Parte II

En un punto de tierra firme a unas millas de la isla de Sandbar, donde desembarcamos para estirar las piernas y observar la vegetación avanzando unos pasos hacia el interior, descubrí brasas todavía ardientes bajo las cenizas, allí donde alguien había desayunado, y un lecho de ramas preparado para la próxima noche. Supe por eso no solo que quienes fueran se habían ido hacía poco, sino que pensaban volver; y por la anchura de la cama, que eran más de uno. Una persona podría haber estado a menos de seis pies de aquellos indicios y no verlos. Allí crecían el avellano picudo —el único que vi durante el viaje—, la diervilla, la ruda de siete pies de alto, muy abundante en todas las riberas del lago y los ríos, y la cornus stolonifera o mimbre rojo, cuya corteza, dijo el indio, era buena para ahumar y se llamaba maquoxigill, «tabaco de antes de que los blancos vinieran a esta región, tabaco indio».

El indio era siempre muy cuidadoso al aproximarse a la costa, haciendo que la canoa girase y se balanceara suavemente de lado para evitar que se dañara contra las rocas; y era aún más exigente en cuanto a que, estando en la costa, no debíamos meternos en ella hasta que flotase libremente, y entonces no hacerlo bruscamente, para no forzar las costuras o hacer un agujero en el fondo. Decía que nos avisaría cuándo saltar.

Poco después de abandonar aquel punto pasamos por la desembocadura del Kennebec, donde vimos y oímos la caída del agua en la presa, pues incluso el lago Moosehead está represado. Después de dejar atrás la Deer Island vimos, lejos al este y al parecer casi detenido, el pequeño vapor de Greenville. A veces apenas podíamos distinguirlo de una isla dotada de algunos árboles. En aquel sitio estábamos expuestos al viento proveniente de todo el ancho del lago, y corríamos un pequeño riesgo de que se inundara la canoa. Mientras yo tenía la mirada fija en el sitio en donde había saltado un gran pez, embarcamos un par de galones de agua, que me dejaron sorpresivamente mojado; pero pronto alcanzamos la orilla en la Sand-bar Island, que tiene solo unos pocos pies de ancho, y subimos la canoa al terraplén, ahorrando así una distancia considerable. Uno de nosotros desembarcó primero en un lugar más protegido, y dando la vuelta aferró la canoa por la proa para que no se dañase chocando contra la costa.

De nuevo cruzamos una amplia bahía frente a la desembocadura del río Moose, antes de alcanzar el angosto estrecho en Monte Kineo, efectuar lo que los voyageurs[15] llaman una «travesía» y encontrar aguas bastante turbulentas. Un poco de viento en estos vastos lagos origina olas capaces de inundar una canoa. Mirando desde una orilla a sotavento, a una milla de distancia, la superficie puede parecer apenas agitada, casi en calma, o, en caso de verse algunas crestas blancas, dar la impresión de estar casi a nivel con el resto del lago; pero cuando se está allí lejos puede uno encontrar un verdadero mar en movimiento y en poco tiempo, de forma imprevista, una ola trepará con suavidad por el costado de la canoa y de pronto le empapará el regazo, como un monstruo que lo cubriese deliberadamente con su baba antes de tragárselo; o bien golpeará violentamente la canoa y se precipitará a su interior. Lo mismo puede ocurrir cuando el viento aumenta de repente, habiendo estado perfectamente en calma diez minutos antes; de manera que nada pueda salvarnos, a menos que seamos capaces de nadar hasta la costa, puesto que es imposible volver a subir a una canoa cuando está boca abajo. Dado que uno va sentado en el fondo, un poco de agua, aunque el peligro no sea inminente, es una gran molestia, además de mojar las provisiones. De haber viento, rara vez cruzábamos una bahía en línea recta, de una punta a la otra, sino que describíamos una ligera curva más o menos paralela a la costa, para poder arrimarnos cuanto antes a la misma si el viento aumentaba.

