TREINTA Y UNO
Tú, mi oveja, mi hermana
mi barco, mi jardín.
Los ojos que me faltan
la mirada que necesito.
Un ala de mosca nos separó.
Sin ti, como un ojo de cristal
como sin tacto para ver
como sin vista para tocar.
Pero son mis ojos ahora
los que miran desde arriba.
Desde la torre donde me contempla
desde esa torre en la que reina
el Señor de las Moscas.
Esa torre que es mi padre
a quien nunca he visto el rostro.
Hashi acabó de recitar el poema en voz alta y luego le preguntó a Neva qué le parecía, pero ella siguió con su boceto de un traje de ángel sin levantar la vista. El ángel que tenía en la imaginación ya no era Hashi sino su bebé.
—¿Qué te parece? —repitió Hashi, más alto esta vez.
Como ella siguió sin contestar, Hashi agarró un plato de patatas con bacon que se había quedado encima de la mesa y se lo arrojó. El plato pasó rozándole la cabeza y fue a estrellarse contra la pared, pero el montón grasiento de comida le cayó a Neva en la blusa. Tras recoger los trozos con toda la calma del mundo y dejarlos uno a uno en un cenicero, Neva se fue a su habitación para cambiarse de ropa y acabar de limpiar. Luego, con la misma tranquilidad, sacó del armario una maleta sin estrenar, la que había comprado para su luna de miel en Alaska y Canadá, y empezó a guardar en ella su ropa interior, vestidos, cosméticos y varios libros. Mientras lo hacía, sintió una ráfaga de olor a bacon en el cuello, así que se aplicó un poco de perfume detrás de las orejas. Se cepilló el pelo y, mientras se lo recogía con un pañuelo que tenía un dibujo de ovejas y gorriones, vio a Hashi por el espejo. Le sonrió a la mirada fija que le dirigía y después, con la maleta en la mano, pasó junto a él y salió de la habitación sin decir palabra. Fue la última vez que la vio en varios días.
Al principio, Hashi se sentía feliz de que se hubiese ido. Si no la tenía cerca, pensó, la urgencia obsesiva de matarla quizá empezara a disiparse. Pero no tardó en darse cuenta de que estaba equivocado, de que cuanto más tiempo pasara Neva fuera, más probable era que le hiciera algo cuando se reunieran. Él no quería matarla; de hecho, no había nada que deseara menos… pero ésa era, se temía, la razón exacta por la que no le quedaba más remedio que hacerlo. Y era ese miedo lo que parecía haber tomado el control sobre Hashi; no un temor corriente ante la muerte o el hambre, sino uno más básico, más paralizante: el miedo al tiempo. Era algo que recordaba por instinto, que llevaba inscrito en sus células desde que era bebé. Hashi había pasado trece horas en aquella taquilla de monedas, trece horas de canícula. Trece horas de perros ladrando, altavoces anunciando el nombre de la estación, timbres de bicicleta, máquinas expendedoras, el golpeteo del bastón de un ciego, papeles y bolsas de plástico al viento, música en una radio lejana, niños saltando a una piscina, la tos de un viejo, un cubo llenándose con el agua de un grifo, el chirrido de unos frenos, unos pájaros piando mientras construían su nido, mujeres rascándose, voces que reían… El tacto de la madera, del plástico, de acero, de la piel suave de una mujer, de la lengua de un perro; el olor de la sangre, el sudor, los excrementos, de medicinas, perfume y aceite; cada una de estas sensaciones estaba unida a la siguiente por el miedo, únicamente por el miedo. Hashi oía la voz de sus células que recordaban. No eres deseado, le decían. Nadie te quiere.
Una mujer negra daba un masaje a D en la azotea de su edificio. D había instalado allí una pista de tenis con el suelo revestido de césped artificial color rosa y una enrejada vertical cubierta de glicinias en flor, a cuya sombra estaba tumbado. Cuando Hashi salió del ascensor, la intensa luz le hizo tambalearse y se puso rápidamente unas gafas oscuras, las que había comprado para enviárselas a Kuwayama. El sol y unos cuantos jirones de nubes que derivaban lentamente hacia el este convertían las torres de cristal que rodeaban la residencia de D en enormes cascadas de luz. Hashi se quedó mirando el borde anaranjado de las nubes y pensó que, si llegara a llevar a Kuwayama hasta allí, éste se quedaría ciego de inmediato. Pasó inclinándose bajo el arco de glicinias, sin una sola gota de sudor en la cara pálida y empolvada. Habían bastado unos segundos de sol para que la piel empezara a picarle. Pero, a pesar de aquel calor, había una pareja en traje de baño peloteando en la pista.
