Parte IX
Viernes, 31 de julio
El indio dijo, «Usted y yo matar alce anoche, así que usar la mejor leña. Siempre usar mejor leña para cocinar carne alce». Su «mejor leña» era el arce. Puso el labio superior del alce al fuego para quemarle el pelo, y a continuación lo envolvió con la carne para llevárselo. Al observar que nos sentábamos a desayunar sin cerdo, dijo, con expresión grave, «Mi querer alguna grasa», de modo que le dijimos que podía comerse toda la que friera.
Cubrimos una considerable distancia por aguas calmas y rápidas, por las que nos deslizamos velozmente, espantando a los patos y a los martín pescador. Pero, como de costumbre, al poco tiempo nuestro cómodo avance se acabó, y tuvimos que portear con todo y canoa cerca de media milla por la ribera derecha para eludir algunos rápidos y saltos. A veces requería una vista aguda distinguir de qué lado estaba el porteadero antes de trasponer los saltos de agua, pero Polis nunca erraba en cuanto a hacernos desembarcar en el sitio preciso. Las frambuesas eran allí especialmente abundantes y voluminosas, y todos nos pusimos a comerlas, con comentarios del indio sobre su tamaño.
Era frecuente que en los porteaderos sobre roca pelada la huella resultara tan indistinta que yo la perdía una y otra vez, pero caminando detrás del indio noté que él era capaz de seguirla casi como un sabueso y que rara vez vacilaba, o, si se detenía por un momento sobre una roca desnuda, su mirada detectaba inmediatamente alguna pista que a mí se me escapaba. En tales sitios nosotros solíamos no hallar ninguna huella, y para él nos retrasábamos inexplicablemente. Lo único que decía era que aquello era «mucho extraño».
Habíamos oído hablar de un Gran Salto en este río, y cada salto que trasponíamos pensábamos que debía ser ese, pero tras haber bautizado sucesivamente varios con el nombre, renunciamos a la búsqueda. Había más «grandes» y «pequeños» saltos de los que puedo recordar.
No recuerdo cuántas veces tuvimos que portear debido a los saltos o los rápidos. Nos pasamos esperando que el río diera un salto final y llegáramos a aguas en calma, pero esa mañana no hubo mejoría. No obstante, los portes eran una agradable variación. Tan pronto como bajábamos de la canoa y estirábamos las piernas, nos encontrábamos con un vergel de arándanos y moras a ambos lados de la senda del porteadero. No hubo sobre el East Branch principal uno solo en el que no encontrásemos esos frutos en abundancia, pues los preferidos por aquellas plantas eran los sitios más rocosos y parcialmente despejados, y no había habido nadie que los recolectara antes que nosotros.
En nuestras tres jornadas por los porteaderos, pues nos vimos obligados a ir por tierra las tres veces en las que hubo que sacar la canoa, le hicimos plena justicia a las bayas, que fueron justo lo que necesitábamos para corregir los efectos de nuestra dieta a base de pan y cerdo. Otra definición para la acción de portear habría sido en este caso «ir de bayas». Encontramos también algunos amelanchier o arbolillos pomáceos silvestres, aunque en su mayoría malogrados, si bien se conservan mejor que en Concord. El indio los llamó pemoymenuk, y aseguró que dan muchos frutos en determinados sitios. Él con frecuencia comía también las rojas cerezas silvestres del norte, asegurando que eran una buena medicina, aunque a nosotros nos resultaron escasamente comestibles.
Nos bañamos y cenamos en uno de aquellos porteaderos. El indio era quien por lo general nos recordaba la hora de cenar, a veces incluso poniendo proa hacia la orilla. Una vez formuló una indirecta aunque extensa disculpa, diciendo que quizá nos pareciera extraño, pero que quien ha estado todo el día trabajando duro hace mucho hincapié en tomar las comidas en hora. A la altura del salto más importante de este río, mientras yo iba andando a corta distancia detrás del indio, este observó en la roca un rastro, apenas cubierto con tierra, y, encorvándose, murmuró, «caribú». Al regreso observó cerca del mismo sitio una huella mucho más grande donde la pata de algún animal se había hundido en un pequeño hueco en la roca, parcialmente lleno de hierba y tierra, y exclamó sorprendido, «¿Qué…?». «Bueno, ¿qué es?», pregunté yo. Agachándose y metiendo una mano en el hueco, respondió, con aire de misterio, «Marca de “demonio” [esto es, demonio indio, o puma] por aquí… animal muy malo… hacer pedazos roca». «¿Cuánto hace de eso?», pregunté. «Hoy o ayer», dijo él. Pero cuando le pregunté después si estaba seguro de que la huella era de demonio, dijo que no sabía. Me habían dicho que recientemente se había oído el rugido de un puma por el Ktaadn, y no estábamos lejos de dicha montaña.
