DOCE

El disco de Hashi se grabó en el estudio que tenía el señor D en las montañas de la península de Izu. El lugar, bautizado con el nombre de «La Nave Espacial», era un edificio en forma de barco, revestido de metal plateado y coronado por una burbuja transparente en la que había un telescopio. La astronomía era el hobby del señor D.

D era el hijo menor de un hombre muy severo, profesor de historia y también entrenador deportivo. Tenía dos hermanas y cinco hermanos, de los que el mayor le sacaba casi veinte años. Cuando D nació sus padres eran ya mayores, y lo educaron de la forma más estricta. Le hacían salir sin calcetines en pleno invierno y en la mesa estaba prohibido tocar la comida hasta que el padre se hubiera sentado. Cuando instalaban los puestos en los que se vendían juguetes, durante las fiestas, a D nunca le daban dinero para comprar nada y no se le permitía llevar amigos a su casa. Con el tiempo, aunque se convirtió en un niño muy nervioso, D aprendió a manejarse con las variadas reglas y restricciones de la vida en su casa; pero había una que nunca fue capaz de entender, y era la estricta prohibición de comerse la parte grasa de la carne. Según su padre, el tocino y las vísceras eran comidas vulgares, de clase baja, y siempre que tenían jamón asado o algo especial para comer, había que limpiarlo antes para dejar sólo la parte magra.

Por alguna razón, más que ninguno de los demás tabúes, fue éste el que le fascinó de una forma especial y, de pequeño, D pensaba constantemente en los placeres secretos de aquellos trocitos blancos que recortaba su madre con un cuchillo afilado. Por fin, un día encontró un trozo de grasa de bacon crudo tirado en el fregadero, y se lo metió en la boca con avidez. Se le deslizó por la lengua y garganta abajo, dejando un rastro de sal y un regusto untuoso que le excitó tanto que estuvo a punto de mojarse los pantalones. Sintió que la grasa le llegaba el estómago y bailaba allí una danza, como recordándole que todo lo que había comido hasta entonces resultaba, por comparación, tan seco e insípido como paja.

Tras esta primera toma de contacto, se las arregló para seguir procurándose regularmente más trozos de grasa a espaldas de su madre. Pero un día su padre lo sorprendió mientras tostaba un pedacito de tocino de cerdo en el fogón.

—¡Eres como un animal! —le había gritado varias veces.

Luego le dio una bofetada y lo envió a su habitación sin cenar. Era la segunda vez en su vida que su padre le pegaba.

La primera había sido poco después de empezar a ir al colegio. Allí habían diagnosticado que el niño era miope, pero su padre dijo que no era más que un síntoma de debilidad y le ordenó dedicar una hora al día a hacer meditación zen mirando a las montañas del horizonte. Cuando le pegó para castigarle por no haber hecho el ejercicio, D se impresionó mucho, porque era algo que en su casa sucedía muy raras veces. Y no porque su padre desaprobara los castigos físicos o dudase de su eficacia, sino porque los hijos siempre le habían tenido tanto miedo que hacían todo lo necesario para evitar que les pegara. El inusual castigo hizo que D se sintiera señalado, humillado y desmoralizado. La vergüenza llegó a convertirse en una leve neurosis, y empezó a faltar al colegio, lo que sirvió para que su padre se enfadara más. Su madre se limitaba a insistir en que tenía que pedir perdón. También sus hermanos le dejaron de lado: sólo una de las chicas le defendía en ocasiones.

Cuando estaba en cuarto curso, D trató de ahorcarse, pero le encontraron a tiempo y cortaron la cuerda. Poco tiempo después, mientras estaba aún en la cama con un vendaje alrededor de las erosiones que se había hecho en el cuello, el padre entró a hablar con él:

—La vida no es fácil. Está llena de cosas que pueden no gustarte, pero tienes que aceptarlas, como todo el mundo —en ese momento había sacado un telescopio, que colocó junto a la almohada del niño—. Mira, es para ti. Cuando algo te preocupe, mira a las estrellas. Te darás cuenta de lo pequeño que eres en realidad, y te prometo que te sentirás mucho mejor.

En los tres años que siguieron, D apenas hizo nada más que mirar por el telescopio. Ya en la escuela secundaria, llegó a ganar un premio por el diario en el que anotaba sus observaciones; lo había titulado Los cambios en la Vía Láctea.

Pero un día su padre se murió súbitamente de un ataque cardíaco. Mientras ayudaba a organizar sus papeles, D se topó con un taco de fotografías pornográficas en las que se veían hombres sudorosos, con la cabeza afeitada y en poses acrobáticas. Sólo chicos jóvenes. D escondió las fotografías en su cuarto y fue a informarse con un compañero de clase muy precoz:

—¿Los homosexuales pueden tener hijos? —le preguntó.

—Claro, ¿por qué no? Tienen semen como todo el mundo, y muchos no se dan cuenta de que son maricas: se casan, y tienen hijos y de todo —su amigo parecía todo un experto en la cuestión—. Parece que incluso les gusta que sus mujeres estén embarazadas continuamente, para no tener que hacerlo con ellas.

—¿Y es hereditario? —preguntó D a continuación.

—Eso sí que no lo sé —reconoció el otro chico.

