Lo perdido
Recuerdo la suavidad de su brazo. La carne blanda y compacta a la vez. Tocarlo a ciegas y reconocer su blancura. Mis dedos sosteniendo los suyos para que no rozaran el suelo, para que la tierra no se le metiera en las uñas que después se llevaría a la boca. Mi hermana mira a cámara mostrando una ensaimada. Su gesto es de inocente vanidad. Recuerdo el olor dulce de su pelo siempre impregnado de azúcar o de nudos que la hacían llorar cuando jugaba a peinarla. El pantalón de peto de felpa celeste rozando mis brazos cuando la levantaba del suelo. Recuerdo su egoísmo infantil, sus caprichos, sus pataletas. Su aversión a que la retratasen. Por eso me gusta esa foto, la única en la que casi sonríe, casi orgullosa, sosteniendo la merienda.
Mi hermana siempre fue feliz. A pesar del miedo siempre fue feliz. Miedo a la oscuridad, a los espejos, a las tijeras abiertas, miedo a estar sola, a que alguien le dijera que estaba equivocada, miedo a sentirse culpable. Sin embargo, quien sonríe con la boca abierta en todas las fotos soy yo. Yo, que siempre busqué la oscuridad, la soledad, los errores. Yo, que quería sentir que tenía la culpa de algo para saber que de algún modo existía en las cosas, que no era invisible.
Recuerdo que ya entonces miraba una y otra vez esa foto, buscando lo perdido. Esos veranos perdidos sin miedo a ensuciarme las rodillas y el vestido blanco, sin miedo a no querer a nadie. Miraba esa foto, que guardaba entre las páginas de un libro de lectura, para asegurarme de que la quería, de que la quise al menos en ese instante de posar con la boca abierta, gritando cualquier palabra estúpida.
Ahora que sé que no la quiero sigo mirando esa foto para encontrar lo que perdimos, si es que alguna vez tuvimos algo.