TREINTA Y DOS

¡Por fin en el Reino de los Cocodrilos!, pensó Anémona. Llevaban horas navegando pero de repente el sol parecía haberse vuelto inmenso, furioso. Bastaban dos segundos en cubierta para que a uno se le abrasara la piel como a un conejo en la parrilla. Anémona llevaba una joya nueva adornándole el tostado dedo anular de la mano izquierda: una sortija de coral que Kiku le había comprado en Ogasawara. Se habían casado, con Nakakura como oficiante, en una capillita abandonada tras la ocupación norteamericana y después se habían ido los cuatro a nadar en las aguas quietas de una cala; era la primera vez que se bañaban en el mar desde que se habían fugado. Nakakura aprovechó el rato de descanso para instruirles sobre los puntos fundamentales del buceo, que había aprendido en sus tiempos del barco de salvamento y Hayashi tuvo la oportunidad de demostrarles su increíble velocidad como nadador. Estaban jugueteando alrededor de los corales que se extendían sobre un saliente rocoso cuando súbitamente Hayashi salió disparado persiguiendo a algo, nadando a una marcha frenética, ante la mirada atónita de los demás. La silueta ovalada a la que perseguía subió un momento a la superficie y luego se zambulló en la oscuridad de una zona profunda. Mientras se alejaba, todos vieron la preciosa concha de una tortuga marina. Hayashi, agitando sus aletas de nadador con todas sus fuerzas, llegó hasta su altura y casi consiguió atraparla pero, cada vez que llegaba a tocar al animal, éste cambiaba de rumbo y le esquivaba. Tras unos minutos de intentonas, Hayashi empezó a cansarse y lanzó el que parecía el ataque final: dejó que la tortuga se le adelantara un poco y entonces se sumergió unos diez metros por debajo de ella. Allí tocó fondo y, dando una fuerte patada, subió en diagonal como un cohete hasta justo debajo, para agarrarla con una mano a cada lado de la concha en el momento en que la tortuga se apercibía y trataba de escapar. Sujetándola por encima de su cabeza, Hayashi emergió a tal velocidad que salió del agua hasta las rodillas y, como un jugador de waterpolo que tirase a gol, lanzó la tortuga hacia la arena de la playa.

—Vamos a comérnosla —propuso Anémona, todavía en el agua—. Una amiga me contó una vez cómo se cocina una tortuga.

Y lo primero que hay que hacer es encender un fuego.

Usando algas secas como ramitas, y añadiéndoles algo de madera de troncos varados en la playa, lograron unas brasas incandescentes. Cuando la hoguera estuvo lista, Anémona acercó una rama hasta ponerla al rojo y entonces, dándole la vuelta al animal, empezó a frotarla contra su vientre durante mucho rato, arriba y abajo, mientras el sudor le goteaba desde la nariz. La tortuga movía las patas como remando a cámara lenta, estirando el cuello todo lo que podía, como si quisiera escapar de su caparazón ardiendo y salir corriendo por su cuenta. El olor a madera quemada inundaba el aire y la tortuga empezó a chillar con un silbido casi idéntico al del oleaje que rompía en la playa.

—¿No es un poco cruel esto? —susurró Nakakura.

Hayashi asintió en silencio, tragando saliva sonoramente.

—¿Qué estáis murmurando? —preguntó Anémona en voz alta, levantando la vista hacia ellos—. Esto es la ley de la selva: si te cazan, te cocinan y te comen.

Idiotas, añadió para sí mientras seguía frotando el ascua contra la tortuga, que ya tenía la concha casi suelta pero seguía viva. El animal aún daba grititos ahogados abriendo y cerrando su boca correosa, hasta que por fin Anémona volvió a darle la vuelta y le dijo a Kiku que le arrancara la concha.

—Vamos, Kiku. Si no lo haces rápido, se le enfría y ya no sale —le apremió.

—Hazlo tú —dijo Kiku, empujando a Nakakura hacia delante.

Pero Nakakura miró a Hayashi.

—¿No tendría que hacerlo el que la pescó?

—Perdonad, pero conmigo no contéis —repuso Hayashi—. No he matado nunca ni a una mosca… en fin… quitando lo de aquel barbero cuando el robo, pero fue la primera y última vez… así que a mí no me miréis.

