VEINTISÉIS

El día en que Kiku, Yamane, Nakakura y Hayashi se incorporaban a la Unidad de Prácticas de Navegación, y se cambiaban también a una nueva celda de otro pabellón, Yamane sufrió una terrible jaqueca desde muy temprano, con la piel de todo el cuerpo erizada y sudores fríos.

—La lámina de plástico ésta que tengo en la cabeza debe de haberse desajustado —les dijo a los otros—. Si me quedo como ido y me pongo rígido, no me habléis ni intentéis moverme, porque podría pasar cualquier cosa como me toquéis en ciertos sitios de la cabeza.

—¿Quieres decir que podrías morirte? —le preguntó Kiku.

—No, qué va. No creas que eso me importaría demasiado —contestó Yamane con sonrisa forzada—. No, es más probable que yo os matara a vosotros.

Se suponía que, al llegar a su nuevo alojamiento, tenían que presentar sus respetos a las personas mayores de allí; pero Yamane sufría tanto que no conseguía ni hablar y no pudo hacer más que quedarse acurrucado junto a la puerta, temblando. Kiku, que lucía ya un distintivo plateado en su uniforme de preso, trató de disculparse por él, explicando que tenía un resfriado terrible, pero los internos de más edad se ofendieron de todas formas.

—Este tipejo no tiene modales —dijo uno.

Intentando que se olvidaran de Yamane, a Nakakura se le ocurrió ofrecerse para dar un masaje a quien lo deseara; pero en cuanto empezó a trabajar en los hombros de uno de los internos, otro se puso a olisquear el aire ruidosamente.

—Amigo, te vendría bien darte un baño —dijo.

—Sí, señor. Ya lo sé, señor. Es que cuando sudo… —empezó a explicar Nakakura, pero se interrumpió enseguida.

—Huele como una mujer acalorada —comentó otro de los veteranos—. Hasta te pone cachondo.

Nakakura hizo una mueca. Más tarde, le explicó a Kiku que el comentario le había recordado a su madre: «En verano, te llegaba su olor desde la otra habitación. A mí generalmente me daba igual, pero se notaba mucho cuándo había estado con un hombre».

Mientras seguía dando el masaje, Nakakura hizo entonces un gesto de broma en dirección a Kiku y Hayashi, como si fuera a estrangular al que estaba masajeando. Fue sólo una chiquillada, una broma sin importancia, pero otro de los veteranos lo vio y montó en cólera.

—¡Esta gentuza no tiene ningún respeto! Se supone que los neófitos han de comportarse lo mejor que saben, pero vosotros sois como monos. ¡Es incalificable! —gritó, al tiempo que le daba un puntapié en la espalda de Nakakura.

—¿Podrían callarse, por favor? —murmuró Yamane, aún acuclillado en una esquina—. Por favor.

Kiku se dio cuenta de que debía de estar intentando concentrarse en los latidos del corazón de su hijo. Se puso a pensar rápidamente en la forma de apaciguar la situación pero, cuanto más se disculpaba, más indignados parecían los otros, hasta que por fin uno de ellos profirió un aullido y abofeteó a Nakakura, golpeando también a Yamane sin querer.

—¡Basta! —siseó Yamane.

Luego, sin previo aviso, se puso en pie de un salto, dejó escapar una especie de extraño graznido amortiguado y atravesó con el puño la pared más cercana, un sólido tabique de yeso de casi cinco centímetros de espesor.

—¡Callaos! —aulló.

Todos los presentes se quedaron en silencio, mirándolo con la boca abierta. El que había causado todo el alboroto se sentó, muy callado y algo pálido, mientras que Yamane volvía a ponerse en cuclillas, apretándose el cráneo con las dos manos para mitigar el dolor.

—¿Cuánto tiempo tendría yo que entrenar para tener tanta fuerza como tú? —le preguntó Nakakura a Yamane mientras trataba de fijar una posición en el juego de cartas náuticas ficticias con las que practicaban.

—¿Qué es eso de «tan fuerte como yo»? —dijo Yamane, absorto a la vez en sus cartas.

La parte teórica del curso, con sus cartas, brújulas y todo lo demás, era su punto débil. Ni aquel enorme pecho ni la potencia de los brazos le servían de nada cuando se trataba de manejar una regla diminuta en un pupitre.

—Sabes muy bien lo que quiero decir: tan fuerte como para atravesar una pared de un puñetazo. A ver, ¿cuánto? ¿Cinco años más o menos?

