DIECISIETE
Anémona y Kiky llegaron a Shinjuku en el coche de ella, un Ford Bronco del 87. El club al que pertenecía Anémona se encontraba en un anexo del enorme edificio de la Unión de Bancos Extranjeros. Su techo esférico y metalizado resplandecía en medio de los rascacielos. Todos los días iban a clases de buceo. Anémona dejó el Ford Bronco en el aparcamiento subterráneo.
Kiku sacó del coche un equipo de buceo nuevo. Anémona ahorraba prácticamente todo lo que ganaba con los anuncios de televisión o las revistas, y tan sólo gastaba la cantidad necesaria para la comida de Gulliver. Kiku había consumido más de la mitad de los ahorros en aquel sofisticado equipo de buceo que consideraba imprescindible para la expedición a las cuevas submarinas de Uwane: un scooter para facilitar la progresión bajo el agua y así reducir el consumo de oxígeno, máscaras de buceo profesionales totalmente herméticas para evitar los efectos tóxicos de la datura, ordenadores de buceo resistentes a la baja presión, etc.
Cuando llegaron a la entrada del club mostraron el carné de socio de Anémona y un empleado les entregó la llave de una taquilla. Kiku y Anémona pasaron a los vestuarios y se pusieron el chándal. Después empezaron el entrenamiento dando varias vueltas por la pista de cuatrocientos metros de largo y tres metros de ancho recubierta de césped artificial. La pista rodeaba las instalaciones del centro y, cuando corrías, daba la impresión de que estabas en una montaña rusa desde la que podías observar todo el parque de atracciones. Mientras Kiku recorría la pista por quinta vez, Anémona, con pequeñas zancadas, todavía iba por la segunda. De camino a la sala de musculación, que ocupaba toda la segunda planta, pasaron por delante de las pistas de tenis y squash y de las cuatro piscinas.
Antes de llegar se fueron encontrando con una zona de halterofilia, un trampolín de gimnasia, colchonetas para hacer ejercicio en el suelo, aparatos de musculación con bancos y barras de hierro, una cinta móvil para practicar esquí con curvas recubiertas de nieve artificial y una playa artificial de arena y poliestireno con una piscina de olas para practicar surf. Anémona saltó diez veces sobre el trampolín de gimnasia y después se dirigió a la sala de musculación. Por la mañana, acudían sobre todo mujeres. A la entrada de la sala flotaba en el ambiente un olor grasiento mezclado con perfume y polvos de maquillaje. Sobre el césped artificial, sus cuerpos regordetes hacían ejercicio para guardar la línea embutidos en mallas blancas; parecían orugas o larvas de avispas, rollizos bebés recién nacidos atiborrados de leche introducida con un fuelle por el trasero. El sudor que chorreaba por sus cuellos debía de ser dulce. Aunque les cortaran un trozo de carne, ni siquiera sangrarían. Kiku imaginó varias cosas pringando el suelo mientras observaba ese sudor graso y amarillento: granos de arroz, trozos de espaguetis aplastados, paté de soja con moho, mayonesa cuajada, tocino fermentado, huevos medio digeridos, pastel de requesón.
—Dígame, jovencito —dijo una de las larvas arrastrándose hacia Kiku—, ¿es cierto que los abdominales son eficaces contra el estreñimiento?
—No tengo ni idea —respondió Kiku reunirse a toda prisa con Anémona.
De camino a la piscina, se cruzaron con un anciano que se tambaleaba en la pista de atletismo. Estaba pálido, jadeaba y le temblaban las piernas.
—¿No lo notas raro? —le preguntó Anémona a Kiku, señalando con el dedo al anciano.
Kiku avisó a uno de los entrenadores que de inmediato empezó a correr al lado del anciano mientras le llamaba la atención para que se detuviera. El anciano se negó sacudiendo la cabeza. Entonces el entrenador lo adelantó y lo paró poniéndole una mano en el hombro, pero el anciano intentó empujarlo, perdió el equilibrio y cayó al suelo. Kiku corrió a ayudar al entrenador y ambos lo trasladaron con cuidado de no moverle la cabeza. El sudor se había secado en su piel dibujando pequeños trazos de sal. Tenía la boca abierta y la lengua fuera, totalmente blanca.
—Me pregunto por qué quería correr tanto —comentó el entrenador chasqueando la lengua y mirando a Kiku—. Es el sexto caso en un mes. Por mucho que les diga que paren, no quieren escuchar. Si los dejas, corren hasta matarse.
Después, trasladaron al anciano a la enfermería y le pusieron oxígeno.
—Padezco insomnio —le dijo al entrenador en cuanto abrió los ojos—. Si no me agoto físicamente, no puedo dormir. Es como si tuviera hormigas debajo de la piel, usted no sabe lo que es eso —continuó el anciano mirando a Anémona—. Es como si toda la sangre del cuerpo se coagulara, se pudriera; siento que unos insectos horribles me mordisquean los huesos y me producen un insoportable cosquilleo que me recorre las piernas y los riñones. Sólo puedo acabar con ellos cuando corro hasta la extenuación. Cuando estoy muerto de cansancio, caigo en un sueño profundo que me sienta bien.