Anémona se quedó contemplándolos de uno en uno pero, cuando se volvió hacia la tortuga, dejó escapar un grito ahogado. El animal se alejaba hacia el agua, anadeando por la arena a toda velocidad, con la concha brillando al sol. Todos corrieron detrás de ella pero, en el momento en que Hayashi le echaba mano, una ola le rompió encima. El silbido del agua sobre la concha ardiendo le sobresaltó y retiró la mano al tiempo que la tortuga, aliviado el dolor por el agua fría, movía las patas lentamente para internarse en el mar. Nadie hizo nada por detenerla.

—Mira qué lista —murmuró Hayashi—. Nos ha dado una lección: no hay que rendirse nunca, ni aunque te tengan ya a medio asar.

Todos asintieron solemnemente.

Algo más tarde, desde la playa, Kiku y Anémona contemplaron cómo desaparecía el sol por el horizonte. La deslumbrante luz anaranjada teñía de un verde intenso los cocoteros y mangos que se apiñaban en la costa y la silueta de los dos allí tumbados se iba haciendo más y más oscura al tiempo que rompía la espuma luminosa de las olas, una burbuja brillante tras otra. Mirando aquella puesta de sol en mitad del verano subtropical, los dos sentían como si tuvieran unos cristalitos de hielo debajo de la piel abrasada, que se extendían a la vez que las sombras de la noche, haciéndoles dolorosamente conscientes de que se habían quemado.

Anémona metió la lengua en la oreja de Kiku, notando el sabor a sal y el tacto de los granitos de arena que tenía dentro. Mucho mejor que a través de una rejilla, pensó.

—Tenía yo razón, ¿a que sí? —le susurró, soplándole en la oreja—. El Reino de los Cocodrilos está aquí, debajo de mi lengua, todo caliente y resbaloso, como un helado derretido. Y las paredes del plato vuelven a ser blancas.

—¿De qué hablas? —rio Kiku, arrancándole suavemente una tira fina de piel del muslo.

Debajo apareció una capa de piel nueva y húmeda, que brillaba a la luz de la luna y de la marea fosforescente.

A la madrugada siguiente el barco salió de Ogasawara, con el motor rugiendo y la proa surcando las olas. Anémona iba en la cubierta señalando hacia el horizonte. ¡El Reino!, pensaba. Pronto apareció a lo lejos la isla lo. Al aproximarse vieron un peñasco que emergía del mar y del que salía una fumata: la chimenea de un volcán submarino. Las rocas estaban horadadas con cientos de grietas por las que escapaba un gas sulfuroso que se mezclaba en el aire con la calima mañanera, aún baja sobre el mar.

El barco se aproximó lentamente a la isla, buscando con precaución el camino entre un dédalo de arrecifes que asomaban por todas partes. Kiku se situó en la proa para dar instrucciones mientras se abrían paso entre aquellas nubes gaseosas que eructaban las piedras. En la superficie tranquila del agua se formaban unas burbujas enormes llenas de gas, que se iban hinchando progresivamente hasta explotar con un estallido sonoro. El gas, liberado al aire, se combinaba entonces con el vapor de agua formando capas que cambiaban de color según el ángulo con el que recibieran la luz: si ésta era directa, el humo se veía amarillo, rojo el que estaba a la sombra y blanco como la leche el que estaba iluminado desde atrás. El gas permanecía a baja altura, dejando el calor atrapado debajo, como una membrana impermeable.

Navegaban ahora a la menor velocidad posible para no encallar. Delante de los demás, Anémona había tratado de fingir que no le afectaba aquel abrumador olor a huevos podridos, pero al final no pudo soportarlo más y se retiró al camarote, tapándose la nariz y con una mano en el pecho. La neblina amarilla tapaba ya el sol y Kiku apenas conseguía mantener los ojos abiertos; entonces probó a ponerse las gafas de bucear, pero el azufre seguía ardiéndole en la garganta, así que le pidió a Hayashi que le llevara el regulador y la bombona de aire, con los que al fin pudo respirar. Atrapado bajo las nubes gaseosas, el calor se sentía como algo pesado y palpable, pegado a la piel de todos como una costra de barro caliente.

De repente, oyeron que algo impactaba con un choque agudo contra el casco, y un estremecimiento recorrió la cubierta. Nakakura se puso pálido y apagó el motor.

