VEINTISIETE

Hashi había empezado a sufrir una violenta fobia ante cualquier objeto que reflejara imágenes. Los espejos le daban pavor, igual que las ventanas de noche, el mármol oscuro pulido, los guardabarros cromados o cualquier lámina de agua quieta.

Acabado el concierto, tras saludar al público con un gesto maníaco de la mano, volvió corriendo a su camerino, para encontrarse con toda una pared cubierta de espejos y, reflejado en ellos, el rostro de un hombre que acababa de reinar durante más de dos horas sobre su banda y sobre varios miles de personas.

—¿Quién demonios eres tú? —preguntó en voz baja a su reflejo.

Sentía que el que le devolvía la mirada no era Hashi. Aunque blanqueada por la luz de cientos de bombillas, todavía se veía una sonrisa jugueteándole por el rostro antes de transformarse en una mirada de falsa rabia, mientras la boca seguía apremiándole como si la pregunta fuera urgente:

—¿Quién eres tú? ¿Y qué demonios estás haciendo en mi cuerpo? Yo antes me odiaba a mí mismo; no era más que un gusano, un canijo que se pasaba el día preocupándose de lo que los demás pensaran de él. Pero luego me di cuenta de que nunca llegaría a ser un gran cantante de esa forma. Me enseñaron a actuar, y eso sí que lo hacía bien. Todo el mundo puede actuar ante una cámara, pero yo lo hacía bien de verdad. Y actuar consistía en fingir que me importaba un cuerno lo que pensara nadie. En evadir las preguntas y limitarme a repetir una y otra vez mi opinión, restregándoles en la cara un montón de acertijos y chorradas. Y una vez que los tienes confundidos, son ellos los que empiezan a preocuparse de lo que piensas … Ya no recuerdo bien cuándo fue, pero en algún momento esta otra cosa empezó a crecer en mi interior, para que todo el mundo se fijara en mí… para que todos escucharan lo quejo pienso…

Hashi se acordaba de un cuento que le habían leído las monjas del orfanato: trataba de un hombre que había vendido su alma a un espíritu. A cambio de triunfar en sus negocios, había accedido a tragarse un horrible huevo diminuto, casi invisible. El huevecillo se le había quedado pegado a las paredes del esófago y había incubado allí su capullo con la saliva del hombre, hasta convertirse en una recia crisálida que había empezado a decirle al hombre lo que tenía que hacer en su trabajo: «Levanta la cabeza y saca el pecho para caminar», «mira a ese tipo a los ojos cuando hables con él». Pero, al romperse la crisálida, el gusano de dentro empezó a revolotear por dentro del hombre, y sus consejos se convirtieron en órdenes tajantes.

Fue entonces cuando su gusano interior empezó a mandarle hacer cosas, se dijo Hashi a sí mismo: «Córtate la lengua», le había dicho. Pero, ¿qué es esta cosa que estoy dejando que me crezca dentro? Un diminuto bicho con alas… Cuando me corté la lengua, el bicho no sintió nada. Y, al recoger la punta cortada, la vi sólo como un pedazo de carne. Me acuerdo del ruido que hizo cuando la apreté con los dedos, un sonido como esponjoso, y debe de haber sido entonces cuando se abrió la crisálida del bicho, en el mismo segundo en que yo apretaba el trocito de lengua, ahí eclosionó el gusano, ya con las alas y todo. Y ahora ha tomado el mando y me está devorando para cambiarme desde dentro. Es el bicho el que va a hacer que la gira sea un éxito, por eso está hablándome todo el tiempo, dándome órdenes; pero, cuando yo le pregunto algo, nunca me responde, no tengo forma de hablar con él. Lo único que consigo es que me cubra de insultos, que el bicho me diga que soy un débil, que el bicho me asegure que él va a darme fuerzas…

La noche en que el grupo acabó su última actuación en Kyushu, Hashi les comunicó que quería irse a su casa de la isla, a pasar un día solamente. A Neva le pareció buena idea y quiso acompañarlo, pero Hashi insistió en ir solo. Por regla general, el grupo dedicaba las jornadas libres a ensayar, así que Neva tuvo que decirles que excusaran a Hashi. Pero, en lugar de las protestas que esperaba oír, se encontró con que también ellos pensaban que Hashi necesitaba tomarse un respiro. Era obvio que hacía un gran esfuerzo para que el ambiente trastornado de los conciertos no lo abrumase, y en los últimos tiempos ya casi ni respondía cuando le hablaban. Se quedaba encerrado en su habitación, de la que sólo salía para los ensayos, y se negaba a dejarse ver por nadie, ni por Neva. Al parecer, también era incapaz de dormir y había empezado a tomar los somníferos de ella.

