QUINCE
Las oficinas de D ocupaban un viejo edificio de nueve pisos encajonado entre los rascacielos de Shinjuku. Tras el éxito del primer cantante de rock, D había alquilado el piso siete para instalar su propia discográfica independiente. Más tarde, cuando el segundo descubrimiento se convirtió en una sensación internacional, pudo comprarse el edificio entero. El sótano se usaba como almacén y aparcamiento; los cuatro primeros pisos alojaban los departamentos de administración, contabilidad, promoción y producción, y los dos siguientes eran estudios de grabación. En el séptimo estaban las instalaciones de doblaje y edición para sincronizar bandas sonoras de películas y spots publicitarios y en el piso octavo las redacciones de varias publicaciones musicales, independientes del pequeño imperio de D. Por fin, en la cima, dos salas de reuniones y una suite presidencial.
El despacho de D tenía fama por el casi imposible mal gusto de la decoración, inspirada en sus películas favoritas, que eran las norteamericanas de los años 40, sobre todo las que tenían de protagonista a Bob Hope. La sala era una réplica exacta del despacho de éste en un film en el que hacía de ejecutivo industrial que aspiraba a convertirse en un gran cazador. Había cubierto toda una pared con enormes fotografías de paisajes de la selva y la sabana, y el suelo estaba salpicado de pieles de cebra y de león. En una esquina había un gorila y un avestruz disecados, y en el centro de la estancia un surtidor sobre un pequeño estanque en forma de corazón. En este entorno se podía encontrar a D los lunes por la mañana, acompañado de su masajista, una mujer negra cubierta sólo con un vistoso traje de baño, tumbado boca abajo delante del ventanal por el que se veían los trece rascacielos. D estaba convencido de que todos los zánganos de aquellas oficinas veían lo que le estaban haciendo y se ponían amarillos de envidia. Los lunes por la mañana, mientras se abandonaba a las manos de la masajista, solía decir:
—Mirad bien, chavales. No falta mucho para que una de vuestras torres sea mía, de arriba abajo.
La discográfica de D había editado treinta mil copias del primer disco de Hashi, de las que ya había vendido el noventa por ciento: un éxito. Pasar de las diez mil copias ya se hubiera considerado un buen resultado, había pensado D, sin calibrar el impacto que iba a tener la historia de Hashi: tras saber que el chico había sido encontrado en una taquilla de monedas, se habían publicado no menos de once reportajes sobre él y le habían hecho siete entrevistas en televisión. Para asegurarse de que todo se desarrollara según sus planes, D contrató a tres guionistas que elaboraron respuestas ante cualquier pregunta posible, y él elegía después las mejores para que Hashi se las aprendiera.
P. ¿Es cierto que lo abandonaron en una taquilla de monedas al nacer?
R. Sí, así es. (Pausa antes de responder; respuesta corta, casi brusca, como si la pregunta te pareciera impertinente. Mirar a los ojos del interlocutor unos instantes; no fruncir el entrecejo).
P. Debe de haber sufrido mucho, ¿no?
R. ¿Se me ve que he sufrido? (Respuesta rápida, quizá con una sonrisa leve aunque amable; tono inocente, abierto, como diciendo «Sí, supongo que se me nota en la cara». Tras esta pregunta, haga lo que haga el periodista, mirar al suelo y permanecer callado unos segundos).
P. Me han contado que le gustaba la música desde muy pequeño. ¿Qué tipo de música, cuáles son sus artistas favoritos?
R. Mis ídolos son Shimakura Chiyoko y Elizabeth Schwarzkopf. (Aquí la intención es nombrara dos cantantes totalmente dispares, mejor si cambian en cada entrevista. Responder con rapidez elegir una pareja que combine a una estrella famosa —Mick Jagger, por ejemplo— con alguien de quien el periodista no haya oído hablar nunca, quizá algún oscuro cantante de folk. Por si el entrevistador pregunta por el artista menos conocido, tener preparada una biografía detallada, para relatársela hasta que sea él quien interrumpa).