—¡Kiku! ¿Qué demonios estás haciendo ahí delante? —gritó—. ¡Si nos quedamos aquí atrapados, se acabó!

Hayashi empezó a recorrer el agua que rodeaba el casco con un palo acabado en gancho, buscando el objeto contra el que habían chocado.

—No ha sido un saliente —dijo Kiku, sobre todo para tranquilizarse a sí mismo—. No se ve ningún saliente cerca de donde estamos.

Al apagar el motor, el barco cabeceó y se deslizó lentamente hacia atrás. En aquel silencio, el sonido de los escapes de azufre parecía casi amenazador: gases burbujeando bajo la superficie, pompas estallando, surtidores de espuma que caían sobre el mar y las hendiduras de las rocas pitando al exhalar aquellas vaharadas apestosas.

—¡Mirad! —señaló Hayashi, en dirección a estribor.

Todos vieron un enorme pez plateado flotando en la superficie. Era una barracuda, que probablemente había llegado hasta aquellas aguas tóxicas derivando mientras dormía. Aún estaba viva, porque agitó la aleta trasera cuando le dieron unos golpecitos con el palo en el vientre hinchado y blanquecino. La boca abierta dejaba ver una hilera de dientes puntiagudos.

—¡Arranca el motor! —gritó Kiku a Nakakura—. No hay ningún problema, era una barracuda nada más.

La hélice empezó a girar y el barco avanzó lentamente hacia la derecha, de forma que el animal quedó atrapado y destrozado bajo las palas. Desde la cubierta se oía el ruido de aquellas hojas afiladas triturando la carne y los huesos; se alejaron dejando un reguero escarlata de trozos de carne, como un cebo sobre la superficie amarilla del agua.

El atolón Miruri, que consistía en unos cuarenta islotes diminutos y unos dos kilómetros de tierra firme, era propiedad privada de un descendiente de japoneses que se había retirado después de fundar y presidir una compañía aérea en las islas del sudeste asiático. Había instalado, en lo que antes era una estrecha franja de tierra, una pequeña planta de desalinización y una central eléctrica que se abastecía del carbón de la más pequeña de las islas, una especie de turba refinada que parecía diatomea teñida.

Kiku había decidido hacer un alto en Miruri porque habían gastado más combustible del previsto parando y arrancando el motor al pasar las nubes de azufre y no sabían qué les esperaba en Garagi. Así que volvieron a enfrentarse a un laberinto de canales estrechos entre los numerosos cabos de la isla. Aquel archipiélago, encajonado entre el sur de lo y Garagi, disfrutaba de una continua brisa del sur y frecuentes precipitaciones, por lo que estaba densamente cubierto de plátanos, mangles y cocoteros. No existían cartas de navegación de esas aguas, ya que ninguna ruta de transbordadores pasaba por el atolón, y navegaban casi a tientas, con la impresión de estar atravesando un pantano tropical, entre aquellas islas de formas diferentes y fantásticas que oscurecían el horizonte y las algas viscosas que cubrían la superficie del mar.

Kiku recordaba haber leído que el dueño de Miruri poseía más de una docena de embarcaciones a su disposición, entre ellas un hidroala, un barco con el casco de cristal e incluso un submarino pequeño. Con todo eso, razonaba, seguro que tiene que haber combustible de sobra por ahí; la cuestión era si estarían dispuestos a venderles un poco. Anémona, por su parte, no pensaba en la gasolina: contemplaba absorta la visión de todas esas islas feraces que le parecían la viva imagen de su Reino venido a la tierra.

Después de que salieran de lo, un avión patrulla de las fuerzas de autodefensa les había estado siguiendo un buen trecho, interrogándoles por radio para saber adónde iban. Cuando ellos contestaron que se dirigían hacia la isla Garagi, el avión quiso saber qué pretendían hacer allí. Le habían respondido entonces que sólo iban de visita y recibieron la orden dar la vuelta. Garagi, les dijeron, no disponía de ninguna infraestructura para turistas y estaba prohibido el baño en todas las playas. No era un sitio para visitar, añadieron, urgiéndoles en los términos más categóricos para que cambiasen de destino. Pero Kiku no les prestó ninguna atención y siguieron navegando a toda máquina, hasta que por fin el avión dejó de seguirles. Al ver que giraba y volvía a la base, Nakakura y Hayashi habían intercambiado una mirada de preocupación.

