Parte II

A media tarde embarcamos en el río Penobscot. Nuestra canoa medía diecinueve pies y medio de longitud y la mitad en su parte más ancha, con catorce pulgadas de profundidad por dentro, los dos extremos iguales, y estaba pintada de verde, cosa que Joe pensaba que afectaba el recubrimiento y originaba filtraciones. Creo que la nuestra era de tamaño mediano. La de los exploradores era mucho más grande, aunque probablemente no mucho más larga. Nosotros íbamos tres con el equipaje, con un peso total de entre quinientas cincuenta y seiscientas libras. Llevábamos dos sólidos aunque delgados remos de madera de arce. Joe colocó corteza de abedul en el fondo para que nos sentásemos, y unas tablillas de cedro apoyadas contra los travesaños para protegernos la espalda, mientras que él iba sentado sobre una en la popa. El equipaje ocupaba el medio de la canoa, o sea la parte más ancha. Nosotros también remábamos por turnos en la proa, ya fuera con las piernas estiradas, o acuclillados, o de rodillas; pero yo no encontraba soportable ninguna de esas posturas, que me recordaban las quejas de los antiguos misioneros jesuitas[15] sobre la tortura que significaba un largo confinamiento en posición forzada en una canoa, durante sus extensos viajes desde Quebec al país del lago Hurón; pero después, sentado en las tablillas, o de pie, no experimenté más inconvenientes.

Tuvimos calma chicha durante un par de millas. Debido a la lluvia, el río había aumentado alrededor de dos pies, y los leñadores esperaban que hubiera una crecida suficiente para traer los troncos dejados en primavera. Las márgenes a lo largo del río tenían entre siete y ocho pies de altura y estaban densamente cubiertas de picea o abeto falso, blanco y negro —el cual me parece que es el más común en la zona—, abeto, arbor-vitæ[16], abedul de canoa, abedul amarillo, abedul negro, arce duro, arce de monte, algunos arces rojos, hayas y serbales, álamo dentudo, numerosos olmos de aspecto cultivado, ahora amarronados, y al principio también alguna planta de cicuta. No habíamos llegado muy lejos cuando me sorprendió ver sobre la ribera lo que parecía ser un acampamiento de indios cubierto de lirio cárdeno, y dirigiéndome a los compañeros exclamé, «¡Campamento!». Tardé en descubrir que se trataba de un arce rojo, cuyo aspecto había modificado la helada. Las márgenes siguientes estaban también densamente cubiertas de alisos moteados, mimbreras rojas, sauce cabruno y otras especies semejantes. Quedaban aun algunas hojas amarillas de nenúfar, semi-hundidas en el agua de las orillas, y espaciadamente alguna blanca. Allí donde el agua era poco profunda, así como en la orilla, se veían numerosas huellas recientes de alces, y los tallos de los nenúfares recientemente mordisqueados por ellos.

Tras haber remado unas dos millas nos separamos de los exploradores y doblamos hacia el Lobster, que entra por la derecha, desde el sudeste. Este río tiene seis u ocho varas de ancho y parecía discurrir casi paralelamente al Penobscot. Joe dijo que se llamaba así por las pequeñas langostas de agua dulce que se encuentran en él. Es el Matahumkeag de los mapas. Mi compañero deseaba buscar señales de alces y se proponía, si valía la pena, acampar en aquella dirección, puesto que el indio lo aconsejaba. Debido a la crecida del Penobscot, el agua subió en el Lobster un par de millas, casi hasta la laguna del mismo nombre. Los montes Spencer, al este del extremo norte del lago Moosehead, eran ahora plenamente visibles ante nosotros. El martín pescador volaba delante nuestro, se veía y oía al pájaro carpintero, y tuvimos aves trepadoras y paros al alcance de la mano. Joe dijo que en su idioma al paro lo llaman kecunnilessu. No respondo de la pronunciación de lo que posiblemente nunca había sido deletreado antes, pero lo repetí con él hasta que me dijo que estaba bien. Pasamos cerca de una becada que permanecía perfectamente inmóvil en la orilla, con las plumas infladas, como si estuviera enferma. Joe dijo que a esa la llamaban nipsquecochussos. El martín pescador era el skuscumonsuck; el oso, wassus; el puma, lunxus; el serbal, upahsis. Este último era muy abundante y hermoso. A lo largo del Lobster no fueron tan frescas las huellas de alce, excepto una milla más adelante, en un pequeño arroyo, donde un gran tronco marcado «W-cruz —guirnalda— pata de cuervo[17]» se había atascado en primavera. Vimos en la orilla un par de cuernos de alce, y le pregunté a Joe si alguno habría mudado los mismos; pero él señaló que estaban unidos a una cabeza, y yo sabía que ellos no mudan la cabeza sino una vez en la vida.