Para entonces, D ya se daba cuenta de sus propias tendencias. No es que no le gustara hacerlo con mujeres, sino que para llegar a ello tenía que haber comido antes cierto tipo de alimentos, con mucha grasa. Pronto se convirtió en un ritual: se sentaba delante de un plato de tocino, lo contemplaba durante un rato, se deleitaba con el aroma, se frotaba un trocito por los labios y luego lo dejaba disolverse en la boca. Al tiempo que le resbalaba por la garganta y empezaba a arderle en el estómago, invariablemente empezaba a desear una mujer. Pero de la misma forma invariable, justo después del orgasmo le parecía que toda aquella grasa que estaba digiriendo le revestía las entrañas chupándole el calor del cuerpo, y acababa siempre por ponerse enfermo.

La carrera de D despegó después de que descubriera y lanzara a dos exitosas estrellas del rock. Había encontrado a la primera cuando aún trabajaba para una compañía discográfica; sin hacer caso al escepticismo y la oposición de los otros dos productores, había conseguido que se lanzara al chico y consiguió un éxito atronador en recompensa. El segundo llegó cuando ya D se había establecido por su cuenta, y llegó a sacar como productor independiente ocho discos de ese cantante, antes de que el chico fichara por una compañía inglesa. Cada uno de esos ocho discos llegó al número uno, convirtiendo a D en un hombre inmensamente rico y poderoso. En los dos casos D había elegido a chicos que, según los cánones establecidos, carecían de valor comercial. Pero él no había tenido ni una sola duda, desde el principio, de que eran estrellas que sólo esperaban a ser descubiertas.

D era un genio para distinguir a los jóvenes talentos, pero un genio con método. Cinco días a la semana se daba un festín de carne grasienta antes de salir de caza; cualquier chaval que aún le pareciese atractivo con el estómago lleno recibía una invitación a cenar. Con los que no respondían «la música» cuando les preguntaba por sus aficiones, hacía el amor y los olvidaba de inmediato. Pero a los que decían la palabra mágica les invitaba a verse de nuevo. Antes de esa segunda cita, D comía enormes cantidades de la comida más grasa posible, y se vaciaba en la primera vagina que encontrara; entonces estaba listo para poner a prueba el talento musical del nuevo chico. Si seguía este método al pie de la letra, su juicio en la audición era infalible. Hashi fue el tercero que superó la prueba.

En el caso de Hashi, D no sólo había comido toda la grasa necesaria sino que hasta la misma mujer que encontró era enorme y blanca; buena señal. Sin embargo, mientras escuchaba a Hashi no experimentó lo que se podría llamar la reacción típica: lo que sintió fue una necesidad acuciante de vomitar por encima de toda la cama, una urgencia que se había ido difuminando lentamente dejándole un sentimiento cálido en las entrañas. La canción apenas tenía melodía, la voz era poco más que un hilo entrecortado, pero desde el mismo momento en que Hashi abrió la boca, D sintió que la música se le colaba por los poros y se le agarraba por dentro. Y cuando cesó por fin, el silencio de la habitación parecía insoportable. Tuvo que pasar un tiempo para que entendiera que su cerebro había opuesto resistencia a la música de Hashi, pero que los demás órganos sí habían sucumbido al hechizo. Le pidió entonces que cantara otra cosa, y la segunda canción le impresionó aún más, haciéndole sentir un placer casi tan intenso como la melancolía que también le causaba.

La actuación de Hashi le dejó, como poco, pensativo. El chaval es un cantante extraordinario, no hay duda, uno de los mejores que he oído en mi vida. Pero la cuestión es que, cuando le escuchas por primera vez, te sientes hecho mierda, y nadie compra un disco para que le deje hecho mierda. Tenemos que buscar la forma de que la gente oiga cantar al chico sin que sepan qué es lo que están oyendo; así, cuando crean que lo están escuchando por primera vez, en realidad ya lo habrán oído. Afortunadamente, la solución era muy simple: basar el lanzamiento de Hashi en su desgraciada historia de huérfano y dejar que su forma de cantar, a un tiempo atractiva y repulsiva, triunfase por sí misma.

El día en que Hashi acabó de grabar su primer disco, D le dijo que podía pedir lo que quisiera para cenar. Hashi pidió una tortilla de arroz. Estaban en el comedor de La Nave Espacial, contemplando el mar. De la pared colgaba una imagen en la que se veían hombres vestidos de cura y unos bebés hermafroditas que cabalgaban a lomos de mariposas gigantes con labios en las alas: una ilustración sacada de un ensayo en dos tomos sobre los mitos incas que había editado D. El papel de las paredes era de un rojo intenso y lustroso, y el suelo de un metal dorado que hizo un extraño sonido como de timbre cuando entró la cocinera de D en la habitación. Era una mujer alta, musculosa, con tacones muy altos.

—¿Quieres cangrejo o gambas con esa «tortilla de arroz»? —le preguntó.

—Cangrejo —dijo Hashi—. Eh… perdone —añadió, mirándola fijamente—, ¿usted no estaba en el equipo olímpico de voleibol? Recuerdo haberla visto en la tele.

—Debes de referirte a mi madre —rio la mujer—. Pero yo fui lanzadora de jabalina.

Al hablar, se veía el brillo de las fundas de oro que le llenaban la boca. D pidió paté de pato y un sorbete de cassis.

