VEINTINUEVE

Neva había empezado a ir a clases de yoga para embarazadas. Durante las tres semanas que mediaron entre el final de la gira y el inicio de la grabación del siguiente disco Hashi se había sumido en una profunda depresión, y la tensión nerviosa de cuidar de él tenía a Neva tan exhausta que llegó a temer que perdería el bebé; las clases de yoga eran su forma de aliviar la tensión y el insomnio sin tener que recurrir a los fármacos.

Hashi se dedicaba ahora a pasar días enteros sin hacer absolutamente nada, tumbado en un sofá que había arrastrado hasta su habitación, siempre a oscuras.

—Alguien viene a por mí —anunciaba de vez en cuando—, pero correr no serviría de nada, porque me atrapará antes o después.

Pero, con todo, su actitud parecía bastante inofensiva: hasta el momento no había hecho nada violento ni amenazaba con suicidarse. Incluso comía un poco, así que Neva, en la medida de lo posible, se aferró al convencimiento de que todo se debía a que estaba agotado. Sin embargo, D era partidario de internarlo en una clínica psiquiátrica.

—Podríamos hacer un programa de televisión desde la clínica —sugirió, pensando seguramente en el empujón que la enfermedad mental de Hashi podía suponer para las ventas, que se habían ralentizado un poco.

Hizo falta que se presentaran dos miembros del grupo para que Hashi saliera de su habitación. Toru le traía de regalo una armónica.

—La música es la mejor cura para todo —le dijo.

A Hashi pareció hacerle ilusión, porque se puso inmediatamente a tocar un blues en sol. Matsuyama cogió entonces una guitarra que estaba colgada de la pared, Toru unos bongos del suelo y en un minuto habían organizado una jam session. Neva se emocionó al ver tocar a Hashi: tenía los ojos cerrados y una expresión de satisfacción en el rostro que no le había visto desde hacía mucho tiempo. Si tocar le hace este efecto, pensó, tenemos que fijar fecha para los próximos conciertos cuanto antes.

Improvisando a partir del blues que acababan de tocar, Toru empezó una canción sobre un músico vagabundo que viajaba en tren:

De noche cerrada y yo en la estación

mi maleta tan vieja en el suelo quedó.

La tiro y la olvido allá en el andén

y toco despacio viajando en el tren.

Toca esto muy bajo, tócalo con amor

y yo el clarinete que está en mi interior

me corta los labios y me hace sufrir

pero toco porque es mi rayón de vivir.

Y es la música lo que me mantiene vivo

con alma y deseo que no están perdidos.

Las luces se alejan silbando un adiós

la roja es mi sangre, la azul es mi amor.

Los aplausos de Neva le arrancaron una risita vergonzosa a Toru.

—Dime, Hashi, ¿desde cuándo tocas la armónica? —le preguntó Toru.

Pero Hashi, que seguía tocando con todas sus fuerzas, no dio muestras de oírle.

—En la próxima gira tendrías que hacer algo con ella —añadió Matsuyama.

Esta vez Hashi asintió muy levemente, mientras seguía tocando el riff de Midnight Rambler a un ritmo increíblemente rápido.

Mirándole así, encorvado sobre la armónica, Neva reconoció un sentimiento que ya casi había olvidado, el que había sentido la primera vez en que lo oyó cantar, y también al abrazarle por primera vez. Había sentido entonces que podía por fin perdonarse, liberarse, tratarse bien a sí misma. Se acordó de cuánto le había costado aceptar la idea de que un hombre tan joven pudiera tener semejante poder sobre la gente. Se acordó de haber pensado que Hashi había salido de la nada, que era un superviviente de algún trauma precoz que ella no podía ni imaginar, y que las vibraciones que emanaba al cantar eran una forma de intentar aplacar los recuerdos de aquella época. Pero ya no lo creía: Hashi no había dejado el infierno atrás, sino que lo tenía dentro, como un tumor maligno, y cantaba para expulsar sus tormentos, para expandirlos a su alrededor, como si con ello pudiera recuperar algo de equilibrio.

—Estoy hecho polvo —dijo Toru al fin.

Matsuyama asintió con la cabeza.

—Voy a hacer un té —dijo Neva, precipitándose hacia la cocina.

Mientras esperaba a que hirviese el agua, Neva oyó que los bongos dejaban de sonar primero y la guitarra a continuación. Se quedó escuchando la armónica que seguía tocando ahora sola y se sintió muy feliz. Pero, en el momento en el que el té de manzana estuvo listo para servir, Matsuyama entró en la cocina con aire preocupado.

—¿Qué le pasa a Hashi? —preguntó.

—Últimamente estaba agotado, pero vuestra visita le ha sentado de maravilla. Hacía años que no le veía tan bien.

—¿Tan bien? Si está fatal, como fuera de sí. Ven a ver: está tocando con tanta fuerza que tiene todos los labios llenos de sangre. Toru le ha dicho que pare, pero ni siquiera parece que lo haya oído.

Cuando volvieron a la sala, Toru estaba sentado con las dos manos levantadas en un gesto de impotencia. A Hashi le goteaba un líquido rojo desde la boca.

—¡Hashi! —gritó Neva, sin obtener respuesta.

—¿Quieres que le hagamos parar? —preguntó Toru—. Si le dejamos seguir, se cortará toda la boca.

—Sí, por favor —susurró Neva.