—¡Qué dices! Si eso lo puede hacer cualquiera. No hay nada que practicar para atravesar una pared con el puño.

—Venga, hombre, no te hagas el humilde —rio Nakakura.

—No es humildad. Lo digo en serio: lo puede hacer cualquiera. Lo único que necesitas es tener un martillo en la mano.

—Un martillo, ¿eh? Pues mira, no sé si yo podría hacerlo ni con un martillo. ¿Tú qué crees, Kiku? —Kiku estaba sentado en el pupitre vecino, calculando un rumbo con la brújula—. No creo que fuera capaz, ni con martillo ni sin él.

—No entiendo qué relación hay entre entrenarse y lo del martillo —repuso Kiku—. ¿Cómo es eso, Yamane?

Yamane estaba ahora muy concentrado tratando de hallar el punto de intersección entre la línea de visión de un faro imaginario, la cima de una montaña imaginaria y la fila de imaginarias boyas de un puerto imaginario. Levantó la vista sólo para decirles que esperaran un segundo mientras él comprobaba la latitud y la longitud con los resultados que ya había obtenido Kiku. Las cifras debieron de coincidir, porque hizo restallar los dedos con gesto alegre antes de darse la vuelta para contestar.

—La intención no es endurecer los puños —dijo por fin.

—Entonces, ¿cuál es?

—Es cuestión de velocidad. Si tú no crees que vayas a poder romper el muro con un martillo de acero, no sirve de nada tener las manos más duras que una piedra.

En ese momento sonó el timbre y el instructor les dijo que tenían que entregar sus ejercicios, así que Yamane interrumpió su explicación y se puso a copiar apresuradamente las respuestas de Kiku.

—Sólo te engañas a ti mismo, Yamane —gorjeó el apergaminado instructor al darse cuenta de lo que estaba haciendo.

Una oleada de risas recorrió toda la clase mientras Yamane entregaba su hoja mirando al suelo.

Tras la comida, Yamane cogió un papel de periódico y lo extendió delante de Nakakura.

—A ver si eres capaz de hacer un agujero limpio con el puño aquí —le dijo.

—¿En un periódico? ¿Estás de broma?

Pero, al cabo de una docena de intentos, Nakakura estaba sudando mientras que el periódico seguía intacto, combándose apenas bajo los golpes. Entonces Yamane le pidió a Kiku que se lo sujetara, profirió de nuevo aquella especie de graznido desde lo más profundo de la garganta y un segundo después había abierto un agujero limpio, sin arrugar casi el resto del papel.

—Si estás pensando en hacer un agujero, no lo consigues nunca —dijo—. Imagínate que tienes que partir un tablón; la mayor parte de la gente se pondría a pensar: «Adelante, voy a partir este tablón». Pero esa gente se estaría equivocando. Tienes que pensar, ¿me sigues?, algo así: «Voy a concentrar toda mi fuerza y toda mi voluntad en este puño y luego mi puño estará al otro lado del tablón. Mi puño atravesará el tablón como el aire y simplemente estará al otro lado». Eso es lo que tienes que decirte, ¿lo entiendes?

—Es todo concentración —dijo Kiku.

Yamane asintió.

—Una buena forma de empezar es tratar de acordarte del momento más peligroso que recuerdes, un instante en el que el más mínimo desliz hubiera podido causarte la muerte, y usar la energía que sentiste entonces para dar el puñetazo. Inténtalo.

—De acuerdo, allá voy —dijo Kiku, entregándole una hoja de periódico nueva.

Primero cerró los ojos y trató de respirar lenta y uniformemente. Luego los abrió de golpe y lanzó el puño atravesando el papel. El agujero no resultó perfecto como el de Yamane, pero era un agujero de todas formas.

—Estabas pensando en saltar con la pértiga, ¿verdad? —le preguntó Yamane.

Kiku asintió, con una amplia sonrisa.

A continuación probó Hayashi, con un estilo algo diferente. Se dio ánimo con una especie de ladridos, balanceándose hacia los lados durante unos segundos antes de quedarse muy quieto y lanzar el puñetazo. Más que agujerear el periódico lo rasgó, pero lo había conseguido.

—¿En qué te concentraste? —le preguntó Kiku—. ¿En hacer esquí acuático?

Hayashi negó con la cabeza, algo avergonzado.

—La verdad es que pensé en marcar un gol en un partido de waterpolo. Antes jugaba mucho, aunque no se gana dinero.

