VEINTIUNO
La furgoneta llevaba una pértiga amarilla de fibra de vidrio sujeta en la baca. En el interior viajaban en dirección a la cárcel cuatro nuevos internos y dos guardias; los presos iban sentados en silencio en los asientos traseros, mientras los guardias comentaban la excursión de pesca que habían hecho la semana anterior, en la que habían capturado más de una docena de truchas. Uno de los presos, un tipo de cabello alisado con algún ungüento aceitoso, les interrumpió:
—Eh, carcelero —empezó a decir pero, al darse cuenta del gesto severo de los guardias, se retractó al instante—. Perdone, pero así lo decíamos en el sitio del que venimos… Lo que quería preguntarle es, ¿mezclan cebada con el arroz en la cárcel? Verá, es que no aguanto la cebada, el olor me ataca…
Los guardias se intercambiaron una mirada y rompieron a reír. El preso rio con ellos pero, cuando éstos se dieron cuenta, volvieron a fruncir el ceño y miraron hacia otro lado.
Sobre el césped de la entrada al Centro Penitenciario Juvenil se veía un plantío de palmeras y una estatua de bronce que representaba a dos hombres con martillos, imagen de la esperanza era el título grabado en el pedestal de piedra. El edificio, gris y sin ventanas, estaba muy bien cuidado y, a la luz vespertina, podría haber pasado por una fábrica de las afueras de una ciudad en lugar de una cárcel.
—Eh, Kuwayama —uno de los guardias de la furgoneta, con la pértiga en la mano, llamó a Kiku mientras se dirigían hacia la entrada—. Esto te lo guardarán en el registro de pertenencias. Asegúrate de que lo anotan cuando estén catalogando tus cosas. ¿Lo entiendes? —Kiku asintió—. ¿No tienes lengua? —profirió el guardia.
—Sí —respondió Kiku, de forma casi inaudible.
Los cuatro presos entraron en el edificio.
—Huele como a hospital, ¿verdad? —murmuró el del pelo grasiento, pero nadie se molestó en contestarle.
Les hicieron subir varios escalones y cruzar una puerta con el rótulo Oficina del Director. En la estancia, amplia y luminosa, había tres hombres sentados en un sofá. Uno de ellos, delgado, con gafas y traje cruzado, hojeaba unos periódicos. A su lado se sentaba un hombre algo mayor, con uniforme azul marino, apurando un cigarrillo sin filtro; y en el otro extremo un tipo gordo, también de uniforme, que se había quitado las botas y estaba retrepado en el asiento rascándose los pies.
—Ha llegado la nueva remesa, señor —anunció el guardia que les había conducido hasta allí.
El hombre del traje cruzado levantó la vista lentamente mientras el de las botas se las volvía a calzar con dificultad.
—Me llamo Tosa. Soy el director de este centro. Ustedes, señores, han sido enviados a este lugar para cumplir sus respectivas sentencias, y quiero que sepan que nuestro objetivo principal no es castigarlos, sino ayudarlos a reformarse, prepararlos para reingresar en la sociedad como ciudadanos de bien. Todos ustedes han sido condenados por primera vez, y por esa razón los han enviado aquí. Nuestras instalaciones están diseñadas para gente que no ha desarrollado aún unas tendencias delictivas afianzadas, y disponemos de una serie de actividades y programas que pueden ayudarlos a rehacer su vida. Pronto verán que podemos ofrecerles asesoría ocupacional en una gama muy variada de profesiones, además de los programas educativos normales, cursos a distancia, actividades de grupo, deportes y actividades culturales. En correspondencia a estas oportunidades, les pedimos su colaboración; intégrense en la vida de la cárcel con toda la rapidez que puedan, pónganse en contacto con otros compañeros que ya hayan progresado gracias a nuestro sistema, traten de convertirse en lo que nos gusta llamar «presos modelo», y empléense a fondo en salir de aquí y volver con sus familias lo antes posible. Eso es todo.
En cuanto acabó el discurso, el chaval del pelo grasiento dejó escapar una risita, debida a la tensión nerviosa más que a que algo le divirtiera. El uniformado más gordo se acercó entonces a él.
—¿Qué es lo que te parece tan gracioso, muchacho? —le preguntó a unos pocos centímetros de él, sofocándole con el olor a sudor que exhalaban su grueso cuello y el tórax enorme—. Quizá no entendiste lo que estaba diciendo el director. ¿Fue eso, caballero? O quizá te has pasado toda tu vida deseando que te metan en la cárcel y ahora te partes de risa por haberlo logrado. ¿Es así, idiota? —Sus botas medían casi el doble que las zapatillas de tenis del preso.
—Lo siento —murmuró el engominado varias veces, con una de las mejillas temblándole sin control.
—No importa —dijo el director para calmar los ánimos—. Vamos a dejarlo estar por esta vez, ¿le parece, Tadokoro? Enseguida aprenderán.
Tadokoro, el jefe de los vigilantes, se hizo cargo de ellos y abrió la marcha con andares cadenciosos. Tenía las dos orejas deformadas, probablemente por años de practicar judo, y se le podía catalogar de gordo, pero el cuerpo parecía firme. Todos le siguieron hasta lo que parecía un aula, donde dos guardias corrieron unas cortinas muy gruesas sobre una pared llena de ventanales que miraban al mar.