P. ¿Cuál cree que es la razón principal de que se haya convertido en cantante?
R. La soledad. (Evitar la impresión de que se quiere dar pena; respuesta alegre, positiva, que implique que ahora ya no está solo en absoluto. Aquí viene bien una leve sonrisa, pero que no parezca avergonzada. Tras esta respuesta, unos instantes de silencio).
P. ¿Le gustaría ver a su verdadera madre?
R. La veo continuamente… en sueños, o más bien en pesadillas. (En esta frase, expresión muy seria, pero no dolida; respirar lenta y profundamente al hablar, sin llegar al suspiro. Ligera pausa después de «continuamente», resto de la frase muy rápida. Borrar toda sonrisa. Vista errante durante toda la respuesta).
P. Si la encontrara, ¿qué le diría?
R. Tiempo sin verte. (Aquí la reacción del periodista es fundamental: si sonríe, aunque sea mínimamente, poner expresión de ofensa y enfado; si está serio/ a, sonreír ligeramente. Si entonces la sonrisa del periodista cambia por una expresión avergonzada, sonreír, pero si sigue sonriendo, levantarse y salir de la sala sin más. En caso de que haya permanecido serio, si llega a devolver la sonrisa, fruncir de inmediato el entrecejo ligeramente, pero si sigue estando serio, borrar lentamente tu sonrisa).
P. ¿Siente odio por esa madre que lo abandonó?
R. Sólo un poco. (Este tipo de pregunta vendrá normalmente por parte de un entrevistador muy encallecido o de una presentadora sentimental; en los dos casos, contestar con brusquedad, como si la pregunta resultara completamente estúpida).
A Hashi se le dieron extraordinariamente bien las entrevistas. No prestaba ninguna atención a las preguntas: sólo se las tomaba como una muestra de que por fin se interesaban por él. Siguiendo las instrucciones de D, fue cultivando con habilidad una imagen de «jovencito diferente pero no desagradable», complaciéndose en dar las respuestas más inesperadas. Al descubrir que era capaz, simplemente hablando, de hacer que alguien se sintiese enfadado o triste, o de causar sorpresa y admiración, en Hashi empezó a crecer algo que nunca había tenido: confianza en sí mismo. La televisión se convirtió en su espejo, y allí veía reflejada a una persona que no era el llorón de siempre, sino alguien muy distinto.
La personalidad que D había inventado para él llegó a gustarle muy pronto, y se esforzó por convertir al verdadero Hashi en esa imagen que veía reflejada en los tubos catódicos y el papel de periódico. No era difícil ni doloroso, simplemente cuestión de reajustar su propia perspectiva. Siempre había sido diferente a los demás, razonaba él, siempre dispuesto a hacerse el debilucho, pero ahora veía esa debilidad bajo una nueva luz. Si antes le daban pavor los hombres adultos hasta el punto de echarse a llorar, era simplemente (en su nueva escala de valores) porque sabía que a los mayores les gustaba verle llorar. Y aunque había fingido muy a menudo que estaba enfermo para no ir a gimnasia, y se había odiado por hacerlo, ese autodesprecio, ahora se daba cuenta, era su forma personal e intransferible de forjar su carácter.
El propio Hashi se sorprendía al comprobar lo fácil que resultaba manipular al personaje que tenía dentro de la cabeza, alterando incluso sus recuerdos, para hacerlo parecido al hombre lleno de aplomo que proyectaba en la televisión. Al pensar en el pasado, llegó a la conclusión de que aquel Kiku, el que se elevaba por encima de todos los compañeros de clase con el impulso de su pértiga, nunca había sido el héroe que parecía sino un monigote musculoso; y las chicas que se reían de él en el instituto al verlo a él allí sentado mirando, tan pálido y frágil con el uniforme escolar, no eran más que unas mimadas estúpidas que no conocían el verdadero sentimiento. Y aquella especie de robot imbécil que era Kuwayama, ¿cómo reaccionaría si se viera frente al micrófono de un periodista? Se caería muerto, ni más ni menos. Hashi reelaboró todos sus recuerdos, uno por uno, y al hacerlo empezó a darse cuenta de que la línea divisoria entre sus dos personalidades había quedado trazada a partir de un determinado suceso. Antes de que le pasara, había sido una víctima, desconocedor de su verdadero papel, de su misión y de todos los poderes aletargados que subyacían en él. Se le había medido con patrones arbitrarios y sin sentido, según los cuales era un cobarde, por el simple hecho de no poder dar una voltereta sobre una barra; lo habían catalogado de defectuoso y le habían enseñado a odiarse a sí mismo. Pero desde aquel día, todo cambió; descubrió sus propios deseos, se dio cuenta de lo que quería de verdad… y había empezado a buscar su propio sonido.