—Me han dicho que tú y el batería tuvisteis una buena agarrada ayer. ¿Qué le dijiste? Parece que se puso furioso —preguntó el señor D a Hashi.

—Le dije que estaba haciendo mucho ruido… porque era verdad.

—¿El batería?

—Me espanta la batería cuando no hacen más que aporrearla.

—Es el mejor batería que hay.

—Pues entonces será que odio la batería.

—¿Que odias la batería? ¿Cómo se puede «odiar la batería»?

—Ya le dije que hacía mucho ruido.

—Hashi, a veces me pareces un marciano —dijo D, y sus ojos rasgados se estrecharon aún más. En todo el tiempo desde que lo conocía, Hashi nunca le había visto las pupilas. El paté le había dejado los labios y los dientes brillantes—. Me dijiste una vez que te gustaba más Helen Merrill que Carmen McCrae.

—¿Y qué?

—¿Y por qué?

—Por nada en especial —repuso Hashi.

—Tiene que ser por algo —insistió D.

—Pues no es por nada. Es así, sin más. Me gusta más Clara Neumaus que Elizetti Cardoz, y más Schwarzkopf que Maria Callas. ¿Qué tiene de malo?

—Nada, seguramente. Pero me parece que todo está relacionado. Eliges a las que parecen hermanas en vez de a las del upo de madre, en toda tu lista. A lo mejor es porque siempre hay una madre cerca de alguien que nace —especuló D.

Hashi se comió la parte externa de la tortilla, y luego clavó el tenedor en el arroz salpicado de trocitos de cangrejo rojo. En el centro, el tenedor pinchó un tomate cocido al vapor, y su olor amargo al abrirse le trajo el recuerdo de alguien aplastando un tomate crudo de un pisotón. Era un pie de niño, sin calcetines, con unas zapatillas deportivas negras; el tomate rodaba y el pie le caía encima con fuerza, salpicando zumo rojo. Ahora el olor era idéntico, penetrante, un olor que debió de impregnar el aire en el momento en que él nació.

—Señor D, voy a ser cantante —dijo Hashi, medio afirmando y medio preguntando.

—Claro que sí. Ahora cómete la tortilla.

—Soy muy feliz —dijo Hashi, tratando de imaginar el futuro.

—Muy bien. Ahora come —dijo D—. Es de mala educación para con los campesinos que los niños no se coman el arroz.

—Pero, ¿sabe usted por qué soy tan feliz? —preguntó Hashi.

—Porque vas a ser una estrella.

—En parte por eso, pero también porque siento como si hubiera conseguido romperme y salir de mí mismo, dejar algo atrás. ¿Sabe a qué me refiero?

—No, no del todo. Pero sí que te puedo decir una cosa: vas a vender muchos discos, niño.

—¿Sabe? En la isla no había ni una sola cosa que yo quisiera de verdad, ni una. Puede que entonces pensara que sí, pero no era nada, nada de lo que yo amo. Y por eso me largué; algo me dijo que tenía que haber una vida mejor en otra parte, que tenía que haber un sido donde yo encontraría algo que amar. Por la noche, tras haberme pasado el día cantando, me voy a la cama y siento que todo está en su sitio. He pasado toda mi vida, hasta ahora, como aturdido. Todo lo de aquel sitio me sentaba mal, y tenía que irme lejos para poder ver claro.

»Se oyen mucho esas historias sobre animales, un gatito o algo así, que se pierden y encuentran un nuevo dueño que vive lejos. El animal se queda allí durante un tiempo, pero nunca acaba de sentirse en casa, y un día se pone en camino y hace un viaje larguísimo, superando todo tipo de obstáculos hasta que encuentra la ruta para volver a casa… a su casa de verdad, claro. Supongo que yo soy como esos gatos, y cuando llegué aquí a la ciudad, cuando empecé a cantar, supe que por fin estaba en casa.

—Un gatito perdido, ¿eh? Puede ser —dijo D—. Pero en serio, Hashi, ¿puedes dejar de desbarrar y comerte el arroz? Creo que ya te he dicho que el arroz tiene algo que me da escalofríos. ¿A ti no te pasa? ¿No te parece que hay algo desconcertante en esa manera que tiene de quedarse en el plato? Es algo así como un balón de rugby, ¿me entiendes? Es una cosa segura, predecible, siempre que lo tengas entre las manos o bien sujeto en el campo; pero una vez que lo lanzas y va por ahí girando y alejándose, no se puede decir adónde va a llegar. Exactamente igual que el arroz. Y lo mismo que el propio hecho de cultivar la tierra; los japoneses, en lo profundo, no somos más que campesinos… ¿Te das cuenta de la conclusión?

—Pues la verdad es que no —dijo Hashi, algo aturdido.

—No importa si te das cuenta o no. Vamos a dejarlo. Pero tu historia del gatito me ha recordado a un minino que me encontré una vez cuando era pequeño. Mi padre era un insensible, que se ponía como una fiera si yo lloraba en las películas tristes, pero tenía un punto débil con los animales y, cuando encontré al gatito, permitió que me lo quedara en la casa. Y además era un gato muy especial, con un precioso pelaje muy largo, blanco, marrón y color crema, todo mezclado, y yo siempre pensé que se debía de haber escapado de una tienda de animales o algo así. En fin, cuando yo lo encontré era un cachorrito, y me tomó mucho cariño. Pero el gato me enseñó algo que nunca he olvidado: los gatos tienen esa forma de competir entre ellos para ver quién es más independiente… es su forma de hacer una demostración de fuerza. ¿Tú sabes algo de psicología? Imagínate que tienes dos gatos, o dos personas o lo que sea, digamos A y B. Siempre habrá uno que sea el líder, el que atraiga la atención, y siempre es el que parece no preocuparse de nada, el que tiene una actitud más despegada hacia todo. ¿Me sigues?

