TREINTA Y TRES

Si la isla Garagi fuera un zapato alto, Uwane quedaría más o menos entre el tacón y el arco de la planta. Acababa de anochecer cuando llegaron a la cueva, con el motor ronroneando bajito y las luces apagadas, y echaron el ancla a pocos metros de la plataforma rocosa. Unas olas suaves dispersaban el reflejo de la luna sobre la superficie del mar.

Kiku y Nakakura se zambulleron los primeros y recorrieron el saliente buscando las grietas causadas por el terremoto submarino, rodeados de pececitos que atravesaban el haz de luz de sus linternas de buceador. Nakakura, tras ordenarle a Kiku que fuera siempre detrás de él, se arrastraba pegado a las rocas con las dos manos, calibrando además las corrientes, que en algunas zonas y a ciertas profundidades se volvían más rápidas; si uno se quedaba atrapado en una de ellas, podía ser arrastrado y aparecer en cualquier parte. El saliente emergía en perpendicular desde el lecho marino, como si se hubiera hundido allí un edificio muy alto del que sólo hubiera quedado a la vista el ático. En la zona más honda, la base del arrecife que miraba hacia alta mar, el profundímetro señalaba treinta y ocho metros. Nakakura y Kiku buceaban a unos veinte metros, parándose cada poco para enfocar las linternas hacia la roca. En aquella oscuridad, cualquier sombra podía parecer una grieta.

Empezaban a estar ya cortos de oxígeno cuando Nakakura señaló a un tiburón tigre de unos tres metros de largo, que se acercaba a ellos atraído por la luz. Kiku le apuntó con el fusil arpón pero Nakakura lo detuvo, haciéndole apagar la linterna mientras el tiburón daba vueltas a su alrededor. Convertido ahora en sólo una sombra lisa y gris, el animal dejó de nadar en círculos y se dirigió hacia ellos de frente. Kiku volvió a levantar el fusil, apuntándole a la mandíbula, pero erró el tiro de la peor forma. Entonces Nakakura agarró la luz de Kiku y, juntándola con la suya, las encendió a la vez delante de los ojos del tiburón, obligándole a retroceder cuando ya estaba a menos de dos metros. Cada vez que se acercaba otra vez a observarles, Nakakura le enfocaba de nuevo con las linternas, hasta que el animal se dio por vencido y se alejó.

Poco después, un destello en la superficie de la pared alertó a Kiku de la entrada de la cueva. El haz de su linterna se posó sobre los barrotes de aluminio y la gruesa rejilla que sellaba la abertura. Las bombonas de oxígeno estaban ya a cero, así que decidieron poner una boya para marcar el lugar, atada a uno de los barrotes, y volver al barco.

Anémona había hecho espaguetis en la placa eléctrica del camarote y todos se sentaron a comer mientras Nakakura les recalcaba otra vez las nociones básicas del buceo. Ella iba a quedarse en el barco; había dicho al principio que quería acompañarles, pero desistió enseguida al oír que había tiburones. Nakakura se sumergió el primero para ir desatando el equipo que los otros le bajaban por la cadena del ancla: tres scooters de submarinismo, una batería para los dos taladros eléctricos, doce bombonas de reserva, seis fusiles arpón y grandes cantidades de cuerda. Para cuando Hayashi y Kiku se reunieron con él, ya se había puesto a intentar cortar la rejilla metálica, que formaba una doble capa con el enrejado de barras de aluminio. La red estaba firmemente unida a la roca y oxidada por completo; el material se resistió a los impactos de la cortadora cuando lo atacaron de frente, pero Nakakura consiguió aflojar una parte con un cuchillo para poder ir cortándolo desde los lados. Aun así, el trabajo progresaba lentamente, y todavía tendrían que vérselas con los barrotes, que estaban apuntalados con hormigón. Nakakura decidió entonces tomar el camino más rápido y usar el taladro: le hizo señas a Kiku para que lo conectara a la batería y se puso a perforar el cerramiento con una serie de ráfagas amortiguadas, que espantaron a los peces haciéndoles salir como una nube de todas las grietas de la pared, pero apenas hicieron mella en el sellado, Al cabo de poco rato, Nakakura pidió a Hayashi que lo relevara y comprobó su nivel de oxígeno, informando por señas a Kiku de que no alcanzaría ni con las doce bombonas de reserva si gastaban tanto tiempo en este trabajo.