Una vez sentados, empezó una proyección: se veía una playa al anochecer, sobre la que una voz en off decía:
—«Hemos creado este documental para familiarizarte con la vida dentro de la cárcel. Por favor, escucha con atención» —la silueta de la estatua que habían visto en la entrada apareció sobreimpresa sobre la escena playera—. «Un famoso escultor invirtió más de un año en crear esta imagen, tu imagen, la imagen de unos jóvenes que trabajan para reformarse, ganándose el día en que volverán a integrarse en el mundo exterior» —la imagen fundió con una vista de varios internos en el taller de montaje—. «Nuestro Centro Penitenciario Juvenil goza de gran renombre por la variedad y calidad de sus programas de aprendizaje ocupacional y el destacable porcentaje de empleo que han conseguido nuestros graduados. Los que completan los cursos de carpintería, impresión, confección o metalurgia reciben un título oficial, emitido por el Departamento de Aprendizaje Ocupacional del Ministerio de Trabajo.
El audiovisual continuó presentando los programas:
«Nuestro Centro puede enorgullecerse del excelente equipamiento de sus talleres, entre el que podemos destacar instalaciones como: un secadero de alta velocidad para madera, una lijadora ultra-moderna en el departamento de carpintería, una prensa eléctrica de litografía en el taller de impresión, una ojaladora en el de confección, una cizalla totalmente automática en el departamento de metalurgia, sopletes de gas en la zona de soldadura, gatos hidráulicos y sobrealimentadores en el taller de asistencia a vehículos, la embarcación Yuyo Maru, de 98 toneladas, de nuestra división marítima, el equipo de telefonía por microondas de nuestro departamento de comunicaciones, los maniquíes hiperrealistas para prácticas en la escuela de peluquería, el pelador de patatas automático de alta velocidad en el departamento de cocina y la caldera Corniche de cien metros cúbicos de la división de calefacción».
Los hombres que manejaban estas máquinas sonreían en todas las escenas. A continuación, las tomas mostraban a grupos de internos felices jugando a las cartas en la sala de recreo, o rasgueando una guitarra y cantando. Un plano corto tomado en picado revelaba las insignias doradas y plateadas que llevaban cosidas sobre los hombros del uniforme.
«Al cabo de seis meses de comportamiento ejemplar, el interno consigue una insignia de plata. Cuatro de éstas (o, en otras palabras, dos años sin incidentes) reciben como recompensa una insignia de oro, que el Director entrega durante una asamblea matutina junto con sus alabanzas públicas. Los que hayan ganado dos o más insignias de oro se consideran presos modelo, y tienen la posibilidad de ser transferidos a celdas individuales deluxe con cortinas, un espejo y estanterías».
Para proteger la intimidad de los presos, casi todas las escenas del documental se habían rodado evitando mostrar los rostros, pero cuando aparecía alguno llevaba unas bandas negras cubriéndolo. Pequeños grupos de figuras sin cara practicaban judo, hacían footing alrededor del patio, pintaban con acuarela, moldeaban en barro o escuchaban un sermón con expresión atenta.
«Dos veces al año, en primavera y otoño, disfrutamos de una fiesta al aire libre, en la que también participan los guardias y consejeros. Cada módulo de celdas celebra también sus propios torneos internos anuales, en actividades como ping-pong, rugby, softball, fútbol, judo y kendo. También en otoño, nuestros clubes culturales organizan recitales y exposiciones artísticas de caligrafía, poesía, canto coral, creación literaria y teatro, invitando a nuestros vecinos de las localidades cercanas».
Luego venían unas tomas rápidas de la enfermería, los baños, la barbería, la capilla, una celda comunitaria normal, la celda de aislamiento y los servicios, para finalizar con la sala de visitas.
—Los derechos de visita se dividen en dos clases; los presos modelo tienen la posibilidad de usar las salas de primera clase.
La imagen de la sala de segunda clase mostraba a los presos detrás de una rejilla metálica y bajo la vigilancia de los guardias, mientras que la de primera clase tenía una mesa rodeada de sillas y un jarroncito con flores en el centro. El resto del documental se centraba en la vida dentro de las celdas comunales, dando instrucciones detalladas sobre el toque de diana y otras llamadas, sobre cómo limpiar la celda, hacerse la cama, etc., y terminaba con una secuencia en la que se veía al preso el día de su puesta en libertad: el afortunado ex convicto, de nuevo con sus ropas de calle, se despedía del director y de su consejero ocupacional en la puerta de la cárcel, antes de recibir la bienvenida entre los brazos abiertos de toda su familia allí reunida; luego, primer plano de su rostro mientras daba un mordisco a un trozo de sushi hecho por su madre, con las lágrimas fluyendo de la banda negra que le cubría los ojos.
«Os animamos a todos y cada uno de vosotros a que hagáis todo lo posible para acercaros a este feliz desenlace a la mayor brevedad».
Se oyó un suspiro mientras aparecía en la pantalla la palabra «Fin» y los guardias descorrían las cortinas. Dos de los presos, el del pelo aceitoso y otro hombre alto, con una piel pálida y de aspecto mortecino, lo tomaron como una señal para ponerse de pie.
—¿Quién os ha dicho que os levantéis? —ladró el guardia que había manejado el proyector—. ¿Os habéis pasado la película durmiendo o qué? ¡Acaban de decir que aquí nadie puede ni moverse sin permiso! ¿Lo pilláis, retrasados?
El del pelo aceitoso se volvió a dejar caer en el asiento inmediatamente, pero el gigante pálido se quedó de pie.
