SIETE

Kiku leía un libro en el Tren Bala. Tras la fuga de Hashi, cuando llegó el verano, Kazuyo había anunciado que se iba a Tokio a buscarle, y Kiku accedió a acompañarla. Mientras él leía, ella iba picando de un almuerzo de viaje que había comprado en la estación. Tenía aspecto de ir a estallar en llanto de un momento a otro, pero Kiku se sentía secretamente contento. Levantó la vista del libro y se quedó mirando los campos verdes y frescos que el tren iba dejando atrás; seguro que Hashi está en la estación, esperándonos con una sonrisa de oreja a oreja, pensó. Su buen humor también podía deberse a que estaba casi terminando Manganas y agua caliente. Era agradable llegar al final de un libro; tenía un algo liberador.

—Próxima parada, estación de Yokohama —los altavoces difundían una y otra vez el mensaje, hasta que Kiku empezó a sentir que se dirigían personalmente a él, obligándole a recuperar sus recuerdos de Yokohama. Pero el único que tenía seguía encerrado en una taquilla de monedas, y no estaba deseando precisamente sacarlo de allí y quitarle el polvo.

En el andén de la estación de Tokio les recibió un empleado de la Asociación Nacional de Atletismo de Enseñanzas Medias. Al saber que no conocían a nadie en Tokio, un entrenador del instituto de Kiku había hecho unas llamadas de teléfono, que por lo visto habían tenido el resultado de que este hombrecito con traje verde se colocara junto a las escaleras repitiendo el nombre de Kiku con el mismo timbre del mensaje grabado que anunciaba las paradas del tren. Su mandíbula se movía con tal regularidad y tenía un tono de voz tan plano que a Kiku le recordó a un robot.

Como una máquina, con los brazos cruzados, el traje verde repetía su mensaje grabado:

—¡Kikuyuki Kuwayama! ¡Kikuyuki Kuwayama!

Pero Kazuyo se alegró de que les fueran a recibir. Cuando vio a aquel robotito se detuvo un instante, sacó un espejo del bolso para retocarse el maquillaje y después se precipitó hacia aquel hombre inclinándose a toda velocidad. Saludó varias veces seguidas, sin dejar de hacer reverencias hasta lo que a Kiku le pareció un extremo ridículo.

—Le gustaba la música —le estaba diciendo al hombre cuando Kiku se acercó a ellos.

El hombre del traje verde les dijo que los chicos que se fugaban solían reunirse en Shinjuku.

Kazuyo había elegido el hotel por la fotografía de una revista de viajes. Resultó estar detrás de unos recreativos en la zona este de Nakano: se leía Hotel Primavera en grandes letras de neón, aunque la «t» de «Hotel» estaba fundida. Visto al natural, la fachada no se parecía mucho a la foto de la revista. En aquella imagen aparecía un pequeño estanque rebosante de peces de colores, sobre el que caía una cascada enmarcada de hojas de arce. Se veían también enormes coches importados aparcados en la puerta y una pareja extranjera que salía del brazo por la puerta principal, bajo un colorista despliegue de banderas. Pero desde que se hiciera aquella fotografía, al parecer, la cascada se había secado y habían pegado el cartel de una película sobre el cemento agrietado. El estanque, seco también, estaba lleno de cajas vacías, y en la entrada vieron a una limpiadora con el pelo teñido en lugar de la pareja extranjera. La mujer fumaba un cigarrillo con profundas caladas mientras esparcía agua con una fregona, sin quitar el ojo a una televisión que atronaba desde el vestíbulo con un programa sobre un desfile aéreo. Los empastes plateados le brillaban cuando dejaba caer la ceniza del cigarrillo en el cubo de la fregona.

En el mostrador de recepción había dos hombres con pajarita, que interrumpieron su partida de damas para darles la bienvenida. Kazuyo rellenó muy despacio la tarjeta de entrada, escribiendo esteticista en mayúsculas dibujadas con mucho cuidado en la casilla donde ponía profesión. Tras entregarles la llave, uno de los hombres les llevó el equipaje hasta el ascensor, del que en ese momento salían dos mujeres de piel oscura que olían intensamente a sudor. Una de ellas se volvió para mirar a Kazuyo y a Kiku y le dijo algo a la otra en un idioma extranjero. Mientras se cerraban las puertas, Kiku vio que señalaban a Kazuyo riéndose y, cuando se volvió a mirarla, encontró a Kazuyo comprobándose el maquillaje, la ropa y las medias, buscando qué es lo que tenía mal. El hombre que les llevaba las maletas mantenía la vista fija en Kiku, pero la apartó con una sonrisita afectada cuando él le miró a su vez.

—Que tengan una agradable estancia entre nosotros —murmuró la pajarita saliendo a toda prisa de la habitación.

Por la ventana se veían unos barracones de obra, un edificio que estaban demoliendo y unas cuerdas llenas de ropa tendida.

—Te pusiste muchos polvos —dijo Kiku en cuanto el hombre se fue, señalando una línea blanca de sudor y maquillaje que le corría a Kazuyo desde el cuello hasta remansarse entre sus pechos.

Los dos se quedaron un buen rato sentados al borde de la cama en silencio, mientras la brisa perfumada de gasolina que salía del aparato de aire acondicionado le secaba el pecho a Kazuyo.

—¿Qué puede estar buscando Hashi en un sitio como éste? —preguntó Kazuyo al fin.

El estruendo de la bola de derribo chocando contra el edificio hizo estremecerse los cristales de la habitación.