Cuando el viento es de popa, y no demasiado intenso, el indio hace una vela de abanico con su manta. Así se desliza fácilmente rozando apenas la superficie y cubre toda la longitud del lago en un día. Para mantener equilibrada la canoa, el indio remaba de un lado con su remo corto, o canalete, y uno de nosotros del opuesto, y cuando él quería cambiar decía, «al otro lao». En respuesta a nuestras preguntas, afirmó que nunca había volcado una canoa, aunque puede que hubiera sido volcado por otras.

¡Imaginemos nuestra canoa, pequeña cáscara de huevo, zarandeada por aquel gran lago, una simple mota negra para el águila que planeara sobre ella!

Mi compañero llevaba el anzuelo a rastras para pescar alguna trucha, pero como el indio le advirtió que un pez grande, que allí los había, podría volcar la canoa, él convino en pasarle rápidamente la línea en la proa si picaba alguno. Aparte de truchas, he sabido que en ese lago hay pescado blanco, bacalao de agua dulce, etc.

Mientras cruzábamos aquella bahía, donde el Monte Kineo se alzaba oscuro ante nosotros a menos de dos o tres millas, el indio repitió la leyenda de que este monte fue antiguamente un alce hembra: de cómo un poderoso cazador indio, cuyo nombre he olvidado, consiguió con gran dificultad matar a aquella reina de la tribu de los alces, mientras a su becerro le daban muerte en algún lugar entre las islas del río Penobscot; y de cómo, a sus ojos, aquella montaña conservaba la forma del alce en posición reclinada, con el perfil de su cabeza formando el lado escarpado. Contó aquello con parsimonia, pese a no dar para mucho, y con visible buena fe, y nos preguntó cómo pensábamos que el cazador podía haber matado a un alce de semejante tamaño, que cómo podríamos nosotros hacerlo. A lo que hubo sugerencias, como la de una descarga de artillería desde un barco de guerra, etc. Cuando un indio cuenta una historia de este tipo piensa que merece extensos comentarios, pero como no se le ocurren, suple esa deficiencia empleando un tono lento, prolongando y arrastrando las vocales, así como una expresión de mudo asombro que espera resulte contagiosa.

Nos acercamos nuevamente a tierra por aguas bastante agitadas, y después nos dirigimos directamente a través del lago, en su parte más estrecha, al lado oriental; y habiendo remado cerca de veinte millas, no tardamos en quedar a sotavento de la montaña, a eso de una milla al norte de Kineo House. Era cerca del mediodía.

Decidimos detenernos para pasar allí la tarde y la noche, y estuvimos media hora buscando por la costa, hacia el norte, un lugar apto para acampar. Sacamos todo el equipaje en un sitio, pero en vano, pues el suelo era demasiado pedregoso y desigual, y mientras seguíamos buscando tuvimos nuestro primer encuentro con la mosca del alce. Finalmente, media milla más al norte, entrando media docena de varas en el denso bosque de piceas y abetos de la ladera de la montaña, hallamos un lugar casi tan oscuro como un sótano pero lo suficientemente despejado y a nivel, donde acostarnos tras haber cortado algunas matas. Necesitábamos solo un espacio de siete pies por seis para el lecho, con el fuego delante, a cuatro o cinco pies, sin que importara lo precario que fuese; pero no siempre era fácil hallarlo en aquellos bosques. El indio despejó primero con el hacha una senda desde la costa hasta allí, y luego nosotros transportamos todo el equipaje, montamos la tienda, y armamos el lecho, con objeto de estar preparados para el mal tiempo, que en ese momento amenazaba, y para pasar la noche. Él juntó una brazada de ramas de abeto y las partió diciendo que así era mejor para el lecho, en parte, pensé yo, porque eran las más largas y así se podían recolectar más aprisa. Había estado lloviendo más o menos durante cuatro o cinco días, y el bosque estaba incluso más húmedo que de costumbre, pero el indio consiguió madera seca para el fuego de la parte de abajo de una planta seca de cicuta, cosa que, dijo, podía hacer siempre.