Tras ascender alrededor de milla y media hasta acercarnos al lago Lobster, retornamos al Penobscot. Antes de llegar a la boca del Lobster encontramos aguas rápidas, y el río se expandió hasta una anchura de veinte o treinta varas. Allí las huellas de alce eran bastante numerosas y frescas. Notamos en muchísimos lugares unas sendas estrechas y sumamente trilladas por las que ellos habían bajado hasta el río, y donde habían resbalado sobre la margen empinada y lodosa. Sus huellas estaban cerca del borde de la corriente —siendo distinguibles de otras las de los muy jóvenes—, o donde las aguas eran apenas profundas; los agujeros producidos por las patas en el fondo blando permanecían largo tiempo visibles. Eran particularmente abundantes donde había un pequeño brazo fluvial, o pokelogan, como se los llama, flanqueado por una franja de prado, o separado del río por una mínima península cubierta de hierbas silvestres, en el cual los animales se habían metido y habían ambulado comiendo hojas de plantas acuáticas. En uno de esos lugares detectamos los restos dejados por uno de ellos. En un sitio donde desembarcamos para recoger un pato de estío que mi compañero había derribado de un disparo, Joe peló un abedul para usar la corteza como cuerno de caza. Luego preguntó si no íbamos a cobrar el otro pato, pues su aguda mirada le había hecho ver otro que caía en los matorrales un poco más allá, y mi compañero fue a por él. Acto seguido empecé a notar las bayas de un rojo brillante del arbusto de arándano, que alcanza hasta ocho o diez pies de altura, mezcladas con los alisos y los cornejos a lo largo de la orilla. Había menos bosque puro que al principio.

Tras bajar una milla y tres cuartos por la boca del Lobster, alcanzamos, a eso de la puesta del sol, una pequeña isla en la cabecera de lo que Joe llamó el Remanso del Moosehorn (el Moosehorn, en el cual Joe iba a cazar esa noche, venía unas tres millas más abajo), en cuyo extremo superior decidimos acampar. En un lugar del extremo inferior yacían los restos de un alce muerto un mes o más antes. Terminamos apresuradamente de preparar el campamento y de acomodar allí nuestro equipaje, para que todo estuviese listo cuando regresáramos de la cacería del alce. Aunque yo no había venido a cazar y sentía cierto reparo sobre acompañar a los cazadores, deseaba ver un alce de cerca y no me disgustaba aprender cómo actuaba el indio para matar uno. Iba como reportero o capellán de los cazadores, y se ha sabido de capellanes que también han ido armados. Después de despejar un espacio entre los apretados ejemplares de piceas y abetos, cubrimos el suelo húmedo con un entramado de ramas de abeto, y, mientras Joe preparaba su cuerno de caza y calafateaba la canoa —pues esto había de hacerse cada vez que nos deteníamos lo suficiente como para hacer una hoguera, y era la tarea principal que él asumía en tales casos—, acopiamos combustible para la noche, grandes troncos mojados y en proceso de descomposición que se habían atascado en la cabecera de la isla, porque nuestra hacha era demasiado pequeña para poder derribar uno un árbol; pero no encendimos fuego, por si un alce llegaba a olfatearlo. Joe instaló un par de estacas ahorquilladas y preparó media docena de varas, dispuesto a extender sobre aquello una de nuestras mantas en caso de que lloviese por la noche, precaución que en cambio fue omitida la noche siguiente. Además desplumamos los patos para el desayuno.

