DIECIOCHO

Todos le llamaban Manitas. D le conocía de las mesas de mahjong y aunque se dedicaba, en apariencia, al comercio de antigüedades, en verdad vivía de ser un manitas para todo. Fue a él a quien D se dirigió con su encargo: encontrar a la mujer que había abandonado a Hashio Kuwayama, conocido como Hashi, nada más nacer; hacerlo de tal forma que ni Hashi ni la mujer se enteraran de nada; y, por último, averiguar con certeza dónde iba a estar y qué iba a hacer esa mujer durante la próxima nochebuena. Manitas disponía de exactamente tres meses y dos días para conseguirlo.

Con tan poco tiempo, Manitas pensó que no tenía más remedio que empezar por lo que le pareció una buena corazonada; si era acertada, le permitiría encontrar a la mujer a tiempo. Si no… En fin, entonces no le bastarían ni tres décadas para dar con ella, así que poco podría hacer en tres meses. Esta era la suposición: la mujer que dejó a Hashi en la taquilla de monedas habría tenido otros hijos a los que también habría abandonado o matado. Sobre esta base, Manitas hizo lo único que se podía hacer en ausencia de otras pistas: peinó los archivos policiales en busca de todas las mujeres a las que hubieran arrestado por infanticidio o por abandonar a un hijo.

Sabía que a Hashi le habían dejado en una bolsa de papel en la taquilla 309 de la estación de Sekikawa, en la línea Negishi de los ferrocarriles nacionales. Según el informe del policía que lo descubrió, tenía el cuerpo cubierto de polvos de talco y vomitaba un líquido amarillento de olor medicinal. En el hospital determinaron más tarde que aquella sustancia era un jarabe para la tos. Otro dato: el niño no parecía tener más de treinta horas de vida cuando lo encontraron. Así que, para empezar, Manitas tenía el dato de que la mujer que buscaba había estado en la estación de Sekikawa el 19 de julio de 1972 y que, con toda probabilidad, unas treinta horas antes habría estado ingresada en un hospital. Hasta ahí, todo bien.

La siguiente pista: la bolsa en la que había guardado a Hashi era de una tienda de moda de importación situada en el centro de Yokohama y llamada Gingham. Era una bolsa grande, de las que se dan al comprar un abrigo o un traje, completamente nueva. Además estaba lo de las buganvillas, todavía frescas cuando encontraron al bebé. Manitas hizo unas averiguaciones y encontró que sólo eran once las floristerías de todo el área metropolitana que podían haber dispuesto de ese tipo de flores por aquella época. Muy bien, razonó, mirándolo en conjunto no da la impresión de que esta mujer viniera del campo para dar a luz: tienda elegante con un nombre como Gingham, flores chic y todo eso… En suma, le pareció que podía concentrarse en las mujeres que vivieran en las cercanías de Yokohama en julio de 1972. Una vez correlacionadas todas las variables, por suerte sólo había tres mujeres con antecedentes de infanticidio o abandono que cumplieran todos los requisitos.

Sujeto número uno: Chiyoko Kunisaki, que tenía veintitrés años en aquel momento y vivía en Yokosuka con su novio, empleado de un concesionario de vehículos de segunda mano. La pareja había roto seis meses más tarde y, en febrero del año siguiente, Chiyoko se había puesto a trabajar como camarera en un restaurante de las afueras. Ese mismo año se había casado con un hombre que se ganaba la vida vendiendo tarjetas de socio de clubes de golf y que aportó al matrimonio un bebé que había tenido con su anterior mujer. Chiyoko, según las averiguaciones de Manitas, sólo tenía una afición: jugar en Bolsa; se había contenido un poco durante su primer temporada de casada pero al final, sin que su marido lo supiera, invirtió una fuerte suma en un paquete de acciones de una empresa de electrodomésticos, poco antes de que los valores cayeran en picado. La pareja sostuvo una violenta pelea cuando el marido descubrió las pérdidas (cerca de doscientos mil yenes) y, a continuación, Chiyoko había estrangulado al bebé, que dormía en la habitación de al lado. Había cumplido seis de los ocho años de prisión a que fue condenada en la cárcel de Tochigi, antes de obtener la libertad condicional en 1980. Actualmente vivía sola en un apartamento del barrio de Hodogaya, en Yokohama. Edad: cuarenta años. Profesión: limpiadora.