Pero no era el único que sufría; entre las náuseas matutinas del embarazo y la preocupación por su marido, Neva tenía los nervios destrozados. Llamaba varias veces al día al médico y le pedía consejo sobre Hashi.

—No es para preocuparse —le decía el médico—. Casi todos los artistas sufren ligeros episodios de ansiedad a lo largo de una gira prolongada. Añádale a eso el comprensible miedo ante las responsabilidades de la paternidad y verá que se trata de una reacción normal. Se pondrá bien. Dice usted que quiere ir a echar un vistazo a su antiguo hogar. ¿Qué mejor cosa? Eso le dejará como la seda.

Hashi fue en tren hasta Sasebo, donde tenía que esperar bastante para coger el autobús que le llevaría hasta la terminal del transbordador. Decidió entonces hacer una visita rápida a aquellos grandes almacenes de la terraza en el último piso, donde lo habían hipnotizado tantos años atrás. Como entonces, Sasebo era una localidad en la que daba la impresión de que nunca lucía el sol. Caminando por aquellas calles nubladas, Hashi se sintió como llevado por una ola que generara la gente, los edificios, todo lo que había alrededor. Era algo con lo que ya se había encontrado antes, en algunas de las otras ciudades anónimas que había visitado durante la gira; no era sonido ni color, ni un aroma ni un soplo, sino una especie de alabeo del espacio que había entre él y la gente y las casas, como si la distancia entre su cuerpo y lo demás se contrajera y expandiese continuamente. Sin embargo, la ciudad propiamente dicha no había cambiado en nada. A él y a Kiku les había gustado mucho recorrer esa gran avenida entre la estación y el barrio de las tiendas. A través de los ventanales tintados de las salas de baile que se alineaban a los dos lados de la calle se veía a las parejas estrechamente abrazadas, balanceándose con languidez al ritmo de la música, mientras bandadas de pájaros giraban en el cielo, alrededor de las agujas de una iglesia cercana. En cualquier lugar donde hubiera un hueco disponible, alguien había instalado su puesto de frutas o de especias o de lo que fuera, y los pescaderos pasaban entre ellos con sus carritos. Aquella ciudad gris no había cambiado lo más mínimo.

Hashi decidió dar un rodeo cruzando el mercado. Se fijó en un gran depósito de agua abarrotado de anguilas cerca de la entrada. Se acordaba de que siempre se quedaba contemplando al hombre que se ponía unos guantes de plástico blancos y las pescaba con la mano. Aquello le fascinaba, y no se cansaba de mirarlo hasta que le obligaban a irse. En una ocasión, el hombre les había puesto una anguila delante a los niños, y aquel cuerpo viscoso se había contorsionado hasta golpearles a los dos en la cara. Todos los adultos que estaban alrededor habían sufrido un ataque de risa al oír sus gritos. Ahora todas las anguilas se habían reunido en un lado del tanque, mirando en la misma dirección, unas encima de otras, como una larga melena negra de mujer en la bañera. Hashi estaba seguro de que se le había ocurrido la misma comparación la última vez que viera las anguilas de aquel depósito.

Al salir del mercado, pasó delante de un cine y cruzó la calle. Acortó a través del parquecito, desde donde ya se veían los grandes almacenes. Una vez dentro, tomó el ascensor hasta el restaurante y pidió una tortilla de arroz, pero la encontró muy mala. Además, una de las camareras se había quedado mirándolo y, por mucho que él intentaba evitarla, no dejaba de estirar el cuello para verle mejor hasta que, al cabo de un rato, llamó a otra camarera y le susurró algo señalándole. Las dos se acercaron a su mesa, pinchándose una a la otra: «Díselo tú», «No, se lo dices». Hashi permanecía con la vista fija en el plato.

—Ehhh… Perdone que le moleste pero… es usted Hashi, ¿verdad? —se animó una de ellas por fin, sonrojada hasta la raíz del pelo.