Mientras estábamos ocupados de esta guisa a la media luz del crepúsculo, escuchamos débilmente, desde un lugar lejano por la corriente, lo que parecieron dos hachazos, resonando sordamente en la lúgubre soledad. Estamos acostumbrados a comparar muchos sonidos oídos a la distancia en la floresta con el golpe de un hacha, porque en esas circunstancias se parecen y porque es el que por lo común oímos allí. Cuando le dijimos esto a Joe, él exclamó, «¡Apuesto a que es un alce! ¡Ellos hacen ese ruido!». Tales sonidos nos afectaban curiosamente, y por su misma semejanza con uno ya conocido —pese a que probablemente su origen fuera tan diferente— aumentaban la impresión de soledad y aislamiento.

A la luz de las estrellas nos internamos en el río, que fue como una balsa durante tres millas, o sea hasta el Moosehorn; Joe nos dijo que teníamos que ir en total silencio, y él mismo no hacía ruido alguno con el remo corto mientras impulsaba la canoa con eficaces movimientos. Todavía era de noche, cosa que convenía al plan —ya que si hay viento el alce nos olfatea—, y Joe estaba plenamente confiado en conseguir alguno. La luna llena de otoño acababa de salir, y sus rayos horizontales empezaron a iluminar la floresta a nuestra derecha, mientras nos deslizábamos en las sombras de ese mismo lado, contra una leve brisa. Las elevadas copas aguzadas de piceas y abedules se veían muy negras contra el cielo y más definidas que de día, flanqueando muy cerca cada lado aquella ancha avenida; y la belleza de la escena, mientras la luna se alzaba sobre el bosque, no resulta fácil de describir. Un murciélago voló sobre nuestras cabezas, y espaciadamente oíamos algunas débiles notas de aves, quizás del pájaro mirto entre ellos, o la súbita zambullida de una musquash[18], o veíamos una cruzando la corriente ante nosotros, u oíamos el sonido de un riachuelo que, aumentado su volumen por la lluvia reciente, se volcaba en el río. Alrededor de una milla isla abajo, cuando la soledad parecía hacerse por momentos más completa, vimos de pronto la luz y oímos el crepitar de una hoguera sobre el terraplén de la orilla, y descubrimos el campamento de dos exploradores; y a ellos que de pie, con sus camisas rojas, conversaban en alta voz sobre las aventuras y ganancias del día. En ese momento hablaban de un trato en el cual, según entendí, alguien había sacado veinticinco dólares. Pasamos sin ruido y sin hablar cerca de la base del terraplén, a menos de un par de varas de ellos; y Joe, con su cuerno de caza, se puso a imitar el llamado del alce, hasta que le señalamos que aquellos dos podrían disparar sobre nosotros. Fue la última vez que los vimos y nunca supimos si nos habían detectado o sospechado nuestra presencia.

A menudo he deseado haber estado con ellos. Son parejas que buscan madera por un sector determinado, subiendo colinas y con frecuencia se encaraman a un árbol alto para investigar; individuos que, entre otras cosas, exploran las corrientes por las cuales habrán de ser conducidos los troncos; que pasan cinco o seis semanas en el bosque, solos los dos, a cien millas o más de cualquier población, deambulando y durmiendo en el suelo allí donde los encuentre la noche; que dependen principalmente de las provisiones que acarrean consigo, aunque no rechazan la caza que puedan encontrar, y que después, en otoño, regresan a informar a sus empleadores, determinando la cantidad de equipos que harán falta el siguiente invierno. Un explorador con experiencia saca por ese trabajo tres o cuatro dólares diarios. Es una vida solitaria y aventurera, que mucho se aproxima, tal vez, a la del trampero del Oeste. Trabajan siempre con un arma, así como con un hacha, se dejan crecer la barba y viven sin vecinos, no en una llanura, sino en lo profundo del territorio salvaje.