Lentamente, al tiempo que daba nueva forma a sus recuerdos, recuperó también la memoria de aquel incidente. Había sucedido después de que aquella hipnotizadora de los grandes almacenes le hiciese revivir todo el terror paralizante que llevaba dentro, forzándole a regresar al olor y las sensaciones de la taquilla de monedas, al tacto de aquel polvo que le habían esparcido por el cuerpo, al sabor del vómito que le ahogaba hasta rezumarle por la boca mezclándose con el talco. Aquella mujer con un estiramiento de piel mal hecho en las patas de gallo y el pelo teñido de rojo había sido capaz de recuperarlo todo y convertirlo en sed de venganza, y él había salido huyendo del escenario, huyendo del edificio hasta llegar al río, donde encontró refugio en los servicios públicos de un parque. Recordó la humedad, la vista del puerto a través de las ventanas, donde todo —el mar, el cielo, los edificios, los barcos— parecía disolverse en la bruma grisácea del anochecer. Al tiempo que empezaban a encenderse las farolas, toda la escena había empezado a desvanecerse, y la enorme sombra de un petrolero al que remolcaban hacia alta mar se fundía con la oscuridad del horizonte.
Mientras estaba allí mirando por la ventana, Hashi había sentido de repente que había alguien más: era un hombre alto con un sombrero de paja, con aspecto de mendigo, acuclillado en una esquina. En el mismo momento en que vio que Hashi se apercibía de su presencia, el hombre había empezado a gemir, sacudiéndose el pene erecto con una mano. Hashi recordó haber tenido la impresión de que el cuerpo de aquel hombre era muy grande pero que al mismo tiempo parecía muy ligero, casi capaz de flotar, como si tuviera las venas llenas de aire en lugar de sangre. Si hubiera tenido un alfiler, podría habérselo clavado en la nuca y le habría visto arrugarse y salir volando por la ventana como un globo, perdiéndose en la oscuridad. Era como el hombre de humo que emerge de la lámpara para ayudar al héroe cuando se veía en aprietos y que después, muy servicial, se vuelve a meter en su lámpara tras hacer realidad el deseo. Y mientras Hashi permanecía allí de pie en la penumbra, aquel sonriente hombre de humo se había acercado a él y le había bajado los pantalones, murmurando:
—Por favor, por favor, por favoooor… No tengas miedo.
Hashi no lo tenía. Para él, este personaje babeante y descalzo era un genio al que una nube de humo había transformado en un perro fiel; antes de que pudiera moverse, aquel hombre ya se había metido el pene de Hashi en la boca; una boca que más bien parecía el interior de una suave anémona de mar. Hashi había cerrado los ojos y se había dejado hacer. Empezó a sentir calor en todo el cuerpo y un poco de náuseas al respirar, pero aquel perro fiel había seguido chupándole y jadeando, lamiéndole con su lengua larga y blanquecina. De repente, una sensación parecida a la urgencia de orinar le recorrió entero, hasta acumularse delante de sus ojos, para invadir desde allí el cerebro, comiéndose la pared de cartílago que escondía una parte de él que ahora empezaba a latir. Y Hashi se dio cuenta de que, con aquel latido, temblaba todo él: el secreto que se había despertado le susurraba que se estuviera quieto mientras los tentáculos de la anémona se iban soltando uno por uno, llevándose toda la energía de su interior. Y entonces había aparecido el recuerdo de un gran bulto rojo que se contraía y expandía rítmicamente, y él se había librado de aquella boca que le chupaba, dando un grito.
—¡Basta! —le había ordenado—. Ya puedes irte, ¡vuelve a hacerte de humo!