—¿Hashi? ¿Me estás escuchando? Ese hermano tuyo se ha fugado, se les escapó. No da más que problemas, este chico —dijo D, tumbado de lado y pasando páginas de un periódico.
Hashi echó un vistazo a los titulares: Fuga desesperada, Todavía en paradero desconocido, Cinco muertos, Hombre herido en el tiroteo fallece en el hospital. ¿Hubo cómplices externos?, Los investigadores hablan de operación bien planeada.
—Adelante, léelo. Te mencionan como hermano de uno de los evadidos. Parece que a lo mejor vendemos algún disco gracias a tu Kiku.
—¿Para qué me ha hecho venir? —preguntó Hashi.
—¿Para qué te he hecho venir? —D lanzó un gritito de incredulidad—. Pero, ¿qué te pasa? ¿Quién te crees que eres para estar posponiendo las sesiones de grabación desde hace más de un mes? ¿Y dónde están las canciones que se supone que estás escribiendo? ¿Las tienes ya?
La masajista negra enjugó el sudor de la espalda de D con sus largos dedos finos y le roció luego con unos polvos grises que olían a menta, antes de empezar el masaje.
—No están listas aún, pero estoy escribiendo poesía —dijo Hashi, sacándose un papel del bolsillo y empezando a leer:
Tú, mi oveja, mi hermana
mi barco, mi jardín.
Los ojos que me faltan…
—Vale, vale, ya me hago una idea —le interrumpió D.
A sus espaldas, la pareja de la pista de tenis soltó unas risitas. La mujer, que era bastante más alta que Hashi, tenía el cabello perfectamente alisado sobre la frente y llevaba un fino sujetador satinado que le elevaba los pechos puntiagudos.
—«Los ojos que me faltan»… ¡guau, caramba! —dijo.
Hashi se fijó en que tenía un charquito de sudor en el ombligo. Pero le dolió que se riera de él y, cuando vio que se había quedado mirándolo, sintió deseos de desaparecer, de desvanecerse en el aire con su camisa de lamé dorado, sus pantalones de pana gris, las botas de piel de serpiente y todo lo demás. Entonces volvió la pareja de la mujer trayéndole un vaso de agua Perrier.
—Hashi, tu contrato caduca dentro de poco —le estaba diciendo D, con la masajista subida a gatas en su espalda y paseándose sobre él. La mujer tenía las nalgas, apenas cubiertas por el pantalón corto, bien elevadas hacia el cielo, mientras un reguero de sudor caía desde sus muslos a las caderas de D—. Hace tiempo que quería consultar contigo qué vamos a hacer. ¿Estás pensando en renovarlo? Porque, tal como estás ahora, sin Neva no eres nadie, así de claro.
El edificio que estaba a la derecha de D arrojaba una sombra profunda y alargada sobre un lado de la azotea. Hashi se olvidó por un momento de la razón de que estuviera en aquella terraza achicharrante, junto a una pareja en traje de baño, una mujer negra y su jefe, todos diciendo cosas como al azar. Le asaltó entonces la idea de que aquel espacio cuadrado y asfixiante y hasta las torres que lo rodeaban no eran sino un espejismo que había aparecido ante sus ojos, como si del interior de su cuerpo hubiera salido un tubito, que quizá venía de su oído interno y se le asomaba por un ojo, soplando el aire que luego se había expandido hasta formar esta azotea cuadrada.
—¡Hashi! ¿Pero qué demonios te está pasando? Te dije que te trajeras una copia del contrato. ¡Eh! ¿Estás escuchando lo que te digo? ¿A qué has venido entonces?
Hashi adelantó una mano para alcanzar el vaso de agua de la mesa. Sobre la superficie aparecieron filas de burbujitas cuando lo levantó para pasárselo por la frente y las mejillas. Estaba sólo ligeramente frío, pero se lo bebió de un trago.
—¡Eh! —dijo el hombre en traje de baño—, ¡eso es mío!