Shinjuku. Salas de cine horteras con fuentes. Borrachos y vagabundos a partes iguales. Mendigos acampados sobre periódicos y cajas de cartón aplastadas, tomando sake a sorbitos y contemplando el tráfico en silencio. Un hombre con una mascarilla de plástico dando pescado seco a su perro. Un violinista que se finge ciego y sujeta el arco con los dientes. A Kiku le deprimió especialmente ver a dos mendigos, un padre que llevaba un peluquín muy usado y una vieja armadura de kendo, acompañado por su hijo. Cuando alguien les daba dinero, ponían en marcha un disco rayado en un tocadiscos portátil e interpretaban una escena: el padre acababa siempre cayendo de rodillas mientras el hijo gritaba triunfante: «¡He vengado a mi madre muerta! ¡Prepárate a morir!», mientras un tubo de pintura roja disimulado en la armadura del padre salpicaba todo.

Kiku y Kazuyo fueron de bar en bar, por todos los lugares donde oyeron música. Al principio todo iba bien, pero en cuanto sacaban la fotografía de Hashi y explicaban que estaban buscando a un chico fugado, les pedían que se fueran de allí y se dirigieran a la policía. Los diminutos locales se hacinaban en vertical, docenas de ellos en cada edificio, y a Kiku le pareció que les llevaría un siglo revisarlos todos. Ya tenía los nervios destrozados por el brillo áspero de los letreros de neón, el humo, los borrachos y las bailarinas en top-less. En las escaleras de un edificio sin ascensor, Kazuyo resbaló sobre un periódico que habían puesto en el suelo para tapar un charco de vómito y sufrió una dolorosa caída, que le dejó el vestido lleno de un limo amarillento.

Entraron en un bar pequeño para descansar un poco. Sólo había otros tres clientes, tres mujeres que llevaban aún más maquillaje que Kazuyo. Kiku se bebió una coca-cola de un solo trago, pero Kazuyo no tocó su batido de cacao; había dejado de fumar y de beber, ni siquiera té, hasta que encontraran a Hashi. Lo único que hizo fue levantar el vaso y oler el contenido.

—Uno no te hará daño —le dijo Kiku.

Ella sacudió la cabeza, pero puso el vaso bajo la nariz de Kiku.

—Huele bien, ¿verdad? —el brumoso líquido pardo despedía un aroma dulzón.

Barro azucarado, pensó Kiku.

Cuando ya se levantaban para irse, oyeron a las mujeres hablar de sus hijos, que parecían estar todos en el jardín de infancia.

—Tiene la piel tan delicada que se llena de granos con una sola picadura de mosquito —se quejaba una de ellas mientras cerraban la puerta.

Ya en la calle, les paró un hombre joven que dijo que les había visto entrar un rato antes, esa misma noche, en el bar donde él trabajaba; a ellos ya se les habían mezclado en la cabeza todos los locales, pero creyeron recordar que se refería a uno que tenía la música especialmente alta, en el que bailaba una mujer en top-less sobre una gran bola iluminada.

—Sois de Kyushu, ¿verdad? —preguntó tras presentarse.

Kazuyo asintió, y el hombre comentó que también él era de allí.

—Estaba trabajando cuando entrasteis, así que no podía hablar, pero quisiera ayudaros, si puedo.

Kiku le enseñó otra vez la foto de Hashi y el joven dijo que creía haberlo visto en algún sitio. Luego les condujo a la habitación para el personal del bar en el que trabajaba y le llevó a Kazuyo una toalla mojada para que se limpiase el vestido.

—¿Te importa si me quedo la fotografía un tiempo? —le preguntó a Kiku—. Tengo la corazonada de que os puedo ayudar a encontrarle. Cuando hoy salga de trabajar haré unas preguntas por ahí. Conozco la ciudad: a mí me llevará media hora enterarme de lo que a vosotros os costaría un año. No hay tantos sitios por los que pueda andar un chico fugado, y yo los conozco todos. Volved mañana y seguro que os he conseguido algo.

Kazuyo sacó un billete de diez mil yenes de la cartera, pero el hombre se negó a cogerlo.

—Os diré la verdad: hace unos cuatro años yo me escapé también de mi casa. Supongo que alguien andaría buscándome más o menos como hacéis vosotros ahora… Pero he oído que mi madre murió el año pasado… En fin, no quiero dinero. Y no se preocupe, señora, encontraremos a su hijo.

Volvieron agotados al hotel. En el ascensor, la limpiadora sacaba brillo a las paredes. Aunque era una mujer bastante mayor, llevaba el pelo teñido, una gruesa raya trazada con lápiz alrededor de los ojos y los labios pintados de un rojo intenso que le rellenaba las arrugas de la boca.

—Qué calor, ¿eh? —le dijo a Kazuyo.

—Sí, y qué humedad —contestó ella amablemente, mientras la vieja escupía en el cubo de la fregona.

—Por cierto, ¿han encontrado algo raro en su cuarto de baño? —preguntó la mujer de repente—. Esas prostitutas filipinas andan tirando cosas raras por el váter. Me tienen harta; si no fueran más que preservativos, vaya, pero esto ya pasa de castaño oscuro.

El ascensor había llegado al quinto piso, pero cuando Kazuyo y Kiku se bajaron la mujer dejó allí el cubo y la fregona y les siguió.

—En fin, buenas noches. Estamos muy cansados —dijo Kazuyo, intentando meterse en la habitación.

Pero la mujer la sujetó por el brazo.