Manitas se procuró los servicios de un matón joven, por si había que utilizar la fuerza, y se fue a hacerle una visita a cierto vendedor de coches usados de Yokohama, el hombre que había vivido con Chiyoko Kunisaki en Yokosuka. Haciéndose pasar por hermano mayor de Chiyoko, Manitas se presentó en la puerta del ex novio un domingo a mediodía, justo cuando él se sentaba a almorzar unos fideos instantáneos en compañía de su mujer y sus dos hijos. Cuando Manitas mencionó el nombre de Chiyoko, el hombre estuvo a punto de atragantarse. Bastó un leve movimiento de cabeza en dirección al forzudo para que éste agarrara al hombre y lo condujera temblando a un parque cercano, donde les contó por las buenas todo lo que sabía sobre Chiyoko Kunisaki, incluso el hecho de que le gustaba por detrás; pero que, hasta donde él sabía, nunca se había deshecho de un hijo. Sí que había tenido un par de abortos, reconoció, pero nunca había llegado a dar a luz a ninguno, ni los había abandonado. Manitas le dio cinco mil yenes y le sugirió que se olvidase de todo el asunto.

Fumiko Itoya tenía veinte años en el momento de los hechos; era estudiante, vivía en el centro de Yokohama y tenía un lío con un hombre que hubiera podido ser su padre, veterinario de profesión. En julio de 1970 había sido detenida por abandono de un hijo y sentenciada a dos años y ocho meses, aunque más tarde le suspendieron la condena, cambiándosela por cinco años de libertad condicional. Al parecer, había tirado al niño en la cuneta de una carretera.

—Él se negó a reconocer que el niño era suyo —le explicó a Manitas, refiriéndose al veterinario—. Verá, yo trabajaba como modelo para un escultor mientras iba a la academia nocturna para hacer el acceso a la universidad. No era más que una cría boba venida del campo, y me colé por ese hombre, supongo que deslumbrada por las cosas tan bonitas que hacía. Me había asegurado que no tendría que desnudarme, pero luego empezó a decir que necesitaba ver mi «vientre», como él lo llamaba; se suponía que la estatua tenía que mostrar la fuerza femenina, y para eso él tenía que ver de dónde venía esa fuerza. Insistía en que no se trataba de ver mis partes, sino mi vientre: que no tenía nada de sucio, más bien al contrario. Me convenció y, al final, se lo enseñé. Sólo más tarde me di cuenta de lo asqueroso que era aquel tipo. Me pasé un montón de tiempo llorando, pero ya era tarde.

»Entré en la universidad y traté de olvidarle, y poco tiempo después conocí al Doctor —así llamaba al veterinario—, y entonces supongo que sí me olvidé del otro. Pero cuando me quedé embarazada, el Doctor no quiso hacerse cargo. Pensé mucho en abortar, pero tenía miedo de que alguien anduviera haciéndome cosas en el «vientre», me acordaba del escultor todo el rato. En fin, mientras trataba de decidirlo, la tripa me crecía por días y, antes de que me diera cuenta, ahí estaba el crío. Fui a enseñárselo al Doctor, pero él se puso furioso, porque creo que en algún momento le mentí diciendo que ya me había hecho un aborto. Como le digo, se puso hecho una fiera, me dijo todo tipo de cosas horribles, me llamó furcia y me acusó de tratar de hacerle chantaje. Me echó a patadas. Y me imagino que ahí me volví un poco loca. Cuando volvía a casa me puse a pensar que el niño era igualito al escultor, que en realidad no era del médico, y que me lo había hecho el escultor aquella vez, con todas aquellas cosas asquerosas que me había hecho, metiéndome un montón de chismes extraños. Y creo que ahí fue cuando tiré al crío en la cuneta y salí corriendo. Alguien me vio y se puso a gritarme, pero yo no paré de correr.

Al final, los padres de Fumiko habían aceptado hacerse cargo del bebé y, de forma quizá sorprendente, la chica había seguido viendo al veterinario durante tres años más. Pero en enero de 1973 se separaron en los peores términos, ella le puso una demanda solicitando una parte de su considerable fortuna y ganó el juicio, tras el que se fue a vivir con sus padres. En la actualidad tenía treinta y nueve años, no se había casado y seguía viviendo allí.

Cuando regresaba a su casa una tarde, alguien agarró al Doctor, lo metió en un coche por la fuerza y lo llevó a dar un paseo.

—¿Abandonó Fumiko Itoya a un hijo suyo dentro de una taquilla de monedas en julio de 1972? —le preguntó Manitas a bocajarro.

—¿Quién demonios sois? —quiso saber el Doctor—. ¿La yakuza? No me vais a asustar. Supongo que ya lo habréis averiguado, pero no tengo más familia que un padre viejo y enfermo, me haríais un favor si os lo cargarais.