Ese mediodía su mente estaba ocupada en una cuestión legal, y yo lo remití a mi compañero, que era abogado. Parece que últimamente había estado comprando tierra (creo que eran cien acres), pero que probablemente estuviera afectada por un contencioso, ya que otra persona afirmaba haber comprado allí la hierba para ese año. Él quería saber a quién pertenecía la hierba, y se le dijo que si el otro podía probar que la había comprado antes de que él, Polis, adquiriese el terreno, aquel podía llevársela, lo hubiera este sabido o no. A lo cual él solo comentó, «¡Curioso!». Volvió varias veces sobre el asunto, sentado contra un árbol, como si se propusiera que no tuviésemos otro tema de allí por delante; pero como él no avanzaba, sino que después de cada explicación se limitaba a volver a manifestar su asombro ante los procedimientos del hombre blanco, dejamos morir el tema.

El indio dijo que poseía cincuenta acres de hierba, patatas, etc., en algún lugar más allá de Oldtown, amén de algunas alrededor de su casa; que encargaba buena parte de las tareas de roturación y demás, y que prefería contratar a hombres blancos en vez de indios, porque los primeros «son constantes y saben hacerlo».

Después de comer, y teniendo en cuenta la dificultad de trepar sobre las rocas y los árboles caídos, retornamos hacia el sur en la canoa, siguiendo la costa, y empezamos a subir a la montaña por el borde del precipicio. Pero un súbito chaparrón que se desató en ese momento hizo que el indio se arrastrase debajo de la canoa, mientras nosotros, protegidos por los abrigos impermeables, nos disponíamos a investigar la flora. De modo que lo enviamos a que se refugiase en el campamento, con instrucciones de venir a buscarnos con la canoa antes de la noche. Había llovido un poco por la mañana y confiábamos en que el chaparrón fuera el último, como así fue; pero la maleza nos empapó los pies y las piernas. Al abrirse un poco las nubes disfrutamos, mientras ascendíamos, del glorioso paisaje natural del vasto lago, con su superficie oscilante y las numerosas islas cubiertas de bosque, que se extendían hasta más allá de nuestra vista, tanto hacia el norte como hacia el sur, así como la ilimitada floresta que se alejaba ondulante desde sus orillas en todas direcciones, densa como un campo de centeno y envolviendo sucesivas montañas anónimas; pero sobre todo, mirando hacia el oeste por encima de una gran isla, se veía una parte muy lejana del lago, aunque entonces no sospechamos que fuera el Moosehead: al principio una simple línea blanca quebrada vista por entre las copas de las islas arboladas, pero que cuando estuvimos más alto se desplegó para convertirse en un lago. Era un perfecto lago forestal. Más allá vimos lo que parece llamarse en el mapa Bald Mountain, a unas veinticinco millas de distancia, cerca de las fuentes del Penobscot. Pero aquello no pasó de efímero deslumbramiento, pues la lluvia no había cesado por completo.

Hacia el sur, el cielo estaba enteramente cubierto, las montañas coronaban las nubes, y el lago lucía un aspecto sombrío y tormentoso, aunque desde su superficie, un poco al norte de Sugar Island, distante seis u ocho millas, subía reflejado hacia nosotros a través del aire empañado un luminoso matiz azulado, proveniente de un distante cielo no visible de otra latitud, más lejana. Probablemente tuvieran entonces un cielo despejado en Greenville, el extremo sur del lago. De pie sobre una montaña en mitad de un lago, ¿dónde buscaríamos las primeras señales de proximidad del buen tiempo? No en el cielo, al parecer, sino en el lago.

Otra vez confundimos, vista a través de la llovizna, una isleta rocosa en la que había algunos simples troncos o tocones más altos, con el vapor con sus humeantes chimeneas, pero como al cabo de media hora no había cambiado de posición, nos dimos cuenta del error. A tal punto la obra del hombre se asemeja a la obra de la naturaleza. Un alce podría confundir a un vapor con una isla flotante, y no asustarse hasta oírlo resoplar o pitar.