Nakakura había estado mirándoles en silencio, pero entonces abrió la boca:

—Y si uno no es muy deportista, ¿en qué puede pensar? —inquirió, algo desalentado—. Yo era cocinero antes de que me metieran aquí.

—Pero trabajaste en un barco de salvamento, ¿no?, y también eres buceador profesional —apuntó Hayashi.

—Para bucear no necesitas concentrarte mucho. Basta con no tener miedo.

—De todas formas, no tiene que ser un deporte en lo que te concentres —le dijo Yamane—. Lo único que cuenta es que sientas que toda tu fuerza y toda tu voluntad están en el puño.

—¡Espera! ¡Ya lo tengo! —exclamó Nakakura.

Se quedó mirando al cielo, asintiendo con la cabeza como si acabase de recordar algo y entonces, tras pasarse la lengua por los labios, se colocó delante del periódico. Luego abrió mucho los ojos, resoplando ruidosamente.

—¡Muere! —gritó, al tiempo que disparaba el puño.

Hizo un agujero limpio. Los demás aplaudieron.

—¡Buen trabajo! ¿En qué pensaste? —inquirió Kiku.

—En nada —murmuró Nakakura con timidez, moviendo la cabeza.

Pero un poco más tarde, mientras volvían a la clase de náutica, le dio unos golpecitos a Kiku en el hombro.

—Sabes, ahí dentro estaba pensando en la cara de mi madre. La vi con toda claridad en el periódico. Y en cuanto pensé en golpearle en toda la jeta, me fue fácil concentrarme.

—Fssst, fssst —Nakakura estaba apoyado en la pared de la celda haciendo chasquear los labios, con el cuello completamente inclinado hacia uno de los hombros—. Fssst, fssst.

—¿Qué demonios es eso? —le preguntó Yamane.

—¿No lo sabes? Seguro que tú sí, Kiku —pero Kiku negó con un gesto—. Es el sonido que hace un mechero; pero no uno de esos baratos, sino de un encendedor Dunhill que me trajo una vez un amigo que fue a Macao. ¿Nunca has usado uno? Pesa como el demonio. Y, cuando lo enciendes, no sale la llama de inmediato: tarda un poco, tienes que deslizar el pulgar por la rueda hasta abajo y entonces… fssst. Es el sonido más bonito del mundo. No hay forma de explicarlo si nunca lo has oído, porque no se puede comparar con nada… es como fuego, eso es. Hasta el cigarrillo sabe mejor cuando lo enciendes con un cacharro de esos. Estoy tratando de acordarme bien, pero no es exactamente fssst, más bien bssst, bssst.

Los domingos y días de fiesta no había clases de oficios. Si hacía buen tiempo, jugaban al softball o al fútbol en la zona de recreo, pero ese día estaba lloviendo. Algunos internos seguían teniendo actividades de grupo, como clases de arte, de guitarra, canto coral y cosas así. La mayoría de los demás estaba en las celdas leyendo.

Pero Kiku y el resto de la Unidad de Prácticas de Navegación tenían el día completamente libre. El único que se había buscado alguna ocupación era Yamane, sacando de la biblioteca un libro titulado El secreto del rey dragón. Pero abandonó el intento de leerlo cuando Nakakura empezó a parlotear.

Ya habían dedicado parte del día a un torneo de lucha libre, que ganó Hayashi para sorpresa de todos. Kiku, que nunca había perdido un combate, creyó que iba a hacer un buen papel pero, después de ganar con dificultades a Nakakura, le barrieron tanto Hayashi como Yamane, que estaban en equipos diferentes. Tras las rondas preliminares, fueron ellos dos los que se disputaron la final y, aunque sólo estaba ya como espectador, Kiku podía sentir toda la fuerza que empleaban; en algún momento llegó a pensar que alguno se iba a partir un brazo limpiamente en dos. El contorno de brazo de Hayashi no era ni la mitad que el de Yamane, pero tenía unos músculos flexibles y una muñeca en la que parecía concentrarse toda su potencia. Dejaba los dos brazos casi quietos, aparentemente con la fuerza nivelada, pero se veía la tensión en los codos, a través los agujeros de los protectores, que iban perdiendo el relleno por toda la sala. Al final Hayashi ganó aguantando sostenidamente los embates agresivos de Yamane, que se quedó sin aliento y se rindió a la resistencia del adversario. Al finalizar la pelea, Yamane se tendió boca arriba en el suelo, frotándose los brazos.

—Es la primera vez que pierdo —decía con sorpresa.

Hayashi tenía el rostro encendido.