—¿No me has oído? ¿Qué te pasa? ¿No hablas japonés? —le dijo Tadokoro, con expresión muy enojada.
—Nadie me ha ordenado que me siente —respondió el preso, con el rostro totalmente inexpresivo.
—Así que ésas tenemos —dijo Tadokoro en voz baja, avanzando hacia él.
Medían casi lo mismo, los dos al menos quince centímetros más que Kiku. Tadokoro ordenó al hombre que se sentara y le preguntó cómo se llamaba.
—Motohiko Yamane —replicó el otro fríamente, mirando a su alrededor.
Su mirada se encontró con la de Kiku durante un segundo. Un mechón de pelo suave le caía a Yamane sobre la frente pálida y lisa, dejando en sombra las pestañas y las cejas. Los ojos que se adivinaban debajo estaban casi desprovistos de color, y la nariz no era más que una burbuja redonda, como la de un muñeco. También los labios se veían lisos, casi duros. El efecto global recordaba a una máscara, como si le hubiesen forrado la cara con una capa de plástico gris.
A continuación hicieron salir y bajar un tramo de escaleras a los cuatro presos, recorriendo después un pasillo a oscuras que acababa en una puerta metálica. Tadokoro hizo una señal y la puerta se abrió con un chirrido, dando paso a una sala pequeña en la que los esperaban dos guardias más, ambos con una porra que les colgaba del costado. Uno de ellos le pasó a Tadokoro una libreta negra en la que se leía Registro, para que rellenara las columnas de Fecha, Nombre y Motivo del ingreso: 29 de mayo / Tadokoro / Acompañamiento de presos nuevos. El otro guardia insertó una llave muy larga en una de las paredes metálicas de la habitación que, como Kiku vio enseguida, en realidad era una puerta. Dos hombres la empujaron para abrirla y una luz cegadora inundó la sala; Tadokoro dio la orden de seguirle y todos cruzaron aquella puerta con los ojos entrecerrados. Pero aún quedaba otra barrera: un torniquete de tubos de acero que rotaban sobre una base circular, que les hicieron atravesar de uno en uno; el torniquete se cerraba y luego, con un zumbido, los escupía por el otro lado. El artilugio hizo sonar su clic metálico cuatro veces y, al cabo, Tadokoro les señaló un pasillo de dimensiones intimidantes:
—Vuestro nuevo hogar, chavales.
La luz entraba por unas claraboyas cubiertas de barrotes metálicos. A ambos lados del corredor, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, se veían unas puertas gruesas sobre las paredes de cemento y un suelo que la luz cenital teñía de ocre. Oyeron el sonido de las cancelas metálicas al cerrarse a su espalda.
—Mierda —murmuró el engominado, dejándose caer al suelo y echándose las manos a la cabeza.
Tadokoro se puso detrás de él, le agarró por el cuello de la camisa y le hizo ponerse en pie de nuevo. La luz brillante y la inmensa longitud del pasillo hicieron que todos sintieran un ligero vértigo al ponerse en marcha a lo largo de aquel suelo impoluto, pasando puertas y más puertas de madera gruesa, aseguradas con cerrojos de acero. La única nota decorativa la ponía la sombra enrejada que creaban los barrotes de las claraboyas.
Tadokoro seguía instruyéndoles:
—Si fuerais máquinas, chavales, tendríamos que decir que estáis estropeados; en este momento, no funcionáis. Y lo normal, cuando llevas un aparato estropeado al técnico, es que te cobre luego, ¿verdad? Tú le llevas una lavadora rota, él te manda la factura, ¿estamos? Pero lo bonito de la cárcel es que funciona al revés: el gobierno paga para que os arreglen. ¿No os parece un buen trato? Pues lo primero que hacemos aquí es convenceros de lo bueno que es ese trato.
Así siguió hasta que llegaron al registro de pertenencias, donde se habían instalado unas mamparas de tela para delimitar una fila de cubículos. Les dijeron que entraran cada uno en uno distinto, se desnudaran y saltaran durante un minuto más o menos, primero sobre una pierna y luego sobre la otra. Al acabar les entregaron calzoncillos y los uniformes de preso, que tenían exactamente el mismo color que el hormigón que les rodeaba. El pantalón se ajustaba a la cintura con unos cordones. Los zapatos eran de tela, con suelas de crepé. No había calcetines. Las ropas con las que habían llegado fueron numeradas, etiquetadas y archivadas en cajas de madera, tras tomar nota cuidadosamente de cada artículo en el registro de pertenencias personales. En la columna que decía Otros objetos, Kiku anotó: Pértiga de fibra de vidrio para el salto con pértiga, fabricada en Estados Unidos.
Cuando acabaron de cambiarse, los llevaron a la barbería de la prisión para que les cortaran el pelo según las normas. Con los hombros hundidos, el del pelo engominado contemplaba cómo sus finos mechones caían al suelo, y rompió al fin en sonoros sollozos. El barbero, que también era un interno, le dio un tirón a la greña que tenía en la mano:
—Tú sigue meneándote así y te cortaré la cabeza en trocitos —le avisó—. ¿Y qué es esa mierda que llevas en el pelo, por cierto? Apesta como el demonio.
—Pues mira a éste —Tadokoro señaló a Yamane—. ¡Si parece el mismísimo Frankenstein!