Hashi iba a decirles que se equivocaban, quiso hacer que se fueran pensando que se habían confundido pero, al levantar la vista, se oyó a sí mismo diciendo algo que no había planeado.

—Sí, soy Hashi. ¿En qué puedo ayudarlas?

Las dos chicas palmotearon dando saltitos.

—Ohhhh, ¿lo ves? ¡Te lo dije, que era él!

Los demás clientes ya estaban mirándoles. Las camareras habían sacado álbumes de autógrafos y el personal de la cocina se asomaba por encima del mostrador charlando entre ellos.

—Parece más bajo que en la tele —dijo alguien.

Hashi firmó todo lo que le pusieron delante, con la agilidad de la práctica. Una mujer con kimono que llevaba a un niño le extendió delante un pañuelo para que le pusiera su firma.

—¿Le importaría que le diera la mano? —le preguntó después.

Hashi hizo más que eso: tomó la mano de la mujer y le besó el dorso galantemente. Un rugido recorrió la multitud y todos, clientes y empleados, las camareras, los cocineros y hasta el encargado, empezaron a empujar más para acercarse.

—¡Espérense, amigos! —gritó Hashi, poniéndose de pie y sonriendo al gentío—. No me voy a mover de aquí, así que vamos a tomárnoslo con calma. ¿Por qué no se ponen en fila, y así todos tendrán su turno?

—¿Le gustan las tortillas de arroz? —le preguntó una dependienta que quiso que le firmara en la espalda de su blusa sudorosa.

Hashi asintió con la cabeza, mirando su propio reflejo deformado en la cuchara. Vio una cara que se reía.

Un hombre que se identificó como reportero del periódico local le puso su tarjeta debajo de la nariz y se lanzó de inmediato a hacerle una ristra de preguntas mientras un fotógrafo hacía destellar su flash a ráfagas intermitentes.

—¿Cuándo saldrá su próximo disco? —quiso saber el periodista.

Una chica con uniforme escolar se había puesto detrás de Hashi y trataba de tocarle el cabello. La siguiente de la cola, una mujer con el pelo teñido, le pidió que le firmara unos panties que acababa de comprarse.

—Yo te los firmo, guapa —gritó un viejo que debía de haber estado bebiendo—. ¿Te vale con mi autógrafo, nena?

Presionado por la multitud, un niño estuvo a punto de caerse y su madre, al intentar sujetarlo, tropezó con una mesa lanzando por los aires los platos y botellas que estaban encima. Un bote de salsa se estrelló contra el suelo, manchando el traje del periodista.

—¡No empujen más! —gritó alguien.

—¿Entonces su visita es estrictamente personal? —siguió preguntando el reportero.

Las colegialas de detrás tocaban el pelo de Hashi por turnos, mientras el muro de gente crecía por los dos lados. Un niño lloraba en alguna parte. Hashi seguía firmando: libros de autógrafos, trozos de papel, mochilas, bolsas de tiendas, papel de envolver, ropa interior, blusas, manos, joyas, calcetines… Su mesa había empezado a escorarse hacia un lado y los flashes seguían destellando ante sus ojos. A una de las que trataban de tocarle se le cayeron las gafas y la chica se tiró al suelo para recuperarlas entre el denso bosque de pies.

—¿Diría usted que hay alguna relación entre sus conciertos y la culturización de las provincias? —inquirió el periodista en el momento en que volcaba por fin la mesa de Hashi.

El plato con los restos de la tortilla de arroz, todavía con la cuchara encima, pasó resbalando delante de él, y Hashi vio una vez más aquel rostro distorsionado reflejado allí.

—¿Quién eres tú? —le dijo a aquella imagen.

—Pero… pero qué, qué, qué pasa… —balbuceaba un joven borracho que consiguió llegar hasta él en ese momento—. Pero cómo… cómo… un segundo, ¿de verdad que eres Hashi?

Aquel rostro de feria cayó con la cuchara al suelo, donde la chica seguía buscando a tientas sus gafas entre un mar de ketchup.

—¡¡¡Hey!!! ¡¡¡Eres Hashi de verdad!!! —seguía gritando el joven.

Con los pies sobre una alfombra de restos de arroz, ketchup, huevos y cristales rotos, Hashi asintió.