Aquel descubrimiento explicaba los sonidos que habíamos oído, y excluía por el momento la posibilidad de ver alces. Al final, cuando hubimos dejado bien lejos a los exploradores, Joe abandonó el remo corto, sacó su cuerno de caza —recto, de unas quince pulgadas de longitud y tres o cuatro de ancho en la boca, atado alrededor con tiras de la misma corteza—, y poniéndose de pie imitó el llamado del alce, tras lo cual escuchó atentamente durante varios minutos. Le preguntamos qué clase de sonido esperaba oír. Respondió que pensaba que si un alce lo oía, lo sabríamos; lo oiríamos venir desde media milla; se acercaría al agua, quizá se metería en ella, y mi compañero debía esperar hasta verlo bien y luego apuntarle precisamente detrás del codillo.

El alce se aventura por la noche a salir a la margen del río para comer y beber. En una etapa más temprana de la estación los cazadores no utilizan un cuerno para llamarlos, sino que se acercan sigilosamente a ellos mientras están comiendo a la orilla de la corriente, y a menudo la primera señal que reciben de la presencia de un animal es el sonido del agua que le cae del hocico. Un indio a quien oí imitar la voz del alce, y también la del caribú y la del ciervo, empleando un cuerno mucho más largo que el de Joe, me contó que al primero se lo podía oír a veces a ocho o diez millas; sonaba como una especie de bramido, más nítido y sonoro que el mugido del ganado —el del caribú es una suerte de bufido—, y el del ciervo pequeño se parece al de un cordero.

Finalmente llegamos al Moosehorn, donde los indios cargadores nos dijeron que la noche anterior habían matado un alce. El Moosehorn es una corriente muy sinuosa, de solo una o dos varas de ancho, pero comparativamente profunda, que entra por la derecha, llamada con razón moosehorn o cornamenta de alce, sea por sus meandros o por sus habitantes. Lo flanqueaban esporádicamente estrechos prados entre la corriente y la interminable floresta, sitios aptos para que los alces se alimentaran y a los que acudir ante los llamados. Continuamos avanzando por él durante media milla como si discurriésemos por un canal estrecho y sinuoso, donde los altos ejemplares de abeto, picea y arbor-vitæ descollaban a ambos lados a la luz de la luna, formando un elevado borde de vegetación semejante a los chapiteles de una Venecia forestal. En dos lugares vimos en la orilla unos pequeños montones de heno —preparados para ser usados en invierno por los leñadores— que allí resultaban algo bastante extraño. Pensamos que algún día esta corriente podría ser un arroyo serpenteando a través de bien recortados prados en las posesiones de algún caballero; y visto entonces a la luz de la luna, excluida la floresta que ahora lo encierra, ¡qué poco cambiado parecería!

Una y otra vez Joe llamó al alce, situando la canoa cerca de un punto favorable del prado al que pudieran acudir, pero escuchó en vano esperando oír a alguno que viniese a la carrera por el bosque, y llegó a la conclusión de que la cacería en la zona había sido excesiva. Vimos varias veces lo que nuestra imaginación tomó por un alce gigante, asomando los cuernos al borde de la floresta; pero esa noche era solo la floresta, y no sus habitantes. De modo que al final dimos la vuelta. Había en ese momento un poco de niebla sobre el agua, aunque en lo alto la noche era hermosa y clara. Pocos sonidos quebraban la quietud del bosque. Varias veces oímos ulular a un gran búho, muy cerca, y le dijimos a Joe que el ave llamaría al alce por él, pues producía un sonido bastante parecido al del cuerno; pero Joe contestó que el alce había oído aquel sonido un millar de veces, y sabía a qué atenerse; y todavía con más frecuencia nos sobresaltó la zambullida de una rata almizclera. En una ocasión en que Joe había vuelto a llamar, oímos, llegando como un débil eco, o como si viniese desde lejos arrastrándose a través de pasillos recubiertos de musgo, un sonido sordo, seco, presuroso, consistente en el fondo, si bien sofocado a medias bajo el efecto de la lujuriosa floresta, semejante al de una puerta cerrada de golpe en alguna remota entrada de la húmeda y enmarañada espesura. Si no hubiésemos estado allí, ningún mortal lo habría oído. Cuando, en un susurro, le preguntamos a Joe qué era, él nos dijo, «Árbol caer». Hay algo singularmente grandioso e impresionante en el ruido de un árbol que cae en una noche perfectamente en calma como esa, como si los agentes que lo derribasen no necesitaran ser provocados, sino que actuasen con una fuerza sutil, deliberada y consciente, como una boa constrictora, y más eficazmente entonces que incluso en un día ventoso. Si existe una diferencia tal, acaso sea porque los árboles cargados con el rocío de la noche son más pesados que de día.