El corte de pelo dejaba ver una cicatriz gruesa que le rodeaba el cráneo a Yamane justo por encima de las orejas, con una cadeneta de crucecitas rojas que acababan en un feo remate donde, al parecer, le habían vuelto a colocar la tapa de los sesos. Tenía un aspecto tan raro que el del pelo grasiento dejó de llorar y se quedó sentado, con los ojos abiertos como platos y sorbiéndose los mocos.
—Me colocaron un disco de plástico en la cabeza —dijo Yamane, que parecía sentir ahora menos seguridad en sí mismo.
A cada uno le asignaron un número de preso y se lo rotularon con tinta negra sobre las etiquetas blancas de los uniformes. Luego Tadokoro les enseñó a responder cuando se les llamaba por el nombre o el número; cuando no hablaban lo bastante alto, les hacía repetir la respuesta una y otra vez:
—Kunio Hirayama, 418; Takumi Kudo, 477; Motohiko Yamane, 539; Kikuyuki Kuwayama, 603.
Las celdas individuales tenían dos metros cuadrados. El suelo estaba cubierto con una colchoneta fina rellena de paja y en una esquina había un colchón y una manta enrollados. Una toalla metida en una bolsa de plástico servía de almohada. Y eso era todo. Tres de las paredes eran de hormigón color crema; la cuarta era la puerta de madera, con dos ventanitas que sólo se podían abrir desde el exterior. Una de ellas, a la altura del rostro, era para que el guardia que hacía la ronda pudiese comprobar que el inquilino estaba dentro; por la otra, situada a unos treinta centímetros del suelo, le pasaban un plato con comida por la mañana y otro por la tarde. Del techo colgaba un fluorescente, demasiado alto como para que nadie lo alcanzara. Los servicios y el agua potable estaban al final del pasillo y, excepto en los horarios designados, la garganta seca o la vejiga llena tenían que esperar a que pasara un guardia haciendo la ronda.
A los presos nuevos los mantenían en estas celdas unipersonales mientras completaban el programa de orientación y la batería de tests y evaluaciones. Invariablemente, aquellas paredes gruesas, que impedían todo contacto con el mundo exterior amortiguando la luz, los olores y los sonidos, acababan por causar cierto nivel de claustrofobia. En opinión del director, sufrir un ligero ataque de aislamiento era útil para despertar entre sus presos la necesidad de contacto social, y para ayudar a que los funcionarios determinaran el carácter de cada uno. Además resultaba eficaz como introducción a la disciplina carcelaria. Bajo la prohibición de hablar, los reclusos se sentaban en las celdas sin más recursos que los suyos propios para aliviar el tedio y la tensión nerviosa; los remedios más usados eran la gimnasia, las respiraciones profundas, la meditación zen y la masturbación. Pero, al cabo de poco tiempo, todos empezaban a anhelar ansiosamente el momento de que les pasaran a una celda comunal, con sus sesiones de aprendizaje ocupacional y sus actividades de grupo. La mayoría suplicaba enseguida que le dieran una actividad, cualquier actividad; los pocos que parecían aguantar el aislamiento sin que les importase eran registrados en la lista del Departamento de Supervisión como personas necesitadas de una evaluación psicológica especial.
Kiku, a quien de hecho parecía gustarle la reclusión, figuraba el primero en esa lista. Se sentaba en la celda, sin quejarse, durante días y días de un tirón. Por la noche, sus gritos hacían que el guardia tuviera que acudir corriendo muy a menudo pero, aparte de esas pesadillas, su estado parecía inalterado desde su llegada: era una pizarra en blanco. No mostraba el mínimo interés hacia nada ni hacia nadie; seguía las órdenes con suficiente diligencia, pero parecía como si apenas las oyera, como si su voluntad se hubiese rendido incondicionalmente. Cuando el funcionario que hacía el test de aptitudes le preguntó qué quería hacer, respondió con vaguedades.
—Pero es que tienes que hacer algo —insistió el hombre.
—Está bien cualquier cosa. No importa —respondió Kiku en voz baja, sin apenas levantar la vista.
El psicólogo al que asignaron el caso lo examinó y decidió que aún no se había repuesto del grave estado de ansiedad emocional por el que lo habían internado justo después del crimen. «Mi conclusión», escribió, «es que, lejos de haber superado el trauma psicológico de haber matado a su propia madre, se ha instalado en ese trauma, usándolo a modo de refugio».
Al ingresar en la cárcel, cada interno pasaba por toda una serie de exámenes físicos en los cuales, además de comprobar su altura, peso, vista y oído, se le tomaba una serie completa de radiografías. Luego tenía que realizar diversos tests de inteligencia antes de que le mandaran al departamento de formación para hacer el test de aptitudes vocacionales y la prueba de personalidad de Kraepelin. Por fin, acabados los exámenes, se sentaba con el consejero ocupacional, que había estudiado sus informes académicos y generalmente los penales, y ambos se fijaban un «objetivo vocacional». Pero en casos como el de Kiku, cuando el preso se hallaba aún experimentando problemas emocionales, o en el de los internos que sufrían dificultades para adaptarse a la idea de estar en la cárcel, la reunión con el consejero se postergaba unos seis meses y ese preso era asignado a uno de los grupos de trabajo que se ocupaban de la intendencia diaria en la cárcel. De esta forma, cuando pasó el periodo de aislamiento, Kiku se vio formando parte de la Unidad de Servicios de Cocina número 3, y levantándose dos horas antes que el resto de los internos para ayudar a preparar el desayuno.