Por fin llegaron a un lugar, en aquel laberinto de canales que era el atolón Miruri, donde divisaron un embarcadero en la playa de una cala grande. Se trataba de una construcción bastante impresionante, hecha de hormigón armado, con una pequeña cabaña de madera y un sendero asfaltado que se internaba en la selva. Vieron también una canoa partida por la mitad, abandonada sobre la arena. Nakakura saltó a tierra, después de guardarse una pistola en el cinturón, para agarrar las amarras que le tiraba Hayashi mientras Kiku metía en su mochila algo de arroz y unas vitaminas que esperaba cambiar por el combustible y Anémona se rociaba de loción antimosquitos.

En la cabaña no se veían señales de vida, sólo un montón de material viejo: esquíes acuáticos, toneles, bombonas de oxígeno, redes de pescar rotas y cuerdas. Todo estaba cubierto de óxido o podrido, lleno de agujeros o cayéndose a pedazos. En una esquina del suelo húmedo se veía un nido de cangrejos. Mientras Kiku contemplaba aquel desorden, se dio cuenta de que todo exhalaba un olor que le era familiar: el olor de la madera y el metal a punto de derrumbarse sobre una tierra seca y agrietada, con un toque del moho que crecía en las zonas umbrías del hormigón.

Empezaron a subir el camino, con el asfalto pegándoseles a los pies, entre troncos cortados al ras que parecían antiguas plantaciones de piña y mango. Al llegar a la cima de una pequeña montaña, desde la que se dominaba toda la isla, comprobaron que tema forma ovalada y quizá unos dos o tres kilómetros de perímetro y descubrieron también un pequeño claro que contenía un helipuerto, un hangar de color gris, un generador pequeño, una refinería de combustible, una casa con techo de hojas de plátano y terraza y una pista de voleibol, pero ni un ser humano. Tanto el generador como la refinería se hallaban en silencio; sólo se oían los chillidos de los pájaros desde la espesura y las olas que rompían en el muelle, detrás de ellos.

—No hay nadie en casa —musitó Anémona.

Justo en ese instante, Nakakura, que había ido a echar un vistazo al hangar, les llamó para que se acercaran.

—¡Venid a ver esto! —dijo, señalando a través de una ventana rota. Dentro vieron dos helicópteros cubiertos de polvo—. ¡No, aquí arriba! —les corrigió luego, levantando la vista al techo, del que colgaban varios miles de murciélagos dormidos.

Mientras estaban parados contemplándolos, sonó el chirrido de una bisagra a sus espaldas; todos se volvieron sobresaltados y Nakakura se sacó la pistola del cinturón. Pero era la puerta de la casa, que se había abierto con el viento para cerrarse de golpe después y volverse a abrir. Entonces apareció una cabra negra, que cruzó la caseta con ruido de cascos y, tras balar unas cuantas veces, dio un salto hasta el jardín y empezó a mordisquear la hierba.

—Qué susto me ha dado la condenada —dijo Nakakura, encajándose de nuevo la pistola en el cinturón.

En ese mismo instante, Anémona soltó un grito. Tenía la vista fija en la ventana, en un rostro apretado contra el cristal que le devolvía la mirada. Pero no sólo les miraba: el anciano que estaba detrás de aquella ventana les sonreía y les hacía señas para que entrasen.

Al cabo de unos instantes todos estaban tomando café negro junto a un enorme acuario de peces tropicales. También había en la casa unos cuantos muebles de ratán, una estantería en la que se exhibían conchas marinas y dientes de tiburón, un pez aguja azul disecado, dos loros y un gramófono antiguo.

—¿Tenéis calor? —preguntó el hombre.

Los invitados se miraron unos a otros y negaron luego con la cabeza. Entraba algo de brisa desde la terraza y, al no estar ya al sol, de hecho se sentían más frescos. Su anfitrión llevaba unos pantalones cortos deshilachados y una camisa de lino blanco. El café no sólo era fuerte sino también intensamente dulce.

Al final, Kiku tomó la palabra:

—Quisiéramos saber si tendría algo de combustible que no necesite —dijo—. Se lo pagaremos, o se lo podemos cambiar por arroz y vitaminas.

Pero el viejo les dijo que existía otro embarcadero en el lado opuesto de la isla y que allí había un depósito del que podían sacar todo el combustible que necesitasen.