En la cubierta del barco, Anémona contemplaba alternativamente el cielo y el mar. Le llegaba el ruido débil de los taladros perforando la roca bajo sus pies, similar al de los martillos neumáticos que había oído otras veces en las obras, pero acolchado por el agua. A su alrededor todo estaba en calma, exceptuando el leve cabeceo del barco bajo la brisa, cuando de repente vio que algo destellaba en la superficie del mar, unas siluetas indistinguibles que parecían nadar entre dos aguas, aumentando rápidamente en número. Anémona cerró la mano de forma instintiva sobre la pistola que le había dado Kiku y cogió el otro fusil arpón. Las sombras atravesaban el agua a bastante velocidad, invisibles por momentos bajo las olas antes de volver a brillar de nuevo, hasta que se acercaron lo suficiente para que Anémona pudiera ver que eran delfines, y que su brillo se debía al plancton fosforescente que les cubría el lomo.

—¡Delfines! —exclamó, casi gritando de alivio.

Uno tras otro, los animales fueron saliendo a ras del agua, tiñéndola de azul pálido mientras nadaban en dirección al mar abierto. Como en un número del parque de atracciones, pensó Anémona, casi esperando que alguno de ellos llevara a remolque un Papa Noel carcajeándose sobre esquís acuáticos. Deseó que Kiku hubiera estado allí para ver aquellas siluetas lisas y brillantes, que se deslizaban dejándole en los ojos un brillo trémulo. Había habido algo que deseaba enseñarle mientras él estaba en la cárcel; ¿qué era? Trató de acordarse. Ah, sí: las cortinas que había hecho ella sólita. En fin, a partir de ese momento estarían juntos para verlo todo.

Allí abajo, los tres buzos habían conseguido abrirse paso. Nakakura, con un taladro en la mano, dirigía su scooter hacia el interior con la otra. Hayashi llevaba seis de las bombonas de reserva atadas con una correa elástica, mientras Kiku cargaba con la batería y los fusiles arpón. Alumbrados sólo con las luces de los scooters, avanzaron por un pasaje que se iba ensanchando progresivamente; algunos meros de buen tamaño, así como varios peces loro grandes, demostraban que debía de haber otra entrada además de la que ellos acababan de franquear. Iban despacio para no remover el sedimento fino y arenoso que cubría el suelo y que enturbiaba el agua al agitarse. Además de los peces, en el pasadizo encontraron también gran cantidad de morenas, que enseñaban los dientes con aire amenazador si les daba la luz. Cargados con todo aquel equipo, les hubiera sido muy difícil incluso darse la vuelta en caso de que las morenas les llegaran a atacar. Hayashi, sobre todo, parecía tenerles mucho miedo.

En un momento dado, una de ellas, gruesa como un brazo humano, levantó la cabeza de entre las sombras y se lanzó hacia la pierna de Nakakura, enganchándole la aleta y desgarrándosela. Hayashi les dijo por gestos que no seguía avanzando más, y los otros tuvieron que dedicar un buen rato a demostrarle que las morenas no abandonaban la seguridad de sus nidos para atacar, hasta que por fin lo convencieron. El túnel serpenteaba a lo largo, subiendo y bajando o describiendo curvas a derecha e izquierda, en cada una de cuyas esquinas iba dejando Nakakura una lucecita como señal; Kiku se acordó de las minas abandonadas que exploraban Hashi y él de pequeños. Recordaba muy bien el miedo que les tema Hashi a los murciélagos que colgaban del techo, sobre todo por los ojos rojos y por aquel chillido misterioso que proferían.