Si quisiera ver una montaña u otro escenario en las mejores condiciones, iría hacia allí con mal tiempo, de forma de estar en el lugar para cuando aclarase; es entonces cuando nos hallamos del mejor de los humores, y la naturaleza nos resulta más lozana e inspiradora. No hay serenidad más gratificadora que la que se goza después que se ha estado llorando.

Jackson[16], en su Informe sobre la geología de Maine (1838), dice de esta montaña: «El cuarzo, cuya variedad es el pedernal, aparece en diversas partes del Estado, allí donde el basalto ha actuado sobre la pizarra silicoide. La mayor masa de esta piedra que se conoce en el mundo es la del Monte Kineo, sobre el lago Moosehead, que parece estar compuesto totalmente de ella, y se alza setecientos pies sobre el nivel del lago. He visto esta variedad de cuarzo en todas partes de Nueva Inglaterra bajo la forma de puntas de flecha, hachas, escoplos, etc., de los indios, objetos probablemente fabricados por los habitantes originarios de la región con la piedra de esa montaña». Yo mismo encontré cientos de puntas de flecha hechas del mismo material. Este, que tiene generalmente el color de la pizarra, con motas blancas, deviene uniformemente blanco cuando se lo expone a la luz y el aire, y se quiebra con una fractura concoidea, produciendo un desigual borde cortante. He notado unas piezas concoides de más de un pie de diámetro. Recogí un delgado fragmento cuyo borde era tan afilado que lo usé como cuchillo romo, y por ver de qué podía servirme corté con él una rama de álamo temblón de una pulgada de grosor, luego de doblarla y hacer numerosas incisiones; pero entre tanto me hice unos feos cortes en los dedos.

Desde lo alto del precipicio que forma los costados sur y este de esta península montañosa, al que se adjudican quinientos o seiscientos pies y constituye su rasgo más notable, estuvimos observando, y probablemente hubiéramos podido saltar al agua, o a los árboles aparentemente enanos que ocupan el estrecho istmo que lo une con la tierra firme. Es un lugar peligroso para poner a prueba el control de los nervios. Hodge[17] dice que estos acantilados descienden «perpendicularmente noventa pies» bajo la superficie del agua.

Las plantas que más atrajeron nuestra atención en esta montaña fueron la violeta de la hierba (potentilla tridentata), abundante y florecida incluso en la base misma, junto al agua, pese a estar usualmente confinada en nuestras latitudes a la cima de las montañas; muy bonitas campánulas colgando sobre el precipicio; la baya del oso; el arándano canadiense (vaccinium canadense), similar al v. Pennsylvanicum, el más temprano de los nuestros, pero completamente brotado y con el tallo y las hojas aterciopeladas; no lo he visto en Massachusetts; la madreselva diervilla trífida; la microstylis ophioglossoides, una planta orquidácea nueva para nosotros; el acebo salvaje (nemophantes canadensis); la gran orquídea de hoja redonda (platanthera orbiculata), ya no florecida; la spiranthes cernua en lo más alto; y el pequeño helecho, woodsia ilvensis, que crece en penachos, ahora con frutos. También he recogido en este punto la orquídea liparis lilifolia. Habiendo explorado las maravillas de la montaña, y con el tiempo totalmente despejado, iniciamos el descenso. Encontramos al indio bufando y jadeante a un tercio del camino de ascenso, creyendo que debía estar cerca de la cima y diciendo que se había quedado sin aliento. Yo pensé que la superstición tenía algo que ver con su fatiga. Tal vez él creyese que estaba trepando por la espalda de un alce descomunal. Declaró que nunca había subido al Kineo. Al llegar a la canoa vimos que mientras estábamos en la montaña él había pescado una trucha de casi tres libras, a una profundidad de veinticinco o treinta pies.