—Cuando estaba en el instituto, era capaz de nadar cinco mil metros sólo con los brazos y, a continuación, diez mil sólo con las piernas. Los nadadores se ponen muy flexibles, ¿sabes? No fuertes, sino flexibles.

—Te equivocas —rio Yamane, levantándose—. Eso es estar fuerte.

Yamane les propuso a continuación unos combates de algo que llamaba «lucha sentada»: se trataba de permanecer sentado con las piernas cruzadas y derribar al oponente sólo con los brazos. Como era de esperar, ganó Yamane y los demás se aburrieron enseguida. Había sido más o menos en mitad del último combate de estos cuando Nakakura había empezado con su «fssst, fssst».

—Bssst, bssst. No, tampoco era así, ¡mierda! ¿Cómo era? Sonaba como «flasss, flasss». O mejor «faaat, faaat». Shhhbo, shhhbo, baaat, baaat. Es como si estuviera oyéndolo, pero no me sale.

—Chucu chucu, daba daba —empezó a canturrear Hayashi, y todos se echaron a reír, para quedarse después muy callados.

—Demonios, lo que daría por poder fumar —gimió Nakakura.

Hizo una mueca como para reírse, pero no lo consiguió. De hecho, parecía haber empezado a llorar.

Yamane fue a abrir la ventana. El olor primaveral de las hojas húmedas se coló en la estancia junto con los cantos que estaba ensayando el coro. Iba a decir algo cuando se abrió el ventanuco de la puerta y apareció el rostro de un guardia. Nakakura dejó de llorar inmediatamente.

—Os van a hacer un regalito a las cuatro, así que salid y poneos en fila en la entrada —dijo el hombre, cerrando de nuevo la mirilla al acabar.

—¿Pasa algo especial? —preguntó Hayashi.

—Viene una gente de la ciudad a hacer una obra de teatro para vosotros, chicos —dijo el guardia por encima del hombro mientras se alejaba por el pasillo.

Poco tiempo después, todos los internos y la mayoría del personal estaban ya reunidos en el salón de actos. Como no había asientos para todos, algunos presos tuvieron que sentarse en el parquet. La reunión empezó con un discurso del director:

—Hoy nos honra con su visita el taller de teatro de la Universidad de Empresariales de Hakodate. Estas personas encantadoras vienen todos los años por esta época, porque saben que durante la temporada de lluvias no podéis salir a practicar deportes o actividades al aire libre. Esta es su tercera visita, y sé que muchos de vosotros, que ya les habéis visto en años anteriores, la esperabais con impaciencia. Así que sentaos y disfrutad de este soplo de aire del exterior y, sobre todo, del espectáculo.

Se levantó el telón. A un lado del escenario, un cartel anunciaba el título de la obra: La ninfa azul de los Alpes. Espectáculo musical. Por la izquierda apareció un anciano encorvado, ante un fondo pintado que mostraba una cabaña, varios árboles y unas montañas de cumbres nevadas. También se oía un canto de pajaritos. Entonces empezó la música y el viejo se puso a cantar con voz áspera:

Ya llegan las flores

con la primavera

los osos ya salen

de la madriguera

y brincan los peces

por esta ribera.

—«Pero, ¿dónde se habrá metido mi hijita? Habrá ido al pueblo, me imagino».

¿Y qué comprará?

Me lo imagino.

Comprará caramelitos,

me imagino.

Y seguro que más cosas,

me imagino.

Comprará un vestido rojo,

me imagino.

—¿Quién demonios es este viejo? —preguntó Nakakura, susurrando bastante alto.

—Chsss —dijo Hayashi, lanzando una mirada nerviosa al guardia que tenían al lado.

—¿Cuándo salen las tías? —murmuró Nakakura, abrazándose las rodillas.

—Ha dicho algo de su hija, así que ahora saldrá —le contestó Kiku al oído.

Pero «las tías» tardaron un poco en aparecer. El viejo Sahei recibía a mucha gente en su cabaña: vecinos, viajeros, leñadores y cazadores, pero no se veía ni una sola mujer.

El argumento de la obra era algo así: la niña a la que el viejo Sahei había criado como su hija era en realidad su nieta porque su madre, Torie, la había abandonado fugándose con un viajero de paso al quedarse viuda. Sahei y su nieta habían hecho frente unidos a todas las adversidades de la vida en las montañas hasta que un día de primavera, cuando la niña tenía casi catorce años, habían recibido la visita de un caballero muy elegante que se presentó como el secretario de la madre, Torie, que, por lo visto, gestionaba ahora cuatro troupes de circo. El visitante le decía a Sahei que Torie quería recuperar a su hija, pero el viejo lo echaba de su casa cubriéndolo de improperios. Más o menos en ese punto Yamane se quedó dormido, pero Nakakura miraba la obra con apasionada atención.