Hashi casi no había comido, y sintió aquella agua tibia bajarle hasta el estómago. De repente tuvo ganas de vomitar y se apretó la garganta con las manos. El vaso cayó haciéndose añicos, pero el hormigón caliente absorbió el líquido espumoso de inmediato. Hashi sorprendió la mirada que se intercambió la pareja y se le ocurrió que todo el mundo debía de considerarle un incordio; entonces empezó a hablar para sí en voz baja:
—Puede que vaya arrastrándome por ahí como un parásito pero no estoy pidiendo limosna… No. Les provoco vergüenza ajena, se les nota mucho… y esa negra tan enorme… seguro que le apestan los sobacos… Nunca he podido tomar un cóctel en un local de moda sin armarme un lío, ni ir al teatro, ni a un museo, ni a un estadio… pero, ¿qué tiene de malo? ¿Por qué todo el mundo me mira así?
—¡Hashi! ¿Qué te pasa? ¡Hashi!
D se había envuelto la cintura en una toalla y se acercó a Hashi para sacudirle.
—Ah, es usted —murmuró Hashi—. Dígame una cosa, D: ¿le sirvo a alguien para algo? ¿Usted de verdad me necesita?
—¿De qué demonios hablas? Deja de decir tonterías y contrólate un poco.
—Pero es que es importante —repuso Hashi—. Tengo que saberlo. ¿Cree usted que hay alguien que me necesite? ¿Que alguien es feliz gracias a mí? Es lo único que quiero; no necesito ninguna otra cosa, D, de verdad… no quiero el dinero, sólo quiero que la gente sonría. Cuando voy en ese coche enorme que me ha comprado Neva, todo el mundo me mira como si me envidiara, pero la verdad es que no soy tan feliz. D, ¿por qué cree usted que la gente no es buena conmigo? Yo sólo quiero hacerles felices, pero todos parecen darme de lado. Neva se ha ido y me ha dejado, como Kiku. Kuwayama se ha convertido en un insecto; Matsuyama y Toru se han largado también. Kazuyo está muerta y las monjas me miran con cara de pena, y parece que soy una molestia para todo el mundo. Y yo sólo quiero gustarles, nada más. Sólo quiero que me digan que disfrutan de verdad de estar conmigo. No es pedir demasiado. Pero no lo consigo nunca… desde el primer día, todos me tiran, me dejan solo en esta taquilla de monedas gigante…
Hashi se había abrazado a D, con el sudor pegado a la piel reseca.
—¡Suéltame! ¡Qué desagradable eres! ¡Suéltame, te digo! —exclamó D, pero Hashi siguió apretado contra él y empezó a temblar.
—Creo que a alguien le falta un tornillo —dijo la mujer del traje de baño a la masajista, con mirada de «ya-sabes-a-quién».
—Pero, ¿qué demonios te pasa? ¿No escuchas lo que te estoy diciendo? —insistió D, empujando bruscamente a Hashi para apartarlo.
Hashi fue dando tumbos hasta quedar al sol y se le cayó del bolsillo el frasco de pastillas para dormir, que rodó entre destellos por toda la azotea antes de que pudiera alcanzarlo, casi al borde. En su visión distorsionada, las trece torres parecían suspendidas del aire y a punto de abatirse sobre él, y deseó tener un hogar al que regresar. Se dejó caer tres pastillas en la palma de la mano y se las metió de golpe en la boca pero, cuando empezaba a masticarlas, tosió un líquido amarillento que salpicó el hormigón. Tenía la vaga noción de que D y los tenistas le estaban mirando. La mujer negra se dirigió al ascensor y desapareció.
—Está como una cabra —oyó decir a D.
No lo estoy. Masticó las píldoras y tragó toda la saliva pastosa que tenía en la boca. No estoy loco. Sólo triste porque todo el mundo me odia.
Las calles, atestadas durante los días de vacaciones, olían a goma quemada por el calor; a Hashi le parecía que iba dejando tras de sí unas hebras glutinosas que le salían de los pies… como si todo el mundo en aquel cañón de cristal, acero y hormigón fuera extendiendo esos hilillos hasta tejer una enorme crisálida blanca. Toda la ciudad no era sino ese capullo brillante, envuelto alrededor del calor que emanaba de la tierra, hinchándose lentamente. Pero, ¿cuándo emergería la mariposa? Al menos, sabía que, cuando lo hiciera, saldría volando hacia el cielo y su vientre se abriría liberando millones de moscas con rostro humano que sepultarían la ciudad. Ya oía el zumbido de sus alas.
