nuevo la certeza de antes: aquello no podía ser real. Cuando acabaron de reír, y tras fumarse un par de cigarrillos cada uno, los dos agentes se levantaron para irse. Mientras los acompañaba a la salida, Hashi no pudo evitar decir:

—Por favor, díganme que estoy soñando… Pero, ¿adónde se van a ir ustedes cuando acabe este sueño? ¿Desaparecerán en el aire sin más?

Los policías se quedaron parados, rascándose la cabeza y sonriendo.

—Así es —dijo uno de ellos con una carcajada—. Y esperemos que el próximo sueño resulte más agradable.

Los dos volvieron a dirigirle una inclinación y cerraron la puerta al salir.

—Un segundo —les llamó Hashi asomándose. Cuando llegaron otra vez a su altura, se acercó al primero y le tocó la mejilla—. Pero esto es un sueño, ¿verdad? Díganmelo sinceramente, necesito saberlo. Porque si lo es de verdad, entonces no he cometido ningún delito al apuñalar a Neva.

Los policías intercambiaron una mirada rápida.

—A ver si lo estoy entendiendo bien —dijo entonces uno de ellos—. ¿Está diciendo que fue usted quien apuñaló a su esposa?

—No, es que no lo sé —repuso Hashi, moviendo la cabeza mientras los agentes se colocaban uno a cada lado de él—. Eso es lo que les estoy preguntando.

Había hablado ahora con un hilo de voz. Los policías conferenciaron un ratito en susurros y Hashi extendió de nuevo una mano para tocarles la cara. No había duda: era piel, grasa y sudor. Cuando un policía de sueño resulta así de real, ¿cómo se libra uno de él?

—No son horas para hacer bromitas, señor —dijeron por fin—. Y, de todas formas, al menos las heridas de su mujer no parecen haber afectado al bebé. Así que le sugerimos que vaya a hacerle una visita al hospital.

Hashi cerró la puerta y se quedó un rato acariciando su sólida superficie de acero. Preguntándose si habría perdido el tacto en las manos, se inclinó para tocar la alfombra y sintió unas partículas de polvo entre los dedos. Entonces se limpió la mano frotándola contra la mesa, cogió la botella de zumo de naranja que estaba encima y se lamió una gota amarga que le cayó en el dorso de la mano. Se acordó del rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba. Debía de ser triste no poder sentir nada de lo que acariciabas como algo vivo. Se le formó un nudo en la garganta al acordarse de que Midas acababa siendo el último ser vivo de la tierra. Esto no es más que el calor, pensó, poniendo en marcha el aire acondicionado, que arrancó con una sacudida y le envió a la cara una ráfaga pegajosa. Apoyó la mejilla en el cristal de la ventana, buscando el alivio del frío, pero el vidrio se empañó enseguida y adquirió rápidamente la misma temperatura de su piel.

Se acordó de cuando era pequeño, cuando él y Kiku vivían en la isla, y le pareció que en aquella época la superficie de su cuerpo era mucho más sensible. Siempre tema algo escociéndole en la piel, una herida o una quemadura de sol en carne viva; el más mínimo cambio en la dirección del aire o en el ángulo del sol provocaba una reacción inmediata en todo su ser. Pero desde entonces parecía que llevara la piel forrada, quizá de plástico, o de aceite, o de polvos, de capas y capas superpuestas que le separaban del mundo exterior. Ya nunca estaba completamente seguro de lo que percibía: ni siquiera formaban ya parte de él sus ojos, ni sus orejas ni la nariz. Por eso necesitaba despertarse, sentir de nuevo el picor en la piel y huir de esa pesadilla. Y se le ocurrió, bruscamente, que la única forma de salir era morir dentro, morirse en el sueño.

Cerró el puño derecho sobre el mango del cuchillo que estaba encima de la mesa y se lo pasó por encima de la muñeca. Apareció una raya color rojo intenso sobre la piel blanca y salió un borbotón de sangre. Pero Hashi se quedó aterrado en el mismo momento porque no había sentido nada; parecía que ni siquiera una muerte dentro del sueño le devolvería al mundo real de los vivos.

Salió corriendo de su casa y entró de un salto en el ascensor. En cuanto la cabina empezó a moverse, presionó el botón del intercomunicador de emergencia, deteniendo el aparato entre dos pisos y consiguiendo que le hablase una voz semejante a un graznido desde aquella caja:

—¿Sí? ¿Sí? ¿Sí?… ¿Qué está pasando ahí dentro?

—Sáqueme de aquí —gritó Hashi, apretando el botón una y otra vez—. Le pagaré lo que me pida.

—¿Hay fuego ahí adentro? ¿Se ha ido la luz? Dígame, ¿cuál es el problema?

—¡Este ascensor quiere llevarme a algún sitio! ¡Se abrirán las puertas en el infierno! ¡Sáqueme de aquí!

Hashi estaba ya pateando la puerta.

—Necesito que me diga qué ha sucedido. Está usted parado entre los pisos doce y once. Escúcheme con atención: ¿funciona la luz?

Hashi empezó a golpear la cajita, tratando de aplastar a la voz, al hombrecillo que le hablaba desde allí dentro. Al cabo de unos instantes el ascensor empezó a moverse de nuevo. Cuando se abrió la puerta en el piso bajo, le recibieron dos hombres que llevaban extintores y unas cajas de herramientas.

—¿Qué ha sido eso? —gritó uno al ver la muñeca sangrando de Hashi—. ¿Con qué se ha hecho eso?

Sin hacerles caso, Hashi pasó junto a ellos tambaleándose y salió a la calle, donde empezó a correr. Seguía sangrando sin parar, así que se detuvo delante de una clínica y llamó al timbre. Las luces estaban apagadas y nadie respondió, pero se quedó allí aporreando la puerta hasta que un hombre joven asomó la cabeza por una ventana del segundo piso.

—¿Qué quiere? —gritó.

—Me he cortado —respondió Hashi, mostrándole la muñeca ensangrentada.

—¿Ah, sí? —dijo el joven—. Pues qué mala suerte.

Luego cerró la ventana de golpe.