De repente, sin previo aviso, Nakakura se dio la vuelta y les hizo señas para que se arrojasen al suelo, tirando a la vez el taladro y apagando el motor del scooter para quedarse flotando boca abajo, pegado al fondo. Kiku y Hayashi, imitándole a toda prisa, vieron que la roca que tenían enfrente se empezaba a mover y se dieron cuenta de que era en realidad un banco de peces loro que se aproximaban a las linternas. Kiku sintió el peligro. Y no eran esos peces lo que le asustaba sino algo en el extremo de aquella muralla móvil, algo mucho más aterrador. Nakakura le indicó que cogiera el fusil arpón, y los tres empezaron a disparar contra aquella nube de peces, algunos de ellos ya con las tripas fuera y los demás nadando como podían entre una tormenta de escamas plateadas.

Por encima de sus cabezas apareció entonces un tiburón jaspeado en el círculo de luz de las linternas. Era más bien pequeño, pero con una aguda fila de dientes asomando por la boca abierta. Nakakura le disparó el arpón, alcanzándole en la base de la cabeza; pero, mientras el animal se retorcía azotando el agua, aparecieron otros tres detrás de él. El primero se lanzó de inmediato a devorar el vientre blancuzco del animal herido, al tiempo que los dos restantes se dirigían hacia ellos. Kiku disparó pero erró el blanco, y los tiburones seguían aproximándose con los dientes al descubierto. Entonces se agachó para sacar el puñal que llevaba atado al tobillo y, mientras estaba inclinado, la mandíbula inferior del tiburón le rozó la espalda, arrancándole el tubo y llevándoselo entre los dientes mientras giraba azotando la aleta trasera y removiendo el fondo del túnel. Cegado momentáneamente, Kiku sólo pudo adivinar que el ruido sibilante que oyó era el arpón de alguno de los otros, porque enseguida vio un borbotón de sangre verde y el cuerpo del tiburón que se hundía a plomo, enterrando el morro en el fango. Pero, hasta que no se encontró rodeado de burbujas, no se dio cuenta de que el animal le había cortado el tubo ni de que ya no le entraba aire por la boquilla. Miró a su alrededor buscando las bombonas de reserva, pero apenas se veía nada en el pasadizo, sólo la luz de las tres linternas moviéndose frenéticamente en medio de una nube de arena, tripas de pez y chorros de sangre verde, flotando junto con las burbujas que salían de su bombona de oxígeno. Empezaba a respirar con dificultad, pero se dio a sí mismo la orden de mantener la calma. Estaba seguro de haber visto que Hayashi llevaba las bombonas de reserva, así que iría a buscarle. Tengo que nadar hacia la luz, decidió, con la cabeza pesándole ya un poco.