Caminaba en ese momento bajo un puente pintado de rojo, que un tren estaba atravesando por encima, haciendo resollar la estructura bajo el peso y el calor. Cada respiración le hacía sentir como si tuviera una película de vapor en la garganta. Los rostros de la gente con la que se cruzaba parecían oscilar en la calima y hasta la misma calle borbotaba como un río de lodo que corriera lentamente. Se dejó caer en un banco frente a un jardín de plantas tropicales y, de inmediato, el vagabundo que estaba sentado con las piernas cruzadas en el otro extremo le pidió un cigarrillo. El hombre tenía migas de pan en la barba y un derrame en un ojo; además, llevaba colgada del cinturón una botella de leche rellena de whisky y se había puesto unos mitones, a pesar del calor. Hashi colocó en la mano enguantada del vagabundo un billete de diez mil yenes y se inclinó hacia él para susurrarle algo al oído:
—Quiero que me la chupes y que después me dejes pegarte en la cabeza con un ladrillo. Tengo otros diez mil para dártelos cuando hayamos acabado.
El vagabundo bajó la vista, asintiendo y riéndose.
—Trato hecho, amigo, pero primero tienes que comprarme un helado.
Unos minutos más tarde el hombre salía del parque lamiendo un polo verde y haciéndole señas a Hashi para que le siguiera. Luego llegaron a un laberinto de callejuelas, doblaron rápidamente varias esquinas para desembocar al final en una calle bordeada de bares y pequeños clubes nocturnos, todos cerrados. Las pilas de basura a punto de derrumbarse se amontonaban en las aceras, junto a las latas usadas de queroseno llenas de cabezas de pescado de ojos errantes y botellas de alcohol volcadas que derramaban líquidos parduzcos inidentificables. El vagabundo se coló por un pasadizo entre dos bares y, deteniéndose ante la puerta de unos diminutos lavabos públicos, señaló entre risas a los pies que se veían por debajo de la puerta de madera rota. Una mujer con unas bragas color carne salió de allí y se quedó un momento observándoles antes de desaparecer callejón abajo. Los dos hombres entraron a continuación.
—¿Le importa esperar un momento? Tengo que ir a ver si encuentro un ladrillo para golpearle con él —dijo Hashi, y estaba a punto de echar a andar cuando el hombre lo sujetó por el pelo.
—¿A qué demonios te refieres? ¿Un ladrillo? Los de tu clase sois pura porquería. ¡Babosas de mierda! —dijo, sacudiéndole con fuerza—. Repítelo diez veces: soy un desecho. Quiero que confieses tus pecados aquí mismo, delante de mí. Los de tu especie sois peores que los cerdos o los perros… ¡asquerosos! ¿Lo sabías?
De repente, Hashi se asustó cuando vio con claridad que aquel hombre barbudo no se parecía en nada al que había conocido en otros lavabos hacía mucho, que no había salido de la nada como por magia, ni era la reencarnación de aquel perro grande y apacible.
—¡Caiga sobre ti la ira del Cielo! —gritaba el hombre—. ¡Vendrá el diluvio y sólo nos salvaremos los que como yo no tenemos nada que perder! ¡Los pecadores como tú os encontraréis abandonados ante lo salvaje y vuestras calaveras rodarán por las calles para que las ratas aniden en ellas! ¡Asquerosos maricones!
Hashi trató de escaparse, pero entonces el hombre le golpeó con fuerza en el estómago haciéndole chocar contra la pared y resbalar por ella hasta el suelo. El vagabundo le registró los bolsillos para buscar el dinero y le quitó los zapatos.
—Éste es tu castigo, gusano. Y quiero que me des las gracias por él. Podrías irte de cabeza al infierno, pero rezaré para que sólo te arranquen la lengua, esa lengua infernal. ¡Así que ponte a rezar, degenerado! ¡Derrama tu propia sangre y reza!
El vagabundo salió de los lavabos contando billetes de diez mil yenes.
—¡Reza! —volvió a gritarle por encima del hombro antes de desaparecer.
Esa noche, Neva volvió a casa después de cuatro días de ausencia y le pidió perdón a Hashi por haberle abandonado.