El día en que le asignaron su nuevo destino, le cambiaron a una celda comunitaria reservada exclusivamente para esa Unidad de Servicios de Cocina. Al llegar vio que a Yamane, el tipo alto y pálido con cara de máscara, lo habían puesto en el mismo grupo de trabajo. A los dos los obligaron a arrodillarse a la entrada de su nuevo hogar, presentando sus respetos a sus nuevos compañeros de habitación, cuatro internos mayores que ellos, que se identificaron como Fukuda, Hayashi, Sajima y Nakakura. Cuando los recién llegados terminaron de presentarse y el guardia se hubo ido, Fukuda, que parecía ser el de más edad, se dirigió a ellos:
—Hay algo que nos tenéis que decir ahora —dijo, rascándose la cabeza—. Es una especie de norma que tenemos: los nuevos han de decirnos qué han hecho para que los encerraran. Y luego les contamos unas cuantas cosillas que les viene bien saber…
—Homicidio —dijo Yamane, todavía arrodillado, antes de que el otro acabase siquiera.
—Un asesino —murmuraron Hayashi y Sajima, intercambiando una mirada.
—Bueno, siempre está bien saber con quién te las ves —dijo Fukuda—. ¿Y tú qué, Kuwayama?
—Lo mismo, homicidio —dijo Kiku.
—¡Ya estamos todos! —rio Nakakura, mientras los otros soltaban a su vez unas risitas. Kiku y Yamane permanecieron en silencio, con los ojos bajos—. También todos nosotros estamos aquí por homicidio. Tiene gracia, ¿verdad? Esta pequeña familia nuestra ha contribuido a evitar la superpoblación de la patria; entre todos, hemos conseguido reducirla en seis personas.
—Un poco más —dijo Yamane—. Porque yo solo ya he matado a cuatro personas.
Las risas cesaron de golpe.
—¿Cuatro? —dijo Nakakura, inclinándose hacia él y haciendo con los dedos el gesto de disparar—. ¿Con qué? ¿Una metralleta?
—No. Con mis manos.
—¿Con las manos? ¿Qué quieres decir? ¿Kárate? ¿Boxeo? —inquirió, mirando fijamente las manos de Yamane.
—Kárate.
—¿Y cuántos años te han caído por eso?
—Diez.
—¡Sólo diez años! ¿Qué mierda de sentencia es ésa? No eres ningún menor de edad. ¡Mata el tío a cuatro personas y no le caen más que diez años de nada! —Nakakura estaba indignado.
—Yo también me llevé lo mío —dijo Yamane en voz baja.
—¿Te refieres a eso que tienes en la cabeza? Sí, ya se ve. En fin, dejémoslo. Pero ahora que sabemos que eres un tipo duro, no vayas a andar dándonos a ninguno de nosotros, ni en broma. No se me ocurre una muerte más estúpida que dejar que te maten cuando estás en la cárcel.
Nakakura, según supieron más tarde, trabajaba en un restaurante. Un día, mientras aprendía a deshuesar una paleta de cerdo, había ido su abuela a verle. Por lo visto la vieja tenía una pinta muy rara y los otros tipos de la cocina habían empezado a hacer chistes sobre ella. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que hacía, Nakakura había hundido el cuchillo carnicero en el pecho del hombre que tenía más cerca.
—Yo ni siquiera quería apuñalarlo —les explicó—. Sólo pretendía hacer que se callase, pero el cacharro aquel entró hasta el puño. La carne humana es bastante más blanda que la de cerdo.
Sajima trabajaba en un barco de pesca deportiva. El día del crimen, había estado nublado desde por la mañana y le había empezado a doler la última muela del maxilar derecho, como siempre que hacía ese tiempo. A pesar del dolor, había tomado arenques para almorzar y se le habían clavado unos huesecillos entre los dientes. Justo cuando estaba intentando sacárselos, uno de los clientes había vomitado, manchando toda la cubierta:
—Entonces me puse a pensar en que tendría que limpiar toda la mierda de aquel gilipollas y en cuánto me dolía la muela y en ese momento va otro tipo y se pone a quejarse porque no estaba atendiendo al timón, y creo que ahí perdí la chaveta. Acabé por darle una patada al tipo; ni siquiera le pegué muy fuerte, pero se cayó encima de la hélice y se enredó entero. Él acabó hecho pedacitos, y yo convertido en asesino. Pero, en mi opinión, tendrían que haber juzgado al barco, no a mí.
Fukuda limpiaba las calderas en un astillero. Cuando estudiaba secundaria, había sido pitcher en el equipo de béisbol. Luego, en el instituto, lo habían puesto en el campo, pero siempre se había enorgullecido de la fuerza de sus brazos. Al poco tiempo de conseguir el empleo en el astillero, se casó y tuvo un hijo; desde entonces, sobrellevaba las largas jornadas en el trabajo diciéndose a sí mismo que también el niño estaría orgulloso, cuando creciera, del potente brazo de su papá. Trabajó durante más de dos años quitando a martillazos los pegotes de grasa endurecida que se quedaban en las calderas, antes de darse cuenta de que los doscientos mil golpes que había dado con aquel pesado martillo le habían arruinado el brazo. Unos días después de saber de que nunca volvería a lanzar una bola, se emborrachó, se enredó en una pelea y acabó matando a un hombre con una silla.