Cuando arribamos al campamento, sacamos del agua la canoa y la tumbamos boca abajo, con un tronco encima para que no fuera a volar. El indio cortó unos grandes leños de madera dura mojada y podrida para hacer brasa y mantener el fuego toda la noche. Freímos la trucha para cenar. Nuestra tienda era de una tela fina de algodón y bastante pequeña; formaba con el suelo un prisma triangular cerrado por detrás, de seis pies de longitud y siete de ancho, de modo que apenas si podíamos estar de pie en el medio. Montarla requería dos estacas bifurcadas, una cumbrera pulida y una docena o más de pinzas. Protegía del rocío y el viento, así como de la lluvia normal, y nos servía bastante bien. Nos reclinábamos dentro hasta la hora de dormir, cada uno con su equipaje por almohada, o en caso contrario nos sentábamos alrededor del fuego, después de haber tendido nuestra ropa mojada para que se secase durante la noche.

Al anochecer, allí sentados contemplando el bosque oscurecido, el indio oyó un sonido, producido según él por una culebra. A mi requerimiento, lo imitó, repitiendo dos o tres veces un tenue silbido, fiit, fiit, semejante al de los lagartos, aunque no tan fuerte. En respuesta a mis preguntas, dijo que nunca las había visto produciéndolo, pero que yendo al lugar de donde proviene se encuentra la culebra. En otra ocasión dijo que era anuncio de lluvia. Cuando yo escogí aquel lugar para acampar, él había comentado que allí había culebras, que las veía. Pero no hacen nada, dije yo. «¡Oh, no!», respondió, «como usted dice, a mí me da igual».

Se acostó en la tienda sobre el costado derecho porque, según dijo, era parcialmente sordo de un oído y necesitaba descansar con el oído bueno hacia arriba. Allí acostados, me preguntó si alguna vez había escuchado «cantar al indio», y yo le pedí que nos obsequiara con una canción. Él asintió con mucho gusto, y echado de espaldas, envuelto en la manta, inició en su propio lenguaje un canto lento, algo nasal pero musical, que probablemente le fuera enseñado antaño a su tribu por los misioneros católicos. Lo tradujo después para nosotros, frase por frase, queriendo ver si éramos capaces de recordarlas. Resultó ser un sencillo ejercicio o himno religioso, cuyo meollo era que hay un solo Dios que rige en todo el mundo. Esto era machacado (o cantado) de forma muy tenue, con lo que algunas estrofas prácticamente no tenían sentido, conservando simplemente la idea. Después nos dijo que nos cantaría una canción latina; pero no percibimos en esta latín alguno, y sí únicamente un par de palabras griegas: puede que el resto haya sido un latín con pronunciación india.

Aquel canto me retrotrajo al período del descubrimiento de América, a San Salvador[18] y a los incas[19], cuando los europeos se encontraron con la sencilla fe del indio. Había en ella, realmente, una hermosa simplicidad; nada de oscuro y salvaje, solo una afabilidad infantil. Se expresaban principalmente sentimientos de humildad y reverencia.

El bosque húmedo y denso en el que nos hallábamos era de abetos y piceas, y, exceptuando nuestro fuego, totalmente oscuro; y cuando me despertaba por la noche oía, o un búho en la floresta a nuestra espalda, o un somorgujo en la distancia sobre el lago. Al levantarme poco después de medianoche a reunir las ascuas mientras mis compañeros dormían profundamente, observé, parte en el fuego que había dejado de arder, un anillo de luz perfectamente elíptico de unas cinco pulgadas en su diámetro menor, seis o siete en el más largo, y con un espesor de entre un octavo y un cuarto de pulgada. Era tan plenamente brillante como el fuego, pero no rojizo o escarlata como un carbón encendido, sino como una pasiva luz blanca, como la de las luciérnagas. Vi enseguida que debía tratarse de madera fosforescente, de la que a menudo había oído hablar pero sin tener nunca oportunidad de verla. Colocando un dedo sobre ella, con cierto resquemor, descubrí que era un fragmento seco de madera de arce (hacer striatum) que el indio había cortado oblicuamente la noche anterior. Utilizando mi cuchillo descubrí que la luz procedía de la porción de la savia inmediatamente por debajo de la corteza, y por eso presentaba en el extremo un anillo regular que, verdaderamente, parecía elevado sobre el nivel de la madera, y cuando separé la corteza e hice una incisión en la savia, se puso incandescente todo el leño. Me sorprendió encontrar la madera bastante dura y al parecer en buen estado, aunque probablemente la descomposición había empezado en la savia; extraje con el cuchillo varios trozos triangulares pequeños, y poniéndolos en el hueco de mi mano los llevé al campamento, desperté a mis compañeros y se los mostré. Los fragmentos me iluminaban la palma de la mano, mostrando las líneas y arrugas, y parecían exactamente carbones de una hoguera llevados a una blanca incandescencia, por lo que enseguida comprendí cómo, probablemente, los malabaristas indios impresionaban a sus gentes y a los viajeros fingiendo llevarse a la boca carbones encendidos.

