Triciclo
Bajó del autobús dos paradas antes para obligarse a andar, para obligarse a respirar un poco. Todavía quedaba sol. No es sol, es esa luz del sol que se resiste cada tarde a marchar. Hay días en los que brilla más que el propio sol. No brilla más, luce más porque parece más pesada, más naranja, más intensa. Esa luz que redondea las esquinas de los edificios y los hombros de las mujeres. Esa misma luz que ya no llega a las aceras. Y sobre la acera, dos niñas. Una rubia subida a un triciclo de plástico. La otra mulata con el pelo espantado y los ojos verdes, detrás, empujando el triciclo con la fuerza de todos sus cuatro años. El triciclo empezó a correr acera abajo, luz abajo, hacia un muro. La niña rubia no soltó el manillar, la mulata no soltó los hombros de su amiga. El triciclo chocó contra el muro haciendo callar a los últimos pájaros. Dos hombres negros salieron del locutorio. Ella se paró en seco y se tapó instintivamente la boca. Las dos niñas se miraron muy serias durante dos segundos, y después lanzaron a la vez una enorme carcajada. Los hombres rieron, menearon la cabeza y volvieron a sus quehaceres. Ella reanudó el paso y también rio. Se reía con una risa infantil, una risa que no hacía ruido, esa risa que le entraba cuando su padre la llevaba a misa y le decía No hagas ruido. La misma risa torpe y a destiempo que le sobrevino mientras velaba el cuerpo de su hijo, o cuando el médico le dijo que a su padre le quedaban tres meses de vida. La misma risa estúpida que siempre desembocaba en un llanto sin consuelo.
Cuando pasó junto a las niñas aún reían. Las tres. Fue al enfrentar su calle cuando llegaron las lágrimas, cuando el sol ya se había puesto por completo y de su luz naranja apenas quedaban unas nubes color ratón.
Notó que no le entraba suficiente aire en los pulmones. Su casa quedaba a no más de veinte metros, pero entró en el primer portal que encontró abierto y se sentó en el suelo. No podía parar de llorar.