—Os lo regalo —añadió—. No tenéis que darme ni las gracias. ¿A dónde os dirigís, por cierto?

—A Garagi —respondió Nakakura.

El hombre asintió en silencio, atisbando fugazmente la culata de la pistola que asomaba por el pantalón de Nakakura. Luego se acercó a una mesa de ratán con el tablero de cristal, eligió un álbum de fotos de los muchos que tenía allí encima y se lo acercó a Anémona para enseñarle una fotografía de él a los mandos de un pequeño jet.

—Yo pilotaba el avión de los candidatos durante la campaña para la Asamblea Nacional de Malasia —le dijo con orgullo.

—Qué bien —repuso Anémona, levantándose—. Lo siento, pero tenemos un poco de prisa. El café estaba delicioso. Me encanta así, fuerte y negro. Muchísimas gracias.

El viejo puso cara de decepción, pero cerró el álbum y se ofreció a acompañarles hasta el barco.

La cabra les siguió mientras descendían entre las hileras de árboles cargados de mangos maduros o ya pasados. El hombre señaló el arma de Nakakura.

—¿A quién vas a pegarle un tiro con eso? —preguntó.

—A los malos —repuso Nakakura haciendo que disparaba al sol con el dedo índice y provocando una carcajada en el viejo.

—Sois la primera visita que he tenido desde que me vine a vivir solo aquí —les dijo—. Si queréis parar a la vuelta de Garagi, seréis muy bienvenidos —añadió, dándole unas palmaditas a la cabra.

—¿Le puedo hacer una pregunta? —dijo Hayashi, que no había dicho nada hasta entonces—. ¿Cómo se las arregla si se enferma?

—Bueno, sólo me ha pasado una vez: me mordió una morena y se me infectó la herida. La pierna se me hinchó como un globo y estaba sin penicilina, no había otro remedio que amputármela, fíjate si tendría mal aspecto. El problema era que no se me ocurría cómo, hasta que al final tuve la idea de construir una guillotina. Tenía la cuchilla que uso para cortar la turba, sólo necesitaba afilarla bien. Construí entonces un marco, donde pudiera instalar la hoja con un mecanismo para hacerla subir y bajar, y todavía me quedó madera para fabricarme un par de muletas y un ataúd pequeño para enterrar la pierna. Lo que más me costó fue tallar bien la madera para hacer el carril por donde correría la hoja: si me quedaba estrecho, se atascaría, y si lo hacía demasiado ancho, la guillotina caería con excesiva holgura y no haría un corte limpio. Pero al fin lo tuve todo listo y decidí que lo pondría en práctica al siguiente domingo. Luego resulta que se puso a llover, así que lo dejé para el día siguiente y comprobé que tenía todo lo necesario: vendas, antihemorrágicos, antisépticos, de todo. Cuando llegó el día, coloqué la pierna bajo la cuchilla; se me había puesto ya tan hinchada y negra, casi como el tronco de un árbol, y terna ya tan poco tacto en ella, que no creáis que me hubiera dado mucha pena perderla. Era la pierna derecha, y me dolía más la izquierda de tener que doblarla para poner la otra en la guillotina.

—Pero sigue teniendo la pierna derecha —le interrumpió Nakakura.

—Pues claro —dijo el viejo—. El aparato fue un fracaso, se detuvo al chocar contra el hueso. Yo creía que lo había afilado bien, pero no pudo cortarlo. Os sorprendería saber lo duros que son los huesos, duros como la piedra.

—Debió de dolerle una barbaridad —comentó Anémona.

—Bah, no fue para tanto. Y lo bueno es que explotó todo el pus salpicando por todas partes… incluso me entró los ojos, y tuve miedo de quedarme ciego. Creo que estar cojo no me hubiera importado tanto, pero hubiera sido muy mal asunto perder la vista.

—¿Y eso por qué? —preguntó Anémona.

—Bueno, señorita, le diré: yo soy piloto y, mientras que seguramente uno puede arreglárselas para llevar un avión aunque le falte una pierna, no hay forma humana de hacerlo si eres ciego.

Una serpiente de rayas amarillas y blancas cruzó la carretera delante de ellos. El anciano piloto se levantó la pernera de sus pantalones cortos y les enseñó la cicatriz. Luego le preguntó a Nakakura si le dejaba coger su pistola y disparar a los árboles, sin apuntar a nada en especial. Una bandada de pájaros echó a volar como si fueran uno solo.