Empezaba a ver borroso, pero avanzó trastabillando hasta quedarse en mitad de la calle, desde donde veía las trece torres a lo lejos, como enormes capullos que estuviera tejiendo un gran insecto brillante, sacando todavía hilo por la boca hasta que un día, nadie sabe cuándo, todo llegue a derrumbarse por su propio peso. Se tumbó en la mediana que separaba los dos sentidos de la avenida.

A través de los arbustos veía los faros de los coches destellando antes de desaparecer. Aspiró profundamente la tierra, pero apenas olía a nada, sólo a una aridez seca. ¡Duerme!, se dijo. Algo le hervía por dentro y, mientras se hundía en el sueño, pensó que le gustaría abrirse en canal, dejar salir aquello y arrojárselo a la cara a esa larva gigante que era la ciudad.

Kiku cavaba un hoyo en la playa, junto a un cadáver rígido vestido todavía con el traje de buceo mojado. Cuando la tumba tuvo la profundidad suficiente, hizo rodar el cuerpo hasta el interior. Anémona, bajo un paraguas de plástico rojo, rezaba en voz baja. Sopló una ráfaga de viento mientras cubría la tumba, y Anémona se tapó los ojos para que no se le llenaran de arena. Acabado el funeral, Kiku arrancó una rama gruesa de uno de los mangles que bordeaban la playa y empezó a alisarla quitándole las ramitas laterales. Midió la pértiga contra su propio cuerpo y luego, clavándola en la arena, la hizo doblarse para comprobar la resistencia. Mientras trabajaba en esto, el viejo y la cabra negra aparecieron en lo alto de la colina y bajaron hasta la playa. El hombre se lavó el aceite de las manos frotándoselas con arena, dejando en la orilla una lámina oleosa que reflejaba el arco iris.

—Ya está acabada la reparación —anunció.

Al oírlo, Anémona se puso de pie.

—¡Kiku! ¡Es hora de ir a bombardear Tokio!

Kiku levantó la mano abierta, como diciendo que le faltaba sólo un minuto.

—¿Qué está haciendo? —musitó el hombre, más bien para sí mismo, mientras observaba a Kiku.

La cabra tenía las ubres hinchadas y de vez en cuando caía en la arena ardiendo una gota de leche, cuyo olor dulce atrajo a un enjambre de moscas.

—Va a saltar con esa pértiga —explicó Anémona, mientras él comprobaba el agarre del palo—. ¡Salta por encima de mí, Kiku! —le gritó, colocándose al borde del agua y levantando el paraguas rojo sobre su cabeza con el brazo estirado.

Kiku observó atentamente aquella campana de plástico rojo y empezó luego el sprint, corriendo de frente hacia la silueta casi desnuda de Anémona a contraluz. La tensión de sus músculos, la arena que levantaba al correr, las olas de calor que recorrían la playa, todo se puso en movimiento a la vez, junto con las hojas de los mangles en los árboles y el sudor que recorría su cuerpo. Anémona tuvo la impresión de que notaba el aliento de Kiku, esa respiración cálida que había sentido tantas veces en las orejas o en el costado, y cerró entonces los ojos, para abrirlos de nuevo en el momento en que clavaba la pértiga delante de ella. Sintió una ráfaga de aire fresco sobre la piel, como si se le hubiera congelado el sudor por un instante, y el paraguas salió despedido, rodando como un remolino escarlata entre la arena blanca hasta que llegó al agua y se lo llevaron las olas. Anémona se quedó largo rato mirando el puntito de plástico rojo que se alejaba girando, surcando el verde profundo del mar…

Las paredes y el techo del hangar estaban cubiertos de murciélagos, cuerpos negros que empezaron a agitarse con un batir de alas dando la impresión de que era el edificio entero lo que temblaba. El helicóptero cobró vida con un rugido y el rotor empezó a girar. Kiku abrió de par en par las puertas y la invasión de aquel torrente de luz polvorienta y cegadora provocó en el interior un chaparrón de murciélagos cayendo desde el techo. El sonido de los cuerpecitos blandos golpeando el hormigón se mezcló con un concierto de chillidos angustiosos.

El helicóptero empezó a avanzar despacio sobre una alfombra de murciélagos, aumentando luego la velocidad de la hélice y salpicando las paredes con trozos de animalitos despedazados. Los supervivientes se acurrucaban en las esquinas, buscando las pocas zonas en sombra que quedaban, haciéndose sitio con uñas y dientes. Ya en el exterior, el helicóptero se fue alzando lentamente hacia el cielo, dejando una estela de alas negras que se retorcían.

—Aguanta, Hashi —dijo Kiku en voz baja, imaginándoselo bajo el asedio de unos demonios amenazadores—. ¡Ya estoy llegando!

En el patio del edificio gris al que lo llevaron había una mujer joven vestida con un albornoz, tejiendo a la sombra de un cerezo. Unos hombres en pijama que jugaban al voleibol se detuvieron para mirarle fijamente mientras lo conducían por el patio, igual que un grupo de mujeres reunidas alrededor de un órgano. El sol parecía oscilar al ritmo de los pasos de los enfermeros vestidos de blanco, que lo llevaban a rastras mientras le goteaba por la barbilla una mezcla de saliva y sudor; así llegaron el otro extremo del jardín, cruzaron una valla trasera de alambre de espino y entraron en otro edificio. Allí dentro estaba oscuro, pero distinguió la figura de un maniquí en la entrada: un niño con gorra de colegial, mochila a la espalda y un letrero en la mano que decía: Mamá, papá, no os preocupéis. Estoy bien, y os espero. El plástico liso de color carne estaba agrietado en el rostro y las manos.

Lo llevaron a una habitación con el techo y las paredes blancas y le hicieron tumbarse en una cama. Entonces le soltaron las ataduras de las piernas y vio ante sus ojos el reflejo de unas tijeras, con las que le cortaron los pantalones. Sintió algo suave y fresco junto a la cadera, luego una gota que caía de la aguja y una inyección. Una sensación cálida le recorrió todo el cuerpo y se le descolgó la mandíbula. Se dio cuenta entonces de que ya no distinguía la mordaza de goma que terna en la boca de su propia lengua y dientes. Sintió que se hundía profundamente en la cama mientras contemplaba un tubo roto en la hilera de fluorescentes del techo. La luz parpadeaba a intervalos regulares, creando unas sombras móviles que aparecían y desaparecían. Hashi oyó todavía cómo le desataban el resto de las ataduras y vio luego una mano que le quitaba la mordaza, goteando saliva.