Mientras Hashi retrocedía el hombre le había seguido, aún de rodillas, babeando y tratando de volver a asir el pene de Hashi. Pero Hashi ya tenía aquel recuerdo enorme, rojo y en carne viva, latiéndole detrás de los ojos.
—Ya está bien —le había dicho al hombre arrodillado—, ya has hecho lo que tenías que hacer, ahora vuélvete a la lámpara.
El hombre había sacado aquella lengua pálida, arqueándola hasta que casi le tocaba la barbilla. El sombrero de paja se le había caído al suelo; tenía la cabeza algo puntiaguda, y a Hashi se le ocurrió que debía de tener en la coronilla algún interruptor, una forma de desactivarlo. Entonces agarró un ladrillo que estaba tirado allí cerca y lo estampó contra el interruptor con todas sus fuerzas. El ladrillo había impactado contra el cráneo del hombre haciendo salir una bocanada de un humo color rojo intenso al tiempo que le hacía ir tambaleándose hacia la puerta y desaparecer en la oscuridad. Hashi tiró rápidamente el ladrillo manchado de sangre en uno de los servicios, pero ya se le había mezclado con el recuerdo que había revivido antes. Ahora podía oírlo, el recuerdo, aun por encima del grito del hombre-globo, que seguía resonándole en los oídos.
Y así fue cómo empecé a recordar, se dio cuenta Hashi; con un sonido que daba vueltas, se convertía después en una especie de música y me envolvía entero. Aquella noche, justo cuando estaba durmiéndose, había visto peces tropicales que nadaban junto a un arrecife de coral, jirafas que trotaban por la sabana en el crepúsculo, un ala delta sobrevolando un iceberg… y muchos rostros: de Kiku, de las monjas, del psicólogo, y también la habitación de paredes acolchadas de aquel enorme edificio gris… pero sobre todo había oído aquel sonido, que se le había colado por las venas para recorrerle todo el cuerpo. Por alguna razón, quizá gracias a aquel degenerado, había redescubierto aquel sonido esa noche, en unos servicios públicos junto al río, y eso le había cambiado. Esa noche había eclosionado el embrión que llevaba en su interior; y había sido gracias a… ¿a un pervertido? ¡De ninguna forma! No, otra cosa que había descubierto era el valor para golpear la cabeza puntiaguda de aquel hombre con un ladrillo, y que de vez en cuando venía bien hacerle uno o dos chichones a la gente, incluso a los seguidores más leales. ¿Y por qué? ¡Porque él lo necesitaba!
—Ventas hasta la fecha: 29.111 discos. No está mal para un novato. Pero mira, niño, con el dinero de eso no me compro yo ni uno de los ventanales de esa torre de ahí.
El cuerpo de D brillaba mientras la masajista le daba friegas con grasa de carnero. Hashi estaba citado en el despacho del jefe para hablar de los preliminares de su segundo disco. Ese día, la mujer que daba masajes a D se había puesto un bikini y botas de tacón alto.
—Según mis cuentas —continuó D—, debe de haber unas trescientas mil personas que han oído hablar de un cantante llamado Hashi a día de hoy. Pero serán más de un millón las que pueden haber oído algo sobre un chaval al que abandonaron en una taquilla de monedas y que está dando mucho que hablar. Y por eso el segundo disco es tan importante, y también por eso hay que lanzarlo a toda prisa. Tengo aquí las letras: echa un vistazo.
D no mencionó que estaba seguro de que después de que Hashi se reuniera con su madre ante las cámaras de la televisión nacional habría unos cuantos millones más que sabrían quién era. En opinión de D, la música de Hashi era como un narcótico: al principio, te provocaba una reacción en contra, pero una vez que la gente entraba en el secreto, cuando conociera la verdad de los orígenes de Hashi, empezaría a aceptarla. ¡Nacido en una taquilla! Eso lo hacía radicalmente distinto de cualquier cantante melódico con una voz normalita. Si conseguía que la gente escuchase a Hashi por tercera vez, quedarían enganchados.
La historia empieza hoy
Señalo al cielo
y disparo al sol
que cae brillando
y ciega al mundo.