»Puede que lo entiendas mejor si ponemos que A y B son un hombre y una mujer. Ahora supongamos que A se enamora de B, pero B se porta como si A le diera igual; naturalmente, B tiene a A debajo del zapato. Pues con los gatos pasa lo mismo: la indiferencia es poder, y todavía es peor con los que cuestan una pasta y tienen pedigrí y toda esa mierda. Luego tienes que cuidarlo como si fuera de oro porque si se te muere has tirado el dinero por el váter. Y el gato no tarda nada en darse cuenta de todo esto: no tiene que preocuparse de cuándo va a comer otra vez, no tiene que preocuparse de nada, y entonces se te hace el amo; te ha ganado la guerra de la indiferencia. Quizá por eso el que yo tuve de pequeño era un gato tan bueno; no era más que un animal callejero que me siguió hasta casa, así que a mí me daba igual si vivía o moría, y eso significaba que desde el principio yo había ganado. Sólo tenía que darle un poco de leche cuando venía a frotarme la cabeza contra la pierna, y el gato ya era mío. Adonde yo iba, él venía detrás; hiciera yo lo que hiciera, lo tenía ahí mirando.

»Hasta que un día el gato desapareció una temporada y cuando volvió estaba algo raro. Enseguida me di cuenta de que la barriga le estaba creciendo por días, y que iba a tener garitos. En fin, no iba a perderme ese espectáculo, así que no le quitaba la vista de encima, y por fin los tuvo, cinco en total, no mayores que ratoncitos. Supongo que, como yo era un crío y estaba aprendiendo cosas sobre el misterio de la vida y todo eso, me excité muchísimo; la cuestión es que empecé a bailar una danza alrededor de la madre y los cachorros; una tontería, ya lo sé, pero qué quieres. Yo era un niño… en fin, resultó que fue lo peor que se podía hacer. Luego me enteré de que ella debió de pensar que yo iba a matar a los gatitos; y por eso empezó a cogerlos con la boca uno por uno. Al principio yo pensé que era de lo más normal, que iba a lamerles aquella sustancia pegajosa o algo así, pero luego me di cuenta de que se los estaba comiendo, masticándolos y tragándoselos, trocito a trocito. Yo me puse a chillar y hasta traté de golpearla, pero la gata me clavó los dientes en la mano. Y ahí me quedé llorando, muerto de miedo, mientras la gata seguía masticando al último bebé. Pero por alguna razón no fue ya capaz de tragarlo y lo escupió, a medio morder. Y ahí se quedó tirado, sin moverse.

»Yo decidí que tenía que buscar ayuda, así que fui a buscar a una de mis hermanas y le conté lo que había pasado. Ella cogió al gatito y lo lavó, pero seguía sin moverse y mi hermana dijo que no había nada que hacer y que yo tenía que enterrarlo. Entonces lo envolví en papel de periódico y lo metí en una bolsa de plástico; luego salí al jardín y cavé un hoyo… supongo que en total todo esto me llevó como una hora. Y en ese momento, cuando estaba a punto de terminar la tumba, oí un ruido que venía de la bolsa, pero yo seguí adelante con mi pequeño funeral de todas formas. Estaba a punto de colocarla en el hoyo cuando la bolsa empezó a moverse: la abrí y, por supuesto, el gatito aún estaba vivo. En fin, ese cachorrito creció hasta convertirse en un gato de lo más pendenciero, que se enseñoreó de todo el barrio y que nunca perdió una pelea. En la época de celo, no te imaginas la cantidad de perros que aparecían sin un ojo por aquella ciudad…

—¿Y qué se supone que quiere decir exactamente esta historia? —preguntó Hashi, antes de que D hubiera acabado.

—Nada especial, sólo que el gato gritó y volvió a la vida. ¿No te suena de nada?

—¿Quiere decir que yo soy como ese gato? —dijo Hashi, elevando la voz.

—No hay por qué acalorarse ni enfadarse. Sólo trataba de sugerir que la mujer que te dejó en la taquilla probablemente no lo hizo porque te odiase; puede que lo hiciera por instinto, para protegerte… como la gata —respondió D.

—Me parece una tontería.

—¿Tontería por qué? —objetó D—. Creí que era una historia bastante buena.

—¿Y en qué época del año se supone que sucedió? —preguntó Hashi con desconfianza—. ¿En invierno?

—No, en verano —dijo D.

—¿Y cómo se llamaba el gato?

—¿Cuál de ellos?

—La gata, la madre.

—Yo la llamaba Peko.

—¿Y el gatito?

—Estaba salvaje, vivía fuera, así que nunca le puse nombre.

—¿Y sabe por qué ese gatito volvió a la vida y se hizo tan fuerte?

—Supongo que porque el haber empezado tan mal le hizo luchar con todas sus fuerzas para salir adelante.