—Yo era capaz de lanzar una pelota a sesenta y cinco metros. ¡Una pelota tan grande como un pomelo! Era algo digno de ver.
Hayashi era monitor de esquí acuático. Tenía problemas económicos a los que no podía hacer frente y había entrado a robar en una barbería. Cuando el viejo que atendía el local le sorprendió y empezó a chillar, había tratado de callarle. Pero el barbero le había mordido en la mano, y entonces Hayashi lo estranguló.
—Odio el olor del champú, me recuerda a aquel viejo cerdo. Apestan a champú, esas barberías. Y otra cosa que no aguanto es la lengua de la gente. Cuando matas a un tío asfixiándolo, le cae por fuera toda la lengua. Y es mucho más larga de lo que uno piensa; llega hasta debajo de la barbilla. Ya lo he contado más veces, pero nunca olvidaré esa lengua, ahí colgando delante de mí.
Los seis hombres de la Unidad de Servicios de Cocina número 3 tenían en común otra cosa además del homicidio: todos tenían permiso, o al menos conocimientos, para manejar barcos pequeños. Esto era de lo más normal para Sajima, como trabajador de un pesquero o para Hayashi, en calidad de monitor de esquí acuático; pero también Nakakura, antes de empezar a trabajar en el restaurante, había manejado la embarcación en la que se transportaban los cables para una empresa de salvamento marítimo, y Fukuda era un pescador con red bastante competente cuando trabajaba en los astilleros. Al darse cuenta de que él y sus compañeros nunca tendrían el dinero suficiente para contratar a un capitán cuando hacían excursiones de fin de semana, había decidido ahorrárselo obteniendo él mismo la licencia. En el caso de Yamane, la familia de un amigo suyo del colegio disponía de un yate equipado hasta con una lancha motora, que él había aprendido a manejar. Antes de hacerse la herida en la cabeza, también había aprendido a bucear con bombonas de oxígeno. Y Kiku había sacado algunos conocimientos de las excursiones en aquella chalana ruinosa con la que salía a pescar su padre adoptivo.
Con la excepción de Kiku, había otra cosa más que todos tenían en común: los cinco habían suspendido el examen para ser uno de los quince internos que constituían la Unidad de Prácticas de Navegación en embarcaciones pequeñas. Los habían asignado al equipo de cocina en espera de la siguiente oportunidad para presentarse, al cabo de seis meses. Kiku compartía habitación con ellos porque los asesores pensaron que el entusiasmo de los otros cinco hacia la navegación podía espabilarlo y hacerlo salir de su concha.
Este centro penitenciario era una institución modélica; incluso se decía que uno de los presos había comentado en cierta ocasión que, si no fuera por el enorme muro de hormigón que la rodeaba y por las puertas de doble plancha metálica de la entrada, el sitio hubiera podido pasar por un internado bastante decente. Su principio básico era que incluso el menor indicio de resistencia explícita había de ser aplacado con rapidez y firmeza pero, mientras uno obedeciera las normas, la vida diaria no resultaba especialmente ingrata. Después de todo, las instalaciones estaban equipadas con casi todo lo que un joven pudiera necesitar o desear, y se cuidaba de que todos se sintieran tratados con justicia. Una vez cada dos meses, por ejemplo, se realizaba una encuesta para calibrar el nivel de satisfacción de los internos, y había incluso un sistema especial para ajustar la cantidad de arroz o de pan que tenía que comer cada uno, de acuerdo con la cantidad de esfuerzo físico que se realizara en su unidad de trabajo.
Pero aun así, a pesar de la atención solícita que recibían de los mandos, cada vez que un preso tenía cinco minutos libres en la sala de televisión, después de haber trabajado todo el día, o cuando estaba tumbado en su cama antes de dormirse, invariablemente le venían a la cabeza dos cosas: el muro y las puertas dobles.
Era inevitable: uno por uno, todos los internos del Centro Penitenciario Juvenil, como los de cualquier otra cárcel, se volvían medio locos pensando en sus familias, en la vida al otro lado de aquellas paredes y, como los reclusos de todas las prisiones, invertían buena parte de las horas que pasaban despiertos en buscar la ocasión de fugarse. Pero lo que casi todos necesitaban, más que la oportunidad en sí, era la decisión de huir, algo que les hiciera sentirse tan furiosos que tuvieran que huir. Sin embargo, miraban alrededor y hallaban que no existía ese motivo, y era entonces cuando se desesperaban: estaban atrapados, encerrados, con todos sus movimientos vigilados y, precisamente porque tendían a olvidarlo, nunca parecían capaces de sentirse tan desgraciados como para intentar la huida. Y ahí estaban los guardias y los consejeros, uno tras otro, haciéndoles la vida en el interior lo más cómoda posible, distrayéndolos con todo eso del aprendizaje ocupacional, los clubes, los deportes y todo lo demás. Lo normal era que, durante una temporada, el preso se entretuviera con todo esto. Pero, sin excepción, el muro y las puertas metálicas acababan por obsesionarles en sus ratos libres, y empezaban de nuevo a dejarse llevar por la imaginación: si pudiera hacer que desapareciera el muro, si estuviera mi familia aquí conmigo… El sistema estaba perfectamente pensado, o eso parecía, para que el preso se mantuviera siempre oscilando entre estos dos estados de ánimo, hasta que, agotado de tantos altibajos, se convencía de que lo mejor era cumplir su condena portándose bien y salir de allí por pies. Al final, los hombres llegaban a la conclusión de que lo que les separaba del exterior no era el muro, ni las puertas de doble plancha metálica, sino el tiempo, y con esta certeza se mostraban decididos a acortar la sentencia por todos los medios posibles. Sus necesidades y apetencias humanas se dejaban de lado para consagrar todos los esfuerzos a convertirse en presos modelo, dedicados en cuerpo y alma a acumular insignias de plata y oro. Una vez tragada esta amarga píldora del tiempo, ya no pensaban en huir; los internos del Centro Penitenciario Juvenil se concentraban en sus tareas en un estado de semi-hibernación.