—Me encuentro todas las tuberías atascadas con bolas de vello púbico, que se deben de afeitar ahí. Se atasca todo y tengo que limpiarlo yo con la mano. Pero eso no es lo peor. Hace poco me encontré con un váter lleno de huevos… y no digo huevos de gallina. Eran huevos de rana, esos enormes huevos de rana. En fin, pensé que era un poco raro, y pregunté por ahí, y averigüé que esas filipinas tienen los huevos como mascotas… unas mascotas muy especiales. Parece que se los meten… ya sabe… que da mucho gusto, tan lisos. Pero alguien tiene que limpiar luego, ¿le parece que eso es un trabajo? ¿Sacar huevos de un cuarto de baño? Mierda de furcias filipinas y su mierda de ranas… ¿Qué le parece?

La criada sujetó con más fuerza el brazo de Kazuyo y estalló en llanto. El rímel empezó a correrse y se le formaron unos surcos negros a lo largo de las arrugas.

Kazuyo consiguió soltarse y meterse en la habitación. Kiku se quedó un momento mirando a la mujer que lloraba, con la desagradable idea de que podía ser la que lo abandonara en la taquilla. De repente tuvo la certeza: este cuerpo suyo, ahí plantado, impregnado aún del olor de la transpiración acre de las bailarinas, del batido de cacao, del aura de los mendigos, de vómito y ruido, tenía que haber salido del vientre de una asistenta acabada como aquélla.

Apenas pudieron dormir en toda la noche por las risitas y los gemidos de las dos habitaciones vecinas. Mientras estaban allí acostados en la oscuridad, completamente despiertos, Kiku insistió en que buscaran otro hotel al día siguiente.

—Este sitio está lleno de chalados —murmuró.

—Sí, nos vamos a cambiar —dijo Kazuyo, revolviéndose en la cama y dando vueltas, hasta quedarse finalmente adormecida con los brazos alrededor de la cabeza.

Por la mañana fueron a la comisaría pero, dado que no había noticias nuevas de Hashi, sólo pudieron confirmar la denuncia de persona desaparecida. Faltaban horas para la cita con el camarero del bar, así que Kazuyo sugirió que fueran a ver una película y luego a cenar.

—Vamos a buscar el mejor restaurante de la ciudad, mejor que ningún sitio en el que hayamos estado antes —dijo mientras recorrían un paseo de árboles polvorientos—. En este momento no podemos hacer nada por Hashi, y es la primera vez que venimos juntos a Tokio… y quién sabe, a lo mejor es la última.

Fueron a un cine grande y elegante y vieron una película que contaba la historia de una bailarina que se había fugado a Norteamérica y se veía obligada a elegir entre el amor o bailar en su país. El momento de la gran decisión sucedía mientras bailaba El lago de los cisnes. A Kiku le pareció una idiota: creía firmemente que la gente que no sabe lo que quiere nunca lo encuentra. En la última escena, mientras la heroína moría en brazos de su amante, Kazuyo lloraba a lágrima viva. Después fueron a un parque de atracciones, donde se subieron a una gran taza de té que daba vueltas y a la montaña rusa.

—Siempre pensé que no quería morirme sin haber subido a una de éstas —dijo Kazuyo, extasiada.

Al anochecer, pasearon por un parque cercano al palacio imperial mientras comían un helado, echaron palomitas de maíz a las palomas y se tumbaron en la hierba recién cortada. El olor recordaba al de las colinas que rodeaban su casa. Con la vista fija en el horizonte, Kazuyo empezó a hablar de su infancia en Corea.

—Cada día, al llegar a casa del colegio, tiraba la bolsa con los libros y salía corriendo al campo. En esta época del año estaban ya maduras las fresas silvestres y, como no había chucherías ni cosas así, esas fresas nos encantaban. Pero yo era la mayor, así que para cuando llegaba a casa, mis hermanos pequeños ya se habían comido todas las más rojas. Ni me acuerdo de cuántas veces me habré puesto enferma por comerme las verdes… Algún día, cuando vosotros seáis mayores, me encantaría llevaros a Corea.

Era la primera vez que le hablaba a Kiku de su infancia.

—Me parece bien —dijo él con suavidad—, pero a mí no me gustaría volver a ver el orfanato donde nos criamos Hashi y yo.

—Eso es porque todavía eres joven —contestó ella, contemplando el cielo—. Cuando crezcas, querrás ver los sitios de antes, estoy segura.

Kiku se dio cuenta de que no sabía nada de su madre adoptiva. Estaba a punto de decirle que sería él quien la llevaría a Corea, cuando ella se puso en pie de un salto, sacudiéndose la hierba del vestido y señalando en dirección al palacio. Un grupo de críos, armados con un gancho y un trozo de cuerda, habían atrapado una enorme carpa brillante y moteada. Como aquellos niños debían de saber, pescar en el foso del palacio estaba estrictamente prohibido, pero seguro que no habían contado con atrapar nada así que, mientras sostenían aquella enorme presa que se agitaba, miraban a su alrededor muy nerviosos buscando quién les ayudara a escapar. La escena era tan inocente y encantadora que Kazuyo aplaudió, riendo de placer.

Esa noche, en un restaurante de frías paredes blancas y gruesa moqueta roja, se dieron un festín con cosas que nunca habían soñado antes. En el centro de la sala había un pianista que aceptaba peticiones, y Kazuyo le pidió que tocara Amanecer en la pradera mientras los camareros les iban trayendo aquellos platos exóticos: vieiras salteadas en su concha, una sopa fría servida en dos mitades ahuecadas de melón amarillo, faisán al vapor con grosellas… Kazuyo le preguntaba una y otra vez si le gustaba la cena y se rio encantada cuando él contestó que prefería sus tortillas de arroz.

—Hay que ver cómo os gustan las tortillas a vosotros dos —dijo.