Hashi sintió que necesitaba reunir todas sus fuerzas, ensamblar de nuevo todos sus pedazos, si es que quería decidirse por fin. Las voces que oía, los zumbidos de los oídos, el latido de la sangre que le corría por las venas, el Hashi que le devolvía la mirada desde el espejo, el Hashi fantasma que le observaba en silencio desde los cristales… tenía que reunirlos a todos. Y, pensó, los encontraría en el cuartito insonorizado de caucho y vidrio que se había hecho construir con la sola intención de buscar aquel sonido. En la parte de caucho de las paredes de esta cámara había colgados unos altavoces, y el grosor del vidrio aseguraba que no podría colarse desde fuera ni el menor ruido indeseado. Como hacía siempre, Hashi entró en el cuarto, cerró la puerta y se quedó agachado en aquel espacio claustrofóbico escuchando por si lo oía; la única diferencia era que, en esta ocasión, no salía nada de los altavoces. Escuchaba la voz que rugía en su cabeza, los sonidos que surgían en ausencia de sonido. Tengo que matar a Neva, pensó, y eso es algo horrible; dadme fuerzas para superar este miedo y este dolor. En aquella oscuridad absoluta, cerró los ojos y sintió que le rodeaba la negrura, como si se hubieran corrido ante su vista unas gruesas cortinas de terciopelo y él estuviera retrocediendo hacia una lejanía interior, retrocediendo hasta aquellos límites en los que empezaban a aparecer unos puntitos grisáceos, que luego se unían para formar unos regueros largos y finos y empezaban entonces a adquirir color, creciendo en número a la vez que ganaban intensidad. Más que células que se dividieran y volvieran a dividirse, estos puntitos se asemejaban a unos focos que hubieran estado escondidos antes y se encendieran de repente, y todo se apoyaba en los cambios de color de los puntos que ya había, como en una película de fuegos artificiales proyectada al revés. Poco a poco, los puntos se hacían más gruesos, hasta recordar un campo de tomates resplandecientes, o a unos microbios de tuberculosis bullendo en la platina del microscopio, reluciendo más que el polvillo de las alas de una mariposa nocturna, ondulándose como los músculos del pecho de un gato disecado, multiplicándose como pepitas de oro que yacieran en el lecho de un río hasta que la erupción de un volcán lo anegara con ana riada de lava que hiciera emerger el oro a la superficie hirviendo. Luego, como sucedía siempre, en el momento en que los puntitos se reunían para la erupción final, cada uno empezaba a brillar de rabia por separado, cada miembro del enjambre enarbolaba su propia antorcha, para ir saliendo uno por uno hasta que la galaxia se transformaba en el mar a mediodía. Pero esta vez pasó algo diferente: no hubo ningún otro ruido, sólo el pitido intenso de sus oídos como un silbido de vapor a lo lejos. Un enorme jet surcaba el mar y su sombra recorría, en cuestión de un segundo, el espacio entre las olas brillantes y el acantilado, donde se estrellaba para caer al agua, flotar durante un instante y hundirse luego. Bajo la superficie el agua parecía viscosa, pegajosa y, cuanto más descendía, más y más rojiza. Las piernas se le enredaban en una especie de algas con dedos humanos, que le apresaban a toda velocidad para lanzarlo hacia un risco que emergía desde el fondo del mar…
De repente, un escalofrío le recorrió entero y abrió los ojos. Había oído el sonido: el sonido de la sangre bombeando por todo su cuerpo, recorriéndole las venas de los brazos, como olitas separadas por intervalos regulares. Esforzándose por atraparlo, murmuró:
—Esto era. Éste es el sonido que me ayudará a matarla, el que me dará fuerzas: ¡el latido de mi corazón!
Hashi salió de la habitación precipitadamente y fue en busca de Neva. Al ver su ropa tirada en el vestidor, se dio cuenta de que debía de estar en la ducha. Al cabo de un instante, en la cocina, mientras cerraba los dedos sobre la empuñadura de un enorme cuchillo, el latido de su corazón empezó a interpretar una melodía frenética y le invadió una ola de felicidad extática mientras se dirigía hacia el cuarto de baño. Apretó el mango del cuchillo, sintiendo un olor extraño como de carne quemada. A través del cristal empañado de la puerta del baño, vio la silueta de Neva con su tripa protuberante y se arrodilló antes de entrar para dar gracias a los latidos de su corazón. Con el sonido martilleando como un trueno en su interior, irradiando hasta sacudir el suelo, la habitación, el edificio entero, abrió la puerta. Allí estaba Neva, con todo el cuerpo cubierto de gotas de agua y, en el momento en que levantaba el cuchillo para clavárselo, durante un segundo fugaz, se preguntó de quién era el latido de aquel corazón que habían escuchado en el hospital tanto tiempo atrás. Pero la pregunta no le hizo parar y, dirigiéndolo al bulto de la tripa de Neva, descargó el cuchillo. En ese mismo momento cesó el latido y Hashi sintió una conmoción: su éxtasis se había convertido, sólo una fracción de segundo después, en terror. Era ya tarde cuando quiso detener el brazo, en el mismo instante en que la punta de la hoja se hundía en el costado de Neva.