Toru se acercó a él pero, cuando intentó alcanzar la armónica, Hashi le lanzó una fuerte patada que le impactó en el estómago y después, viendo que Matsuyama se le acercaba por detrás, se dirigió hacia la ventana con la espalda pegada a la pared. Toru saltó sobre él, lo agarró por el pelo y lo tiró al suelo pero, incluso allí derribado, siguió con la armónica firmemente pegada a la boca, tocando como podía mientras Matsuyama trataba de arrancársela de los dedos. Neva se tapó los oídos, horrorizada por los acordes disonantes que, unidos a la voz de Hashi, parecían los bramidos de un animal al que estuvieran estrangulando. Por fin, Matsuyama consiguió arrancarle la armónica manchada de sangre.

—¡Tú, idiota! ¿Qué demonios te crees que estás haciendo? —le chilló, tratando de limpiarle la sangre de los labios con su pañuelo—. Tienes que controlarte un poco, tío. ¡A ver si dejas de portarte como un demente!

—Se supone que eso es lo que hace una estrella del pop, ¿no? —masculló Hashi con los labios desgarrados, con la vista fija en el techo.

Luego se pasó el resto de la tarde mirando por la ventana, mientras Neva trataba de decidir si internarlo o no. Tanto Matsuyama como Toru se mostraron de acuerdo en que necesitaba someterse a algún tratamiento, preferiblemente fuera del país; pero Neva sabía que, fueran adonde fueran, D se las arreglaría para encontrarlos y enviarles detrás a un montón de periodistas y fotógrafos. Se daba cuenta de que ella era la única que podía ayudarle, pero ya no sabía si tenía fuerzas para luchar con él, para enfrentarse a todos sus demonios internos. Sabía que eso implicaba no sólo luchar con Hashi, sino también contra él en ocasiones, si no quería que perdiera del todo la razón cuando se acercaba al límite como entonces.

Hashi miraba abajo fijamente, a la calle, observando un manchón grisáceo que debía de ser un perro o un gato atropellado. Por la forma, parecía más bien un gato. Lo contempló largamente y luego salió de la habitación de forma brusca. Neva no tenía ni la menor duda de adónde iba: bajaba a la calle para arrancar del asfalto lo que quedaba del animal y enterrarlo en alguna parte. Lo sabía porque en los últimos tiempos había cogido la costumbre de enterrar todas las polillas, cucarachas o ratones muertos que se encontraba. Hashi volvió al cabo de un rato, muy pálido, pero Neva no le prestó atención y se fue a su cuarto, para quedarse dormida casi de inmediato mientras leía un libro sobre el embarazo.

Se despertó un poco más tarde con una sensación rara. La visión de Hashi junto a la cama la sobresaltó tanto que estuvo a punto de gritar. A Hashi le temblaba todo el cuerpo. Ella reunió todo su valor para sostenerle la mirada.

—¿Cómo está el bebé, Neva? —le preguntó Hashi en voz baja—. ¿Sabes? Tengo la impresión de que más le valdría estar muerto. No me veo a mí mismo dándole buen ejemplo, nunca sabría qué decirle… Hay una cosa que quería decirte desde hace tiempo, Neva: tengo una mosca dentro de la cabeza, una mosca con rostro humano, que me está dando la orden de que te mate, me lo está diciendo todo el rato… Verás, hay un sonido que necesito volver a oír, y el precio que se paga por oírlo, Kiku también lo sabe, es hacer algo horrible, matar a alguien… a alguien a quien ames. Yo no puedo evitarlo, lo único que quiero en la vida es oírlo… Y he enterrado a ese gato en un macizo de flores, y a las polillas… las polillas están enterradas en una maceta… así que cuando os mate a ti y al bebé a lo mejor interceden por mí… Porque estoy seguro de que a mi hijo más le valdría morirse…

A Hashi se le erizó la piel del cuello cuando bajó la vista hacia el vientre hinchado de Neva.

—No quiero hacerlo —dijo, temblando como una hoja—. De verdad que no, pero si no lo hago nunca volveré a oír ese sonido. Y entonces acabaré… —los ojos inyectados en sangre de Hashi parecían a punto de salírsele de las órbitas—… convertido en hombre con cara de mosca.

Neva luchaba con todas sus fuerzas para no perder los nervios. Quiso gritar otra vez, pero tenía la garganta seca como la lija y no fue capaz de emitir el menor sonido. Quizá sí sería mejor que los dos se murieran, pensó, ella y el bebé. Y, de repente, sintió que ya no amaba a ese hombre. Se dio cuenta de que todo el miedo que había pasado hasta entonces no era por su propia seguridad, sino porque Hashi se pudiera convertir en un asesino. Al pensarlo, se sintió súbitamente aliviada… y entonces le pareció por primera vez que Hashi era feo. Algo empezó a hervirle en el pecho, le subió por la garganta y le desbordó por fin la boca:

—Tu hijo no va a morir —gritó, haciendo que Hashi se pusiera rígido—. Aunque me lo sacaras ahora mismo, aunque no fuera más que un embrión diminuto y lo tiraras por el desagüe, se salvaría. Te olvidas de una cosa: el padre de este niño salió vivo de una taquilla de monedas. Así que también él va a vivir, y crecerá, y vendrá a pedirte cuentas. Y aunque para entonces te hayas convertido en mosca, el niño te encontrará y te aplastará de un pisotón… porque este niño va a vivir.