—¡No! —dijo Hashi—. Fue el odio, ni más ni menos.

A Hashi se le cayó el tenedor de la mano y tras él cayeron los ojos de D, que apartó la vista porque no soportaba la expresión del rostro de Hashi, no muy distinta de la gata madre mientras se comía a sus hijos. La cocinera, que acababa de entrar con agua helada y kakis, colocó un tenedor limpio junto al plato de Hashi.

—Yo lo recogeré luego —le dijo a Hashi cuando éste se doblaba para alcanzar el que se había caído.

D se quedó sentado, contemplando fijamente el cubierto acerado que brillaba sobre el suelo oscuro, preguntándose si debería contarle a Hashi que estaba organizando un encuentro televisado con su madre.

—Pero así son las cosas —siguió diciendo Hashi—. Pasa con los gatos, los peces, los pájaros y todo lo demás; tienen docenas y docenas de crías, pero sólo sobreviven unos pocos, así que los bebés nacen odiando a los padres que se los comen; de hecho, nacen ya con rencor hacia todo lo que les rodea, hasta a los soplos de brisa que les acarician la piel, antes de que abran los ojos. Nacen sintiendo desprecio por todo excepto por ellos mismos; no son conscientes, desde luego, porque aún tienen el cerebro pequeño y pastoso, pero lo sienten con cada célula del cuerpo, de forma instintiva. Todo es peligroso, y todo es odioso. Y es la naturaleza, que sigue adelante sin pensar, como el pelo y las uñas que le siguen creciendo a la gente durante un tiempo después de que se hayan muerto… Siempre queda un poco de vida… Era verano, ¿verdad? Tiene que haber sido en verano. Y seguro que el sol brillaba con fuerza, y el calor hizo que le empezase a bombear la sangre, y ya no lo aguantó más y empezó a berrear… y fue entonces cuando volvió a la vida y resucitó odiando a su madre… ¡odiándolo todo!

—¡Guau! —le interrumpió D—. ¡Eso sí que es contar una historia! ¿Es la tuya?

—Supongo que sí —respondió Hashi.

Pero no. Era la de Kiku. De repente Hashi consiguió asir el recuerdo que había tenido jugueteando por los bordes del cerebro desde el momento en que clavó el tenedor en el tomate… Una excursión del orfanato, taquillas de monedas como una colmena enfrente de una pista de patinaje. Y dentro, hermanitos y hermanitas, quizá. Una mujer pelirroja, tomates por todas partes, y Kiku, con expresión furiosa, pisándolos… y ese olor acre.

—¿Es el odio lo que te hace cantar? —preguntó D.

—No, la verdad es que no.

—¿Entonces lo haces para intentar olvidarte del odio?

—Quién sabe —dijo Hashi.

—¿Quién sabe? Si no lo sabes tú, nadie. Pero te diré lo que sé yo, sé que eres un mocoso mimado. Cuando escucho hablar a críos como tú, me dan ganas de vomitar; de hecho, si el comedor en que estamos no fuera mío, vomitaría aquí mismo. Me da la impresión de que los chavales como tú no tienen ni idea de nada. Tú naciste en un mundo con calefacción central y aire acondicionado. Ni siquiera sabes lo que es tener frío o calor. Quieres que a todo el mundo le dé mucha pena de d porque lo has pasado tan mal, pero en mi opinión, te han echado a perder a base de mimos: el orfanato, tus padres adoptivos, todo el mundo. Supongo que tienes razón en que, durante los primeros minutos después de que nacieras, te hicieron la puñeta, pero luego te llevaron ya adonde había aire acondicionado y no volviste a salir de allí. Puedes lloriquear hasta que se te seque la garganta, que no vas a conseguir darme ninguna pena.

Hashi bebió un trago de agua y trató de contestar, pero no le salió nada. Si fuera Kiku, se le ocurrió, hace ya rato que le hubiera dicho algo muy desagradable y le hubiera dado un puñetazo a D. Escarbó un poco en el tomate al vapor con el tenedor limpio, esforzándose en no pensar en la gruesa capa de músculos que cubrían el cuerpo de Kiku. En cualquier caso, ahora me odia, pensó mientras sacaba un trocito verdoso del centro del tomate y se lo metía en la boca.

—¿Te gusta? —preguntó la cocinera, sonriendo con orgullo—. Lo he rellenado con perejil y algas.

D se comió la mitad del sorbete de una sola cucharada. Los trocitos de escarcha morada chisporrotearon al fundirse en su lengua.

Cuando volvieron a la capital, a Hashi le presentaron a una mujer llamada Neva, la estilista que D había contratado para que trabajase en su imagen. Neva hizo una serie de bocetos mostrando diversas opciones de peinado, maquillaje y vestuario y, tras largas consultas con D, se llevó a Hashi para empezar el circuito. Primera parada: el pelo. El salón de peluquería, en Aoyama, ocupaba la octava planta de un edificio recubierto de cristal negro. La mujer que les recibió en la puerta llevaba una alarmante sombra de ojos alagartada. En la ventana relucía un letrero de neón con el nombre del establecimiento: Marx. Una de las paredes estaba empapelada con fotografías Polaroid de clientes famosos. El resto de la decoración parecía más propia de un salón del siglo XIX que de un local de estética, aunque con ciertos toques llamativos, como una vitrina de madera de teka oscura en la que se exhibían corsés antiguos, con unas cinturas de estrechez imposible. En el centro de la sala se veía una bañera antigua esmaltada, convertida en fuente y con una escultura de mármol que representaba a una sirenita rodeada de delfines, una planta de hojas puntiagudas y una nube de burbujas de jabón. En todo el local sólo había dos sillas.