Cuando el pianista empezó a tocar Amanecer en la pradera, a Kazuyo se le cayó el tenedor en la moqueta. Se inclinó para recogerlo pero, antes de que pudiera ponerse derecha otra vez, ya había aparecido un camarero con un tenedor nuevo y una toalla para que se limpiara las manos. De repente, mientras se acomodaba de nuevo en la silla, los hombros de Kazuyo empezaron a temblar y se cubrió el rostro con la toalla.

—Sé que los dos estáis rabiosos por dentro —dijo por fin—. Me gustaría que me dijeras si es que desde que os tenemos hemos hecho algo que a Hashi y a ti os haga sentiros tan mal. Si me dices qué os hemos hecho, podría pediros perdón y buscar alguna forma de compensaros.

No es que Kiku no quisiera hacerlo, sino que no encontraba las palabras para explicárselo. Trató de recordar si en el libro Manganas y agua caliente había algo que le sirviera, pero tenía la mente en blanco. Dio un mordisco a la vieira que acababa de meterse en la boca y un trocito de mantequilla se le fundió en la lengua.

A la salida del restaurante la calle estaba de llena de adivinos y Kazuyo se puso al final de la cola más larga para preguntar por Hashi. Unos minutos después, una pandilla de chicos en patines apareció rodando a toda velocidad por la calle. Una chica se agarró al guardabarros de un coche para que la arrastrara y todos pasaron zumbando, con las radios y las bocinas atronando el aire. Otro patinador perdió el control, chocando contra un joven de aspecto serio que vestía el uniforme de una universidad y se bajaba en ese momento de un taxi. Los dos salieron despedidos. El estudiante se recuperó primero y le dio un puñetazo en el rostro al patinador mientras trataba de levantarse.

—¡Gamberro imbécil!

Se desató una pelea que hizo desperdigarse a la multitud que esperaba en la cola ante el adivinador. Pero Kazuyo se quedó donde estaba, lanzando gritos de ánimo al estudiante y a los amigos de éste que, al parecer, estaban en minoría. Justo en ese momento, uno de los patinadores se zafó del grupo para esquivar un golpe y se precipitó hacia donde estaba Kazuyo. Patinaba como un loco, a toda velocidad, y al llegar a la altura de Kazuyo la golpeó en el hombro con un brazo, haciéndola caer violentamente. Sin pensarlo, Kiku lo agarró por el brazo y le pegó varias veces en la cara con el puño cerrado; después dejó caer al chico medio desmayado y abrazó a Kazuyo. La había visto golpearse en la cabeza con el tocón de un árbol al caer, pero ella consiguió ponerse de pie, haciendo gestos de confusión y aturdimiento. Tenía muy mala cara, pero a Kiku le alivió ver que se reía y se sacudía el polvo del vestido.

Entonces apareció un coche patrulla y puso fin a la pelea. Pero al cabo de un rato Kazuyo estaba pálida, sudorosa y se quejaba de escalofríos, aunque se negó a que Kiku la llevara de vuelta al hotel a pesar de que apenas se tenía en pie; al menos se dejó convencer para olvidarse del adivino por el momento, pero estaba decidida a acudir a la cita con el chico del bar. Lentamente, apoyándose en el hombro de Kiku, fueron atravesando las calles de Shinjuku.

Cuando llegaron, el camarero estaba afeitándose en la habitación del personal. Se oía el ruido del bar a través de varias puertas cerradas, por encima del zumbido de la maquinilla. Al acabar, alcanzó de su taquilla una botella de loción para después del afeitado de color amarillo, apagando el cigarrillo a medio fumar en lo que quedaba de su taza de té. Kazuyo estaba tumbada en un sofá con un trapo húmedo sobre la cara.

—Esta mierda de loción barata te arranca la piel a tiras —gruñó el chico, dándose la vuelta hacia ellos—. Bueno, creo que he encontrado a vuestro chaval, amigos.

Kazuyo dejó escapar un grito y trató de ponerse en pie.

—No, no, señora —dijo el camarero, haciendo que volviera a tumbarse—. No está usted en condiciones de ir a ningún sitio. De todas formas, creo que será mejor que este hijo suyo vaya solo.

La mujer quiso protestar, pero el chico insistió en que Kiku fuera solo, diciéndole que el sitio era un poco ordinario. Kiku se quedó mirando el dibujo de dragones y bambúes bordados con hilo de oro en su camisa.

—Te haré un planito para que no te pierdas —le dijo el chico cogiendo papel y lápiz y dándole explicaciones mientras dibujaba—. Está cerca de la estación de Seibu Shinjuku, por detrás. Hay un restaurante enorme, el Futatsu-ya, con un acuario en el ventanal, no tiene pérdida. El sitio al que tienes que ir está justo enfrente del restaurante, cruzando la calle. En el primer piso hay una sala de recreativos, pero creo que a esta hora ya estará cerrada. De todas formas, tienes que buscar las escaleras, que parecen las de una salida de incendios, y subir hasta un local con las puertas verdes. Busca un letrero que diga Los ratones ciegos. Entra y dile al tipo que abre la puerta, que tiene unos cuarenta años y un enorme quiste en la nuca, justo aquí, que quieres oír los discos de Lee Konitz que tiene. Esa es la contraseña, acuérdate. Mira, te la escribiré para que no se te olvide: «los discos de Lee Konitz». Cuando oiga eso, se supone que este tipo tiene que decirte dónde está tu hermano. Pero ten cuidado: éste es un bar musical serio, ya sabes cómo son esta clase de tipos, gente muy susceptible, no es fácil hablar con ellos.