Alcanzado el campamento a eso de las diez, encendimos nuestra hoguera y nos pusimos a dormir. Cada cual tenía su manta sobre la que yacía sobre ramas de abeto, con las piernas hacia el fuego pero nada por encima de la cabeza. Valía la pena acostarse en un territorio en el que podíamos permitirnos grandes hogueras como aquella; uno que era parte integral, y radiante, de nuestro planeta. Primero habíamos arrimado rodando un gran tronco, de unas dieciocho pulgadas de grosor y diez pies de largo, para servir de base al fuego y que durase toda la noche, y después le habíamos apilado leña encima, sin importar cuán verde o húmeda estuviese, hasta una altura de tres o cuatro pies. De hecho, esa noche quemamos tanta leña como la que, economizando y con una estufa hermética, le habría durado todo el invierno a una familia pobre de cualquiera de nuestras ciudades. Resultaba muy agradable, así como independiente, aquello de dormir al aire libre, y el fuego mantenía nuestras extremidades bastante calientes. Los misioneros jesuitas solían decir que en sus viajes con los indios en Canadá, descansaban en un lecho que nunca había sido sacudido desde la creación, al menos por terremotos. Es sorprendente la impunidad y comodidad con las que alguien que siempre ha dormido en un lecho tibio en un apartamento cerrado, y ha evitado esforzadamente las corrientes de aire, puede echarse en el suelo sin protección, envolverse en una manta, y dormir delante de una hoguera en una glacial noche de otoño, tras un prolongado temporal de lluvias, y valorar e incluso disfrutar el aire fresco.

Yo permanecí un rato despierto, contemplando las chispas que ascendían por entre los abetos, y, a veces, su descenso sobre mi manta convertidas en rescoldos a medio apagar. Eran tan interesantes como los fuegos de artificio, elevándose en sucesivas e interminables oleadas, cada una después de una explosión y siguiendo un curso ansioso y serpenteante, algunas hasta cinco o seis varas por encima de la copa de los árboles, antes de extinguirse. Nosotros no sospechamos cuánto han escondido nuestras chimeneas; y actualmente las estufas herméticas han venido a ocultar todo lo demás. En el transcurso de la noche me levanté un par de veces a echar nuevos troncos al fuego, haciendo que mis compañeros enrollaran las piernas.

Al despertarnos por la mañana (sábado 17 de septiembre), una helada considerable había blanqueado las hojas. Oímos el sonido de la ardilla roja[19], el de algunos pájaros que piaban débilmente, y también el de los patos en el agua que rodeaba la isla. Llevé a cabo un inventario botánico de la vegetación del entorno y encontré que el arbusto preponderante era la cicuta rastrera o tejo americano. Desayunamos con té, pan de centeno y pato.