Ya no había tantos transbordadores hacia la isla como antes, y también habían quitado el puestecito de refrescos y golosinas que estaba junto a la parada del autobús, en el que años atrás un asistente social les había comprado a él y a Kiku un helado medio derretido. Vio un cartel que le era familiar, con una chica que lamía una barra de caramelo, casi enterrado en una capa de polvo. La isla se vislumbraba en el horizonte, agazapada como un animal dormido.

Hashi tenía una razón muy simple para volver a casa: quería ver al perro. Quería ver a Milk, el regalo que le había hecho Kiku cuando eran niños. Le gustaba pensar que el animal no sabría que ahora era un cantante famoso, con más de un millón de discos vendidos. Se preguntaba si el perro le reconocería, cómo reaccionaría si el bicho de dentro había tomado realmente el control y ahora él era otro. Si Milk ladraba y trataba de morderle, la suerte estaría echada: él se rendiría, se convertiría en esclavo del gusano. Pero si Milk seguía siendo el de antes, dándole topecitos y frotándose contra sus piernas, quizá entonces pudieran bajar a la playa y triscar juntos un rato. No quería nada más que eso; probablemente eso le bastaría para recordar… lo que fuera que tenía que recordar. Quizá pudiera recuperar los tiempos en que todo brillaba, cuando faltaba mucho para que naciera el gusano. Podía ser.

Dentro del transbordador todo seguía igual: el olor grasiento al que nunca se acostumbraba uno, las barandillas oxidadas, las fundas de los asientos raídas, el soniquete del motor que te vibraba por dentro. La isla fue creciendo progresivamente hasta tapar las ventanas del interior del barco y Hashi salió entonces a cubierta. El mar estaba quieto, con sólo unas olas muy suaves y apenas un poco de espuma donde el barco cortaba el agua. La brisa alejaba el tufo del aceite, cambiándolo por el aroma salino del mar. El bulto informe de color verde que se veía en la distancia había cobrado definición poco a poco, ganando presencia hasta dominar toda la vista. Mientras la distinguía cada vez más cerca, con los motores zumbándole en las entrañas, Hashi se sorprendió buceando en su interior a la busca de un recuerdo mucho más antiguo, pero que no supo qué podía ser, y todo lo que le venía a la cabeza era su primer viaje en este mismo transbordador con Kiku. Por un instante, volvió a sentir vívidamente la pegajosa sensación del helado fundiéndose en su boca y se le empañaron los ojos. El barco aminoró la velocidad y arrojaron una soga al muelle. Desde allí se veían los bloques de apartamentos, en mitad de las colinas lejanas.

—Estoy en casa —murmuró Hashi.

—¡Milk! —gritó cuando estuvo cerca del sendero que llevaba a la casa de su padre adoptivo.

La distancia desde la parada del autobús le pareció más corta de lo que recordaba, y la cuesta menos pronunciada, pero el margen izquierdo seguía cuajado de varas de azucena excepto en una zona, donde las habían arrancado para instalar una cabina telefónica con una farola pequeña al lado. Hashi se acordaba de que, si te dabas la vuelta exactamente a tres pasos de la cabina, veías el mar. Se quedó allí contemplándolo un instante y luego retornó al sendero. En la orilla izquierda habían florecido ya otras plantas; aunque no se acordaba de su nombre, sí sabía que justo donde el olor de estas flores se hacía más intenso había un árbol de kumquat y, un poco más adelante, si gritabas «¡Milk!» se te precipitaba encima una borla de pelo blanco doblando la esquina que estaba más arriba. Al llegar allí, se detuvo y gritó el nombre del perro una y otra vez, pero Milk no apareció. Puede que esté atado, pensó Hashi para sí. Pero eso no le impediría ladrar. Empezando a sentir una sensación incómoda, subió los pocos pasos que le separaban de la casa.