Con los fragmentos,
una navaja de luz.
Para pincharte el corazón
y decirte al oído
que los días grises pasaron,
que te haré enloquecer.
Que esta historia
no ha hecho más que empezar.
De un suspiro
parto la noche
el mundo agoniza
jadea a mis pies.
Con los jirones,
una capa de terciopelo.
Para colarme en tu cuarto
y despertarte diciendo
que las noches grises pasaron
que te haré enloquecer.
Que esta historia
no ha hecho más que empezar.
Te haré enloquecer.
Esta historia
no ha hecho más que empezar.
—¿Qué? ¿Te gusta? Me ha costado un montón —dijo D.
—Un poco cursilona, me parece.
—Pero, ¿te ves capaz de cantarla?
—No me parece fácil, pero lo intentaré.
Levantándose de la camilla de masaje, D se quedó mirando a los rascacielos mientras se limpiaba el aceite con una toalla.
—Vale más que lo hagas —dijo—, porque tú, Hashi, me vas a comprar uno de estos.
La mujer negra cogió su dinero y, zafándose de la mano que D le había plantado en la cadera, se puso un vestido de lana sin molestarse siquiera en quitarse las botas. Luego embutió la peluca en su bolso mientras le decía, en japonés, que tendría que estirar la nuca y los hombros por la mañana si había salido la noche anterior. Cuando se hubo ido, D se dio un golpecito en el lacio pene y le sonrió a Hashi.
—¿Qué te parece si nos bajamos hasta El Mercado y nos buscamos unos chavalitos? Me han dicho que hay por allí unos cuantos nuevos talentos.
—D, hay una cosa que quería pedirle.
—¿El qué? Si piensas pedirme una de esas tortillas de arroz, no estás de suerte. Hoy no tengo más que un poco de soba.
—Quiero que nombre a Neva mi representante.
—¿A esa vieja? ¿Por qué?
—Porque es una persona estupenda.
—De acuerdo, de acuerdo, puede que tengas razón. Muy bien, dalo por hecho. Pero, como te iba diciendo, ¿por qué no recogemos a dos críos en El Mercado y hacemos una fiestecita? Hace ya mucho… ¿Y por qué te interesan tanto las mujeres últimamente? No me digas que de repente te has cambiado de acera. ¿No te habrán empezado a gustar esas cosas sucias y babosas que tienen ahí abajo, verdad?
—Ya no me lo hago con hombres —declaró Hashi.
—¡Qué noticia! —dijo D. Había acabado ya de vestirse y, a continuación, levantó el teléfono y gritó—: ¡Tráigannos soba! ¡Ahora mismo!
Unos minutos después, entró una secretaria con dos cuencos de fideos. D sacó una lata azul de un cajón de su escritorio y le quitó la tapa, sacando varias cucharadas de una mezcla de grasa de pollo y trozos de pina, que mezcló con la sopa.
—¿Quieres un poco? Es taiwanés, una delicia.
Se lamió la grasa de los dedos mientras Hashi negaba con la cabeza. Sin hacer caso a los fideos, Hashi miró fijamente a D, al que le brillaban los labios. Y luego dijo suavemente:
—Neva y yo estamos planeando casarnos.
Neva tenía una ambición en la vida: diseñar un traje de ángel.
Su padre había sido músico; tocaba el piano de joven, pero nunca se había podido ganar la vida con ello, así que al final había empezado a trabajar como acordeonista, acompañando a los cantantes en un café. La madre de Neva era una estudiante que frecuentaba el local, y los dos se habían casado con la oposición de sus familias.
Poco después de que Neva naciera, su madre había contraído una enfermedad pulmonar. El médico dijo que era probable que se le hubiera desarrollado por culpa de un medicamento que había tomado durante el embarazo para facilitar el parto. La joven pareja pronto tuvo que resignarse al hecho de que no podía mantener a un bebé y a una inválida en la misma casa diminuta, la única que podían pagar con el sueldo de acordeonista, así que se tragaron el orgullo y Neva se fue a vivir con su madre a la casa de los abuelos.