Antes de que el rocío se hubiera disipado por completo marchamos nuevamente por el río, y pronto dejamos atrás la desembocadura del Moosehorn. Esas veinte millas del Penobscot, entre los lagos Moosehead y Chesuncook, son relativamente suaves, y en gran parte aguas mansas, pero de vez en cuando el río es poco profundo y rápido, con piedras o lechos de grava, y se puede atravesar. No hay una extensión grande de agua, ni apertura en el bosque, y el prado es un mero ribete ocasional. No existen colinas próximas al río ni a la vista, excepto un par de montañas distantes que se ven desde pocos lugares. Los terraplenes tienen entre seis y diez pies de altura, pero una o dos veces se elevan suavemente hasta el terreno más alto. En muchos lugares la vegetación sobre el terraplén de la orilla no era sino una delgada faja, que dejaba pasar la luz proveniente de alguna hondonada con alisos o algún prado situado atrás. Los matorrales y árboles más visibles a lo largo de la costa eran la mimbrera, con su fruto blancuzco, el viburno (viburnum alnifolium), el serbal, el arándano, el ciruelo virginiano, ahora maduro, el cerezo silvestre y el viburno pelado. Siguiendo el ejemplo de Joe, comí el fruto de este último, y también el del otro viburno, pero los encontré bastante insípidos y poco apetecibles. Examiné muy de cerca la vegetación mientras nos deslizábamos próximos a la orilla, y a menudo pedí que Joe hiciera una pausa para yo poder arrancar una planta y ver por comparación qué había de primitivo en mi río nativo. El manrrubio, la madreselva y la sensitiva crecían cerca de la orilla, bajo los sauces y los alisos, y la hierba velluda en las islas como sobre el río Assabet, en Concord. La época era demasiado tardía para las flores, excepto para las áster, la vara de oro silvestre, etc. En varios lugares notamos al costado de río, entre la vegetación, leves vestigios de un campamento como el que nos preparábamos a instalar, en el que unos leñadores o cazadores habían pasado la noche, y a veces unos pasos marcados en la orilla lodosa o arcillosa frente al mismo.

Nos detuvimos a pescar truchas en la desembocadura de un pequeño río llamado Ragmuff, que entra por el oeste, a unas dos millas del Moosehorn. Allí los restos de un antiguo campamento de leñadores, y un pequeño espacio que había sido antiguamente despejado y quemado, estaban ahora densamente cubiertos de cerezas y frambuesas. Mientras nosotros intentábamos pescar, Joe, a la manera india, salió por su cuenta a remontar el Ragmuff, y cuando estuvimos listos para partir se hallaba fuera de nuestro alcance. De modo que nos vimos forzados a encender una hoguera y cenar allí mismo para no perder tiempo. Unas oscuras aves rojizas, con hembras grises (tal vez pinzones) y pájaros del mirto en su atuendo estival, brincaron a ocho o diez pies de nosotros y nuestro humo. Tal vez olieran la fritura de cerdo. Unos y otros piaban las notas que yo había oído en el bosque. Su presencia sugería que los escasos pájaros que se encuentran en aquel territorio mantienen mejores relaciones con el leñador que los del huerto con el granjero. Desde entonces he encontrado que allí el arrendajo canadiense, y las perdices, la negra y la común, se muestran igualmente mansos, como si aún no hubieran aprendido del todo a desconfiar del hombre. El paro, que se encuentra a gusto tanto en el bosque como en nuestros parques arbolados, conserva aún un notable grado de confianza en los sitios poblados.

Joe regresó por fin, al cabo de hora y media, y dijo que había remontado dos millas de la corriente explorando y había visto un alce, aunque, al no tener consigo el arma, no le había disparado. No le hicimos reproches, pero resolvimos estar atentos a Joe la próxima vez. No obstante, tal vez había sido un simple descuido, pues en lo sucesivo no tuvimos ningún motivo de queja a su respecto. Al proseguir por la corriente, me sorprendió oírlo silbar «Oh, Susana», y otros aires por el estilo, mientras su remo corto nos impulsaba animosamente. Una vez dijo, «Sí, señoor». Su palabra más frecuente era «seguro». Remaba, como siempre, únicamente de un lado, utilizando el costado de la embarcación como punto de apoyo para impelerla. Le pregunté cómo iban sujetas las cuadernas a las bordas laterales. «No lo sé. Nunca me he fijado», fue la respuesta. Hablando con él sobre el hecho de subsistir por entero a base de los productos del bosque, caza, peces, bayas, etc., aludí a que sus ancestros así lo hacían; pero él contestó que según a él lo habían criado, no podría hacerlo. «Sí», dijo, «así es como viven, como salvajes, como los osos. ¡Válgame Dios! Yo no iría al bosque sin provisiones, pan de centeno, cerdo, y demás». Había traído una gran cantidad de pan, que tenía a mano para la caza. Pero pese a ser hijo de un gobernador, no había aprendido a leer.