Hoy invertimos no menos de la mitad del tiempo en caminar, y la andadura fue tan mala como siempre, pues generalmente yendo solo el indio pasaba de largo por el acceso a los porteaderos antes de detenerse a esperarnos. Los propios senderos de los porteaderos fueron menos visibles que de costumbre, por lo que a menudo el trayecto resultaba únicamente discernible por los incontables pequeños agujeros que los tacos de las botas de los conductores dejan en los troncos caídos, y con frecuencia allí donde sí había una leve huella, no la encontrábamos. Era una espesura enmarañada y desconcertante, a través de la cual pasábamos a tropezones, y cuando habíamos recorrido una milla nuestro punto de partida parecía muy lejano. Nos alegraba no haber tenido que caminar hasta Bangor por la ribera de este río, lo que hubiera sido un viaje de más de cien millas. Piénsese en la densidad de la floresta, los árboles caídos y las rocas, los meandros del río, los afluentes, y las frecuentes ciénagas a atravesar. Daba escalofríos. Pero el indio de vez en cuando nos señalaba por dónde había avanzado él arrastrándose día tras día cuando era un chico de diez años y estaba muerto de hambre. Había estado cazando bastante más al norte con dos indios adultos. El invierno llegó inesperadamente temprano, y el hielo los obligó a abandonar la canoa en el Grand Lake e ir andando por la ribera. Se echaron las pieles al hombro y partieron para Oldtown. No había nieve suficiente para calzar raquetas, ni para cubrir las desigualdades del terreno. Polis no tardó en hallarse demasiado débil para llevar cualquier carga; pero se las compuso para atrapar una nutria. Eso fue lo más que tuvieron todos para comer en aquel viaje, y él recordaba lo bien que sabía una sopa preparada con las raíces del lirio amarillo y la grasa de la nutria. Compartía ese alimento equitativamente con los otros dos, pero siendo tan pequeño sufría mucho más. Vadeó el Mattawamkeag en la desembocadura con el río helado y el agua al cuello, y debilitado y consumido como estaba, creyó que se lo llevaba la corriente. La primera vivienda que alcanzaron fue en Lincoln, y en sus alrededores conocieron a un camionero blanco con vituallas, quien, viendo el estado en que se encontraban, les proporcionó todo lo que fueron capaces de comer. Después de su regreso a casa y durante los seis meses siguientes, Polis se sintió deprimido y no esperaba vivir, y tal vez por eso se sentía siempre peor.
No fuimos capaces de localizar mucho más de la mitad de esta jornada diaria en nuestros mapas (el «Mapa de las Tierras Públicas de Maine y Massachusetts» y el «Mapa de los Ferrocarriles y Ayuntamientos de Maine», de Colton, una copia del anterior). Según los mapas no había más de quince millas entre los campamentos, a lo sumo, y no obstante habíamos estado avanzando afanosamente todo el día, y en gran parte del tiempo muy rápidamente.
Durante siete u ocho millas más abajo de aquella sucesión de «grandes» saltos, el aspecto de las riberas, lo mismo que el carácter de la corriente, cambió. Después de un afluente desde el nordeste, tal vez el Bowlin, tuvimos buen agua, calma y rápida, con una pendiente regular, como ya he descrito. Empezaron las orillas bajas, con hierba y lodosas. Numerosos olmos, lo mismo que arces y más fresnos se inclinaban sobre el río, suplantando a las piceas.
Puesto que había perdido mis raíces de lirio cuando se sacó la canoa en un porteadero, desembarqué a última hora de la tarde en un sitio bajo y herboso en medio de los arces, para recoger más. Arrancarlas de entre la arena fue una tarea lenta, y los mosquitos estuvieron todo el tiempo dándose un festín a mi costa. Los mosquitos, las moscas negras y demás nos perseguían en el centro del canal, y a veces nos alegrábamos de entrar en un violento rápido, pues entonces escapábamos de los insectos.