—Hacedme una visita cuando volváis —repitió cuando estuvieron a bordo y listos para emprender viaje.

Kiku se volvió a mirarle mientras salían ya del embarcadero.

—¿Todavía funcionan esos helicópteros? —le preguntó.

El viejo asintió:

—Necesitaría un par de horas para ponerlos a punto, pero os pueden llevar a donde queráis.

La sombra de los pájaros, todavía volando en círculos por encima de ellos, cruzó el canal atestado de algas. La cabra agitó la cola para espantar un tábano y baló al verlos alejarse.

La isla Garagi, a la que se aproximaban por fin, tenía la forma de un zapato de señora.

Les cayó un chubasco mientras comprobaban el equipo de submarinismo y, poco después, el motor se puso a hacer un ruido raro. Hayashi, que estaba al timón en ese momento, lo apagó, mientras Kiku y Nakakura bajaban a ver qué pasaba. La sala de máquinas olía a aceite quemado: comprobaron la bomba de inyección del combustible, la salida de gases, la presión del aceite y todo lo demás, pero al final descubrieron que el problema estaba en un manojo de algas que había atascado la entrada del sistema de refrigeración. La tela metálica del filtro estaba doblada y debía de haberse colado dentro un poco del limo verde de Miruri. Tendrían que limpiar todo el conducto haciendo pasar por él agua de mar a presión.

El ambiente de la sala de máquinas era húmedo y sofocante; tanto Kiku como Nakakura, que ya tenían graves quemaduras del sol, goteaban sudor. Mientras desmontaban el filtro roto, Nakakura le hizo una pregunta que llevaba tiempo dándole vueltas en la cabeza:

—Entonces, suponiendo que encontráramos esa sustancia que estáis buscando, ¿qué pasa después? ¿De verdad vais a tirarla por encima de Tokio? —Kiku seguía pasando una escobilla metálica por el interior de la válvula de entrada—. ¿No podemos guardar un poco para Chiba? —añadió Nakakura guardándose un tornillo pequeño en el bolsillo de la camisa antes de empezar a instalar el filtro nuevo—. Me encantaría arrojarlo sobre Chiba.

—¿Porque es donde está tu madre? —le preguntó Kiku a su vez con una risa ahogada.

Nakakura asintió. Kiku tema el pecho desnudo lleno de aceite y trozos de alga que se le resbalaban sobre los regueros de sudor. La escobilla salió cubierta de un lodo brillante de color verde.

—¿Por qué ha venido Hayashi? —siguió preguntando Kiku, mientras derramaba agua sobre la escobilla para lavarla por el agujero de la sentina—. ¿No tiene familia o algo de eso? —Las hebras delgadas y grasientas de las algas parecían cubiertas de vello.

—No tema otro sitio al que ir —repuso Nakakura—. Y, de todas formas, nos atraparán antes o después, así que es lo mismo estar en el fondo del mar o en cualquier otro sitio.

Kiku alargó una mano para quitarle a Nakakura un trozo de alga que tema en la frente.

—A mí no van a atraparme —dijo, colocando de nuevo la tapa del tubo de entrada.

—¿Y qué pasa si no está la datura ésa? —siguió preguntando Nakakura mientras Kiku limpiaba un poco de mugre que se había depositado sobre las alas del sobrealimentador.

—Entonces será que está en las islas Marianas, o en las Marshall, y me iré a buscarla allí.

Kiku dio una palmadita al enorme motor de la Hatteras. En ese momento oyeron el zumbido de un avión y salieron a cubierta. Era la misma patrulla de las fuerzas de autodefensa ordenándoles que no atracaran en Garagi. Kiku les contestó por radio que estaban realizando unas reparaciones, pero que en cuanto terminaran volverían a Ogasawara. El avión siguió volando en círculos un rato antes de girar y alejarse, pero Kiku esperó hasta que se perdiera de vista por completo antes de arrancar el motor. Anémona se echó una siesta en el camarote mientras Nakakura volvía a comprobar la presión en las bombonas de oxígeno. Hayashi leía las cartas de navegación. Mientras el sol se sumergía en el horizonte, la isla Garagi surgió frente a ellos como un espejismo.