Noté también que parte de un tronco podrido, de madera blanda y temblona, de una pulgada de grosor y seis de longitud, que estaba a cuatro o cinco pies del fuego, brillaba con la misma luminosidad.

Omití determinar si nuestro fuego tenía alguna relación con aquello, pero no cabe duda de que la lluvia de los días previos sí lo había tenido.

Me interesó sobremanera aquel fenómeno, que ya me hacía sentir recompensado por el viaje. Difícilmente me hubiera emocionado más si hubiera tomado forma de letras o de un rostro humano. Si me hubiera encontrado con tal anillo de luz yendo solo y a tientas por aquel bosque, lejos de cualquier fuego, me habría sentido aún más sorprendido. No habría creído en la existencia de semejante luz brillando para mí en la oscuridad.

Al día siguiente el indio me dijo el nombre que ellos le daban a esa luz, —artoosoqu’—, y ante mi interrogante acerca del fuego fatuo y fenómenos similares, dijo que sus «gentes» veían a veces pasar fuegos a diversas alturas, incluso a la altura de los árboles, y haciendo ruido. Tras lo cual quedé preparado para enterarme de los más asombrosos e inimaginables fenómenos presenciados por «sus gentes», que pasan fuera a todas horas y en todas las estaciones, en escenarios tan poco frecuentados por el hombre blanco. La naturaleza debe haberles hecho mil revelaciones que todavía son un secreto para nosotros.

No lamenté no haber presenciado aquello antes, puesto que lo había visto ahora en condiciones tan favorables. Me hallaba mentalmente preparado para ver algo maravilloso, y aquel fue un fenómeno adecuado a mis circunstancias y expectativas, que me predisponían a ver otros semejantes. Estaba exultante como «un pagano amamantado en un credo[20]» nunca perimido en absoluto, sino completamente nuevo, y adecuado a la ocasión. Dejé de lado la ciencia y disfruté de aquella luz como si hubiera sido una criatura como yo. Comprendí su excelencia, y me alegró mucho que fuera tan barato. Una explicación científica habría estado allí completamente fuera de lugar. Eso es para el pálido día. La ciencia con sus contestaciones me habría hecho dormir; fue la oportunidad de ser ignorante lo que aproveché. Aquello me sugirió que había algo que ver si uno tenía ojos. Hizo de mí un individuo más creyente que antes. Comprendí que el bosque no carecía de inquilinos, sino que siempre estaba repleto de espíritus honrados como el mío —no era un recinto vacío en el cual se dejara que la química operase por sí misma, sino una casa habitada—, y durante unos momentos gocé mi camaradería con ellos. El llamado sabio va tratando de persuadirse de que no existe allí más entidad que él y sus trampas, pero es mucho más fácil creer la verdad. Sugerí, también, que la misma experiencia siempre da lugar a la misma clase de creencia o religión. Una revelación le ha sido hecha al indio, otra al hombre blanco. Tengo mucho que aprender del indio, nada del misionero. No estoy seguro sino de que lo único que me induciría a enseñar al indio mi religión sería su promesa de enseñarme a mí la suya. Hacía bastante tiempo que escuchaba cosas irrelevantes; finalmente ahora me sentía contento por haber conocido la luz que habita en la madera descompuesta. ¿Adónde se ha ido tanta sabiduría? Se evapora por completo, pues carece de profundidad.

Guardé los pequeños fragmentos y volví a mojarlos la noche siguiente, pero no emitieron luz.