Sala 11
Y si el tiempo no existe, ¿de dónde sus devastadoras consecuencias?, leyó mientras orinaba. Alguien lo había escrito con rotulador y buena letra en la puerta del servicio de la sala 11. Se notaba que se había tomado su tiempo. Tuvo toda la noche por delante, desde luego. Al presionar la cisterna recordó que la caja, con su padre dentro, estaba justo al otro lado de la pared. Por una décima de segundo temió oírlo gritar ¡No hagas ruido! Volvió a pulsar la cisterna.
Su hija dormía de espaldas sobre tres módulos de escay azul. Su hermana no estaba, habría salido a fumar. Fumaba desde muy joven y solo por fastidiar a su madre. En realidad solo fumaba si su madre estaba delante. Discutían, le echaba el humo a la cara y, cuando su madre desaparecía dando un portazo, apagaba el cigarrillo con asco y se lavaba las manos en el fregadero.
Apoyó la frente en el cristal, estaba helado, notó cómo se le endurecían los pezones y cruzó los brazos. Miró las dos coronas. A su madre no le gustaban las flores, en el jardín solo tenían hiedra y helechos. A ella, sin embargo, le encantaban las flores. Su padre solía llevarla a los columpios, detrás del edificio de Correos, entre los dos cogían puñados de flores amarillas que después lanzaban al aire.
¿Y la tía? Habrá salido a fumar. ¿Qué haces, no duermes? Sí, ahora. Mamá, no le des vueltas. No es eso, estaba pensado que dentro de unos días las aceras se cubrirían de flores de tipuana.