—No tenemos el menor interés en hacerle daño ni a usted ni a nadie. Sólo queremos que nos diga la verdad —repuso Manitas.

—¿De qué banda sois? Os diré que soy médico de plantilla del Kennel Club y conozco a todo el mundo, a todos los peces gordos, así que mucho cuidado conmigo, os lo advierto… Os propongo un trato: prometo no decir nada a nadie si me dejáis irme ahora mismo. Y, para que lo sepáis, ya he memorizado el número de la matrícula.

Mientras el Doctor hablaba sin parar, Manitas siguió las indicaciones de su ayudante hasta llegar a un enorme edificio industrial, la central de producción de una gran cadena de restaurantes. El guardia de la entrada echó un vistazo al matón a sueldo y les dejó pasar. El tipo parecía tener también las llaves y, una vez dentro, llevó al Doctor hasta una enorme máquina en forma de embudo, cuyo funcionamiento procedió a explicarle:

—Esta máquina que ve aquí es la que usan para convertir la comida en picadillo. Por aquí metes lo que sea, una vaca entera o un elefante, no importa… y por el otro lado sale una pila de mierda. Luego lo congelan y al cabo de dos o tres años alguien se come una hamburguesa.

Tras esta explicación, el Doctor tenía muchas cosas que contar.

—Cuando la conocí, me pareció perfecta… al menos, en la cama. ¿Sabéis lo que dicen de los boxeadores, que tienen que ser a la vez luchadores y técnicos? Pues ella lo era, las dos cosas a la vez. Un pedazo de mujer. Pero el problema es que yo nunca quise casarme; me gusta mi soltería y, además, no era precisamente la chica más inteligente del mundo.

»La cuestión es que, cuando me enteré de que sí que había tenido el bebé, no me puse precisamente a bailar de contento. Me parecía muy rara la sensación de que hubiera un hijo mío corriendo por ahí. Así que eché mano de lo que se usa con las ovejas y los caballos para que no tengan más crías: es una pasta muy ácida que desintegra los óvulos y además deja la vagina más estrecha y ardiendo… os puedo conseguir un poco si os interesa. En fin, funciona con las mujeres igual que con los animales y, con aplicarlo una vez, os puedo jurar que Fumiko nunca ha podido quedarse embarazada de nuevo, aunque hubiera querido. De ninguna forma.

Miki Yoshikawa tenía veintiún años en 1972, era ama de casa y vivía en el barrio de Kohoku de Yokohama. Su marido trabajaba como funcionario pero, tras el primer «incidente» de Miki, lo dejó para conducir un camión de recogida de papel para reciclar. Por su parte, Miki seguía cumpliendo su condena en la cárcel de Tochigi.

El primer caso había sucedido en 1974. Miki había sido detenida por abandonar a un bebé muerto; al parecer, el crío se había ahogado en la cuna, así que ella lo metió en una bolsa de plástico y lo tiró al cubo de la basura. El jurado encontró varias circunstancias atenuantes: el hecho de que fuera su primer delito y la conmoción de haber causado la muerte de su hijo, así que al final le suspendieron la sentencia. Pero se había dado tanta publicidad al suceso que su marido no pudo seguir trabajando para el ayuntamiento.

En 1976, Miki dio a luz un bebé que nació muerto. En el mismo momento del parto, Miki pareció obsesionarse con la idea de que el fallecimiento del segundo bebé se debía a una maldición del primero y, temiendo que un funeral con todas las de la ley lo pusiera aún más celoso, tiró el cuerpecito por el túnel del incinerador del hospital. Esta vez no la denunciaron, achacando el suceso a un trastorno mental transitorio provocado por la pérdida del bebé. En 1980 se quedó embarazada por tercera vez; más tarde, su marido había declarado lo siguiente ante el tribunal:

—En los primeros meses del embarazo, mi mujer estaba bastante alterada. Supongo que era la preocupación de que yo estuviera sin trabajo, y que no sabíamos cómo íbamos a salir adelante. No dejaba de decir que estaba segura de que el niño ya había muerto, que tenía que haber muerto porque los dos primeros le habían echado una maldición. Yo pensé que todo estaba relacionado con las molestias matutinas, y que dejaría de preocuparse al progresar el embarazo, así que no hice nada especial. Y, como esperaba, hacia el quinto mes parecía mucho más tranquila.

