Gracias
Había empezado a llover, la gente corría y alguien la empujó hacia la entrada del hotel. Estaba sacudiéndose el pelo cuando un tipo uniformado le abrió la puerta. No, no, dijo ella. Entró. Unos adolescentes en chándal se empujaban junto al mostrador. Seguía lloviendo. 314, por favor, pidió con voz firme, parapetándose entre dos anchas espaldas. La chica de recepción, agobiada y sin mirarla, se la tendió.
Abrió con cuidado temiendo despertar al verdadero huésped. Entró y colocó el cartel de no molestar. Su corazón podía oírse desde el pasillo. Ahogó una carcajada. ¿Hola?, ¿hay alguien?
Dos camas gemelas unidas, una sin colcha, con la almohada doblada y hundida. Se quitó los zapatos. Siempre le gustaron las moquetas. En casa nunca pudieron ponerlas porque su hermano era alérgico. A cada lado de las camas un sillón color teja. Probó los dos. Sobre el velador, un buqué de rosas. Plástico. Enderezó los cuadros del cabecero y miró bajo las camas. Abrió todos los cajones. En uno había un pantalón de pijama. Se lo puso delante y tuvo que subirlo unos treinta centímetros por encima de la cintura para que no arrastrase. Vaya vaya, qué chico más alto tenemos aquí. Ni rastro de objetos femeninos.
En el armario, un polo verde, una muda y unas zapatillas de deporte del cuarenta y cuatro. Olió el polo. No olía. Se tumbó en la cama. Un chico alto ha llegado a la ciudad para una reunión de trabajo, dormirá aquí esta noche y mañana volverá con su mujercita. Si es que la tiene. Se levantó de un salto y entró al baño. Bajo los lavabos una báscula. 50,300. Sin bajarse, abrió el paquete del cepillo de dientes y se cepilló a conciencia. Con la otra mano rebuscaba en el neceser. Desodorante, cuchilla y una muestra de aftershave. Ningún cepillo de dientes. Oh, oh. Trató de devolver el cepillo a su celofán, pero no hubo manera. Lo dejó en el vaso. Quizá el chico alto número cuarenta y cuatro no recordara si ya lo había usado. ¿Y qué si lo recordaba?
Las cuatro botellitas de gel y champú, intactas. Miró la bañera. Total, un hombre entra en su habitación y encuentra a una chica desnudándose, ¿qué podría pasar? Se echó un vistazo en el espejo. Soy mona y solo peso 50,300. Se bajó de la báscula.
Una vez desnuda, apiló la ropa en uno de los sillones. En la mesita de noche había dos caramelos. Para no entretenerme demasiado, la ducha durará solo lo que dure este caramelo en mi boca. Acabó masticándolo, y para secarse usó una toalla de lavabo. Puede que sea una allanadora de moradas y una ladrona de caramelos, tal vez use sin consideración el cepillo de dientes de los demás, pero me preocupa el medio ambiente, le dijo al espejo con el índice levantado. Mientras se vestía masticó el otro caramelo. Encendió la tele.
Se secó el pelo subida a la báscula y colgó la toalla en la barra del radiador. Antes de abrir el celofán del peine miró si llevaba alguno en el bolso. Vio que tenía varias llamadas perdidas. Había olvidado por completo que había quedado con su madre en la puerta del cine. Se reía mientras se calzaba. Echó un último vistazo. Todo en orden. Sintió una tristeza rara por no dejar ninguna huella de su visita. El cepillo de dientes no contaba y la báscula no tenía memoria. Apagó la tele y al dejar el mando vio un bolígrafo diminuto. Abrió el armario, sacó una de las zapatillas y escribió en la suela Gracias, número…, y rodeó el cuarenta y cuatro con un círculo.
Bajó por las escaleras, en recepción todo despejado. Se limitó a dejar caer la llave en la ranura del mostrador sin decir nada. En la acera había charcos. Resbaló. Un chico la sostuvo del brazo evitando que cayera. Gracias. El chico entró al hotel deshaciéndose el nudo de la corbata, se volvió a mirarla y sonrió. Bonita dentadura. Por más que trató de fijarse, no podría asegurar que calzara un cuarenta y cuatro.