En el hogar familiar, una vieja posada campestre en Okayama, la acogida fue menos que tibia; sus padres le insistieron durante algún tiempo en que se divorciase, pero la madre de Neva se había negado a escucharles. A pesar de todo, fue bajo los techos altos de aquella posada vieja y tenebrosa donde se crió Neva hasta los catorce años. Su madre se pasaba el día sentada en una habitación lóbrega, tosiendo hasta romperse y enredando con sus acuarelas. Como creían que su enfermedad podía ser contagiosa, a Neva nadie la abrazó ni la llevó nunca en brazos, así que lo único que deseaba la niña era posar para ella, sentarse perfectamente quieta en una silla, con las manos en el regazo, mientras su madre la miraba durante horas y más horas. También le gustaba la forma en que la retrataba siempre más bella de lo que era. Mientras pintaba, la madre de Neva solía charlar con ella, diciéndole que las dos se merecían un hogar mejor que aquel.
Su padre, el acordeonista, las visitaba un par de veces al año, llevándole muñecas y juguetes que no se podían comprar allí en el campo. La cogía en brazos una y otra vez, frotaba su mejilla contra la de la niña y, después de cenar, cantaba y tocaba el acordeón para las dos. Pero a pesar de todo, Neva odió siempre a aquel hombre flaco, probablemente porque su madre siempre lloraba después de cada una de sus visitas.
Por la época en que Neva empezó a ir al colegio, el acordeonista dejó de visitarlas. La enfermedad de su madre parecía estacionaria: nunca mejoraba, pero tampoco estaba peor. Neva era la más alta de su clase y una estudiante excelente, pero a la que casi nunca se veía sonreír. Estaba en quinto curso cuando puso por primera vez las manos sobre una tela, un hilo y una aguja. Quería hacer un vestido blanco, como los que su madre les ponía a las niñas de sus cuadros cuando Neva posaba para ella, y cuando encontró la tela que necesitaba, se quedó trabajando en ello hasta muy tarde. Al acabarlo, se lo enseñó a su madre antes que a nadie.
—Es un vestido como para un ángel —le había dicho su madre, dándole un enorme abrazo.
A partir de entonces Neva confeccionó incontables vestidos blancos, y recibió un abrazo por cada uno. En una ocasión, su madre se puso a llorar en sus brazos. Tal como Neva lo recordaba, esto debió de haber sucedido en verano, porque el sudor de su madre era frío y pegajoso, y al sentirlo contra la piel a la niña se le había ocurrido una idea aterradora: «cuando ella se muera, no habrá nadie en el mundo que me toque». Todavía hoy seguía sin saber por qué había pensado eso; quizá fue por la emoción de sentir el tacto de una madre que la había mantenido a distancia durante tanto tiempo. La cuestión es que se había convencido de que nunca nadie la abrazaría fuerte en lo sucesivo. Y, por desgracia, la idea había arraigado de tal forma que, para cuando Neva llegó al instituto, la tenía firmemente asentada en la cabeza. Cuando, por ejemplo, un chico de su clase se negaba a darle la mano para bailar una danza regional, ella lo interpretaba como un signo, no de la normal timidez de esa edad, sino de que su premonición se estaba cumpliendo, y sentía verdaderos escalofríos. Se compró un libro sobre costura y diseñó un vestido blanco tras otro pero ahora, siempre que su madre la estrechaba entre sus brazos, se sentía cada vez más segura de que nadie más iba a hacerlo cuando ella ya no estuviese.
A pesar de la oposición de su madre, que no quería que se fuese a vivir a otro sitio, Neva entró en un instituto femenino privado de Tokio regido por misioneras, y de ahí pasó a la universidad. Un verano, durante una fiesta estudiantil en la que estaba vendiendo sus vestidos, un joven se detuvo y empezó a hablar con ella. Hacía calor, y aquel estudiante alto y bronceado le había propuesto ir a tomar algo frío. Neva aceptó y para cuando terminó el refresco ya había decidido casarse con él. Esa noche, le permitió hacer con ella todo lo que quiso; aún no sabía su nombre, pero sí lo suficiente para evitar la mención del matrimonio o de asuntos parecidos. En los días que siguieron, le negó lo que antes le había concedido y se dedicó a hablarle de un cierto premio de diseño de modas que concedían en Suiza diciendo que, si tenía la suerte de ganarlo, el hombre que se casara con ella viviría siempre muy bien. También le hizo saber que su familia poseía un gran establecimiento hotelero en Okayama; pero todos esos datos fueron apareciendo gradualmente, casi como por accidente, según se presentaba la ocasión. Un año más tarde estaban casados.
