DIECISEIS

Aún faltaba algo de tiempo para la hora en que había quedado a cenar con Neva y se le había olvidado comprarle flores (a ella le encantaban las orquídeas), así que Hashi le pidió al taxista que parara allí mismo y se bajó para hacer a pie el resto del trayecto. En la puerta de la floristería se veía un inmenso árbol de Navidad, pero en el interior hacía calor y olía a hojas mojadas. El dueño de la floristería, un hombre de pelo oscuro con un collar de marfil al cuello, al que le asomaba el pelo del pecho bajo la camisa abierta, saludó a Hashi al entrar. Estaba cortando rosas. Hashi le pidió cinco orquídeas: blancas, con un toque de rojo en los bordes. Mientras se las envolvían en papel plateado, entró un hombre de evidente aspecto homosexual, con una chaqueta de pieles.

—¿Sabéis de qué tengo un antojo mortal? —anunció—. De buganvilla, toneladas de buganvilla, con tallos y todo.

El dueño dejó por un momento las orquídeas y se dirigió al frigorífico de la trastienda. Cuando volvió, traía los brazos llenos de buganvilla.

—¿Para qué necesita tanta? —le preguntó al de la chaqueta de pieles.

—Vamos a celebrar una cabalgata de Navidad y me voy a poner una guirnalda en el pelo para hacer de Rudolf, el reno de nariz roja. Pero trate esas cositas con cuidado, que basta con un estornudo para que se le caigan todos los pétalos.

Era la primera vez que Hashi veía los brillantes colores reales de esta flor; las que tenía guardadas como recuerdo de su madre se habían vuelto marrones mucho tiempo atrás.

—Me pregunto qué significa «buganvilla» en botánica —murmuró.

El florista sonrió negando con la cabeza, pero le contestó el de las pieles:

—Puede que tenga algo que ver con «bujarrón», ¿no te parece? —y le guiñó un ojo a Hashi, que se rio.

No sabía que fueran tan frágiles, pensaba. ¿Y por qué las habrá puesto mi madre conmigo en la taquilla? Aquella escritora dijo que porque eran lo más elegante que había en las floristerías en aquella época…

Mientras permanecía sumido en sus reflexiones, el mariquita pasó contorneándose junto a él y salió de la tienda, esparciendo pétalos de color carmesí por los hombros de su chaqueta de zorro plateado.

Cuando volvió a la calle, Hashi vio a un perro sentado junto a un ciego que tocaba el violín. Con cada ráfaga de aire la música daba la impresión dé desvanecerse, quizá porque el hombre tenía los dedos entumecidos de frío. El aliento del perro formaba nubecitas blancas. Un grupo de borrachos pasó junto a ellos y uno llamó a los demás para que se detuvieran, sentándose al lado del perro y abriendo una caja pequeña de sushi. El perro, una mezcla de varias razas, olfateó la comida y luego levantó la vista hacia su amo. Sin dejar de tocar, el hombre graznó:

—¿Qué pasa?

—Nada, se me ocurrió que podía darle a tu perro un poco de este atún —dijo el borracho.

—Lo siento —repuso el viejo—, no puede comer nada crudo.

El borracho había agarrado al perro por el collar y trataba de forzarle a tragar el pescado.

—Venga, imbécil, ¿no ves que es ventresca de verdad? —le decía.

El perro agitó la cola, dejó escapar un quejido y trató de liberarse, mientras el ciego se disculpaba y seguía tocando.

—Pues vale, como quieras —se rindió al fin el borracho y, tras tirar el sushi que quedaba en la lata de las limosnas, se fue.

Mientras Hashi se alejaba a su vez, el viejo músico estaba agachado junto a la lata, sacando con los dedos los montoncitos de arroz y tirándolos al suelo.

En Roppongi, los okupas habían llenado toda una calle de puestos improvisados hechos con cajas de cartón en los que habían expuesto su bisutería, pinturas y hasta poemas para venderlos. Un grupo tenía una tarta de Navidad que probablemente habían encontrado en la basura de alguna pastelería, y se la comían a grandes puñados. Una chica joven, encorvada para protegerse del frío, llevaba un piercing atravesándole la mejilla, del que colgaba una etiqueta con las palabras ¡Punk para siempre! El piercing parecía algo oxidado y, aunque no se distinguía muy bien a la luz del crepúsculo, daba la impresión de que la carne de alrededor estaba infectada. A cada rato, la chica sacaba un tubo de pomada del bolsillo y se aplicaba un poco. En ese momento tenía la boca llena de pastel, lo que no le impidió, cuando le llegó el turno, inhalar profundamente de una bolsa llena de disolvente para pintura que le pasaron.