Luego lo levantaron de la cama y, haciéndole ponerse de pie, los hombres de blanco lo llevaron casi a rastras por un pasillo con celdas de barrotes a los dos lados. Al llegar a la suya, lo arrojaron sobre un suelo húmedo cubierto con una esterilla. Por lo demás, la estancia estaba vacía, con sólo una pila de mantas en una esquina. Desde la celda de enfrente, un anciano le miraba con atención; tenía la piel cubierta de ampollas y llevaba una bata abierta que dejaba ver un pañal.

—¿Tú eres una Buena Persona? —le preguntó el desconocido.

Hashi se incorporó apoyándose sobre un codo, ante lo que el hombre reaccionó dando un grito y acurrucándose en una esquina. Hashi recorrió entonces su celda con la mirada y se sobresaltó al descubrir los dedos de unos pies asomando bajo la pila de mantas. Al fijarse mejor, vio que también sobresalían el cabello, la frente y la mano izquierda de una mujer, el resto de cuyo cuerpo debía de estar bajo las mantas. Decidió que terna que ser una mujer por la blancura de la piel y lo fino de las extremidades.

—Tiene la cabeza hecha un lío —le explicó el anciano, recuperando la valentía—. No es una Mala Persona ni tampoco una Buena Persona; no es más que una Col. Eso sí, es una col un poco podrida, así que no intentes comértela.

La Col llevaba un pequeño anillo de oro en el dedo meñique de la mano izquierda. La celda carecía de ventanas, y Hashi se preguntó si no tendría calor debajo de todas aquellas mantas. Oía el sonido de unos ventiladores a ambos extremos del pasillo, pero hasta allí no llegaba ni un soplo de aire. Se apoyó en la pared para levantarse y siguió investigando. Había mucha humedad, pero la Col no mostraba el menor rastro de sudor. La sombra de la pantalla que cubría la bombilla amarillenta del techo le daba justo en la mano izquierda, y el anillo parecía destellar a intervalos regulares. Hashi levantó la vista al techo: ni la bombilla ni la sombra oscilaban, así que tema que ser un levísimo movimiento de la mano lo que produjera el efecto. Como sospechaba, al mirarlo de cerca se dio cuenta de que el dedo meñique se agitaba ligera pero regularmente sobre la manta.

Un enfermero trajo la cena, o una especie de purés metidos en tubos que hacían las veces de cena: leche, arroz y verduras saladas. Hashi se quedó mirando cómo metía el extremo de un tubo en la boca de la Col para luego hacerle pasar el alimento por la garganta, pero no pudo ver la cara que ponía la mujer debido a una rara máscara que llevaba: no era muy diferente de los protectores antigás que él había visto en las minas abandonadas de la isla, con una especie de hocico de goma acanalada en la parte delantera. El enfermero aflojó una válvula en el extremo de ese tubo, metió la comida por el agujero y, a juzgar por el movimiento de la garganta, la Col parecía estar comiendo.

Acabada la cena, se le retiraron las mantas dejando a la vista que, efectivamente, se trataba de una mujer. El enfermero le cambió el pañal, le lavó la entrepierna y la espolvoreó profusamente con polvos de talco, pero durante todo el proceso ella siguió tan quieta como si fuese de madera. Sólo cuando volvió a taparla con las mantas exhaló un leve gemido.

—A esta Col le hemos hecho un buen lavado en la cabecita —le dijo el enfermero a Hashi—, como el que te harán a ti muy pronto.

Cuando el enfermero se fue, empezó otra vez el ligero movimiento del dedo de la mujer. Mientras lo observaba, Hashi sintió el olor a polvos de talco que le llegaba a ráfagas con el latido de aquel dedo. Se acercó a ella, pero el sonido de sus pisadas sobre la esterilla húmeda del suelo hizo cambiar el movimiento y eso, por alguna razón, le recordó a aquel hombre tan triste del Toxicentro que sufría de convulsiones. ¿Cuántas horas se había pasado ensayando su forma de cantar en compañía de aquel hombre, que bailaba como si alguien le estuviera disparando con una metralleta a los pies? ¿Cuántos miles de melodías le venían a la cabeza en aquellos tiempos? Se arrastró por el suelo entonces, hasta acercarse lo suficiente como para tocar a la Col. El pie seco y de color marrón que asomaba por las mantas parecía hinchado; a lo mejor tenía problemas de circulación. Lo tocó con suavidad. Nada. Luego lo intentó con un pellizco. El tacto de la piel era como el de una bolsa de goma llena de líquido, que se pudiera desinflar si se la pinchaba con un alfiler. Se acordó entonces del mendigo que le había hecho una mamada en unos lavabos públicos junto al río, en Sasebo. Entonces se le ocurrió una idea: puede que esta pobre criatura haya sido perro alguna vez, el precioso perro negro que le había salvado cuando estaba dentro de la taquilla, y le debía por ello una verdadera muestra de gratitud. Pero, ¿qué podría hacer por ella? Prácticamente la única cosa que le podía ofrecer, pensó, era una canción; y así, mirando en dirección a la cabeza que tema que estar debajo de las mantas, empezó a cantar, afinando la voz para que sonara como un instrumento de viento que tocara lo más bajo posible.

Al principio, la Col no experimentó ninguna reacción, de forma que Hashi se preguntó si no sería sorda. Entonces fue variando gradualmente la melodía, pasando desde la resonancia de un cuerno entre la frondosidad de un bosque al sonido de las hojas cayendo en un lago, de ahí a unas leves olas que rompiesen sobre una orilla arenosa y por fin, con la boca cerrada, a los primeros gorjeos de pájaros de El Blues de San Vito. Se dio cuenta de que las mantas empezaban a removerse y, cuando aumentó el volumen de la voz, los dedos se agitaron más rápido y aparecieron unas gotas de sudor en las palmas de las manos. Pero no pudo seguir porque oyó una voz gritando a sus espaldas:

—¡Vamos, ponle un poco de ritmo!

Hashi se dio la vuelta y vio una hilera de rostros apretados contra los barrotes de las celdas de enfrente. El que había gritado era el viejo.