Nadie ponía en duda que este sistema resultaba prácticamente perfecto para dirigir una cárcel: su único inconveniente era que exigía mantener un equilibrio absoluto, tan frágil que un solo desertor podía arruinarlo. El mayor peligro potencial, y el que los administradores temían por encima de todo, era el suicidio. El estado de ánimo habitual en la cárcel era muy similar al de una clínica de reposo, como una depresión comunitaria crónica, aunque de baja intensidad; en ese ambiente, un solo suicidio ocasionaba casi siempre una reacción en cadena. Y, cuando se daban varios casos, la tensión entre los internos iba creciendo, la estabilidad se tambaleaba y todos los habitantes de la prisión escupían la pildorita que les habían hecho tragar. Era esta amenaza la que intentaban conjurar los supervisores al mandar a Kiku a la Unidad de Servicios de Cocina; si se implicaba en el objetivo común de aprobar el examen de marinero, su depresión nunca alcanzaría el punto en que considerara la idea de matarse. Eso pensaban.
Cuando empezó a silbar el aparato de cocer arroz, anunciando que ya estaba hecho, el estruendo de la cocina se convirtió en un auténtico bramido. La división de Servicios de Cocina, dieciocho hombres en tres unidades, tenía la responsabilidad de preparar y servir tres comidas diarias a cuatrocientas personas. Los equipos trabajaban en turnos rotatorios, dos días sí y uno no, bajo la supervisión de dos cocineros que les asignaban una interminable serie de tareas: cortar cebollas o coles, lavar el arroz, revolver montañas de verduras aliñadas, poner habas en remojo, medir azúcar o sal y cosas así. Cuando habían preparado la comida suficiente para cuatrocientos, la repartían en los platos, usando un cucharón de mango largo para rebañar hasta el fondo la enorme olla de sopa miso.
—¿Le vas cogiendo el tranquillo, Kuwayama? —le preguntó Nakakura, enjugándose el sudor de la frente durante el pequeño respiro antes de que empezaran a devolverles los platos sucios.
Kiku se inclinó sobre los fogones y asintió.
Nakakura era unos tres años mayor que él y llevaba una flor de cerezo tatuada en el brazo izquierdo.
—Eres un tipo raro, ¿verdad? —continuó—. ¿Siempre has sido tan callado? —Kiku volvió a asentir—. Hay una cosa que quería preguntarte. ¿Puedo? —Sin hacer caso al gesto de desagrado de Kiku, se lanzó—: ¿Cómo es lo de matar a tu propia madre? ¿No es muy fuerte?
Kiku frunció el entrecejo y dejó caer al suelo el repollo que tenía en las manos.
—Deja el tema —repuso en voz baja—. Me da pesadillas.
Ahora fue Nakakura quien asintió.
—Te entiendo. No me digas más. Porque, mira, nunca le he hecho daño a mi vieja, y yo también tengo pesadillas con ella todo el rato. Me pone de los nervios, y a veces creo que me sentiría mejor si se muriera, pero claro, no es una cosa que puedas probar a ver si te gusta. Si la matas, se queda muerta ya para siempre. En fin, ahora sé que no serviría de mucho. Gracias.
Kiku tenía la vista fija en el suelo húmedo. Junto al fregadero había una pila de cajas de carne de ballena congelada. Cuando acabaran de fregar los cuatrocientos platos metálicos, probablemente el cocinero se pondría a trocearla con una motosierra. Kiku ya veía la ventisca de hielo y carne que iría mezclándose poco a poco con la visión que tenía bajo los párpados: un globo liso y ensangrentado, despojado de cabello, orejas y ojos, que acababa por confundirse con los trozos de carne. Aquella noche, en el mismo momento en que el rostro caliente y en carne viva desaparecía bajo la nieve, había empezado a ver unos destellos regulares, continuos, que se sincronizaban con su pulso, de luz más intensa que una bombilla. Y entre cada dos de esos destellos, veía otro rostro, el de la mujer antes de matarla, un rostro que se parecía al suyo. «Para, por favor», decía en voz baja un instante antes de ponerse delante del cañón. La veía, totalmente seria, con los labios formando las palabras: «Para, por favor». Con cada destello, volvía a oírla: «Para, por favor», «Para, por favor», «Para, por favor». Y, como no sabía qué era lo que quería que parase, paraba entonces todos los músculos del cuerpo.
—Kuwayama siempre en las nubes —dijo Yamane, uniéndose a ellos.