Cuando Neva entró, los cuatro empleados dejaron sus tareas para saludarla.

—¿Dónde está el jefe? —preguntó Neva a uno de ellos.

—Ha salido un segundo —respondió una chica joven que llevaba el flequillo recogido con un lazo, dándole un extraño aspecto de seto.

Neva le pidió que fuera a buscarle y se sentó en un sofá, con Hashi a su lado. Unos minutos después apareció apresuradamente un hombre grueso y sudoroso, con ropa de jugar al béisbol, una gorra con la letra P bordada y bigote. Tras limpiarse el sudor del rostro y encender un cigarrillo, se dirigió a Neva.

—¿Éste es el chico? —le preguntó, cerrando un ojo.

—El mismo —respondió ella, levantándose del sofá para pasar los dedos por el cabello de Hashi.

Neva mostró sus bocetos al hombre, que fue a buscar unos libros gruesos y muy usados que tenía al fondo del local. Tras hojearlos, se detuvo en una página y señaló una imagen. Neva asintió con la cabeza. Cuando Hashi preguntó de quién era la fotografía, el hombre le respondió con una voz alta y aflautada:

—Brian Jones a los diecisiete años.

Primero le lavaron el pelo, para lo que el gordo cambió el grifo normal del lavabo por uno de bronce oxidado. Mientras le enjuagaba, le explicó que había robado ese grifo de ducha de la bañera de una habitación de hotel en la que una vez había dormido Rodolfo Valentino.

—Da buena suerte. Yo siempre les digo a los artistas: «Tu cabello es tu marca de fábrica». Así que tú eres el que D llama «El príncipe mendigo», ¿eh? ¿Qué quiere decir con eso?

Mientras le cortaban el pelo, Hashi contemplaba a Neva por el espejo. Los ojos y las cejas daban la impresión de estar suspendidos sobre la superficie de su rostro ovalado y tenía los labios tan finos como trazados con lápiz. Así debían de ser las mujeres cuando la guerra, pensó. Llevaba un sobrio traje color azul marino, medias de color carne algo arrugadas, zapatos de tacón alto y un bolso que parecía pesar mucho. Colócale una banda en la frente y hazla ponerse firmes y saludar, y quedaría perfecta en cualquier campo de batalla, siguió pensando Hashi, sonriendo para sus adentros. Sus ojos se encontraron en el espejo, mientras ella se pasaba un trozo de seda dental por los dientes, y Hashi se fijó en que la mano que sujetaba aquel hilo parecía la de una anciana: arrugada, seca y con manchas.

Luego lo llevaron a un hotel muy elegante con una fuente en el hall de recepción. Allí Neva encargó los trajes de Hashi, cinco conjuntos idénticos, en una tienda del piso inferior: cinco chaquetas ablusonadas en negro satinado y cinco pares de pantalones de estilo torero, ligeramente arqueados por los lados. Como tenían una sesión fotográfica a continuación, necesitaba que le arreglasen las camisas de seda al instante, explicó. Mientras esperaban, el encargado, un viejo gay, le relató a Neva el viaje que había hecho al Pacífico Sur, acompañado de un actor, un mes atrás. Les contó los mismos detalles una y otra vez: que habían ido de pesca y que el actor se había emocionado tanto cuando iba a arponear a un pez espada que se había hecho un esguince en el tobillo y había estado a punto de caerse por la borda; que la gente de allí le había tomado el pelo; que luego ahumaron el pescado y organizaron una fiesta; que le habían obligado a participar en el espectáculo, haciéndole ponerse una bombilla de neón en el trasero para imitar a un pez fosforescente… ese tipo de cosas. Neva asentía con la cabeza en los pasajes adecuados del relato y se las arregló al final para negociar un cinco por ciento de descuento con el hombre.

—A partir de ahora, tienes que prestar atención a tu aspecto —le dijo Neva a Hashi cuando volvían al coche.

Contemplando las manos arruinadas con las que sujetaba el volante, Hashi pensó que parecían de otra persona.

—Tienes que estar al día en moda —seguía diciéndole Neva—. La moda es el juego más tonto y más vano que hay, pero precisamente por eso resulta tan divertido. ¿Sabes para qué son la ropa y el maquillaje? ¿Por qué nos los ponemos? Muy simple: para poder quitárnoslos, para tener algo que sacarnos de encima de forma que nos sintamos desnudos. La ropa está ahí para hacer pensar a los demás en lo que no se ve. Pero todo es un gran sinsentido, por supuesto, porque una vez que te despojas de la ropa y te desmaquillas, ¿qué te queda? Cero. Pero, como te decía, ésa es la gracia del asunto, ¿no te parece? —Y se rio por primera vez desde que se habían conocido.