Un pájaro carpintero de cabeza roja cruzó volando el río, y el indio comentó que era bueno para comer. Mientras nos deslizábamos velozmente por el plano inclinado del río, un gran búho se lanzó desde un tocón en la ribera, voló pesadamente a través de la corriente, y el indio, como siempre, imitó su graznido. No tardó esa misma ave en regresar volando ante nosotros, y más adelante la vimos posada en un árbol. Poco después un águila de cabeza blanca pasó volando delante nuestro siguiendo la corriente. La perseguimos varias millas mientras buscábamos un buen sitio para acampar, ya que esperábamos que nos alcanzara un chubasco, y la seguimos distinguiendo de vez en cuando a lo lejos por la cola blanca, saltando de algún árbol de la ribera. Sorprendidos por nuestra aparición, unos tadornas macho se sumergieron y les pasamos directamente por encima, pudiendo detectar su rumbo por las burbujas aisladas que salían a la superficie, pero sin verlos. Polis detectó una o dos veces lo que llamó un camino «de remolque», una senda apenas visible que conducía al interior de la floresta. En el ínterin dejamos a atrás a nuestra izquierda la desembocadura del Seboois. Este último no pareció tan grande como nuestro río, que era en realidad el principal. Transcurrió algún tiempo antes de que encontrásemos un lugar donde acampar, porque la ribera tenía demasiada hierba y lodo, donde abundaban los mosquitos, o era excesivamente empinada. Examinamos un buen lugar, donde alguien había estado acampado tiempo atrás; pero parecía una lástima ocupar un antiguo emplazamiento habiendo tanto espacio donde elegir, de modo que continuamos la marcha. Finalmente hallamos un sitio de nuestro gusto sobre la margen oeste, a eso de una milla más abajo de la desembocadura del Seboois, donde, en un sumamente denso bosque de piceas sobre una orilla de grava, parecía haber pocos insectos. La arboleda era tan espesa que nos obligó a despejar un espacio para encender una hoguera y donde tumbarnos a dormir, y las piceas jóvenes que dejamos fueron como las paredes de un apartamento a nuestro alrededor. Para acceder al lugar tuvimos que trepar un abrupto talud. Pero el lugar que se ha escogido para acampar, aunque nunca tan rústico y sombrío, comienza enseguida a tener sus atractivos, convirtiéndose para uno en un verdadero centro de la civilización: «Un hogar es el hogar[43]», etc.
Resultó que los mosquitos eran más numerosos allí que los que habíamos encontrado antes, y el indio se quejó mucho, aunque durmió, como la noche anterior, entre tres fuegos y su piel de alce estirada. Estando yo sentado en un tocón junto al fuego, con un mosquitero y guantes puestos intentando leer, Polis observó, «Yo fabricarle lumbre», y en un minuto cogió un trozo de corteza de abedul de unas dos pulgadas de ancho y la enrolló fuertemente, en forma de cerilla de quince pulgadas de largo, la encendió y la aseguró horizontalmente por el extremo opuesto a un palo hendido de tres pies de altura que clavó en el suelo, volviendo el extremo encendido hacia el viento y diciéndome que la soplara de vez en cuando. El artilugio cumplía bastante bien la función de iluminar.