En ese momento apareció un tiburón justo delante de sus ojos. Insensible en apariencia al arpón que llevaba clavado en el lomo, el animal se lanzó de frente contra Kiku, que sólo en el último momento tuvo la presencia de ánimo necesaria para dirigir el chorro de burbujas que salía de su tubo seccionado contra los ojos del animal, obligándole a girar la cabeza de forma que pudiera clavarle el puñal hasta el fondo. Este esfuerzo le hizo tragar una buena cantidad de agua, que de hecho parecía estar entrándole también por la nariz y sofocarle hasta provocarle casi un ataque de pánico. Kiku trató de controlarse y de taparse la nariz y la boca, sabía que si seguía tragando agua sería el fin. Pero el dolor era ya tan intenso que sentía como si le estuvieran ardiendo los pulmones. Ve a buscar las bombonas, pensó, pero la palabra «bombonas» pareció alejarse como una estela de su mente, y se dio cuenta de que ya no sabía dónde estaba ni qué estaba haciendo. ¿Por qué dolía tanto? El aire viciado que tenía en el pecho parecía expandirse, amenazando con romperle por la mitad. Empezó a ver borroso y dejó caer la mandíbula, abandonándose a la oscuridad y al dolor y tragando entonces una bocanada completa de agua como si la respirara, aliviado. La oyó inundarle completamente por dentro. Así que esto es morirse, pensó. No está tan mal, no duele tanto… simplemente, dejas de sentir. Pero una esquinita de él aguantaba, una pequeña parte aún oía los latidos de su corazón, unos latidos furiosos, indignados de que estuviera llegando a un acuerdo con la muerte. Forcejeó entonces un instante, pero no le sirvió de nada: el pecho se le movía solo, tragando más agua. Intentó sin éxito levantar una mano, sintiendo que todo había terminado. Y entonces, cuando ya se dejaba caer hacia atrás, alguien le encajó un regulador nuevo en la boca y le entró una bocanada de aire. Curiosamente, en cuanto dejó de tragar agua, regresó el dolor como a modo de venganza, como si pincharan cada célula de su cuerpo con una aguja distinta. No pudo evitar el deseo de quitarse el regulador, la urgencia de arrancarse aquello que le metía aire por la garganta, hasta que una mano empezó a masajearle con fuerza el pecho para abrirle los pulmones y hacer sitio al oxígeno limpio y seco que fluía hacia ellos. Ese aire nuevo seguía doliéndole como si le clavaran unos alfileres diminutos, pero Kiku sentía ahora que todo su cuerpo boqueaba anhelándolo, y entonces rompió a respirar por fin y lentamente a su alrededor las cosas empezaron a tomar forma de nuevo. Nakakura y Hayashi estaban asomados a sus gafas de bucear. ¿Todo bien?, le preguntaron por señas. Kiku asintió débilmente.

Había aprendido dos cosas en mitad de aquella charca de sangre verde: la primera, que el dolor cesa cuando dejas de luchar contra la muerte; la segunda, que mientras oigas latir tu corazón tienes que seguir luchando.

Los otros esperaron a que Kiku se recuperara un poco y luego continuaron bajando juntos por el túnel, pasando cautelosamente junto a otros dos tiburones que habían acudido a devorar los tres cadáveres. Nakakura y Hayashi habían agotado una bombona de oxígeno cada uno y se habían colocado ya la segunda. Durante unos minutos avanzaron sin obstáculos, oyendo sólo el zumbido de los scooters en el agua, hasta que Nakakura se detuvo un momento y señaló al frente. Medio enterrados en el limo había dos cadáveres humanos, todavía con unos trozos de carne pegados a los huesos. En uno de los cráneos había anidado un banquito de peces mariposa. Y tras unos flecos de algas color morado se veía por fin una enorme zona en sombras, una caverna oscura demasiado profunda como para que ninguna luz la penetrara. Nakakura apretó el acelerador de su scooter y se zambulló en aquella oscuridad.

Tras atravesar la franja de algas, se encontraron al otro lado de una plataforma rocosa que se alzaba hasta emerger del mar, y Nakakura hizo inmediatamente la seña que habían convenido para «no os quitéis en ningún momento el regulador». La plataforma, de hecho, estaba ya habitada: había cientos de langostas enormes cuyos caparazones parecían color rojo fuego a la luz de las linternas, con las antenas agitándose como una multitud de directores de orquesta que dirigieran un concierto mudo. En una esquina se veía una colonia de morenas ciegas y un pez león que se alejó revoloteando como un ala de golondrina, sobresaltado por la luz. Una serpiente marina con rayas de tigre se deslizó bajo ellos, mientras un pez pincho de largas barbas amarillas burbujeaba con tanta fuerza que, al darle la luz, parecía a punto de explotar.

