Pestilencia
En el tren de cercanías se sienta a mi lado un tipo con sandalias. Le cuenta a su compañero, argentino y algo mayor que él, cómo funciona España y cómo son las ministras socialistas. Unas feministillas de cojones, dice. Él sabe arreglarlo todo, desde cómo pavimentar las calles hasta cómo controlar la inmigración, cómo debe construirse un aeropuerto y hasta cómo dirigir, sin gastar cuatro pavos, el Ministerio de Defensa.
Quiero cambiar de asiento, pero no hay ninguno libre. No encuentro el MP3 en el bolso, y lo peor es que ese tipo me ha quitado las ganas de leer. No quiero que se mezcle en mi cabeza su inmundicia con las hermosas palabras de mi libro.
Se nota que no se conocen demasiado. Busca cierta complicidad, lugares comunes. Habla de la mujer de su socio, de lo buena que está y de todo lo que le haría. Lo intenta también con la falsa intimidad que provoca contar una traumática anécdota infantil como que en su décimo cumpleaños su padre no consintió en comprar hamburguesas, se gastó un dineral en solomillos, y los niños se marcharon defraudados de la fiesta. O mostrar una debilidad, como decir que su afición a los buenos licores le viene de su abuelo, que también era alcohólico. Pero alcohólico, no un borracho cualquiera, ojo, recalca elevando el tono de voz.
Una vez ha meado sus palabras en todas las esquinas del vagón, saca un mechero y unas pastillitas de menta. Le ofrece a su compañero que, prudentemente, ha estado callado durante todo el viaje, quizá porque ha visto mi cara sospechosamente imperturbable reflejada en el cristal.
Lo miro de abajo arriba, echo de nuevo un vistazo a sus sandalias, a su pulserita para el equilibrio y después lo miro a la cara, abiertamente. Aún lo creo capaz de ofrecerme una pastillita de menta. Lo miro y me río, pensando que si avanzara cortésmente su mano hacia mí, si llegara a hacer el más mínimo gesto, le diría muy despacio que no, gracias, que a mí no me apesta la boca.