Noté, como en ocasiones previas, que los mosquitos se concedían una tregua alrededor de medianoche y reanudaban su tarea por la mañana. La naturaleza es piadosa. Pero al parecer ellos necesitan el descanso al igual que nosotros. Pocas criaturas —si hay alguna— son igualmente activas toda la noche. Tan pronto como hubo luz advertí a través de mi tul que el interior de la tienda sobre nuestras cabezas estaba completamente ennegrecido con miríadas de ellos, cada una de cuyas alas se ha calculado que en vuelo vibran tres mil veces por minuto, y el zumbido combinado era casi tan difícil de soportar como sus aguijones. Por esa razón pasé una noche molesta, aunque no estoy seguro de que alguno haya tenido éxito en el intento de picarme. En esta excursión no sufrimos tanto por los insectos como las declaraciones de algunos de los que han explorado estos bosques en mitad del verano nos inducía a esperar. Pero no tengo dudas de que en ciertas estaciones y en determinados lugares constituyen una plaga mucho más grave. El jesuita Hierome Lalemant, de Quebec, relatando la muerte del Padre Reni Menard[44], que fue abandonado, se perdió y murió en el bosque, entre los indios ontarios, cerca del lago Superior, en 1661, hace hincapié principalmente en sus probables sufrimientos por los ataques de los mosquitos cuando se hallaba demasiado débil para defenderse, añadiendo que hay una pavorosa cantidad de ellos por aquellas zonas, y «tan insoportables», dice, «que los tres franceses que han efectuado ese viaje afirman que no había otro medio de defensa que no fuese correr siempre sin detenerse, y que incluso era necesario que dos de ellos se dedicasen a espantar a aquellas criaturas cuando el tercero necesitaba beber, pues de lo contrario le sería imposible». No dudo de que esto fuera dicho de buena fe.
Agosto 1
Esta mañana temprano pesqué dos o tres grandes cachuelos rojos (leuciscus pulchellus) a menos de veinte pies del campamento, y estos, sumados a la lengua del alce, que había estado hirviendo toda la noche, y a las demás vituallas, constituyeron un suntuoso desayuno. El indio nos preparó algo de té de cicuta en lugar de café, y no tuvimos que ir hasta China a por él; en verdad, no tan lejos como por el pescado. El té era tolerable, aunque él dijo que no estaba lo bastante fuerte. Fue interesante ver algo tan sencillo como un cazo de agua con un puñado de ramitas de cicuta verde dentro, hirviendo sobre el enorme fuego al aire libre, con las hojas perdiendo rápidamente su vivo color verde, y saber que era para nuestro desayuno.
Nos alegró embarcar una vez más y dejar atrás parte de los mosquitos. Habíamos pasado por el Wassataquoik sin darnos cuenta. Ese, según el indio, es el nombre del propio East Branch, y no corresponde solo a este pequeño afluente, como en los mapas.
Descubrimos que habíamos acampado alrededor de una milla más arriba de lo de Hunt[45], que está sobre la ribera este y es la última vivienda para aquellos que ascienden al Ktaadn desde este lado.
Nosotros también habíamos esperado ascender desde ese punto, pero desistimos debido a que uno de mis compañeros tenía los pies llagados. El indio, no obstante, sugirió que tal vez él pudiera conseguir en su casa un par de mocasines, con los cuales mi compañero podría caminar muy fácilmente, sin lastimarse los pies, poniéndose varios pares de medias, y agregó que eran tan porosos que cuando se mojaban se secaban en un rato. Nos detuvimos para comprar azúcar, pero resultó que la familia se había mudado y la casa estaba deshabitada, excepto por unos temporeros que recolectaban el heno. Ellos nos dijeron que la ruta al Ktaadn se alejaba del río ocho millas más arriba; también que quizá pudiésemos encontrar azúcar en lo de Fisk, a catorce millas más abajo. Yo no recuerdo que desde el río viésemos en absoluto la montaña. Me fijé en una red tendida sobre la ribera, que probablemente había sido usada para atrapar salmones. Poco más abajo, sobre la margen oeste, vimos una piel de alce estirada, y con ella una piel de oso, que era comparativamente muy pequeña. Yo me interesé tanto más en la escena por el hecho de que cerca de aquí un conciudadano nuestro, entonces un muchacho, y solo, mató hace unos años a un oso. El indio dijo que las pieles pertenecían a Joe Aitteon, mi anterior guía, pero cómo lo supo no lo sé. Es probable que Joe estuviera cazando cerca y las hubiera dejado por el día. Viendo que íbamos directamente a Oldtown, Polis se lamentó de no haber llevado más carne del alce para su familia, agregando que en poco tiempo, poniéndola a secar, podía haberla dejado tan liviana como para haberse llevado la mayor parte, dejando los huesos. Un par de veces preguntamos por el labio, que es una famosa exquisitez, pero él dijo, «Eso va a Oldtown para mi vieja; no se consigue todos los días».