—¡Bien dicho! Le está bien empleado, por haberse largado de esa forma. ¡Le tendría que haber dado su merecido!

Por fin hizo entrada la chica. Nakakura estuvo a punto de saltar de su asiento, pero Hayashi y Kiku lo sujetaron, uno por cada brazo, para que se quedara sentado. Las piernas de la jovencita, bajo la minifalda, arrancaron una sentida ovación, antes de que empezara a cantar y bailar:

Soy hija de las montañas

Las montañas son mi hogar

Los pajaritos mis amigos

¡Oh, cómo amo este lugar!

—«Sí, adoro estas montañas. Y, sin embargo… ¿puede ser cierto lo que he oído? Que mi madre vive aún y que padre es en realidad mi abuelo. ¿Qué tengo que hacer? Oh, ¿qué haré? Oh, Reina Akebi, muéstrame el camino».

Una figura, envuelta en hojas de parra de pies a cabeza, apareció entonces en el escenario: era la Reina Akebi, el espíritu de las montañas, Señora de todas las criaturas.

—«¿Cuál es tu deseo, querida niña? Habla. Siempre has sido buena con todos los animalitos y ahora que necesitas ayuda, te concederé lo que desees».

Pero la chica no parecía tener respuesta.

—«No sé qué decir» —cantó.

—«¿No lo sabes?» —gritaba la reina con súbita indignación—. «A los que no saben lo que quieren, los convierto en los guardianes de piedra que vigilan el desfiladero entre las montañas».

Las hojas de parra que cubrían a la reina se removían entonces, al tiempo que una vaharada de magnesio y humo oscurecía el escenario. Mientras los presos de las primeras filas tosían, apareció la estatua de la chica, a la que se oía sollozar por los altavoces situados entre bambalinas.

—Qué atrocidad —dijo Nakakura—. Vaya diosa malvada, mira que convertir en piedra a la chiquilla…

Pero la obra tenía final feliz. Sin saber que su hija se había convertido en piedra, Torie y su secretario revelaban sus diabólicos planes al cruzar el desfiladero, y la niña se daba cuenta entonces de que era su abuelo quien la amaba realmente, momento en el que la Reina Akebi le devolvía la vida. En la última escena, la chica interpretaba el tema final:

Qué tonta era yo

hasta convertirme en piedra.

Qué tonta era

de odiar a la reina,

qué tonta era.

El mundo es tan grande

y yo tan pequeña

Qué tonta era.

(Coro)

Ahora te quedas

sentada en la piedra

pensando en tu suerte

y no sientas pena

pues pronto, muy pronto

¡será primavera!

La obra le impresionó mucho a Nakakura, que no paró de comentarla mientras volvían a las celdas.

—Pues a mí me parece un gesto muy bajo, lo de convertir en piedra a esa pobre cría —decía, con los ojos empañados.

—¿Es que no lo has entendido? —le preguntó Hayashi—. La historia hablaba de nosotros, que se supone que tenemos que quedarnos sentaditos como buenas estatuas y que al final todo saldrá bien.

Yamane asintió, totalmente de acuerdo.

—Tonterías —repuso Nakakura con firmeza—. Lo importante era esa mala madre que se largaba con otro tipo. Está bien que la chica se quedara con su abuelo al final —Hayashi y Yamane se miraron uno al otro y rieron, así que Nakakura trató de buscar el apoyo de Kiku—: ¿Tú qué crees? ¿A que no estoy diciendo ninguna tontería?

—Qué va, a mí me pareció muy interesante —dijo Kiku, volviéndose para mirar a los otros, que le seguían.

—¿Interesante? ¿Qué es lo que te pareció interesante? —quiso saber Yamane.

—Cuando la chica se convierte en piedra.

—¿Qué? Pero si eso era horrible, tío. Era la parte más triste.

Kiku se rio.

—Yo no lo veo así. Me parece que a la gente que no sabe lo que quiere le está bien empleado que la conviertan en piedra. Esa reina tenía razón. La gente que no sabe lo que quiere nunca va a conseguir nada, así que ya son de piedra desde el principio. En mi opinión, esa chica tonta tendría que haberse quedado como estatua.