Unos minutos más tarde, Kiku contemplaba unas brochetas de gambas que se tostaban sobre brasas y los tanques de agua llenos de caballas detrás. Quizá por la luz, daba la impresión de que los peces, aunque nadaban dando vueltas, tenían un aire indolente, como si hubieran pasado el día tomando el sol. Kiku divisó las escaleras que buscaba, pero se quedó mirando aquel acuario turbio durante un rato más. Dos de los peces estaban claramente a punto de morir, y otro tenía la espina dorsal doblada, probablemente por un defecto de nacimiento. Al crecer, su cuerpo deformado debía de haber ido presionando las agallas, y ahora apenas podía moverse. Y había otro más que parecía haber sido víctima del hambre de sus compañeros y que iba arrastrando tiras desgarradas de sus propias tripas mientras nadaba en círculos cada vez más estrechos en una esquina del acuario. De la herida salía un reguero de sangre —al parecer, la sangre de pez se veía de color gris en el agua— que se mezclaba con el limo del recinto y lo enturbiaba aún más.

No había letrero en la entrada, el rótulo Los ratones ciegos estaba grabado directamente sobre la madera de la puerta. Al entrar, Kiku se encontró en una estancia con las paredes completamente cubiertas de discos antiguos. No se veía a ningún otro cliente. Detrás del mostrador, en una estantería, había un espectacular equipo de música. Justo el tipo de sitio que le gustaría a Hashi, pensó Kiku. El hombre que atendía la barra era bizco, llevaba gafas, tenía un quiste del tamaño de un puño en el cuello y los poros tan dilatados que, en aquella penumbra, se le distinguían uno por uno.

—Si viene a vender entradas de teatro, no nos interesan —le dijo.

Kiku sacó del bolsillo el papelito que le habían dado y leyó la contraseña:

—Eh… me gustaría oír a Lee Konitz. Sus discos, quiero decir.

El hombre pareció quedarse congelado por la sorpresa un instante y luego sonrió abiertamente.

—¿Qué dices? ¿Has dicho «Lee Konitz»? Eh, me dejas impresionado: para ser tan joven, sabes de jazz. Ya nadie pide los temas antiguos de la Costa Oeste. Pero veamos… veamos qué hay en nuestra cueva del tesoro. ¿Qué te parece éste, a dúo con Miles Davis? Está descatalogado en los Estados Unidos y en Japón ni siquiera llegó a venderse. Yo me lo traje de Nueva York hace muchos años… ¿Tienes calor, chico? Se nos ha estropeado el aire acondicionado y aquí dentro hay mucha humedad. Pero así es como si estuviéramos en el verano de la Gran Manzana, ¿verdad?, el mismo ambiente. Y, por cierto —continuó, limpiándose en la camisa las lentes empañadas—, ¿no habrás venido aquí a buscar a alguien, verdad?

Kiku, que ya estaba bañado en sudor, intentó contestarle, pero el hombre le interrumpió antes de que pudiera hacerlo.

—Tranquilo, no tienes que decir nada. Y no hay de qué avergonzarse, ya me han contado toda la historia. Me han dicho que eres saltador de pértiga, ¿es verdad?

Kiku se dejó caer en una banqueta, se enjugó el sudor de la frente y asintió.

—Bueno, ¿y dónde está? —preguntó Kiku entonces.

—¿Quién? —dijo el camarero con un gritito.

—Él. El tipo al que estoy buscando —repuso Kiku.

El del quiste empezó a silbar mientras picaba hielo.

—No deberías llamarle «el tipo» —dijo—. Pero no te preocupes, haré una llamada y en media hora estará aquí. Ya le he dicho que vendrías hoy, y se alegró mucho. Dijo que hacía mucho tiempo que no os veíais. Pero, claro, en estas cosas manda el cliente, así que no quedamos a una hora determinada, ¿me entiendes?

Dicho esto, se dirigió al teléfono y, tras una breve conversación en susurros, volvió al mostrador haciéndole un guiño a Kiku.

—¿Sabes, chaval? Me gustas. Tienes clase. ¿Te importa si me siento contigo mientras esperamos?

El hombre rodeó el mostrador y Kiku le vio fugazmente la piel estirada alrededor del quiste, con unas venas azuladas protuberantes. Como una barriga de pez llena de huevos, pensó Kiku, recordando aquellas excursiones de madrugada en el barco con Kuwayama, en las que muchas veces le había sacado las huevas a un pescado que aún se retorcía, para comérselas con un poco de agua salada caliente.

Ya sentado junto a Kiku, el hombre le puso la mano en el hombro; tenía los dedos calientes, y le temblaban ligeramente. La habitación estaba cerrada a cal y canto y Kiku chorreaba sudor.

—Pareces un chico de gran ciudad —siguió diciéndole el camarero—. Me impresiona que un hombre tan joven tenga ya tanto estilo. Pero creo que sé por qué es: me apuesto a que tú has sufrido mucho. Pero claro, hay maneras de sufrir y maneras de sufrir. Porque seguro que un tipo del campo también sufre, todo el día oliendo mierda de vaca y escardando malas hierbas, pero no es tu caso. O el que se pasa la vida en un puerto pesquero que apesta a mujer mal lavada para mantener a su anciana madre… que tampoco es tu caso. Tú eres más bien como yo: has nacido con la sofisticación de la gran ciudad, y con el sufrimiento que eso conlleva… ¿a que sí?

El hombre dejó de hablar y empezó a pasar los dedos por el pelo y el cuello de Kiku, con unas caricias que por el sudor sonaban como lengüetazos.