Los arces se hicieron cada vez más numerosos. El cielo estaba encapotado, llovió un poco durante la mañana, y, como esperábamos un chubasco, paramos pronto a cenar del lado este de una pequeña expansión del río, poco más arriba del salto de lo que probablemente se llame Whetstone Falls, alrededor de una docena de millas más abajo de lo de Hunt. Vi unas huellas bastante frescas de alce en la ribera. Había unos singulares montículos alargados cubiertos de helechos. Mi compañero, que había extraviado la pipa, le preguntó al indio si podía fabricarle una. «Oh, claro», dijo este último, y en un minuto le hizo una con un trozo de corteza de abedul enrollado, recomendándole mojar de vez en cuando la cazoleta. También allí dejó en un árbol su anuncio.
Porteamos rodeando la cascada por abajo, sobre la margen oeste. Había rocas con un agudo filo hacia arriba. La distancia era de unos tres cuartos de milla. Cuando habíamos trasladado parte de la carga, el indio retornaba por la costa y yo por el sendero; y aunque no me daba una prisa especial, igual me sorprendió que llegase al extremo opuesto al mismo tiempo que yo. Era notable la facilidad con que se desplazaba por los terrenos más abruptos. «Si yo llevo canoa y usted lo demás, ¿cree que poder mantener mi paso?». Pensé que quería decir que mientras él circulaba por los rápidos yo debía ir por la orilla y estar listo para auxiliarlo de vez en cuando, como había hecho otras veces; pero como mi andadura iba a ser muy difícil, le respondí, «Supongo que usted va a ir demasiado rápido para mí, pero lo intentaré». Pero él dijo que yo debía ir por el sendero. Yo pensé que eso no mejoraba la situación, teniendo que arrimarme a la orilla cuando él me necesitara. Pero tampoco era esto lo que él quería decir. Me estaba proponiendo una carrera por el porteadero, me preguntaba si yo creía poder seguir su ritmo yendo por el mismo sendero, y añadía que tendría que ser muy rápido para conseguirlo. Como su carga, la canoa, sería mucho más pesada y voluminosa, aunque más sencilla, pensé que yo debía ser capaz de lograrlo, y dije que lo intentaría. Así que procedí a reunir arma, hacha, remo, cazo, sartén, platos, cucharones, etc., y cuando estaba ocupado en ello él me alcanzó sus botas de cuero. «¿Qué? ¿Esto es parte del trato?», pregunté. «Oh, sí», dijo él; pero antes de que yo pudiera hacer un paquete con mi carga lo vi desaparecer por una pendiente con la canoa sobre la cabeza; de modo que, juntando a duras penas los diversos artículos, me puse a correr e inmediatamente lo pasé en los matorrales, pero tan pronto como lo hube perdido de vista en una depresión rocosa, los engrasados platos, cucharones y demás volaron por cuenta propia, y mientras me ocupaba de volver a reunirlos el indio pasó junto a mí: pero apresurándome a sujetar a mi costal el tiznado cazo, partí de nuevo, no tardando en pasarlo, y dejé de verlo en el porteadero. No lo menciono como una hazaña, porque mi carrera fue pobre y él tenía que moverse con grandes precauciones por temor a romper la canoa y quebrarse el cuello. Cuando apareció, bufando y sin aliento como yo mismo, en respuesta a mi pregunta sobre dónde había estado, dijo, «Rocas cortar pies», y, riendo, añadió, «Oh, mí gustar jugar a veces». Contó que él y sus compañeros cuando llegaban a un porteadero de varias millas solían probar quién lo recorría primero; puede que cada uno con la canoa en la cabeza. La marca del cazo tiznado en mi costal de hilo marrón me duró el resto del viaje.
Hicimos un segundo porte por la ribera oeste, rodeando unos saltos aproximadamente a una milla más abajo. En tierra firme había pinos noruegos, lo que indicaba una formación geológica nueva, y el terreno era tan seco y arenoso como no habíamos visto antes.