—¡Eh! ¡Así que de verdad eras tú! —le dijo cuando Hashi se quedó en silencio—. Sabía que no era la radio porque no se pusieron a dar el pronóstico del tiempo. Y, siendo como eres una Buena Persona, ¿qué tal si cantas un poquito más alto? ¿Por qué no cantas alguna canción de campamento, o Cumpleaños feliz? Oye, ¿se ha muerto la chica? A lo mejor ha sido por culpa de ese gorigori que le has cantado. A nuestra Col no le gustan esas cosas. Si le cantas sin fuerza, la dejas sin fuerzas a ella.

Acabada la canción, los dedos habían reanudado el movimiento anterior. Era posible que el hombre tuviera razón.

—¡Eh, Buena Persona! ¿Te encuentras mal? —volvió a gritarle el viejo. Una fila de caras expectantes le observaba a través de los barrotes—. Si quieres, llamo al médico. A lo mejor te pone una inyección.

—¿No le gusta a nadie como canto? —preguntó Hashi a los internos que le observaban.

Todos se miraron entre sí hasta que el viejo habló por ellos.

—Bueno, verás, yo personalmente prefiero algo más alegre —dijo, con cierta reticencia.

—Ya veo, está bien —musitó Hashi, apartándose de La Col y yendo a tumbarse al otro extremo de la celda.

Los demás siguieron contemplándole un rato pero, poco a poco, las caras fueron desapareciendo para retirarse a las zonas en sombra de las celdas, hasta que por fin sólo quedó el anciano vigilando a Hashi con expresión preocupada.

—Buenas noches —le dijo Hashi al final, sentándose para echar un vistazo al pasillo.

El viejo desapareció entonces a su vez, con una sonrisa de placer iluminándole el rostro.

¿Ponle un poco de ritmo?, se preguntó Hashi para sí. Ahora que lo pensaba, no conocía ninguna canción que se pudiera describir como «con ritmo».

—Esto no tiene arreglo —musitó, estallando en carcajadas.

La Col estaba de nuevo agitándose bajo las mantas, y por un momento le asaltó la idea de que tema que cantarle otra cosa, pero se lo prohibió a sí mismo. Se dio cuenta de que estaba harto y cansado de los antiguos sonidos, de que debía olvidarse cuanto antes de todos ellos. Cerrando los ojos, trató de proyectar en su cabeza el boceto de una canción nueva, pero decidió que primero tema que borrarse todos los recuerdos ligados a su repertorio anterior: el mendigo, las tijeras ensangrentadas, la grasa de pato, la piel suave de mujer, el aire malsano de las minas abandonadas, la sonrisa de Kiku en su rostro sudoroso… todas esas personas, esos sitios y esos sentimientos teman que desaparecer. Se quedó tendido durante mucho tiempo, deshaciéndose de recuerdos, pero al final había una imagen que permanecía tras los ojos cerrados, la que había visto antes en un cristal roto cuando se tumbaba a dormir: su propio rostro, asustado, congelado, él. Y, por alguna razón que no hubiera sabido explicar, sentía que era esa cara la que abriría la boca y cantaría la nueva canción. Desnudo, sin nombre, sin sentidos, despojado de todo como estaba, decidió en ese mismo momento que iba a seguir a ese rostro. Pasara lo que pasara, no volvería a perderlo de vista. Ninguna mosca con cara humana en el interior de su cabeza podría hacer que lo olvidase. Y nadie conseguiría hacerle odiar ese rostro lloroso y aterrado. Porque, por mucho que se buscara, ¿en qué otro lugar se iba a encontrar a sí mismo?

El vuelo del helicóptero se oía desde lejos: un veloz pájaro de hierro con sangre de murciélago seca pegada a los patines y un piloto anciano, con una sonrisa de oreja a oreja, sentado a los mandos mientras surcaban el cielo veraniego.

—¡Demonios! ¡Llevaba cuatro años sin sacar este cacharro! —dijo mientras bajaba la palanca de mando, tras aterrizar en una lengua de tierra ganada al mar junto a la bahía de Tokio.

Anémona y Kiku, con una bolsa llena de cilindros metálicos, saltaron a tierra y se bebieron una coca-cola sentados en una esquina del cavernoso hangar. El piloto parecía conocer a los dos mecánicos de allí y se puso a hablar con ellos de un nuevo modelo de helicóptero con rotor retractable.

—Cuando guardas el rotor, es como un avión, amigo: puedes ponerlo a 1.200 kilómetros por hora.

Kiku les interrumpió durante una pausa en la charla:

—Nosotros tenemos que hacer un par de cosas, pero volvemos enseguida —le dijo al viejo piloto, que asintió.

—No tardéis mucho —contestó—. La torre de control se pone muy tiquismiquis con los horarios. Tengo que salir de vuelta para Miruri dentro de cuatro horas.

Kiku y Anémona se iban ya, cogidos de la mano.

—Con cuatro horas nos sobra —dijo Kiku, sin volverse.

Caminaron en silencio por la carretera casi desierta del puerto. Seguía siendo pleno verano y hacía tanto calor en Tokio como en las islas; la única diferencia era el olor a gasolina en el aire y el muro de ruido que les llegaba desde lo lejos: millones de voces humanas mezcladas. Atravesaron un largo túnel recto con las paredes cubiertas de planchas metálicas; de vez en cuando, pasaban junto a ellos unos camiones gigantescos, silbando estruendosamente. Anémona se acordó de los trozos de Gulliver desperdigados por la autopista, y por un instante deseó que aquel día hubiera llovido. Luego sacudió la cabeza: pensar en lo que tendría que haber sido, lo sabía bien, no llevaba a ninguna parte. Se adelantó para tocar la espalda de Kiku y se dio cuenta de que tenía toda la camisa empapada en sudor.

Al salir del túnel llegaron a un cruce, y en la calle perpendicular encontraron un pequeño taller de motocicletas con un letrero oxidado y medio borrado. Al ver entrar a Anémona y Kiku, vestidos de blanco y tan morenos, el mecánico, un joven con el pelo teñido de rojo, se quedó mirándoles con los ojos como platos. Había dos motocicletas de segunda mano expuestas en un escaparate empañado y Anémona, tras observarlas, señaló la más potente, una moto de trial de 250 cc.