También él se secaba el sudor del rostro encendido; el calor hacía que la cicatriz se le pusiera de color rojo intenso. Al final, tras los constantes pinchazos de Nakakura y Fukuda, les había contado la historia de su operación. Al parecer, durante la reyerta en la que él había matado a cuatro tipos, había sufrido una herida muy fea; por lo que recordaba, le habían estampado una señal de tráfico en la cabeza. La cuestión es que le habían hundido toda la parte izquierda del cráneo. Fue casi un milagro que sobreviviera, y además sin ningún daño cerebral, pero no había forma de repararle el cráneo astillado. Así que le sacaron los trocitos de hueso y los médicos habían hecho una lámina de plástico, moldeada con soplete, a la medida del agujero.
—Y yo, fíjate, andaba tan en las nubes como Kuwayama —añadió, apoyándose en la pared.
La operación para colocarle la lámina había salido muy bien, al parecer, pero se le había infectado el lóbulo frontal del cerebro, y habían hecho falta seis operaciones más, más de cien horas en total, hasta que le dieron el alta. Una noche, en uno de esos posoperatorios, había oído a un par de cirujanos que hablaban su estado:
—Parece que éste ya está visto para sentencia. No hay forma de salvarlo.
Eso era la conclusión de lo que había oído. Pensando que aún no se le habían pasado los efectos de la anestesia, habían dejado un espejo encima de la cabeza de Yamane, bajo la tienda de oxígeno. Y allí pudo ver su propio cerebro cubierto de una red brillante de venas y arterias. Se le ocurrió entonces que tenía el mismo aspecto que el tofu, tanto que no le hubiera sorprendido nada ver unos palillos que entrasen a coger un trocito. Los médicos seguían hablando, y se dio cuenta de que hablaban de él, pero tuvo la impresión muy clara de que se trataba de otra persona:
—Y creo que todo fue porque se parecía tanto al tofu. Me quedé mirándolo hasta que pensé que seguro que no podía ser yo, hasta que dejó de importarme. ¿Cómo me iba a importar, si aquella cosa con la que yo pensaba y sentía no era más que un cacho de tofu? Y creo que ahí me apagué, un poco como tú, Kuwayama.
Kiku y Yamane estaban al cargo de la «cata» de la comida del mediodía. Esto significaba que tenían que llevarle una muestra del menú a los jefes de sección de Administración y Supervisión, además de al director; los platos se colocaban en una bandeja roja y se cubrían con una tapa alta de cristal antes de llevarlos a los despachos de cada uno. En un día normal, la comida podía constar de una mezcla de siete partes de arroz con tres de cebada, arenque en salazón a la parrilla, cocido de habas con repollo y sopa de algas. El director tomaba un bocadito de cada cosa y luego le decía a Kiku que le regara las plantas. El trabajo de Yamane era dar de comer a sus pajaritos y cambiarles el papel del fondo de la jaula.
Cogiendo la regadera que le había entregado el director, Kiku fue a llenarla al lavabo. Cuando acabó de regar los geranios, Yamane le llamó para que fuera a echar un vistazo a una cosa: uno de los pajaritos se estaba bañando en el agua fresca, pero el otro se le había encaramado a la mano, picoteando un montoncito de alpiste. El director había salido un minuto de la oficina, y Yamane no dejaba de lanzar miradas nerviosas hacia la puerta. Tras dejar que el pájaro diera unos saltitos, cerró súbitamente la mano sobre él y lo sacó de la jaula. Con la otra mano, se puso a acariciar con suavidad la cabeza del pájaro, que había empezado a forcejear y a darle picotacitos en los dedos.
—Inténtalo tú —le dijo a Kiku cuando el pájaro se calmó.
El animal apenas retrocedió cuando Kiku alargó la mano para cogerlo y, cuando lo tuvo ya sujeto, Yamane se inclinó para acercar la oreja al pecho del pajarito.
—¿Sabes, Kuwayama? Yo he sido bastante bestia desde niño, pero a partir de la operación fue todavía peor. Era casi como si me volviera loco… ¿Tú sabes por qué duerme la gente, Kuwayama? Un médico me lo contó una vez: en parte es para descansar el cuerpo, pero el cerebro también necesita reposo, en lo más profundo. Parece que, si no dejas descansar bien al cerebro, te vuelves malo y loco. Supongo que fue lo que me pasó a mí después de la operación; durante un tiempo era malo. No me acuerdo de todo, pero sí de los ataques, de lo chiflado que me ponía. Y no era sólo que quisiera romper cosas o pegar a las enfermeras con las sillas… Era como algo raro que me llenaba el cuerpo, me moría si no encontraba la forma de dejarlo salir. Como si mi cuerpo no me escuchara; me tenían atado todo el rato, pero yo sé que si me hubiera podido soltar, hubiera matado a docenas de personas. Luego, cuando ya estaba un poco más acostumbrado, podía saber hasta cuándo me iba a dar uno de estos ataques, y busqué muchas formas de controlarlos: contando, o meditando… hasta me ponía a cantar. Pero, ¿sabes lo que funcionaba mejor? ¿Qué creerías? Pues escuchar el latido de un corazón: el mío o el de otro, no importaba. Es lo que hacía cuando empezaba a sentir que perdía la cabeza. Un día mi mujer me trajo a nuestro hijo al hospital; no tenía más que cuatro meses entonces, pero le latía el corazón con mucha fuerza… me emocionó, la verdad. Y lo que trato de hacer es acordarme del latido del corazón del bebé y, por raro que te parezca, funciona.
Kiku acercó la oreja al pecho del pájaro. Sintió el calor de su cuerpecito y oyó el latido, rápido aunque muy débil, como el sonido de un motor pequeño que estuviera muy lejos.