La caverna recordaba a la nave de una catedral, con el saliente cubierto de langostas como un altar desde el que se alzaban unas columnas acanaladas. Los flecos de algas moradas eran el palio que cubría a los sacerdotes, encarnados en las morenas ciegas, sentados allí para oír la confesión de la parroquia de peces multicolores. Y detrás, en el lugar donde hubiera debido colgar una cruz grande, había tres enormes fisuras en la piedra. Nakakura se aproximó cautelosamente y enfocó la luz al interior de cada una de ellas; al ver lo que había en la de en medio, se giró para llamar con la mano a Kiku y Hayashi. Esa grieta central daba paso hacia el otro ramal de la cueva, que bajaba en brusca pendiente desde la entrada. Nakakura señaló al fondo de la pendiente, donde a la luz de las linternas se veía un saliente que se diferenciaba por el color de todo lo que le rodeaba; la superficie parecía completamente plana, como si alguien la hubiera cortado al ras con una enorme cuchilla. Nakakura consultó el profundímetro: ellos estaban a veintinueve metros de profundidad, así que aquellos sospechosos bloques de piedra gris debían de hallarse a unos cuarenta, estimó. Entonces hizo unos cálculos rápidos con el ordenador de buceo para comprobar si les llegaría el aire. ¿Cuánto tiempo tardarían en hacer el trabajo a una profundidad de cuarenta metros? Unos seis minutos, concluyó, levantando seis dedos. Acordaron que Nakakura y Kiku bajarían por aquella pendiente, atados a una soga que Hayashi se quedaría sujetando desde arriba por si surgía alguna emergencia; a continuación agarraron uno de los taladros y la batería y desaparecieron por la grieta.

A diferencia del túnel que les había llevado hasta allí, este ramal de la cueva no estaba alfombrado de limo sino de corales muertos, cubiertos de una fina capa de algas. Al bajar, la presión les hacía sentir el cuerpo más pesado, como si el agua se hubiera hecho más densa, pegajosa como melaza. Kiku pensó que el coral descolorido se parecía a unos huesos. Huesos: se acordó entonces del huesecito del funeral de Kazuyo que él le había entregado a Hashi; ese recuerdo, unido a la sensación pastosa del agua, le provocó unas ligeras náuseas y una sensación de entumecimiento, como si la sangre se le estuviera atascando en las venas. Cuidado, se dijo a sí mismo, porque, a cuarenta metros de profundidad, la menor sensación incómoda puede hincharse hasta derivar en verdadero pánico, que estallará sin control en este aislamiento absoluto carente de sonidos y olores. Como te permitas siquiera considerar la idea de que se te puede cortar el aire, lo siguiente que sabes es que estás temblando sin parar, o vomitando, o subiendo como una flecha hacia la superficie. Kiku luchó con todas sus fuerzas para apartar la idea: se concentró en visualizar la lengua de Anémona, sus axilas, su sexo. Pensó en la piel quemada de sus muslos y trató de ver, superpuesta encima de aquella oscuridad por la que nadaba, la imagen de su Reino de los Cocodrilos, del que trazó la silueta con la yema de un dedo.

El profundímetro marcaba treinta y ocho metros en el momento en que Nakakura proyectaba su linterna frente a la pila grisácea de bloques. Todo estaba cubierto de algas y conchas, pero no había error posible en que se trataba de un contenedor plano de hormigón, totalmente fuera de sitio en el fondo del mar. En algunos puntos se veían grietas de las que salían unos filamentos blanquecinos similares al coral. Nakakura enchufó el taladro y empezó a perforar en el lugar donde las grietas eran mayores. Al presionar el pulsador, salieron de todas partes peces tropicales que estaban durmiendo entre las rocas y el coral. Durante un rato pareció que el taladro no conseguía nada, pero Nakakura siguió trabajando pacientemente, consultando su reloj cada poco, hasta que al fin la grieta comenzó a ensancharse. En cierto momento se detuvo y separó las manos unos treinta centímetros, para indicar el grosor del hormigón. La piedra arrojaba esquirlas que trazaban curvas caprichosas en el agua antes de hundirse; muy pronto, Nakakura había perforado ya lo suficiente como para que las dos grietas mayores se unieran en una sola hendidura grande. A partir de ahí, se concentró en el punto de unión, y no tardó mucho más en hacer un agujero del tamaño de un puño. Entonces se tumbó en el suelo, se asomó con la linterna y se giró luego para asentir con la cabeza en dirección a Kiku. Éste se acercó a echar un vistazo, pero sólo distinguió más trozos de coral, así que Nakakura volvió al trabajo, aumentando la potencia del taladro hasta que consiguió abrir un hueco por el que pudiera pasar una persona. Por fin, casi un tercio del hormigón se desplomó solo con un golpe seco, permitiendo entrar a Nakakura y formando a la vez una nube de cascotes. Con la lámpara enfocada al frente, Kiku le siguió.