—Nos la llevamos —dijo al mecánico—. ¿La arrancas, por favor?

Tras escuchar el ruido del motor durante unos segundos, Anémona se subió a la moto, vestida de blanco como estaba, y salió a la calle. Recorrió unos diez metros y luego soltó el manillar para seguir rodando sin manos.

—Menuda joya de chavala tienes —le dijo el mecánico a Kiku—. Está verificando el equilibrado, que es lo primero que hay que hacer cuando se compra una moto de segunda mano.

Mientras Anémona sacaba del bolso su permiso de conducir y firmaba los papeles necesarios, Kiku ató la bolsa sobre la rejilla porta-equipajes de la moto.

—Bien morenos que estáis —observó el mecánico contando el dinero—. Seguro que sois surfistas. No lo podéis negar, así vestidos de blanco. ¿Qué sois, los chicos surferos de la ciudad?

—Me temo que no —le respondió Kiku ajustándose la tira del casco—. ¿Nosotros? Nosotros somos los chicos de las taquillas.

La autovía estaba atascada, pero Anémona fue colándose entre los coches hasta que se quedaron entre dos camiones, sin poder pasar. Avanzando a paso de tortuga junto a un taxi, Kiku se fijó en un cartel de Se busca pegado a la ventanilla, y tardó un poco en darse cuenta de que estaba contemplando su propio rostro, junto al de Nakakura y Hayashi. Bajo las fotografías, en letra muy grande, venían las instrucciones para «cualquiera que conozca el paradero de estos individuos». Su foto era la que le habían hecho el día de Navidad, a la mañana siguiente de que matara a aquella mujer; habían tenido que llevarle a rastras desde la celda, donde estaba tirado en el suelo llorando y gritando, rogándoles que no le tocaran, rogando que alguien le perdonase. Algo de todo aquello se reflejaba en la imagen: tema los ojos inexpresivos y la boca medio abierta, con los dientes a la vista.

—Das pena —dijo Kiku al rostro del taxi—. Pero no te relajes ahora —le avisó—. Un paso en falso y se acabó: te meterán entre rejas, atrapado como un insecto.

El tráfico se hizo un poco más fluido cuando sobrepasaron a un camión de leche que había tenido un accidente y era el que estaba bloqueando la autovía. El tanque se había roto con el choque, cubriendo el asfalto con una pringosa capa blanca. Ya con vía libre, el taxi que llevaba la foto de Kiku aceleró bruscamente, lanzándoles a la cara una vaharada de humo mezclado con el olor dulzón de la leche que, al disiparse, les permitió ver por primera vez las trece torres. Una luz intermitente color naranja brillaba en una de las azoteas, casi invisible a la luz torrencial del día, pero recortada en la calima del bochorno. A esa distancia, las torres parecían inclinarse unas hacia las otras, jadeando de calor, con la piedra y el cristal de las paredes y las ventanas tan reblandecidos como el estómago de la tortuga. Esa fila de cajas a punto de fundirse y el olor a leche hicieron a Kiku pensar de repente en los bebés encerrados en las taquillas y alargó la mano para tocar la bolsa atada detrás, para comprobar que los cilindros seguían allí, listos para desatarlos. Anémona dio gas a la moto, se cambió al carril rápido, y avanzaron a toda velocidad sobre un paso elevado, directos hacia las torres, como si les estuvieran atrayendo. Nada cambia nunca, pensó Kiku. Todo el mundo sigue intentando salir de sí mismo, esperando que sople un viento nuevo que les atraviese y les despierte el corazón. Pero para nosotros, los que de recién nacidos dormimos nuestro primer sueño dentro de una de esas cajas sofocantes, para los que hemos oído ese sonido, el único que había hasta que el aire nos rozó la piel por primera vez, el sonido de los corazones de nuestras madres, nada cambia nunca. ¿Cómo podría? ¿Cómo íbamos a olvidar esa señal que se nos repitió en medio de la oscuridad, sin parar, sin descanso, con el mismo mensaje, sólo con ése, una y otra vez, siempre igual…? Extendió de nuevo el brazo y tocó la datura. Había llegado el momento de la eclosión de los bebés dormidos dentro de una caja en pleno verano; el momento de que emergieran, rompieran la crisálida de vidrio, acero y hormigón.

Hashi oyó un estrépito de cristales rotos desde otra parte del edificio y luego los gritos de un enfermero: «¡Traedlo por aquí! ¡Rápido, a la celda!». Se abrió la puerta del extremo de su pasillo y llevaron a rastras a un hombre con camisa de fuerza para arrojarlo al interior de la celda de Hashi. Cuando se estrelló contra el suelo, dio la impresión de que temblaba toda la construcción, como si hubiesen dejado caer una estarna de bronce desde el techo. La Col, espantada, gimió y se escondió más aún bajo las mantas, haciendo oscilar el tubo de la máscara. Entre varios médicos y enfermeros sujetaron al hombre contra el suelo mientras otro preparaba una jeringuilla muy gruesa, que goteaba líquido. Mientras forcejeaba con ellos, el hombre tema hinchadas todas las venas de la cabeza, y los ojos inyectados en sangre parecían a punto de salírsele de las órbitas. Las líneas oscuras y marcadas alrededor de aquellos ojos rojos hicieron pensar a Hashi que se las había pintado con delineador. De repente, el hombre dio un bote tan violento, a pesar de la camisa de fuerza, que el enfermero que le tenía sujeto por los hombros salió despedido contra la pared. Hashi, que no había sido capaz ni de mover un dedo cuando se la habían puesto a él, se dio cuenta de la extraordinaria fuerza que debía de haber concentrado en ese movimiento. Por todo el corredor resonaron los vítores de los demás pacientes, asomados a los barrotes.

—¡Todavía hay uno que sigue vivo! —gritó el viejo—. ¡Pelea! ¡No dejes que te la claven!