El anciano emitió un gemido incómodo, cogió la mano de Anémona y la apretó. Su mano, cubierta de manchas rojas, parecía un globo desinflado. Así se quedó dormido, aferrado a Anémona con tanta fuerza que ella tuvo que abrirle uno a uno los dedos para desembarazarse de él.
Kiku escuchaba con atención al instructor de buceo mientras tomaba notas de todo lo que decía. El instructor advirtió a los alumnos sobre los peligros de ascender a la superficie sin realizar paradas de descompresión, ya que se produciría un colapso pulmonar y millones de burbujas de aire penetrarían en la sangre y en el corazón, provocando la muerte al buceador. Anémona, agotada de tanto nadar, se adormeció. Kiku le dio un golpecillo en la boca con la punta del lápiz y Anémona abrió los ojos sin cambiar de postura. El maquillaje impecable que lucía por la mañana se había diluido por completo en el agua.
—¿Sabes? Me da la impresión de que el viejo de antes fue campeón de patinaje de velocidad cuando era joven —dijo ella humedeciéndose los labios con la lengua. Sus párpados, medio abiertos, temblaban ligeramente.
Por la noche, después de la cena, encendieron la televisión. Hashi, que estaba sentado junto a una señora cuyos ojos y párpados apuntaban hacia las sienes, respondía a las preguntas de un periodista. Hashi había recuperado su aspecto anterior: ya no iba maquillado y llevaba el pelo corto. Confirmó que iba a casarse con aquella mujer que parecía doblarle la edad. La cámara mostró un primer plano de las manos de la mujer y ésta, incómoda, trató de ocultarlas encogiéndolas y moviéndolas sin parar. Una piedra preciosa brillaba en el largo y fino dedo anular. Mientras Kiku observaba esas manos grandes, arrugadas y sin esmalte en las uñas, comprendió que lo que a Hashi le gustaba de ella era precisamente eso. El primer plano se desplazó hacia el rostro de Hashi. Kiku llamó a Anémona y le dijo orgulloso:
—Mira, ése es mi hermano. Canta muy bien y lo sabe todo sobre música.
El presentador, un tanto incómodo, dijo mirando al suelo:
—Corre el rumor de que es usted homosexual.
Hashi permaneció un momento inmóvil, con la mirada perdida y después empezó a hablar con una rapidez impresionante.
—¿Yo, homosexual? ¿Que me gustan los hombres? Me habría prostituido en el mercado del Toxicentro. ¿Es eso? ¿Quién lo ha dicho? ¿Tiene testigos? Y si así fuera, ¿qué pasa? Sí, es cierto, me gustan los hombres, no se moleste, es normal ¿no? Me atraen los hombres, me he acostado con cientos de ellos, pero también me gustan las mujeres. Cuando nos gusta alguien, lo deseamos, no importa la edad que tenga ni el sexo, qué más da, hasta un animal vale; a mí eso no me afecta. Si tengo ganas del otro y el otro está de acuerdo, si nuestras pieles se unen, ya puede ser un viejo, un caniche, una oveja, un caballo o un pollo. Es más, si por casualidad tuviera un hijo con un marciano, se lo traería en exclusiva a este plato, se lo prometo. Así podría entrevistarlo y hacerle preguntas estúpidas como me hacen a mí: Querido marciano, parece ser que es usted homosexual. ¿Puede contarnos algo más sobre esto?
El presentador, atónito, seguía callado. La señora que estaba sentada al lado de Hashi intervino:
—Discúlpelo, sabe que es caprichoso, algunas veces se inventa cosas así, pero es sin maldad, discúlpelo.
Hashi miraba en otra dirección, como si se estuviera hablando de otra persona. Tenía gotas de sudor en la frente y los ojos centelleantes.
Kiku estaba sorprendido por este nuevo aire de seguridad en Hashi. Recordó haber visto en él una mirada y una actitud parecidas en dos periodos diferentes de su vida: en el orfanato, en aquella época en la que construía sus pequeños reinos imaginarios con chatarra; y más tarde con los Kuwayama, cuando se encerraba frente al televisor y se negaba a ir al colegio. Tenía la mirada brillante y perdida como ahora. Y sólo le explicaba el sentido de sus construcciones a Kiku.
—¿Ves, Kiku? Esto es un carro, allí un aeropuerto y el piloto de la bicicleta es la taquilla.
Kiku se giró hacia la televisión dirigiéndose al reflejo de Hashi que sonreía vagamente en la pantalla.
—Ay, Hashi, ¿qué has hecho ahora? ¿Quién te hipnotizó? ¿Quién te ha vuelto loco otra vez?
Hashi parecía sufrir. Cuando alguien le molestaba y Kiku lo defendía, se lo agradecía con ese tipo de sonrisa lejana. Gracias, Kiku. Kiku tenía ganas de volver a escuchar esas palabras.