Tras graduarse, el joven se convirtió en un empleado corriente de una empresa de lo más corriente, y su físico pasó a ser su único motivo de orgullo. Neva, por su parte, no sentía ni el más mínimo amor por aquel musculoso marido suyo; simplemente, había sido el primer hombre que quiso tocarla. Lógicamente, no obtuvo ningún placer de la vida matrimonial, y veía pasar un día asfixiante tras otro, con el único consuelo de haberse librado de su antigua obsesión. Se opuso siempre al deseo de su marido de tener hijos y, como no tenía dinero para abrir una tienda propia con sus diseños, empezó a trabajar de estilista; su pánico anterior, al disolverse, se llevó también su entusiasmo por los vestidos de ángel.
Así pasaron diez años, en los que Neva apenas supo si estaba viva o muerta, y entonces, un día, descubrió que tenía bultos en ambos pechos. Resultaron ser malignos. Neva lloró cuando le dijeron que se los amputarían, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que la operación conllevaba una esperanza extraña: probablemente, podría divorciarse de su marido después. Así que, entre la pena, se le mezclaron unas chispas de alegría; cuando no tuviera pechos, podría dejar a aquel hombre.
Aún estaba en el hospital cuando se formalizó el divorcio; entonces, con su matrimonio ya convertido en pasado, revivió aquella preocupación tan conocida. Se preguntaba quién iba a querer mirar aquellas cicatrices monstruosas. Quién iba a tocar aquel pecho plano y sin carne. Pero esta vez la idea no le resultaba dolorosa; de hecho, ya no era imaginación sino realidad. No había razón para temer a la verdad, así que se limitó a enfrentarse a los hechos, llorar durante unos cuantos días, y darlo por superado.
Pero Hashi había abierto las cicatrices de Neva, dejando que escapara toda la soledad que tenía guardada. Aquella primera noche, en el taxi que les llevaba a casa, él la había cogido de la mano y, en ese mismo momento y lugar, Neva decidió hacerse a sí misma un regalo. Lo llevó a su piso, lo desvistió y le lamió todo el cuerpo de arriba abajo, sintiendo deseo por primera vez en su vida, sintiendo que quería que le tocase los pechos ausentes. Las caricias de Neva le habían provocado una erección a Hashi, que parecía revivir generalizadamente con ellas. Cuando ella encendió la luz y le pidió que le tocase el pecho, él había parpadeado varias veces mirando al suelo, como si no estuviera muy seguro de lo que se iba a encontrar; después se había echado a reír con una risa de profundo contento. Pensando que se reía de la idea de tocar a alguien tan horrible, Neva había empezado a llorar, pero Hashi la abrazó entonces con fuerza. Frotándole con suavidad aquel pecho plano, le había pasado la lengua dándole mordisquitos por el costado, mientras el pene erecto le presionaba un muslo.
—Qué maravilla —había murmurado Hashi.
D no pudo resistirse a decir algo sarcástico cuando accedió a que Neva fuese la representante de Hashi:
—Qué suerte has tenido, gamberro, ¿qué mejor para que se estrene un mariquita?
A Neva, por su parte, aunque después entendió de qué se había reído Hashi aquella noche, todo le daba igual. ¿Y qué si era marica? No le importaba lo más mínimo; había sido maravilloso hacer el amor con él, que la había lamido por todas partes como nadie lo había hecho antes, y sus recuerdos anteriores estaban ahora guardados donde ya no podían hacerle ningún daño.
Poco tiempo después se puso a hacer los diseños para el vestuario de los conciertos de Hashi. Al parecer, dos sueños se hacían realidad al mismo tiempo: tenía un ángel al que amar, y estaba haciendo los vestidos blancos de satén para vestir a ese ángel.