Un enfermero se precipitó hacia la puerta para enfrentarse al anciano, pero los médicos le hicieron retroceder a gritos. El hombre de la camisa de fuerza había curvado la espalda por completo, como en un arco de lucha, estirando al máximo las ataduras de cuero con los músculos del pecho; forzando todavía más, consiguió que empezaron a ceder con un chirrido escalofriante. También le rechinaban los dientes, de una forma tal que Hashi pensó que se los arrancaría de raíz; una tras otra, con un chasquido ruidoso, las correas empezaron a romperse y uno de los enfermeros cayó rodando por el suelo, al parecer por el impacto de una hebilla en un ojo, lo que arrancó un aplauso a lo largo del pasillo. Pero Hashi estaba fijándose en el extraño olor que parecía despedir la boca de aquel hombre, un olor como de carne quemada. Le inquietaba sin saber por qué, hasta que recordó que lo había notado antes, en aquel cuarto de baño donde había apuñalado a Neva. Pero antes de que pudiera reflexionar mucho más, el anciano de enfrente se lanzó a gritar una larga diatriba:

—¡Ha despertado! ¡El gigante de acero está despertando! Hace mucho, mucho tiempo, se alzó desde el fondo del mar, con un surtidor de sangre en el vientre. Y entonces le enterraron, en Stonehenge, entre truenos… y zanahorias. Y ahora despierta de nuevo. Se acaba la Era del Pescado Podrido y llega la Era del Acero y las Bombas. Y él ha venido para darnos vida y valor, para liberarnos de estas celdas, para devolvernos el béisbol y el ping-pong. ¡¡¡Dios nos lo envía desde el Más Allá!!!

El médico de la jeringuilla seguía buscando la oportunidad de usarla pero, en el momento en que estaba a punto de clavársela en el cuello al hombre, éste sacó un brazo de la camisa de fuerza y agarró a otro de los enfermeros por la garganta, clavándole los dedos. Con aquella mano estrangulándolo, gruñendo sordamente, el enfermero consiguió de todas formas coger la gruesa porra de goma que llevaba a la cintura y golpear con ella a su atacante. Sonó un golpe seco, seguido de una especie de gorgoteo mezclado con una carcajada, que venía desde lo más profundo de la camisa de fuerza. El médico decidió clavar la aguja en el brazo que tema delante, pero por mucho que apretó no consiguió hacerla penetrar, sino romperla por la mitad. Para entonces, al enfermero casi ahogado le salía un líquido amarillento de la nariz y la boca; Hashi vio que la lengua se le había puesto blanca y le colgaba ya por debajo de la barbilla. El médico preparó otra inyección a toda velocidad para clavarla lo antes posible en la carótida hipertrofiada del loco. Con ésta sí consiguió traspasar la piel, pero la presión de la sangre era tan enorme que no había forma de hacer pasar el tranquilizante.

—¿Qué demonios es esto? —se preguntaba, sacudiendo la cabeza, con voz casi inaudible entre los vítores de los demás internos.

En mitad de toda aquella confusión, Hashi se deslizó hacia el exterior de la celda y salió corriendo pasillo abajo. Al pasar por delante de la sala de consulta, vio el suelo de linóleo cubierto de una mezcla pegajosa de medicamentos derramados. Había restos de un estropicio por todas partes: estetoscopios, el manguito de un medidor de presión arterial, un bozal, sondas intravenosas, batas blancas, pinzas y todo tipo de pastillas.

En la calle el sol estaba en su cénit. Nadie le dio el alto cuando saltó la alambrada de espino y cruzó el patio. No se veía ni un alma. Siguió andando hasta la valla de entrada, dejando atrás los arriates de girasoles hirviendo de insectos; sus zumbidos era lo único que se oía en aquel patio desierto. Sin saber por qué, se le ocurrió que una clínica psiquiátrica sin pacientes era algo parecido al patio de una cárcel en el que preparan una ejecución, y se preguntó quién sería el condenado. Se acercó a un estanque ovalado que tema una fuente; quería beber, borrarse de la garganta la quemazón que le había dejado el aliento de aquel gigante. Miró a su alrededor y se llenó de agua el hueco de las manos para acercárselo a la boca pero, cuando iba a beber, soltó un grito ahogado. El agua estaba negra de insectos muertos.

La puerta de hierro que daba paso al mundo exterior se había quedado abierta de par en par. En la calle de enfrente vio un coche abandonado con los cristales rotos. No se le apreciaban abolladuras ni ningún signo de accidente pero, cuando se asomó al interior, observó que el asiento trasero estaba cubierto de sangre y una de las puertas casi arrancada de los goznes. Se alejó por una calle estrecha, encajonada entre un enorme bloque de apartamentos y una fábrica de fuegos artificiales, notando un extraño olor que parecía llegar a ráfagas por el viento. Era un aroma tan áspero que le empezaron a picar los ojos mientras seguía andando, hasta que casi no fue capaz de mantenerlos abiertos. Pero, a pesar de todo, agradecía ese olor, porque terna la sensación de que era el causante de que él hubiera podido echar a andar sin que nadie lo detuviese. Sólo cuando, al cabo de unos instantes, cayó en la cuenta de que no había ninguna señal de vida ni en los apartamentos ni en la fábrica, empezó a preguntarse si su mente no le estaría jugando una mala pasada. Pero, loco o no, estaba solo, así que podía aprovechar aquella peste para seguir andando. Quién sabe, pensó, quizá si no oliera tan mal yo estaría aquí de pie agotado, incapaz de dar un paso más.

Llegó a un cruce donde se veían varios vehículos sin nadie dentro. Tampoco allí había señales de que se hubiera producido un accidente, y el semáforo parecía funcionar con normalidad, pasando de rojo a verde y de nuevo a rojo una y otra vez, en inútil repetición. Uno de los coches tema las llaves puestas, así que Hashi encendió la radio e hizo girar el dial. En la primera emisora encontró una voz de hombre repitiendo una y otra vez el mismo mensaje como si estuviera leyendo el pronóstico del tiempo, y subió el volumen para oírlo bien:

—Por favor, cierren la llave de paso del gas y abandonen sus hogares sin llevarse enseres personales. Los niños menores de seis años y las mujeres embarazadas de más de ocho meses tendrán prioridad en todas las rutas de evacuación. Sólo a estos grupos se les proporcionará escolta armada… Por favor, cierren la llave de paso del gas y abandonen sus hogares sin llevarse enseres…

Hashi cambió a otras emisoras, pero todas radiaban lo mismo. Salió entonces del coche y siguió andando, siguiendo el olor. Sus pasos le llevaron hasta el patio de un colegio que le pareció familiar sin saber por qué, hasta que recordó que Kiku y él jugaban en uno exactamente igual en la isla. El suelo del patio estaba cubierto de zapatitos, ropas de gimnasia y mochilas cargadas todavía de libros de texto. Alguien había empezado a pintar las líneas de la pista de voleibol, pero se había detenido tras completar sólo una esquina.