Ya dentro, Nakakura forcejeaba entre una mezcla de algas y escombros. Kiku tiró de la cuerda para ayudarle a incorporarse y luego pasó revista a lo que les rodeaba. El contenedor de hormigón se parecía de hecho a un fortín pequeño, con tres paredes cubiertas de munición y suelo de barro. Kiku apartó unos cuantos escombros, pero debajo sólo encontró más coral. Al verlo se acordó de lo que le había contado Yamane en una ocasión, cuando le operaron para insertarle la lámina en la cabeza y él había visto su propio cerebro, que le pareció exactamente igual que un trozo de tofu.

Tofu y corales, se dijo Kiku bajo la máscara de bucear, antes de empuñar el taladro, accionar el interruptor y empezar a pulverizar aquella masa no muy dura. Poco después Nakakura le hizo detenerse, señalando algo que brillaba bajo la nube de polvo blanco, le quitó el taladro y siguió perforando con cuidado lo que quedaba del coral hasta que vieron un tubo plateado; un cilindro contenedor de gas, hecho de una aleación de acero y molibdeno. Detrás de éste aparecieron otros iguales; en total había una pila de dieciséis cilindros, cada uno del grueso de un muslo. Se habían almacenado separados por una capa de plásticos de embalar y con una cadena fija al suelo rodeándolos. Nakakura la cortó por un extremo, y los cilindros se dispersaron flotando lentamente.

Decidieron que cada uno se llevaría tres, atados entre sí para manejarlos con más facilidad. Dieron un tirón a la cuerda y Hayashi empezó entonces a remolcar desde el otro extremo, ayudándoles a remontar la cuesta. Desde donde les esperaba se veía un débil foco de luz, como una lámpara encendida en un segundo piso vista desde la calle. La cuerda tropezó varias veces en algún saliente del coral, pero al final llegaron hasta donde ya se veía a Hayashi, tirando de la cuerda con toda su alma. Kiku y Nakakura habían dejado abajo la batería y el taladro, para cargar sólo con sus tres cilindros cada uno.

Estaban ya a mitad de camino cuando Kiku sobresaltó a dos peces león que estaban escondidos en la piedra y que surgieron de golpe ante sus ojos. A partir de ahí todo sucedió muy rápido.

Lo primero que oyó fue un grito amortiguado y el burbujeo del aire saliendo a chorros; se dio la vuelta entonces y vio a Nakakura cayendo de espaldas cuesta abajo. Se le había salido el regulador de la boca y se sujetaba la frente con una mano, pero seguía agarrando los cilindros. Kiku le hizo señas a Hayashi para que soltase cuerda, sin saber qué le había ocurrido a Nakakura. Cuando llegó hasta él, al pie de la cuesta, lo encontró tumbado y todavía con la mano en la frente. Kiku se acercó nadando hasta situarse encima y entonces Nakakura le señaló a los peces león que nadaban cerca: uno de ellos le había clavado una de las hermosas pero letales espinas que tienen junto a la aleta trasera y se le estaba durmiendo todo el cuerpo. La herida en sí debía de resultar horriblemente dolorosa pero Nakakura, en medio de la desesperación, consiguió transmitirle por señas a Kiku que quería que le orinara en la frente. Kiku creía recordar haber oído también que la orina era un antídoto para el ácido de ese veneno pero dudó un instante; entonces, sin darle más tiempo, Nakakura empezó a desabrocharle la parte delantera del traje de buzo y le agarró el pene. Luego se inclinó para colocarse la punta encima de la frente y se retorció desesperado, urgiendo a Kiku para que se diera prisa. Kiku lo intentaba, pero al ver a Nakakura entre sus piernas y con su pene en la frente le entraban ganas de reír y, cuanto más trataba de orinar, más le costaba. Nakakura se frotaba el glande rosado contra la frente, esperando, sin darse cuenta de que Kiku apenas podía combatir las carcajadas y concentrarse.

