A cuerpo perdido
Qué fácil sería dejarse caer. La baranda me llega a la cintura, bastaría con balancear un poco el cuerpo. Así de fácil. Sin ceremonias, sin dramas, sin un motivo concreto. Te asomas a ver el paisaje, no pasa nadie por la calle en ese momento, todos están ya en su casa, zas y listo. Los vecinos apenas percibirían una sombra fugaz tras las cortinas, un ruido en la acera. Después dirían que estaba loca. Perdió el juicio, dirían. Su marido la engañaba. No, su padre acababa de morir y no pudo soportarlo, estaban tan unidos. No, ha sido por su hijo, jamás superó la muerte de su hijo. Estaba loca, usaba shorts y pamela, se anudaba una pulsera al tobillo, a su edad. Cualquier conjetura les valdría. Es muy fácil disponer de la vida de los muertos.
Loca. Desde luego. Los locos somos los vivos, todos. Una vez que somos conscientes de lo que supone morir, quien siga vivo está loco. Completamente loco. Uno piensa que aparecerá un hombre bueno, una mujer hermosa, que nos salvará, que nos dará hijos igualmente buenos, hijas igualmente hermosas, que cuando llegue el momento de morir estarán a nuestro alrededor, bajo la luz dorada del atardecer, haciendo de nuestras últimas palabras un alegato a la vida. Valió la pena.
Quien piense eso está completamente loco, no yo. Yo no estoy loca. Yo no pienso en dejarme caer porque esté loca. Es solo un pensamiento, ni siquiera eso, no llega ni a la categoría de pensamiento, no es más que una ráfaga. Como este aire que me hace cerrar los ojos y seguir disfrutando del paisaje.