En cierto lugar más abajo, del lado del este, donde la margen del río quedaba más alta y estaba más seca que lo habitual, alzándose suavemente desde la orilla hasta una discreta elevación, alguien había talado los árboles en una extensión de veinte o treinta acres y los había puesto a secar con el fin de quemarlos. Esa fue la única señal de preparación para una vivienda que encontramos entre el Moosehead y el Chesuncook, pero todavía no había allí ninguna, ni tampoco habitantes. El pionero escoge así el lugar para su casa, que acaso se constituya en el germen de un pueblo.

Mis ojos estaban permanentemente en los árboles, distinguiendo entre el abeto negro y blanco, y el plateado. Avanzando por un estrecho canal a través de una floresta interminable, la visión que aún conservo en la memoria es la de las pequeñas y afiladas copas oscuras de los altos árboles de las diversas clases de abeto, la del estilo pagoda de los arbor-vitæ agrupados a cada lado, entremezclados con varios de madera dura. Algunos de los arbor-vitæ tenían al menos sesenta pies de altura. Los de madera dura, ocasionalmente agrupados solos, eran para mí menos silvestres. Los imaginé como adorno en unos solares con granjas al fondo. El abedul, la haya y el olmo son sajones y normandos; en cambio la picea y el abeto, y los pinos en general, son indios. Los tenues grabados que adornan los anuarios no dan idea alguna de lo que es una corriente de agua en un territorio salvaje como este. Los esbozos que aparecen en los Reports on the Geology of Maine[20] son mucho mejores. En cierto lugar vimos un pequeño monte de esbeltos pinos blancos jóvenes, el único conjunto de pinos que vi en aquel viaje. Ocasionalmente, no obstante, había uno plenamente desarrollado, elevado y recto, pero defectuoso, lo que los leñadores llaman árbol konchus, cosa que determinan con el hacha, o por los nudos. No me enteré de si esa palabra era india o inglesa. A mí me recordó el griego (caracola o concha), y me entretuve imaginando que podría referirse al sonido que esos árboles producen al ser golpeados. Todos los demás pinos habían sido talados y retirados.

¡Qué lejos llegan los hombres en busca de materiales para sus casas! Los habitantes de las ciudades más civilizadas, en todas las épocas, siempre han enviado gente a los lejanos bosques primitivos, más allá de los límites de su civilización, donde viven el alce y el oso, a por madera de pino para su uso ordinario. Y, por su parte, el salvaje no ha tardado en obtener de las ciudades puntas de flecha y hachas de hierro, así como armas con las que recalcar su salvajismo.

Las macizas y nítidas copas de los abetos, semejantes a planas y afiladas puntas de lanza, negras contra el cielo, daban al bosque un aspecto peculiar, oscuro y sombrío. Las copas de la picea poseen un contorno similar, aunque más irregular, y sus troncos, abajo, son igualmente escasos en hojas. Los abetos eran con una cierta mayor frecuencia pirámides regulares y densas. Ese universal aguzamiento ascendente de las plantas de hoja perenne del bosque, me sorprendió. La tendencia es hacia unas copas esbeltas y aguzadas, que se angostan hacia la base. No únicamente la picea y el abeto, sino incluso el arbor-vitæ y el pino blanco, a diferencia del alerce, de extenso crecimiento posterior, y del cual no vi ninguno, todos se aguzan hacia arriba, alzando una densa masa de conos en punta de lanza hacia la luz y el aire, en cualquier caso mientras sus ramas crecen como pueden desordenadamente; al modo en que los indios elevan la bola sobre las cabezas de la multitud en su desesperada partida[21]. En eso se parecen a las hojas de hierba, como también hasta cierto punto a las palmas. La cicuta es generalmente una pirámide estilo tienda desde el suelo hasta la cima.

Luego de pasar por unos extensos remolinos y al lado de una gran isla, llegamos a una interesante zona del río llamada los Bajíos del Pine, a unas seis millas después del Ragmuff, donde el río se expandía hasta las treinta varas de anchura y contenía numerosas islas, con olmos y abedules, ahora amarilleando, a lo largo de la costa; y tuvimos nuestra primera visión del Ktaadn.