»Las cosas seguían bastante difíciles, pero por aquella época yo había empezado a trabajar en el puerto. Y entonces, al acercarse la fecha del parto, ella empezó a hacer cosas raras otra vez; decía que el bebé no se movía, que sentía como si llevase una piedra y que eso quería decir que estaba muerto, muerto y pudriéndose dentro de ella. Y ahí fue cuando decidí consultar con un psiquiatra. Me parecía que todo lo que decía eran locuras: por entonces, me soltaba cosas como «Mira, cariño, incluso en el caso de que el niño no esté muerto, tendré que matarlo después de parir. No sería justo para con los otros dos tener favoritismos». El psiquiatra me aconsejó que la internara durante una temporada después de dar a luz, y eso fue exactamente lo que hice. Tuvo una niña sana, y se fue directamente a una clínica de reposo a que la trataran.

»En fin, a partir de ahí las cosas fueron mejor. Por fin conseguí encontrar un trabajo como Dios manda, y parecía que mi mujer iba mejorando. Al cabo de unos cuatro meses, salió de la clínica y llegó a casa, toda sonrisas y, en cuanto cruzó la puerta, se fue derecha a coger a la cría. Por desgracia, el bebé se puso a llorar y bastó con eso; antes de que pudiera impedírselo, Miki la tiró al suelo de cabeza.

Esta vez, el tribunal dictaminó que había sido un intento de asesinato. Miki declaró en la audiencia que odiaba al bebé, por haberse puesto a llorar al verla, después de que ella hubiera pasado tanto tiempo curándose de su enfermedad. Admitió que había querido matarlo. Además, el psiquiatra designado por el tribunal dictaminó que estaba cuerda, así que no hubo forma de librarla de la condena. En la actualidad, tenía cuarenta y dos años y estaba recluida en la cárcel de Tochigi.

Manitas se enteró de que el marido no se había divorciado de ella y que, de hecho, seguía esperando su puesta en libertad. El hombre trabajaba ahora como conductor para una tienda de peces tropicales, y allí se dirigió Manitas a buscarle. Cuando le preguntó por Miki, el hombre sonrió con ternura:

—Es una buena mujer, ¿sabe lo que le quiero decir? Es algo que se nota: de verdad que es una buena mujer —señaló a un pez que nadaba lánguidamente en un gran acuario—. ¿Ve eso? Es un Arowhana, vale más de doscientos mil yenes. Cada vez que lo veo, me acuerdo de ella. Quería un pez de estos más que nada en el mundo. Una vez me encontré unas cuantas cosas suyas que se había dejado en casa de sus padres, y entre ellas había un cuaderno en el que escribía de pequeña; allí había anotado con todo detalle cómo se cuida a uno de estos peces, todo bien escrito con esa letrita de niña pequeña… era de lo más lindo, se lo aseguro. Así era ya de cría, capaz de robarte el corazón. Amaba de verdad a los pequeños seres vivos, ya ve, ese cuaderno era la prueba; lo había escrito mucho antes de conocernos, así que tenía que ser verdad. Porque es cierto que el pasado no miente, ¿no cree? Y supongo que yo siempre quise creer en ella; siempre me decía a mí mismo, una y otra vez, que era una mujer fuerte y buena. Pero, mire, al final tengo que enfrentarme a los hechos: Miki es una buena mujer, a la que le da por matar bebés. Quién sabe, quizá sea que es demasiado buena.

Mientras escuchaba el relato de Yoshikawa, Manitas hizo unos cálculos mentales que arrojaron un resultado bastante descorazonador: diecisiete años atrás, Miki y su marido vivían en una casa para funcionarios; en un vecindario tan unido, rodeada de compañeros de trabajo, no era probable que un embarazo o un parto pudieran pasar inadvertidos. Y menos aún después de los incidentes posteriores: se habrían hecho averiguaciones que hubieran sacado a la luz cualquier actividad sospechosa previa. No, había que aceptar el hecho de que Miki Yoshikawa no tuvo la menor posibilidad de dejar a Hashi en la taquilla 309. Y eso significaba que su corazonada original, que siempre había sabido que era algo endeble, demostraba de hecho estar equivocada. Sonrió con amargura al acordarse de la enorme recompensa que le había ofrecido D. Cuando Yoshikawa acabó de hablar, Manitas tamborileó con los dedos sobre el acuario y preguntó sin mucho convencimiento:

—¿Supongo que no habrá oído hablar de una mujer que abandonó a un bebé en una taquilla de monedas?

—Pues sí; sé de una —respondió Yoshikawa.

—¿De verdad? —preguntó Manitas, como reviviendo.