Dejando atrás la escuela, llegó a una calle estrecha llena de tiendas. Había una bolsa de plástico tirada delante de un banco que apestaba a carne pudriéndose; en el mostrador de un restaurante se veía una hamburguesa con un tenedor todavía clavado. Una mesa giratoria daba vueltas en el escaparate de una tienda de discos y, delante de un puesto de frutas, aún se veía húmeda una grumosa papilla de uvas, peras y plátanos pisoteados y cubiertos de moscas.

Por fin llegó a lo que parecía ser el origen de aquel olor: una capa de polvo blanco que se extendía sobre un parque bordeado de bambúes. Al cruzarlo, tapándose la nariz, se dio cuenta de que parte del suelo estaba cubierto, por debajo del polvo, con un plástico azul. Había tantas moscas como en el puesto de fruta. Hashi levantó cautelosamente una esquina del plástico y dio un paso atrás, mordiéndose la mano para sofocar un grito: se veía un pie humano debajo. Se quedó demasiado aterrorizado para darse cuenta de que el olor a carne quemada se le había pegado a la mano. Oyó unas cigarras cantando desde los bambúes y se precipitó hacia ellos refrenando las ganas de vomitar, pensando que también él tenía que salir de allí.

Entre el bambú, quizá porque las hojas impedían el paso del sol, había un ambiente húmedo y se le pegaban los zapatos al suelo, casi impidiéndole andar. Al llegar a un claro encontró el cadáver de un perro con la cabeza abierta por la mitad, y se detuvo pensando que tenía que enterrarlo; cavaría un hoyo muy, muy profundo, y quizá mientras lo hacía se le pasaran las náuseas, y podría pensar con calma en lo que acababa de ver. La tierra blanda era fácil de horadar y recordó aquella ocasión en que había tenido que enterrar a un bebé muerto en el Toxicentro. Un soplo de aire removió las cañas por encima de su cabeza. Había tenido una buena idea: ahora se sentía mejor, incluso tenía la garganta menos abrasada. De hecho, mientras trabajaba, iba sintiendo que el cuerpo se le hacía más y más ligero. Una sensación cálida y agradable le bajaba lentamente desde el cuello hasta el estómago, y empezó a sentirse positivamente contento. Ese olor. De nuevo el olor a carne quemada. Esta vez era demasiado fuerte como para que hubiera ningún error. Acabó el hoyo, casi exaltado, y estaba cogiendo al perro por una pata cuando le llegó: una ola de extraordinaria energía le recorría entero, y con ella una urgencia irresistible de hacer pedazos a aquel perro. La sensación le cogió completamente por sorpresa, y sintió que le explotaba por dentro sin que pudiera hacer nada por evitarlo, más que cerrar los ojos y sacudir la cabeza. Trató de meter al perro en el hoyo, pero sus manos se resistían, y un dolor abrasador le recorrió entonces el cráneo. A pesar de sí mismo, apretó el cuerpo del perro con más fuerza y el dolor cedió un poco. Luego se dio cuenta de que le había cogido otra de las patas, oyendo que una voz le decía: «Hazlo pedazos». Sorprendido, miró a su alrededor, pero no se veía a nadie. «Destrózalo. Hazlo pedazos», repitió la voz. Hashi apretó los dientes y se le erizó la piel: era su propia voz. Quizá era cierto que se había vuelto loco. Trató de soltar otra vez al perro, pero su cabeza amenazaba con romperse de dolor, como si le hubieran hecho un agujero por el que le estuvieran derramando aceite hirviendo dentro del cráneo. «Hazlo pedazos»: la voz salía como un escupitajo de su propia boca, sin control.

—Pero es que no hay ninguna razón —consiguió responderse—. Hace muchos años, un perro me salvó cuando yo estaba en la taquilla. ¿Por qué iba a querer destrozar a un pobre perro muerto?

Gritando, soltó el cadáver y echó a andar dando tumbos, impulsado por el dolor de cabeza. No conseguía abrir los ojos; casi la única cosa de la que estaba seguro, y sólo vagamente, era de que el asfalto hervía bajo sus pies. Se palpó el cráneo, buscando el agujero por el que estaba entrando aquel aceite hirviendo… ¿o era grasa de animal? Fuera lo que fuera, le hacía circular la sangre a toda velocidad, se le pegaba a la piel y le estaba poniendo rígido todo el cuerpo. Se dio cuenta de que tenía las piernas ardiendo, de que le ardían de una forma insoportable y entonces echó a correr con los ojos cerrados, chocándose contra todo tipo de obstáculos; un álamo, bolsas de basura, un muro de ladrillos, una cabina telefónica, farolas, el parachoques de un coche… Por la sangre que le recorría la cara supo que debía de haberse dado un golpe en la cabeza, pero no sentía ningún dolor. Parecía que, cada vez que colisionaba con algo, le aumentaban las fuerzas, hasta que por fin tropezó y se cayó en una pequeña zanja. Nada más zambullirse en aquel agua turbia y caldosa sintió que había alguien más allí cerca. Abrió los ojos una rendija, vio una pierna que colgaba hacia el interior de la zanja y sintió al instante el mismo impulso arrebatado de antes. Entonces abrió los ojos completamente y se encontró en un bulevar azotado por unas olas de calor que parecían emerger del pavimento. A su lado, una mujer con un vestido estampado de lunares estaba sentada con una pierna dentro de la zanja, los ojos vidriosos y desenfocados. Notó que a él le rezumaba una sustancia verdosa de la boca y tuvo la extraña sensación de que se había convertido en un gigante… de que podía matarla con el dedo meñique. Se acercó un poco más y descubrió que la mujer estaba embarazada. Parecía haberse hecho daño en el hombro izquierdo. Estaba allí sentada sin más, removiendo aquel agua sucia con el pie, hasta que, al ver a Hashi a su lado, le sonrió débilmente.