La prensa de poliestireno en la que debería estar trabajando Kuwayama a esa hora se hallaba en silencio. El jardín tenía la hierba crecida y estaba sembrado de basura. Y la caseta de perro que habían construido él y Kiku se veía medio podrida, llena de hormigas que habían fabricado su nido entre las ruinas; el platillo del agua de Milk estaba volcado a un lado y cubierto de barro. Viendo todo esto, y que además la casa parecía cerrada a cal y canto, a Hashi se le ocurrió por primera vez que era probable que Kuwayama se hubiera ido a vivir a cualquier otro sitio. Pero el rótulo con su nombre seguía colgado en la puerta y también se fijó en los precintos metálicos de los contadores de gas y electricidad, que delataban una inspección reciente. En el buzón encontró una nota que decía que iban a cortar el suministro de agua próximamente. Así que Kuwayama seguía ahí, y tendría que preguntarle a él qué había sido de Milk. La puerta no estaba cerrada con llave pero, cuando la abrió, el hedor —mitad alcohol y mitad excrementos— le hizo tambalearse. La entrada estaba cubierta de botellas vacías de whisky y de aguardiente. Del interior llegaba una tos.

—¿Quién anda ahí?

Era la voz de Kuwayama.

—Yo —dijo Hashi.

Hubo un silencio y entonces apareció Kuwayama, levantándose el auricular de un oído.

—¿Hashi? ¿Eres tú de verdad? —Hashi asintió. Kuwayama dejó caer la pequeña radio que llevaba en la mano—. Justo acaban de mencionar tu nombre en la radio, ese tal Yumemaru estaba hablando de ti. ¿Sois amigos?

—¿Quién es Yumemaru? —preguntó Hashi.

—Ese cómico joven. ¿Lo conoces?

—¿Conocerlo? Nunca he oído hablar de él.

—Bueno, no importa. ¡Pero entra! ¿No vas a entrar?

Tras recoger la radio y apagarla, Kuwayama agarró a Hashi del brazo y le hizo adentrarse en la casa.

—¿Dónde está Milk? —preguntó, sin obtener respuesta.

—Tengo enfermos los ojos —le dijo Kuwayama en vez de contestar—. Me hace daño salir durante el día.

La única luz de las habitaciones era una bombilla diminuta en cada una, que poco podía hacer para disipar las tinieblas.

—¿Está oscuro aquí dentro? Podemos encender las luces. Si me pongo esto no pasa nada —dijo Kuwayama, colocándose unos anteojos de soldador mientras encendía la luz.

Hashi pudo distinguir entonces por primera vez lo que había en las habitaciones. Kuwayama había colocado su lecho en la alcoba interior y el altar dedicado por la familia a Kazuyo estaba en el salón.

—El negocio iba muy mal en los últimos tiempos, pero tengo mi pensión, así que cerré el taller hace una temporada. Sabía que no me iban a dar mucho por la máquina, así que sigo teniéndola en el cobertizo… Justo hace dos días que fui a visitar la tumba de tu madre. Seguro que por eso has aparecido aquí de repente; seguro que ella te ha traído.

—¿Adónde ha ido Milk? —le interrumpió Hashi.

—Lo regalé.

—¿A quién?

—A un chaval que trabaja de guardia en la fábrica de sal. Dijo que sería un buen perro vigilante, así que se lo di.

Desprendiéndose de la chaqueta acolchada y del kimono ligero que vestía, Kuwayama sacó una camisa y unos pantalones de un baúl y comenzó a vestirse.

—Ahora siéntate y me esperas aquí un minutito. Voy a comprar unas cosas y vuelvo ahora mismo.

Y diciendo eso se precipitó hacia la puerta, dejando a Hashi con la vista fija en la ropa vieja que asomaba por el cajón de un armario. Sacó algunas prendas, conjuntos de camisas diminutas y diminutos pantalones, dos de cada. Para evitar celos, Kazuyo siempre les había comprado a los dos exactamente las mismas ropas: dos camisitas de verano estampadas con barcos, dos jerseys de cuadros, dos pares de pantalones cortos, uno de ellos con una gran mancha en el trasero; eran los que llevaban el día en que les atacaron los perros.

Oyó voces en el exterior y se acercó a la entrada, todavía con los pantalones cortos en la mano. Y allí estaba Kuwayama con sus anteojos, señalando en dirección a él.

—¿Lo veis? ¿No os lo decía? Ahí lo tenéis, el mismo Hashi que sale en la tele.

Una docena de vecinos se había congregado ya detrás de él.

—¿Hashi? ¡Sí que te has convertido en todo un personaje! —gritó la anciana que regentaba la tienda de ultramarinos.