—Pues sí, de cuando conducía el camión de reciclaje. En la misma empresa trabajaba un tipo al que llamaban el Cabra; un tipo de lo más raro… se había dedicado antes a retejar, decía, pero hasta donde yo sé se ganaba la vida jugando a las damas con apuestas. Me acuerdo de que le faltaba el dedo meñique en una mano. Le gustaba hablar de las mujeres con las que se lo había hecho, que siempre eran camareras ya mayores o putas, pero en un ocasión llegó presumiendo de haberse tirado a una chica de un salón de masajes. Dijo que ésa sí que sabía acariciar como está mandado. En fin, parece que ella había tomado alguna copa de más y se puso a contarle cosas de su pasado; el Cabra me dijo de dónde era… de Kochi, me parece, y que en una ocasión se había encontrado con un tipo que también era de allí… Supongo que me acuerdo de todo esto por lo que pasó con Miki… Bueno, la cuestión es que el tipo aquel estaba casado, pero lo hicieron una vez de todas formas, y ella acabó teniendo un crío. Al Cabra le contó que había nacido muerto y que por eso lo había dejado en una taquilla.

Manitas deslizó un billete de cinco mil yenes en el bolsillo de Yoshikawa y se volvió a su coche. La siguiente parada fue en la empresa de papel reciclado, donde le dijeron que el Cabra se había despedido mucho tiempo atrás, pero que ahora trabajaba de conductor para una academia de peluquería canina.

La Academia de Cuidado de Mascotas Aoyagi estaba situada a la orilla del río Tama en Kawasaki. Para que sus estudiantes hicieran prácticas en vivo con perros y gatos, la escuela pedía prestados a los animalitos de los alrededores y a cambio les daba un baño o les cortaba el pelo. El Cabra estaba al cargo del transporte de los animales.

Manitas se pasó por la academia y allí le informaron de las paradas que el Cabra tenía previstas. Cuando lo encontró, el tipo tenía la furgoneta aparcada en el arcén y estaba en mitad de la calle dando vueltas y más vueltas a una jaula que contenía un perro de lanas. Sin hacer caso a los aullidos del perro, que se ponía cada vez más histérico, siguió haciendo girar la jaula con toda su calma hasta que el animal dejó de ladrar y empezó a vomitar. Ya satisfecho, arrojó la jaula a la parte trasera de la furgoneta y se puso a orinar junto a una cabina de teléfonos. En ese momento se le acercaron Manitas y su ayudante preguntándole unas cuantas cosas sobre cierta chica de cierto salón de masajes; para romper el hielo, los dos hombres llevaban algo de dinero y una navaja. Un minuto después, con un pequeño corte en la mejilla y cinco mil yenes en el bolsillo, el Cabra se puso hablador:

—Era un local llamado Tenman, detrás de la estación de Kawasaki. Pero de eso hace más de diez años, quién sabe si sigue allí…

No sabía el nombre, pero sí que era una chica grandota, sobre todo las manos. Tenía los ojos más rasgados de lo normal y, si la memoria no lo engañaba, una cicatriz como de apendicitis. Y una espesa mata de pelo teñido de rubio. Era todo lo que sabía.

En Tenman, por supuesto, no trabajaba nadie así, pero el gerente les dijo que siempre había contratado a chicas con licencia, y que podían preguntar en el sindicato. Hasta les hizo la llamada personalmente.

Una semana después, Manitas recibió su paga: cinco veces más de lo que hubiera cobrado normalmente.

Kimie Numata, de 44 años, trabajaba ahora en un salón de masajes en Tachikawa, pero Manitas había oído que allá por mayo de 1972 había estado embarazada sin la menor duda y que, tras tomarse un mes de permiso entre junio y julio, les había contado al menos a cuatro personas que había dejado al crío en una taquilla de monedas: a dos chicas del salón de masajes, al Cabra, y a un camarero joven con el que había vivido durante seis meses por aquella época. El camarero estaba seguro de lo siguiente: Kimie había abandonado al bebé cuando tenía veintisiete años, esto es, en 1972; era verano, y el bebé era niño. Más aún: Kimie no se había tomado vacaciones aquel año; esto último lo supo Manitas por la mujer que repartía leche puerta a puerta en el barrio. Kimie había dejado una botella vacía en la puerta todos los días. En suma, durante el verano de 1972, Kimie Numata había dejado un bebé varón en una taquilla de monedas en la ciudad de Yokohama. Los hechos hablaban. Y en aquel verano sólo se habían encontrado dos niños en toda la ciudad…