Las fotografías promocionales de Hashi se iban a realizar en un decorado de estudio que consistía en una maqueta a pequeña escala de toda la ciudad, con la Torre de Tokio y todo. Como aún le faltaban unos retoques, Hashi fue a echar un vistazo por los demás platos mientras trabajaban en el suyo. En el primero, unos luchadores de sumo bailaban un vals con mujeres embarazadas sobre un campo sembrado de melones, que estaban iluminados desde dentro con unas luces muy potentes. Un joven que llevaba un megáfono en la mano le explicó a Hashi que estaban rodando un spot publicitario para un tranquilizante.

En el estudio de al lado había un orangután agarrado a la torreta de un tanque, agitando la bandera norteamericana. Pero al encenderse los focos para empezar a rodar, el simio se cayó al suelo. Su entrenador trató de engatusarlo con un terrón de azúcar para que volviera a su sitio, arguyendo entre dientes que quizá las luces brillaban demasiado. Decidieron entonces bajar la intensidad hasta que el orangután volviera a subirse y aumentarla de nuevo durante la toma, pero el animal dejó escapar un ronco gemido en voz baja cuando las luces se atenuaron. En la oscuridad, el cuidador hizo todo lo posible, llevándole una mano hacia la torreta del tanque y haciéndole sostener la bandera con la otra, pero cuando volvieron las luces algunas de las mujeres presentes soltaron un grito: en lugar de la bandera, que no se veía por ninguna parte, aquella mano peluda sostenía un enorme pene erecto que agitaba con vigor. Mientras Hashi contemplaba la escena riéndose, Neva se le acercó por detrás para decirle que en el estudio estaba ya casi todo listo. A Hashi se le borró la sonrisa de los labios al ver la mirada de preocupación que Neva dirigía al pene.

Mientras volvían al set, se cruzaron con dos chicas gemelas en traje de baño que llevaban unas cestas de fruta en equilibro sobre la cabeza. Les brillaba todo el cuerpo como si se hubiesen untado con aceite y las dos estaban llorando. Una de ellas tenía un termómetro metido en la boca. Las seguía un hombre, al parecer su representante, gritándoles:

—¡Las tetas! ¡Lo único que les interesa es veros las tetas! ¡Tenéis que enseñarles las tetas!

El fuerte olor que despedían las chicas hizo que Hashi se volviera a seguirlas con la mirada; en ese momento a una se le cayó un melón de la cesta y reventó contra el suelo, salpicándole de fruta y semillas las uñas pintadas de rojo intenso. Mientras el hombre le limpiaba los pies, la chica se fijó en la mirada de Hashi y le sonrió, aún con el termómetro en la boca. Hashi no le devolvió la sonrisa.

Esa noche Hashi bebió alcohol por primera vez en su vida. La sesión fotográfica había durado tres horas más de lo programado, hasta bien pasada la medianoche; después, tras llevarle a cenar, Neva le invitó a un bar en el piso superior de un edificio muy alto. Hashi dijo que estaba agotado de tanto sonreír y de obedecer las órdenes del fotógrafo, y ella le sugirió que se tomase una copa. El dudó, porque el alcohol le hacía recordar con odio instintivo las borracheras nocturnas de Kuwayama. Tras beber unos cuantos tragos, aquel hombre generalmente callado se volvía charlatán y ruidoso, y además la orina le apestaba, recordó Hashi. Empezaba entonces a contar con una retahíla monótona todo lo que había sufrido, las penas y las alegrías de la vida y al final rompía a llorar y se arrancaba con una antigua canción de los mineros. Eso era todo lo que Hashi sabía sobre el alcohol.

Neva, que ya se había tomado varios whiskies, llamó al camarero y le trajeron en el acto un cóctel transparente decorado con unas rodajas de limón.

—Esto es lo mejor para los nervios —le dijo.

A Hashi se le adormeció la lengua tras el primer trago. Las colillas de los cigarrillos de Neva, con los filtros manchados de carmín, se amontonaban en el cenicero. Al alargar ella la mano para coger el que estaba fumando, Hashi se fijó en los finos dedos estropeados y se acordó de que quería preguntarle qué le había pasado en las manos.

—¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo, dando un largo trago a su copa—. ¿Tus manos…? —consiguió llegar hasta ahí antes de que le diese un ataque de tos, sintiendo como si le bajara arena ardiendo por la garganta y se la sacaran luego del estómago con una pala.

Neva rio y le dio unos golpecitos en la espalda. Pero para cuando se le pasó la tos, ya había empezado a hacerle efecto la bebida: le dio la impresión de que el ruido ambiental se hacía más distante, mientras que la propia Neva se volvía dolorosamente real y cercana. Hashi pidió otro cóctel y se lo bebió de un trago, sin toser esta vez. Neva aplaudió, pero antes de que Hashi volviera a posar la copa la cabeza empezó a pesarle y decidió no preguntar nada de lo de las manos.