Cuando la entrevista a Hashi terminó, Anémona, que acababa de tomar un baño, extendió el brazo mojado para apagar el aparato. Su cabello estaba recogido en lo alto de la cabeza con un pasador que tenía forma de alas de mariposa.
—Kiku, ¿piensas en tu hermano?
Kiku sacudió la cabeza.
—Mientes —dijo Anémona—, sé que piensas en él.
—No, pienso en mí, no en él.
—Qué lástima, lo que me gusta de ti es precisamente que no reflexionas.
—A veces me pasa, como a todo el mundo.
—No pienses más, Kiku, no sirve de nada. ¿Acaso reflexionas cuando saltas con pértiga? ¿Te preguntas si podrás saltar o si vas a fallar? No, ¿verdad? Hay mucha gente que no me gusta, ¿sabes?, pero la peor especie que he visto es aquella que reflexiona sobre lo que va a hacer o ya ha hecho.
—Pero tú vienes de una familia normal, mientras que Hashi y yo somos niños abandonados, ¿entiendes?, la mujer que nos trajo al mundo no nos necesitaba, nos tiró, nos abandonó.
—No hace falta repetirlo cincuenta veces, ya lo sé. Es por eso tu odio, ¿no?, y que quieras reducir esta ciudad a cenizas, ¿no? ¿Qué tienes que pensar? Hay que hacerlo y ya está, es todo.
—Pero Hashi y yo crecimos juntos, ¿entiendes?, es el primer ser que me necesitó, el primero. ¿Comprendes?
Anémona estaba sentada frente a la televisión apagada; se acercó por detrás de Kiku y le rodeó el pecho con los brazos.
—Te equivocas, Kiku, nadie necesita a nadie, ¿sabes? Cuando te escucho es como si escuchara a un niño que llora porque la paloma que crió ha levantado el vuelo. Me parece absurdo. Lo que importa es saber qué quieres hacer. Yo no soy muy inteligente, mi padre y mi madre tampoco. ¿Conoces esa famosa escultura, El Pensador? Pues bien, yo la odio, me dan ganas de tirarle una bomba cada vez que la veo. ¿Sabes en qué pienso cuando la veo? En las piedras en el riñón, esa enfermedad duele mucho, mucho, sangras cuando haces pis por las piedritas en la vejiga, eso es en lo que pienso cuando veo esa estatua, en una piedrita que hace mear sangre. Yo prefiero mi cocodrilo de carne y hueso a esa estatua podrida, soy una mujer cocodrilo. Mira, voy a decirte algo que te sorprenderá, Kiku: soy la mensajera del reino de los cocodrilos. ¿Sabes? En Disneyland hay cuatro reinos diferentes, bueno, pues yo creo que en el cerebro humano hay tres reinos: el del movimiento, el del deseo y el del pensamiento. El rey del reino del deseo es el cocodrilo, el del reino del movimiento es una anguila y el del reino del pensamiento es un muerto. Yo vivo en el reino de los cocodrilos, soy mona, no estoy gorda, no soy pobre, tengo buena salud, no tengo sífilis, si la gente no me quiere me da completamente igual, no soy estreñida ni miope, y corro deprisa. El rey de los cocodrilos me ha fabricado de forma que no tenga necesidad de pensar, ¿me entiendes? Soy su mensajera, he sido elegida para hacer de esta ciudad un reino de cocodrilos, el rey de los cocodrilos me ha ordenado que salve a un hombre y ese hombre eres tú, Kiku. Te he esperado mucho tiempo, tú naciste para reducir esta ciudad a polvo, la prueba es que me has encontrado.
—¿Y dónde está tu reino de los cocodrilos?
—En mi boca, en una caverna oscura y dulce bajo mi lengua.
—Ah, bien, déjame ver —dice Kiku, sentando a Anémona sobre sus rodillas y abriéndole la boca con dos dedos.
Los cabellos húmedos de Anémona le hacían cosquillas en los pies. Kiku le cogió la lengua entre los dedos y la acercó su cara:
—¿Dónde está el dios de los cocodrilos?
Anémona reía agitando su traquea con pequeñas convulsiones. Mordisqueó los dedos de Kiku y se los metió en la boca. Luego, cogiéndolo por el cabello, acercó su cara a la de él y le metió la lengua en la oreja.
—El reino de los cocodrilos y yo te necesitamos —murmuró mientras le metía la lengua hasta el fondo de la oreja.
Cuando Hashi era un niño y quería refugiarse, se escondía debajo una sábana y al único que dejaba pasar era a Kiku. Cuando se encerraban bajo la tienda, la voz de Hashi retumbaba de tal forma que hacía palpitar la tela para placer de Kiku. Anémona colocó su lengua húmeda de saliva sobre el vientre de Kiku.
Anémona, pensó Kiku, Anémona es esa tela de tienda con la que Hashi nos cubría a los dos, fresca, húmeda y palpitante.