—Seguro que no me equivoco —continuó—. Porque si no, ¿cómo ibas a venir aquí pidiendo música de Lee Konitz? Tú y yo somos almas gemelas. Somos gente a la que le gustan los locales ruidosos y los buenos amigos, comerse un buen filete, casi sangrando, por supuesto, y luego hacemos todo el ejercicio que haga falta… y mira que hace falta… para quemar las calorías de más… ¡pero nos comemos el filete!… La ciudad te deja hecho polvo, ¿verdad? Te sientes como si tu cuerpo y tu cabeza se quedaran sin fuerzas, como si la ciudad te chupara toda la energía… es esa energía la que viene y se va y te deja hecho polvo. Eso es, ésa es la mejor forma de decirlo: como un placer rápido que luego se te escapa. Pero seguro que a ti no hay que explicártelo… No te puedes librar de ella, de esa energía imperiosa y demente… eso es, ésas son las palabras: imperiosa y demente. Una vida imperiosa y demente: así soy yo, y así es Tokio… y así eres tú, chico. Y así son la Costa Oeste y Lee Konitz. Esta ruina de ciudad llena de tristeza…

Al terminar su soliloquio, el hombre metió una mano entre los muslos de Kiku y empezó a frotárselos, respirando entrecortadamente. Kiku le miró el quiste, ahora rojo e hinchado, lleno de sangre, y se dio cuenta de que el mal presentimiento que había tenido al entrar en el bar había sido acertado. Cada vez que una de sus siniestras premoniciones se hacía realidad, Kiku pensaba en un imán; era como si, de alguna forma, las ideas negativas atrajeran a todo lo que las rodeaba, mostrando su verdadera forma: el sudor, el gemido del saxo alto, el quiste y esa mano que le palpaba. Decidió aguantar diez segundos más.

—Eres guapísimo —decía ahora el hombre—, increíble de guapo. Relájate. Me han dicho que será tu primera vez, pero no hay nada de qué preocuparse. Es más fácil que saltar con pértiga, te lo prometo. El tipo que va a venir tiene una papelería. No es mal tipo, en cierto sentido, pero… no te rías… no tiene gran cosa que ofrecer, tú ya me entiendes. La tiene más pequeña que una estilográfica… Pero eso a ti te viene bien, porque a lo mejor ni te la mete… Lo que le gusta es chupar, es el hombre-lengua…

Kiku acabó de contar hasta diez y le dio un empujón que lo hizo caerse de su taburete. El hombre trató de recuperar sus gafas y levantarse pero Kiku le agarró el cuello grasoso con una mano y cogió el punzón del hielo con la otra. Luego se puso detrás de él casi estrangulándolo y apoyó la punta del punzón sobre el quiste, haciendo manar un reguero de sangre que pronto se convirtió en un surtidor de otro líquido más claro y pegajoso.

—¡No! —chilló el hombre—. ¡Lo siento! ¡He hecho mal y me lo merezco, tienes todo el derecho a hacerme daño, pero por favor!

De repente, Kiku se dio cuenta de que alguien les observaba fijamente: una niña pequeña en pijama, abrazada a una tortuga de peluche. Le asomaban unos dientecitos diminutos entre los labios un poco separados mientras les miraba por encima de la barra. El pus blanquecino manaba ahora a chorros, bajándole al hombre por el cuello y cayéndole a Kiku en la mano.

Ya de vuelta en el barrio de los cines, Kiku se frotó las manos bajo el chorro de una fuente. Pero resultó que aquella porquería blanca no se disolvía en el agua, sino que se hundía formando unos grumos blancuzcos. Mientras se lavaba, un borracho que estaba tirado junto a la fuente le agarró por una pierna y le pidió un cigarrillo.

—¡No me toque! —gritó Kiku, tan alto que la gente que pasaba giró la cabeza para mirar.

El borracho se limitó a gimotear y a agarrarle con más fuerza.

—¡No me toque! —repitió Kiku, un poco más bajo, mientras trataba de soltarse, pero el borracho siguió arrastrándose tras él.

Lo mataría, pensó Kiku amagando con patearle la cabeza, pero se detuvo unos centímetros antes. No pudo evitar acordarse del hombre de Los ratones ciegos: estos tipos tienen el cerebro hecho polvo; les puedes dar de patadas o pegarles hasta que pierdan el sentido y no levantarían ni una mano para defenderse. Ni se darían cuenta, a lo mejor. Yo me hago más daño en el pie del que les hago a ellos. Le tiró al hombre tres monedas de cien yenes y siguió caminando.

Cuando volvió a la habitación del personal del otro bar, donde Kazuyo le esperaba, no se veía al camarero por ninguna parte. Kazuyo seguía en el sofá, pero se había puesto más blanca que una sábana y temblaba. Consiguió explicarle que en cuanto Kiku se había ido ella le había dado algo de dinero a aquel amable joven y que éste se había evaporado. Kiku hubiera salido a buscarle, pero Kazuyo no paraba de repetir que quería ir al hotel y acostarse, así que la ayudó a ponerse de pie y juntos salieron a la calle. Pero no consiguieron que parara un taxi. Apoyada en Kiku, con los ojos cerrados, Kazuyo le preguntó si había encontrado a Hashi.

—Le has visto, ¿verdad? —preguntó con una voz muy débil.

—No, no estaba allí —contestó Kiku.

Ella asintió con la cabeza y luego, con la cabeza pegada a su hombro, murmuró:

—Pero nos hemos divertido hoy. La película era buena.

Se le quebró la voz y se quedó callada. Kiku le preguntó si se encontraba bien, pero sólo respiraba débil y entrecortadamente, apoyada en su brazo.