Cuando nos aproximamos a la desembocadura del East Branch pasamos frente a dos o tres cabañas, la primera señal de civilización después de lo de Hunt, aunque todavía no veíamos ninguna carretera; oímos un cencerro, e incluso vimos a un infante asomado a un ventanuco cuadrado para vernos pasar, pero al parecer él y la madre que lo tenía en sus brazos eran los únicos habitantes que permanecían en ese momento en casa en varias millas a la redonda. Eso nos volvió a la realidad, recordándonos que nosotros éramos viajeros, sin duda, mientras que él era un nativo de la tierra y nos sacaba ventaja. La conversación decayó. Si acaso se oyó únicamente al indio, preguntándole a mi compañero, «¿Cargó pipa?». Declaró que él fumaba corteza de aliso, como medicina. Al entrar en el West Branch en Nickertown, nos pareció mucho mayor que el East. Polis comentó que el primero estaba ahora acabado, que de aquí a Oldtown era todo agua mansa, y tiró la pértiga que había cortado en el Umbazookskus. Pensando en los rápidos, dijo un par de veces que no volverían a contar con él para ir por el East Branch; si bien él para nada quería significar todo lo que decía.
Las cosas han cambiado bastante desde que estuve aquí hace once años. Donde no había sino un par de casas encuentro ahora toda una aldea, con aserraderos y una tienda (la anterior cerró, pero su mercadería quedó mucho mejor almacenada), y había una carretera para diligencias a Mattawamkeag y rumores sobre una parada. De hecho, un barco había llegado una vez hasta tan lejos, con las aguas bien altas. Pero no pudimos conseguir azúcar, solo una tabla mejor donde apoyar la espalda.
Acampamos a unas dos millas más abajo de Nickertow, sobre la margen sur del West Branch, cubrimos con ramas frescas las ya marchitas del lecho de un viajero anterior, y sentimos que ahora estábamos en una región colonizada, especialmente por la tarde, cuando oímos estornudar a un buey en un prado natural al otro lado del río. Donde quiera que una persona desembarque en la parte frecuentada del río, no ha de ir muy lejos para encontrar esos sitios de alojamiento temporal, un lecho mustio de ramas aplastadas, astillas chamuscadas, y puede que unos postes de tienda. Y no hace mucho tiempo que hubo lechos semejantes diseminados a lo largo del Connecticut, el Hudson y el Delaware, y mucho antes aún, por el Támesis y el Sena, que contribuyeron a formar el suelo en el que hoy se hallan jardines públicos y privados, mansiones y palacios. No pudimos conseguir ramas de abeto para el nuestro, y la picea resulta dura en comparación, ya que tiene más ramaje que hojas, pero lo mejoramos con cicuta. El indio comentó, como antes, «Hay que tener madera dura para cocinar carne de alce», como si fuera una máxima, y procedió a buscarla. Mi compañero asó una parte al estilo californiano, que consiste en poner una tira larga de carne alrededor de un palo y hacerlo girar lentamente con la mano ante el fuego. Le quedó muy bien. Pero el indio, que no aprobaba el método, o porque no lo dejamos cocinarla a su modo, no la probó. Después de la sopa habitual intentamos hacer una de lirios con los bulbos que yo había traído, porque era mi propósito aprender cuanto pudiese antes de abandonar los bosques. Siguiendo las instrucciones del indio, lavé cuidadosamente los bulbos, piqué carne de alce y de cerdo, eché sal y herví todo junto, pero no tuvimos suficiente paciencia para realizar bien el experimento, pues él había dicho que la mezcla debía hervir hasta que los bulbos se hubieran desecho por completo, para espesar la sopa como si fuera harina; pero aunque los dejamos toda la noche, por la mañana los encontramos resecos en el cazo y todavía sin deshacer. Tal vez los bulbos no estuviesen aún lo bastante maduros, ya que generalmente se recolectan en otoño. En resumen, quedó bastante aceptable, aunque me recordó al espeso caldo irlandés. Los demás ingredientes eran suficientes de por sí. El nombre indio de estos bulbos es sheepnoc. Sin querer, revolví la sopa con una ramita pelada de arce, y el indio comentó que su corteza era un vomitivo.
Él se preparó para acampar como de costumbre, entre su piel de alce y el fuego, pero súbitamente se puso a llover y tuvo que refugiarse bajo la tienda con nosotros, donde entonó una canción antes de caer dormido. Llovió fuertemente durante la noche y nos estropeó otra caja de cerillas, que el indio había dejado afuera, ya que era muy descuidado; pero, como siempre, pasamos la noche mucho mejor porque la lluvia mantiene a raya a los mosquitos.