Y entonces, abruptamente, Nakakura le soltó. Sorprendido, Kiku se asomó a sus gafas y vio que tema los ojos cerrados con fuerza y que se le empezaba a contraer el rostro. También le temblaba la mandíbula y se había mordido los labios hasta hacerse sangre. La mano que seguía apoyada sobre el muslo de Kiku se había vuelto rígida como el hierro y fue esto lo que le recordó que, en el momento de recibir el pinchazo, Nakakura había perdido el regulador. Entonces dirigió la vista a los cilindros y descubrió que uno de ellos tenía la válvula doblada y que unas finas burbujas verdes salían silbando, estallando de inmediato bajo la presión y disolviéndose en el agua. Cuando volvió a mirar a Nakakura, éste tenía ya los ojos abiertos, pero ahora inyectados en sangre, secos y agrietados como una fruta pasada. En ese momento, cogiéndole por sorpresa, la mano que le apretaba la pierna pareció a punto de desgarrarle el músculo antes de soltarle, abrir la boca y dar un grito de espuma color verde pálido, mitad berrido, mitad risa de loco. A pesar del dolor en el muslo, Kiku intentó retroceder a toda velocidad cuesta arriba, pero Nakakura le detuvo tirando de la cuerda. Kiku cortó entonces con su puñal el trozo que les unía y empezó a hacer señas a Hayashi para que le remolcara, agitando los pies frenéticamente para combatir en lo posible el dolor y la densidad del agua que le frenaban. Desde alguna parte remota le invadió la sensación de que había tenido este sueño miles de veces anteriormente: alguien le perseguía para asesinarle y su cuerpo se volvía pesado, lento.

Incluso sin la cuerda, Nakakura conseguía seguirle túnel arriba, lanzando aquel grito escalofriante, como si hiciera gárgaras y se riera al mismo tiempo. Hayashi seguía tirando desde la entrada y Kiku pudo por fin cruzar el umbral salvando el desnivel, con un esfuerzo sobrehumano que no fue capaz de calibrar bien en aquellas condiciones de frío y semi-ingravidez. Entonces se derrumbó; por un instante se le nubló la vista y sintió que se resbalaba, pero se dio cuenta de que si perdía el conocimiento también dejaría de respirar. Se agachó, tratando de obligarse a inhalar todo el aire que pudiera, deseando, ordenándose respirar. Oía los latidos de su propio corazón. ¡Coge aire! ¡Espira! ¡Inspira! ¡Espira! El corazón seguía latiendo. Abrió los ojos a duras penas y se vio frente a frente con una enorme langosta que agitaba las antenas. Luego oyó una respiración a sus espaldas y se volvió justo a tiempo de ver a Hayashi aupando a Nakakura para salir de la grieta. Trató de gritarle para que se detuviera, pero el grito se le convirtió en un borbotón de aire mientras Nakakura alcanzaba ya la mano de Hayashi. Kiku vio el rostro de éste, tras las gafas de bucear, contorsionándose de dolor al tratar de soltarse. Nakakura había sacado el puñal y, cuando lo hundió en el estómago de Hayashi, Kiku le apuntó con su fusil. El arpón plateado surcó las aguas que les separaban para ir a clavarse profundamente en el cuello de Nakakura.