Los taxis seguían pasando de largo, sin parar, aunque todos llevaban el rótulo de Ubre. Kiku estaba perplejo; por mucho que agitara los brazos frenéticamente apenas disminuían un poco la velocidad, y seguían luego como si no les vieran. Debía de haber leyes de la ciudad que él no conocía. ¿Cómo se establecía contacto con esta gente? No parecía que fuera con dinero, ni siquiera por la fuerza, porque en un momento dado se bajó de la acera e hizo señas a un taxi, pero cuando se puso a golpear la ventanilla y amenazó con romper el cristal, el conductor se limitó a reírse sacudiendo la cabeza. Luego intentó mostrarle unos billetes, gritándole que le pagaría el triple de la tarifa, pero ni aun así le abrieron. Parado en mitad de la calle, Kiku sentía que le abandonaban las fuerzas, como si la sangre se le estuviera escapando por los dedos de los pies. Nunca se había sentido tan débil. Al cabo de unos treinta minutos, por pura casualidad, apareció un taxi que les dejó subirse, y a Kiku se le ocurrió que acababa de aprender una de las reglas de la ciudad: esperar. No había que armar lío, ponerse violento ni ir corriendo; bastaba con quedarse quieto, inexpresivo, y esperar… hasta que toda la energía se te disolviera en el aire.

Kazuyo se metió en la cama sin siquiera desvestirse. Debe de haber cogido un resfriado o algo así, pensó Kiku mientras le quitaba las medias y le echaba una manta por encima. Le llevó una toalla húmeda para refrescarle la frente y poco después la mujer roncaba tranquilizadoramente, con la boca abierta. Kiku decidió ducharse. Mientras permanecía bajo el chorro, se preguntó cómo se las arreglaban para que el agua subiera cinco pisos hasta aquel cuarto de baño. La ciudad está llena de cosas raras, incluyendo a toda esa gente absurda que se las apañaba para vivir aquí. Pensó para sí que nunca sería uno de ellos.

Recordó, mientras el agua le corría por el cuerpo, una cosa que le había dicho Gazelle. «¿Por qué crees tú que los seres humanos aprendieron a fabricar herramientas?», le había preguntado Gazelle. «¿Por qué hicieron una pila con piedras, la primera vez que lo hicieron? Para tirarlas luego», le había dicho, respondiendo a su propia pregunta. «Es la necesidad de destruir lo que le hace a la gente construir cosas. En este mundo, los que destruyen son los elegidos. Y tú eres uno de ellos, Kiku; tienes derecho a hacerlo, y cuando te llegue el momento y te des cuenta de que tienes que empezar a reventar cosas, acuérdate de la fórmula mágica: datura». Se lo repitió: «Cuando quieras hacerlo, uno a uno o todos a la vez, lo que hay que usar es datura…».

Se le ocurrió a Kiku que, si viviera en esta ciudad, se pasaría las veinticuatro horas del día diciendo datura: datura para el hombre del quiste, el de Los ratones ciegos, datura para el padre y el hijo que pedían en la calle, datura para el borracho, para los taxistas, para la mujer de la limpieza. Datura para todos, y deseó que no fuera sólo una palabra sino algo que, como un imán, tuviera un poder invisible para «reorganizar» sus vidas asquerosas.

Cuando cerró el grifo de la ducha, oyó que alguien llamaba a la puerta. Pensó que quizá Kazuyo se levantaría a abrir, pero como siguieron llamando se secó rápidamente, se puso una toalla alrededor de la cintura y salió del baño. Kazuyo seguía durmiendo, pero ya no roncaba. Llamaron de nuevo, así que Kiku se dirigió a la puerta y abrió una rendija, encontrándose a una mujer extranjera que llevaba un abrigo grueso sobre los hombros a pesar del calor. La prenda se abría por el medio, dejando ver unos pechos generosos y oscuros y, más abajo, un triángulo aún más oscuro. Murmurando «datura», Kiku señaló hacia la cama, y sólo entonces se dio cuenta de que había algo raro en la postura de Kazuyo. Tras mirarla durante unos segundos, se fijó en que la manta ya no parecía moverse; había dejado de roncar, tras caer profundamente dormida al fin, pero no se la oía respirar en absoluto. Se acercó y le puso una mano en la cadera para sacudirla, pero la apartó inmediatamente con un sobresalto; mientras tanto, una pierna desnuda se había colado por la puerta a medio abrir, acompañada de un amargo olor corporal y de lana mojada. Sin fijarse mucho, Kiku agarró un cenicero de la mesita de noche y se lo tiró a aquella pierna. El cenicero se hizo añicos y la pierna se retiró a toda prisa, entre insultos incomprensibles dichos a gritos. Reuniendo valor de nuevo, Kiku tocó la cadera de Kazuyo por segunda vez: parecía de madera. La palpó en varios sitios y en todos era igual. Era obvio que estaba muerta.

Kiku decidió intentar abrirle los ojos, convencido por alguna razón de que si el cuerpo se había quedado rígido tan pronto era por tener los ojos cerrados con demasiada fuerza. Sujetó los párpados con los dedos y tiró hasta que de repente cedieron, elevándose con un chasquido y dejando ver los globos oculares blancos y fijos, que parecían más secos que en vida. La presión que Kiku puso en esto hizo que la cabeza de Kazuyo se desplazara sobre la almohada, y luego todo el cuerpo empezó a resbalar hacia un lado de la cama, como si se estuviera derritiendo. Kiku consiguió colocarla en la misma postura, pero ahora los ojos abiertos le ponían nervioso. Ya que estaba claro que había muerto, pensó que probablemente sería mejor cerrárselos. Le sujetó la mejilla y la mandíbula con la mano izquierda y trató de bajar de nuevo los párpados con la derecha, pero ahora el maquillaje formaba una película grasienta y le resultaba difícil. Sólo los globos oculares parecían cada vez más secos.