—Hola, doctor. Dicen que, una vez que se acaban los mareos matinales, no pasa nada por tomarse una cervecita de vez en cuando. Pero yo no, yo apenas he tenido mareos y sin embargo he dejado la cerveza de todas formas.

Hashi se acercó a ella un paso más mientras la mujer seguía parloteando y se le relajaron un poco las mejillas. Se veía a sí mismo, en su imaginación, colocándole una mano a cada lado de la cara y desgarrándosele como si fuera una fruta madura. «Rómpela por la mitad», se dijo, «¡rómpela!». Se fijó en la garganta de la mujer moviéndose al tragar saliva y se oyó reír con una risa áspera, gargarizada. Una ola de excitación le estalló por dentro y se echó mano a la ingle, eyaculando casi de inmediato como un surtidor, simplemente del placer que le inundaba saliendo del suelo tórrido. Pero no se trataba de un orgasmo como los conocidos: éste no se desvanecía, sino que parecía seguir chorreándole por todos los poros de la piel. Pasó los dedos por el cabello de la mujer y luego, cerrando el puño, la arrojó de un tirón a la zanja, metiéndole la mano derecha en la boca antes de que pudiera gritar. La lengua de la mujer se le hizo una bola entre los dientes y empezó a vomitar una bilis verdosa cuando Hashi le soltó el pelo y le rodeó la barbilla con la mano izquierda. Fue ése el momento en que remitió el orgasmo y sintió que le rozaba una brisa suave y fresca; más que una brisa, una verdadera sensación de éxtasis. Pero siguió tirando y, cuando las comisuras de la boca empezaban a ceder, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Acababa de oírlo: ¡el latido de un corazón! Parecía venir de lejos. ¡Claro! Así tema que venir un latido, rodeándole, envolviéndolo en el mayor de los placeres, en el momento en que mataba a esa mujer cargada con su bebé nonato. ¡El latido del corazón! Pero… ¿de qué corazón? ¿Del suyo? ¿Del de esta mujer? Hashi se asomó a la oscura garganta que tenía delante y allá al fondo, pasando la red de venas y tendones, en el último extremo, se distinguía a duras penas una membrana fina y clara, cubierta de puntitos blancos. Y allí, sobre aquel tejido, empezaba a tomar forma una imagen que le resultaba familiar, algo que conocía desde mucho tiempo antes: un ave que extendía la cola sobre un fondo de nieve cayendo… un pavo real… el que había visto aquella nochebuena, la noche en que Kiku le había pegado un tiro a aquella mujer. Y entre las sombras de aquellas alas de color verde y plata había una mujer, una anciana enferma que sonreía apaciblemente. En ese momento le atacó la locura, y dio un tirón para desgarrar la piel de aquella escritora vieja, pero sólo encontró a otra mujer escondida debajo, a una desconocida. Entonces, de repente, lo supo:

—Eres tú. Tú eres la que me abandonó en aquella taquilla —susurró, dando otro tirón que le abrió el pecho.

Y allí se sumergió, apartando órganos hasta llegar a un bulto rojo y caliente, resbaladizo y móvil: el corazón.

—¡Por fin! —gritó—. ¡Éste era el corazón! ¡El corazón de mi madre! El sonido que estuve oyendo cada segundo hasta el momento de nacer.

Dio gracias, gracias a aquel corazón que había llenado de alegría el suyo con su sonido, que le había dado fuerzas para crecer; y, tras hacerlo, toda la rabia se desvaneció sin dejar rastro. ¿Cómo iba a ser capaz de odiar aquel sonido? ¿Cómo iba a dejar de perdonar a su madre? Dio las gracias a la anciana escritora y a su pavo real y empezó a retroceder de nuevo hacia arriba, recorriendo otra vez el laberinto de venas, el conducto a oscuras y la lengua rígida, y se dio cuenta de que ya no quería matar a aquella mujer que tenía entre las manos. Por favor, rogó, quítame este impulso del cuerpo, sácame hasta la última gota de sangre, vuelve a ponerme la camisa de fuerza, pero no me dejes matarla. Frenético, buscó alguna zona de su cuerpo, algún órgano que no estuviera afectado por aquel olor, que no hubiera recibido la orden del aceite hirviendo. Se rogó a sí mismo, a todo su ser desde la punta del pelo hasta los dedos de los pies, pero parecía que el aceite lo dominaba todo. Entonces, en el último momento, algo, en alguna parte, experimentó una revelación. Su mente recorrió el cuerpo a la desesperada una vez más, buscándolo, hasta que lo encontró: la lengua. Pero no el trozo que quedaba; el único pedacito de Hashi que seguía libre era el recuerdo de la punta que se había cortado tiempo atrás. Al instante, ese recuerdo empezó a colarse hacia su interior atravesando los dientes apretados, recuperando milímetro a milímetro el control sobre el resto de la lengua. No me rendiré, se repitió a sí mismo. No mataré a esta mujer. No detendré el latido de este corazón. La lengua rebelde trataba de salir, pero los dientes se cerraron sobre ella, intentando cercenarla, y fue ese dolor, extendiéndosele por toda la boca, lo que empezó a disolver gradualmente la grasa que le cubría las cuerdas vocales. Hashi sintió que el corazón de aquella mujer demente seguía comunicando su mensaje, el mismo de siempre, que aún recibía aquel niño acurrucado en su interior. Inhaló con todas sus fuerzas, percibiendo el alivio del aire fresco en la lengua y la garganta. El mensaje que le estaba llegando al niño de allí dentro era uno que nunca cambia. Respiró otra vez y sintió que se le enfriaban los labios y que entonces emergía un sonido… el llanto de un niño recién nacido. Nunca, se dijo, nunca olvidaré lo que mi madre me estaba diciendo. ¡Vive!, me decía. ¡No morirás! ¡Sí, vive! Cada latido me transmitía este mensaje, me lo imprimía en los músculos, en las venas, en mi propia voz.

Hashi soltó las manos que sujetaban la garganta de la mujer y, dejándola allí, caminó hasta el centro de la ciudad desierta, con un grito que se iba convirtiendo en melodía.

—¿Lo oís? —les susurró a las torres lejanas—. ¿Podéis oírlo? ¡Es mi nueva canción!