Se quedó entonces mirando la graciosa curva de sus tobillos lisos y rollizos, que se sumergían en los zapatos de charol como por succión. Pensó que eran preciosos. Luego examinó los labios y el cigarrillo, silueteados por la luz tenue del bar. El camarero se acercó a vaciarles el cenicero y Hashi se dio cuenta de que Neva le escondía las manos. De repente, sintió que le abrumaban toda la tristeza del mundo y la idea de que la felicidad no existía y, mientras trataba de refrenar las ganas de llorar, la pena se le convirtió lentamente en rabia. Esta preciosa mujer, pensó, esta mujer que ha trabajado todo el día por mí como una esclava, con el pelo, la ropa, la sesión de fotos… esta mujer que no se ha alterado ni regateando el precio de las camisas de seda, ésta que está aquí sentada tomándose un whisky, con sus piernas tan elegantes, sus labios suaves y esos ojos astutos que se vuelven dulces cuando se ríe, esta mujer maravillosa se siente desgraciada… y todo porque tiene arrugas en las manos. No se puede permitir que ocurra esto, pensó… pero no había ninguna forma de que él pudiera evitarle esa infelicidad, ningún método que él conociera para arreglarle las manos. Ojalá pudiera, ojalá fuera mago y pudiera hacer que tuviera las manos jóvenes otra vez. Haría cualquier cosa por ella. Le daría todo lo que tenía: las camisas, el hueso de Kazuyo, su voz, todo. La ira que sentía le sorprendió de tal forma que se quedó allí sentado un instante, anonadado.

Al darse cuenta de que Hashi empezaba a actuar de forma rara, Neva trató de hacerle beber un poco de agua, pero él la derramó por el suelo, le cogió una mano y rompió a llorar.

—Siento tanto no poder hacer nada por ti —sollozó—. Lo siento tanto…

A Hashi le temblaba todo el cuerpo mientras miraba a su alrededor buscando algo que le aliviase la pena; pero cuando ya estaba a punto de concluir que no iba a encontrar nada vio al pianista, que había estado todo el tiempo allí, tocando bastante mal. Todavía agarrado a la mano de Neva, empezó a gritar insultos en dirección al hombre:

—¡Mira lo que has hecho! ¡Eres un pianista tan incapaz que se le han marchitado las manos! Por tu culpa todo el mundo se siente fatal. El que escribió esa canción se ha matado para hacer algo bonito, para componer algo que haga a la gente sentirse menos sola, para recordarles a los viejos amigos o lo que sea, y mira lo que has hecho con ella.

Al acabar su diatriba, Hashi se imaginó que sacaba de alguna parte la pistola de Tatsuo y le volaba la cabeza en pedazos al pianista. Le parecía que era lo único que podía hacer por Neva.

Entonces se puso de pie, repentina y resueltamente.

—Pues muy bien. Voy a librar a la bella Neva de todos vosotros, hijos de puta —anunció, dirigiéndose al piano.

Cuando Neva trató de detenerle, él se soltó bruscamente y, agarrando una botella de whisky, trató de pegarle al pianista con ella, pero erró el golpe, que fue a impactar sobre el teclado, con un grotesco estruendo de vidrios rotos, whisky a borbotones y vómito de Hashi, que devolvió toda la cena y la bebida. Por un instante, el local quedó en un silencio de muerte, luego todo el mundo rompió a hablar a la vez. En medio del escándalo, Neva y un camarero se acercaron corriendo para tratar de apaciguar a Hashi, pero él los detuvo con una voz que amenazaba con partir el edificio en dos:

—¡NO ME TOQUEN!

A continuación, se puso a gatas mientras los demás camareros, que ya habían empezado a limpiar, se disculpaban ante los disgustados clientes. El pianista, murmurando todavía algo sobre el chalado de la botella, se quedó junto a Neva, que parecía algo perdida. Pero fue la primera en oírlo. A continuación, también el pianista pareció aguzar el oído. Los camareros dejaron de barrer y los clientes se quedaron petrificados en el sitio. La quietud más absoluta se extendió por todo el local: Hashi estaba cantando.

De rodillas, con los ojos fuertemente apretados, había empezado por silbar como un pájaro; pronto el silbido se convirtió en una canción que nadie había oído antes. Era el Blues de San Vito.

Fuera lo que fuese, hizo que a Neva se le erizara toda la piel. Aquel sonido parecía llegar atravesando una finísima membrana hecha con el pelo del animal más suave del mundo. No flotaba sobre el local; más bien daba la impresión de estar envolviéndolo como un sudario. La melodía resultaba casi inaudible, pero se resistía a morir, pegándose a la piel y atravesando los poros para mezclarse con la sangre. Y en el aire flotaba algo pútrido, que se adensaba hasta hacerse palpable. Cuando la atmósfera llegó a volverse espesa como una mermelada, Neva sintió que la canción le horadaba el cerebro, reviviendo el recuerdo de algo olvidado mucho tiempo antes. Trató de desprenderse de él con todas sus fuerzas, hasta que súbitamente una imagen flotó ante sus ojos: una ciudad a la hora del crepúsculo, el cielo color naranja brillando tras las montañas del horizonte y todo lo demás teñido de un azul profundo, roto solamente por las luces de un tren que cruzaba a toda prisa la ciudad.

Cuando el tren pasó, Neva sacudió la cabeza y volvió al bar donde estaba un instante antes. Nadie se movía. El pianista estaba sentado, sujetándose la cabeza con las manos, meciéndose lentamente hacia delante y hacia atrás. Dándose cuenta de que tenía que detenerle, Neva consiguió llegar hasta Hashi y le cubrió la boca con la mano. El, sobresaltado, la mordió y giró sobre sí mismo con un movimiento lleno de rabia. Y justo antes de perder el conocimiento, le musitó al oído:

—Soy un inútil. No tengo agallas.