Fue entonces cuando Kiku se dio cuenta por primera vez de que estaba manoseando un cadáver. Le sorprendió pensar que era extraño que no le hubiera incomodado antes. Pero aún no había conseguido cerrarle los ojos; de hecho, parecían abrirse más a cada instante, hasta que Kiku se preguntó si no se le convertiría todo el rostro en dos enormes ojos de mirada fija. Como no pensaba quedarse allí para averiguarlo, sacó las sábanas de la cama y envolvió el cadáver con ellas, atándolo en la cintura y los pies con los cinturones de los albornoces. Cuando acabó, se tumbó en la cama deshecha, acordándose de una cosa que Kazuyo decía con frecuencia. Se la había oído por primera vez mucho tiempo atrás, en la isla, un día en que él se había despertado bruscamente en plena noche. Al abrir los ojos, había visto a Kazuyo sentada muy recta en la cama, con las manos sobre las rodillas, y cuando él le preguntó qué hacía, le contestó con timidez que estaba pensando… que pensaba en dónde y cómo se iba a morir.

La blancura de las sábanas que envolvían el cadáver reflejaba el brillo de las luces, así que Kiku las apagó. Una vez a oscuras, se dio cuenta de lo cansado que estaba y de cuánto sueño tenía. Sabía que tendría que llamar de inmediato a un médico, y que habría que notificar la muerte a la policía, y a Kuwayama. Tenía que hacerlo en ese mismo momento… pero ella había muerto, pensó, quedándose poco a poco dormido. En sueños, se vio pisoteado por un gigante.

Por los agujeros de las cortinas se empezaban a colar los rayos de sol, calentando aquella caja de hormigón y cristal donde dormía Kiku empapado de sudor. En el exterior, se puso en marcha el generador eléctrico que usaban los de la demolición, con un temblor que recorrió las ventanas del hotel. Al golpear la bola el edificio en ruinas por primera vez, Kiku se despertó dando un alarido. No tenía ni idea de dónde estaba hasta que miró a su alrededor y vio la silueta amortajada acostada junto a él. Pero ahora era blanca sólo a medias; el cadáver de Kazuyo parecía haber sangrado por la boca durante la noche, tiñendo la parte superior de la momia de un color de óxido oscuro, y la sábana se le pegaba a la piel de forma que Kiku le veía con todo detalle el rostro y el pecho.

Empezó a temblar. Todavía le olían las manos al maquillaje de Kazuyo, como si su olor hubiera seguido viviendo cuando ya su cuerpo se había convertido en una estatua. La bola de demoler seguía golpeando el edificio. Pero mientras su propia piel rompía de nuevo a sudar por todas partes, algo celosamente escondido en Kiku empezó a subir hacia la superficie, y su miedo de la noche anterior se transformó en ira. Con repentina intensidad, se dio cuenta de que estaba encerrado en una habitación que parecía una caja, de que el calor era insoportable. Se preguntó cuánto tiempo llevaba allí. Le parecía que llevaba encerrado toda su vida entre esas paredes pringosas. ¿Y cuánto tiempo más tendría que quedarse allí? ¿Hasta que él mismo se convirtiera en un maniquí duro y rojo envuelto en una sábana? Ahí fuera estaban pulverizando un edificio de hormigón, la calle se derretía al sol, se oía jadear a los edificios… y de repente Kiku pensó que oía la llamada de la ciudad. No de esta ciudad, no exactamente de Tokio, sino de una inmensa ciudad vacía que se extendía desde allí hasta la isla de la que había venido, de una enorme metrópolis muerta que se alzaba en el interior de su cabeza. La visión duró sólo unos segundos y se convirtió luego en la verdadera Tokio, pero la llamada siguió; Tokio llamaba a Kiku y él escuchaba. «¡Destrúyeme!», le decía. «¡Tíralo todo abajo!». Desde su ventana, Kiku bajó la vista para contemplar a la gente y los coches que se disputaban la calzada, y se sintió entonces como se sentía justo antes de intentar un salto con la pértiga. Vio su propio cuerpo como él deseaba que fuera: una imagen de sí mismo arrasando Tokio, un Kiku visionario que masacraba a todo ser vivo, que derribaba uno a uno todos los edificios. Vio la ciudad como un mar de cenizas, niños ensangrentados que deambulaban entre los pocos pájaros supervivientes, entre insectos y perros salvajes. Y esa imagen, por alguna razón, liberó a Kiku. Por primera vez, bruscamente, consiguió salir reventando aquella caja estrecha, calurosa y mísera en la que había estado encerrado, como si se deshiciera de una concha que se le hubiera quedado pequeña, o de una piel muerta. Y con la liberación, ciertos recuerdos que llevaban años enterrados empezaron a trepar hacia la superficie: recuerdos, ahora se daba cuenta, del verano. Se acordó de otro Kiku, un Kiku diecisiete años más joven, y del calor sofocante de aquella taquilla de monedas. Se acordó de cómo se había resistido, cómo había gritado a pleno pulmón, y se acordó de repente de aquella voz que le llamaba entonces como le estaba llamando ahora, una voz que urgía a vivir, a escapar. Ahora, como entonces, le decía: «¡Mátalos! ¡Destrúyelo todo!». La voz venía de algún lugar de ahí abajo, de entre los coches y la gente, mezclándose con el ruido chillón de la ciudad, uniendo su coro al de ellos: «¡Mátalos a todos! ¡Destrúyelo todo! ¡Borra este estercolero de la faz de la tierra!».