Cerca de ellos, se veía a un chico sentado en postura de meditación zen, con la cara pintada de rojo, azul y blanco como la bandera de Francia. A pesar del frío de diciembre, no llevaba nada sobre la camiseta, ni calcetines bajo las sandalias de goma. Otro hombre estaba montando un puesto de cerbatanas, de las que hacía una demostración a cualquier paseante que se lo pidiera; parecía que el espectáculo gustaba, porque pronto se reunió a su alrededor un pequeño grupo de gente. El arma consistía sólo en unos tubitos de acero y unos remaches cónicos envueltos en papel, pero la potencia que alcanzaban era sorprendente, porque aquel hombre lanzaba los dardos a un tablero situado a diez metros de distancia. Junto a su mercancía había puesto un cartel: ¡Letal! Mientras Hashi contemplaba la demostración, alguien le dio un golpecito en el hombro. Al volverse, se encontró frente a un rostro demacrado que al sonreír dejaba ver las mellas de los dientes delanteros.

—Hashi, soy yo —bisbiseó el hombre.

Era Tatsuo, que estaba vendiendo un libro de poesía en un puesto junto a la chica del piercing. Se titulaba Los restos mortales de la abeja.

—El libro no es mío —puntualizó rápidamente—. Es de un viejo muy raro que escribe esta porquería, imprime los libros y luego los regala… Pero, Hashi, tú estás haciéndote una estrella, ¿verdad?

Aunque Hashi trató de negarse, Tatsuo le metió un ejemplar del libro en el bolsillo mientras continuaba hablando:

—He oído tu disco. Por aquí hay mucha gente a la que no le gusta, pero cuando alguien dice algo feo de él le doy un puñetazo en tu nombre —Tatsuo miraba fijamente el ramo de flores que llevaba Hashi—. Son preciosas, de verdad. Deben de ser del sur; allí todo es más bonito: las flores, el pescado, ya sabes… Todo.

—Tatsuo, lo siento, pero tengo un poco de prisa —le interrumpió Hashi.

—Oh… bueno, así son las cosas.

«¿Cómo está Emiko?», pensó Hashi en preguntarle, pero en ese momento Tatsuo dio la impresión de volver en sí y se cubrió la boca desdentada con la mano.

—Me faltan más dientes —murmuró—. Me los sacaron sin anestesia ni nada. Ese musculitos hermano tuyo me escondió las armas no sé dónde y no pude decirles dónde estaban aunque trataron de sacármelo arrancándome los dientes. Y cómo duele, mierda… más que cuando te desgarran una oreja. El tipo no era ni dentista, aunque no creo que eso fuera a importar mucho…

—Lo siento, pero de verdad que tengo que irme —dijo Hashi.

—¿Sabes? Sí que lo pasábamos bien cuando estábamos juntos. Parece que hace años, pero fue ayer… ¿Así que ahora eres rico? ¿Has estado en Cebú? Parece que todos los ricos van allí a veces. ¿Tú ya has estado?

—Hablamos en otra ocasión… Pronto, ¿vale? —dijo Hashi, echando a andar, pero Tatsuo le sujetó por la solapa.

—Mira, ya sé que tienes prisa, pero hay un cosa que quiero pedirte. Ah… si no te importa, cuando vayas a Cebú… si te encuentras a Emiko, ¿la puedes saludar de mi parte? Dile que puede que haya perdido los dientes pero que me va bien. Dile que nunca volveré a pegarle. Seguro que vas a ir, ¿a que sí? Ahora que eres rico, tienes que ir. Tráete una guitarra… las hacen a mano, y no son caras. No se saca pasta de esas porquerías de madreperla que todo el mundo se trae de allí, pero las guitarras son buen negocio. Air Singapur tiene el billete más barato para ir. Air India tampoco es caro, pero no te dan más que curry para comer. Luego tienes que hacer transbordo a un vuelo interno en Manila, y desde allí tardas otros cincuenta y ocho minutos. Desde Japón, con los transbordos y todo, te lleva seis horas y veintinueve minutos. Increíble, ¿verdad? Seis horas y veintinueve minutos… que no es nada… ¡y ya estás allí! Si yo ya llevo cuatro horas aquí sentado…

Hashi no contestó, y Tatsuo no le soltaba la solapa de la chaqueta, así que se cambió de mano el ramo de flores. Tatsuo se sacó un pequeño aro de cristal del bolsillo; era un anillo.