Todo el mundo se echó a reír. Poco a poco, el círculo se fue estrechando, con la llegada del joven que había abierto una zapatería junto al salón de belleza de Kazuyo, el dueño de la pastelería de la calle principal, el de la papelería, el taxista y las mujeres de todos ellos. El zapatero estrechó la mano de Hashi y los demás quisieron hacer lo mismo.

—Bienvenido a casa, Hashi.

—¡Toda la isla está orgullosa de ti!

Kuwayama había repartido tazas de té e iba y venía de la cocina con una botella de sake.

—Parece mentira, eh —repetía—. ¿Cómo te lo explicas? Dos hermanos, distintos a más no poder. Y eres el que acaba convirtiéndose en el orgullo de la isla. Cuando leemos todos esos artículos en las revistas nos ponemos tan contentos como si hablaran de nosotros mismos.

Todos empezaron a beber, a excepción del taxista. Aunque en la calle era pleno día, con las contraventanas cerradas y las luces encendidas daba la impresión de que era de noche.

—¿Has visto a Kiku? —le preguntó la vieja de los comestibles. Hashi negó con la cabeza—. Dicen que está en la cárcel —continuó la mujer—. Tendría que haber seguido con lo del deporte, si quieres saber mi opinión.

Aunque no se podía distinguir la expresión de Kuwayama tras los cristales oscuros de sus lentes, parecía estar escuchando. De repente, se giró hacia la anciana:

—No hablemos de Kiku, por favor. No nos ha causado más que vergüenza. ¡Nada más que vergüenza! —gimoteó, vaciando su taza de un trago.

La habitación quedó sumida en un silencio sólo interrumpido por la tos de Kuwayama. Los invitados se miraban unos a otros. Por fin, el hombre de la zapatería tomó la palabra, como intentando devolver algo de vida a la fiesta:

—Hashi… si no es muy grosero pedírselo a un profesional en un sitio así… ¿crees que sería posible que nos cantaras algo?

Todos se volvieron para escrutar el rostro de Hashi, calibrando su reacción, y se volvieron después hacia Kuwayama, cuyo rostro parecía muy abatido bajo las gafas de soldador.

—Seguro que a Kazuyo le hubiera encantado oír cantar a Hashi —dijo el de la papelería.

También Hashi miraba a Kuwayama. Estaba más delgado que antes, con las mejillas hundidas y todos los huesos marcados en el pecho, como si hubiera menguado. Tampoco le quedaba ya mucho pelo, y sus brazos y piernas descarnados se veían cubiertos de manchas pardas y venas saltonas. Igual que un insecto, pensó Hashi para sí. Como ya llevaba esos anteojos protuberantes, sólo faltaba colocarle unas antenas, un par de alas y unas escamas, y probablemente saldría volando hasta la bombilla más cercana.

—¿Qué, Hashi? ¿Nos regalas una canción? —volvió a preguntar al fin, levantándose las gafas un momento para enjugarse el sudor, las lágrimas o lo que fuera que le corría por los ojos—. ¿Una canción para Kazuyo? Imagínate lo feliz que la harías.

Los otros corroboraron la petición y empezaron a aplaudir.

—Lo siento, pero estoy cansado —dijo Hashi, mirando a todos—. Y, además, no estoy de humor para cantar.

Kuwayama asentía con calor a cada palabra de Hashi.

—Está bien, chico, muy bien. Estoy seguro de que tu madre se siente perfectamente feliz sólo con tenerte en casa, igual que todos nosotros. No tienes que cantar ni una nota si no quieres.

Todos los invitados hicieron gestos vagos de aquiescencia. Kuwayama volvió a bajar la vista y a quedarse en silencio.

Hashi les dejó un instante para dirigirse a la salita. Abrió un cajón y empezó a revolver buscando algo. Mientras estaba allí, la anciana de la tienda de ultramarinos se levantó para irse y todos la siguieron de inmediato. Al cabo de un par de minutos, sólo quedaba el de la zapatería, medio sentado y medio de pie, con expresión avergonzada.

—Ehhhh —empezó a decir cuando volvió Hashi con las manos llenas de cintas de cassette—. Perdona que te haya pedido que cantaras. Espero no haberte molestado.

—Está bien. Como dije, es sólo que estoy cansado y no me siento de humor.

Algo más aliviado, el hombre se despidió de Kuwayama con una inclinación y se dirigió hacia la puerta, al mundo brillante de fuera.

—Esta casa es increíble —le dijo Hashi a Kuwayama, que le observaba con atención mientras guardaba las cintas en su bolsa—. No ha cambiado nada desde que me fui. Hasta están los mismos chismes en los cajones.

Kuwayama se sirvió más sake en la taza y la vació de un trago.

—No soy de los que andan hurgando en los cajones de los demás —dijo—. ¿Te quedas a pasar la noche?

—No, tengo que volver.

—¿Ah, sí? Qué pena. Y, ¿qué tal por Tokio? ¿Te gusta aquello?

—No especialmente. Si te digo la verdad, he venido a ver a Milk. En cuanto lo consiga, no quiero perder el último transbordador.

Kuwayama no dijo nada, pero fue dando traspiés detrás de Hashi cuando éste se levantó y echó a andar hacia la entrada. Mientras Hashi se ponía los zapatos, se colocó a su lado:

—Ya sé que no he sido gran cosa como padre —dijo.

—¿Por qué dices eso? —rio Hashi, girando la cabeza para mirarle.

Kuwayama se frotaba los ojos.

—Bueno… lo digo porque… como tú has tenido tantos problemas y todo eso…

Kuwayama se quedó en la puerta despidiéndole con la mano mientras Hashi se alejaba, preguntándose qué expresión tendría en los ojos bajo las gafas. Al menos la mano se le movía débilmente, como la pata de un insecto al que le hubieran arrancado las alas y las antenas para dejarle zumbando a ciegas en un agujero oscuro.

—¡Cuídate! —le gritó Kuwayama todavía—. ¡Ten mucho cuidado!

Mientras bajaba la cuesta, Hashi decidió que tenía que acordarse de enviarle unas gafas de sol; esos anteojos de soldador debían de hacer daño al cabo de un rato, pensó. Llegó a la carretera y dio unas cuantas vueltas buscando el camino que llevaba hasta las salinas. Se orientó por fin al ver un edificio con el tejado de ladrillo rojo, las ruinas del almacén que se usaba antes para guardar los explosivos de las minas; desde allí partía el sendero de tierra rojiza por el que se bajaba hasta el mar. Hacia la mitad del camino había una porqueriza de gran tamaño y el vertedero adonde iba la cal sobrante de la fábrica, que se filtraba hacia una ciénaga bordeada de los barracones de los mineros. Alguien había rodeado parte de la balsa con alambre de espino cuando la cal disuelta volvió blanca el agua, y una vez Kiku y Hashi habían tratado de colarse por debajo de la alambrada. Querían ver qué les pasaba a las ranas que vivían allí. Hashi sostenía que debían de haberse muerto todas cuando el agua se convirtiera en aquel légamo blancuzco, mientras que Kiku tenía la teoría de que también las ranas debían de haberse teñido de blanco y las podrían vender como bichos raros. Al final, se habían dado la vuelta sin colarse por el alambre de espino, y desde luego no por el cartel de Prohibido el paso, sino por la terrible peste que se respiraba allí. Seguro que no había rana ni pececillo que pudiera vivir en un agua que oliera de ese modo, razonaron. Y si hay algo ahí, no quiero verlo, se dijo Hashi en aquella ocasión. Incluso con el sol cayendo a plomo, aquellas aguas blancuzcas no devolvían el más mínimo reflejo: parecían succionar los rayos del sol y sumergirlos hacia sus profundidades.

Un poco más allá estaban las minas de sal, al borde del agua. Las habían construido cuando Hashi estaba en tercer curso del colegio y todavía se acordaba del día de la inauguración: hubo fuegos artificiales y pastelillos de arroz rojos y blancos, y ese mismo día por la tarde había muerto Gazelle. Se había tirado con su motocicleta desde un acantilado. Kiku y él habían ido a ver la moto cuando todavía estaba ardiendo: algo de gasolina había salpicado las rocas y, cuando rompían las olas, se veían unas llamitas temblando. Kiku se había puesto tan triste que no había podido comer ni un pastelillo de arroz.