—He leído en una revista que te vas a casar —dijo—. Esto no es gran cosa, pero es mi regalo. Y si eres mi amigo, te tiene que gustar. Los amigos hacen estas cosas, se dan regalos…

Cuando Hashi se guardó el aro en el bolsillo, Tatsuo sonrió con su boca desdentada y le soltó la chaqueta.

—Bueno, nos vemos —dijo Hashi, y se alejó caminando.

Se dio la vuelta unas cuantas veces para mirar por encima del hombro, y en todas ellas vio a Tatsuo dando saltos por encima de las cabezas de la gente y saludándole con la mano.

—Me duele la garganta de fumar tanto —decía Neva, sentada frente a él en el restaurante.

Las orquídeas estaban en la mesa entre los dos; Hashi le había pedido a un camarero que se las pusiera en un jarrón.

—¿Te parece bonita la buganvilla? —preguntó de repente.

—¿Por qué me lo preguntas? —dijo Neva.

—La tenían en la floristería, y me gustó bastante.

—No huele a nada —dijo Neva.

—La mujer que me abandonó en la taquilla puso un poco dentro, antes de irse dejándome allí.

—¿De verdad? Le debían de gustar mucho las flores.

—¿Por qué crees que lo hizo, si no? —preguntó Hashi, pero Neva bajó la vista hacia su copa y la vació de un trago.

Hashi se quedó mirándola unos instantes, luego se rio y cambió de conversación.

De hecho, Neva estaba incómoda, pero no por la razón que imaginaba Hashi. Pensaba en que sólo faltaba una semana para nochebuena, cuando se iba a retransmitir el programa en el que Hashi conocería a esa mujer. Ya se sabían su nombre y dirección; el único que no se había enterado de nada era Hashi. D le había dicho que no se le contara, a menos que estuviera segura de que podría convencerle para ir al programa de todas formas. Al parecer, él mismo había estado a punto de decírselo a Hashi en varias ocasiones, pero no había podido.

—Díselo tú si eres capaz —le había dicho D.

Pero tampoco Neva era capaz.

Al otro lado de la mesa, Hashi pensaba en por qué le había dejado tan mal sabor de boca ver a Tatsuo. Sin duda, tenía que ver con el perjuicio que causaban los antiguos amigos en los recuerdos reconstruidos que se había fabricado con tanto cuidado para su nueva imagen televisiva. Ese pasado fresco y jovial, libre de cualquier sensación de vergüenza, se desmigajaba al enfrentarse con alguien de antes. Al pensarlo, Hashi se estremecía. Le hacía desear que se murieran todos, toda esa gente que le había conocido como era en otros tiempos. La sonrisa sin dientes de Tatsuo apareció flotando en su mente. Con un esfuerzo, consiguió apartarla, pero sólo para ver cómo entraba Kiku en su lugar. No había forma de deshacerse de Kiku.

—¿Hashi? —dijo Neva, devolviéndole al presente.

Neva llevaba un vestido de terciopelo bastante escotado, y Hashi se inclinó por encima de la mesa para meter la mano bajo la tela.

—¡Aquí no! —le riñó ella cuando él le apretó el sujetador relleno de espuma y aros.

La cena era sólo un preludio, como los jueguecitos en la cama, pensó Hashi, viendo con la imaginación el cuerpo desnudo de Neva. Un pecho de hombre arriba, un coño abajo. Se preguntó qué se sentiría al acariciar esos enormes pechos que se ven en las revistas; lo único parecido que había tocado era en una vaca. Probablemente, sería bastante sexy… ¿Y cómo sería con unos pechos de mujer y un sexo de hombre? Eso sería perfecto; y hasta unas alitas en la espalda, ya que estamos…

El camarero les trajo los entremeses y una sopa servida en conchas de tortuga. Hashi probó una cucharada, y la encontró tan deliciosa que se olvidó enseguida de Tatsuo y de Kiku.