Hashi se detuvo en la entrada para preguntar dónde estaban el guardia y su perro, y allí le dijeron que no llegarían hasta las seis. Atravesó entonces los terrenos de la fábrica para llegar al mar. Había marea baja. Caminó sobre las rocas húmedas hasta que se encontró con una mujer mayor que recogía algas. Al mirarla, sintió que le recorría un escalofrío: la mujer se parecía mucho a aquella vieja mendiga que él imaginaba que era la que lo abandonara en la taquilla. Vestía unos pantalones de hombre remangados hasta las rodillas y llevaba en la mano una vara de bambú, afilada por un extremo, con la que revolvía las algas. Se había dejado el kimono, un trapo grisáceo y fino, encima de las rocas. Hashi dio por supuesto que vivía en las barquitas que habían estado siempre ancladas en una cueva de la zona más remota de la isla. De pequeño las había visto con frecuencia, a estas personas de las barcas, y siempre llevaban ese tipo de kimono.

Cuando Hashi se le acercó y le dio las buenas tardes, la mujer emitió un gritito, dejó caer la vara y se precipitó hacia su kimono para taparse. El palo empezó a resbalar por las rocas hacia el mar, pero Hashi consiguió agarrarlo a tiempo y devolvérselo a la mujer. Las algas que llevaba aún pinchadas en la punta brillaban con todos los colores del arco iris, probablemente por el aceite que vertía la fábrica.

—¿Vienes de Tokio? —le preguntó la mujer.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Oh, simplemente lo parecía —rio la mujer, dándose la vuelta para tratar de pinchar algo en el mar con su vara.

—¿Sabe usted? Soy… —le gritó Hashi mientras estaba de espaldas—, ¡soy un loco! ¡Estoy loco de atar!

La vieja se volvió mirándole muy seria.

—La gente que está loca de verdad no va por ahí diciéndolo —le aseguró.

Hashi encontró una zona seca entre las piedras y se tendió estirándose completamente. Las rocas exhalaban un intenso aroma salobre. Allí tumbado, volvió a gritar, esta vez al cielo.

—¡Estoy loco! ¡Se me está separando la cabeza del cuerpo!

La mujer se le acercó y le miró de cerca a la cara.

—¿No te habrás tragado una mosca, por casualidad?

—¿Qué? —repuso Hashi.

—Mi yerno empezó a hacer lo mismo que tú ahora.

—¿A portarse como un loco, quiere decir?

—Pues sí. Y siempre decía lo mismo: «Es que me tragué una mosca».

Según le contó, parece ser que una de cada diez mil moscas tenía rostro humano, y a estas moscas con cara de persona les atraía mucho el olor de las cuerdas vocales de la gente, así que de vez en cuando sucedía que, mientras uno estaba durmiendo, se le colaban por la garganta. Por lo visto, las cuerdas vocales eran la carne más tierna de todo el cuerpo humano. El problema era que cuando una de estas moscas se ponía a comérselas, la persona se volvía loca del zumbido que sentía dentro. Y al final no sólo se quedaba sin voz sino que perdía la razón por completo, y de todo tenía la culpa la mosca.

Hashi la escuchó con mucha atención y le hizo luego una pregunta:

—¿Hay alguna cura?

—Qué va, ninguna —repuso la mujer.

—¿Y qué se hace entonces con estas moscas?

—Ser bueno con ellas.

—¿Con las moscas?

—Claro. Conocerlas, hacerte amigo de ellas. Es la única forma de que no te hagan daño —rio.

A lo lejos se empezó a oír el ladrido de un perro. Hashi se puso en pie de un salto, dejando escapar una exclamación.

—¡Milk! ¡Milk! —gritó al puntito blanco que aparecía por el rompeolas al otro lado—. ¡Aquí! ¡Milk!

Hashi echó a correr, resbalando y trastabillando sobre las rocas mojadas. El perro, sujeto con una larga cadena, no podía hacer más que ladrar y levantar las patas delanteras, hasta que por fin el hombrecito que lo tenía atado lo dejó libre. Milk salió disparado como una centella, con sus largas melenas blancas ondeando al viento y saltó desde el rompeolas hasta las rocas para precipitarse sobre Hashi, bordeando la espuma del mar. El pelaje blanco parecía arder bajo el sol poniente. Hashi seguía corriendo hacia él, con los brazos abiertos.

—¡Sí! ¡Soy yo! ¡No ha cambiado nada, nada!