Parte VII
Miércoles 29 de julio
Cuando despertamos había dejado de llover, aunque seguía estando nublado. El fuego se había extinguido y las botas del indio, que permanecían bajo el alero de la tienda, estaban llenas de agua. Él era, en cuanto a esas cosas, mucho más imprevisor que cualquiera de nosotros, y tenía que agradecernos que le conservamos seca la pólvora. Resolvimos cruzar el lago enseguida, antes de desayunar, o en cuanto pudiésemos; y previamente a la partida establecí la orientación correspondiente al punto al que queríamos llegar, al S. S. E., distante unas tres millas, para evitar que una repentina lluvia neblinosa nos lo ocultase mientras estábamos a medio camino. Por más que la rada en la que nos hallábamos estaba perfectamente serena y lisa, afuera encontramos el lago ya completamente despierto, aunque no de forma peligrosa o desagradable; no obstante, cuando uno sale a unos de aquellos lagos en una canoa como la nuestra, no olvida que está completamente a merced del viento, con lo caprichoso que este es. Las olas juguetonas pueden en cualquier momento volverse demasiado bruscas en su juego y echársele a uno encima. A hora tan temprana vimos algunos cuervos marinos y un águila pescadora, y tras mucho remar de firme y de bailar sobre las oscuras olas del Apmoojenegamook, nos encontramos próximos a tierra del lado sur, oímos las olas rompiendo contra ella y volcamos absolutamente nuestros pensamientos hacia aquel lado. Después de costear una milla o dos a lo largo de la ribera en dirección al este, desayunamos en una punta rocosa, el primer lugar conveniente disponible.
Fue un acierto que cruzásemos tan temprano, pues las olas ahora eran bastante altas y nos habrían obligado a dar una especie de rodeo, pero más allá de ese punto tuvimos un tiempo relativamente tranquilo. Generalmente, cuando no es posible cruzar un lago, se puede ir por un costado u otro del mismo.
El indio miraba de vez en cuando los terrenos con árboles de madera dura, y nos pidió consejo diciendo que le gustaría comprar algunos acres en alguna parte del lago, preferentemente lo más cerca posible del lugar de cruce.
Mi compañero y yo mantuvimos una pequeña discusión acerca de cierto punto de historia antigua, y nos divirtió la actitud que asumió el indio, que no podía entender de qué estábamos hablando. Constituyéndose en árbitro, y basándose en nuestro aspecto y gestos, declaraba de tanto en tanto, con toda seriedad, «gana usted», o «gana él».
Abandonando a nuestra izquierda una espaciosa bahía, prolongación al nordeste del lago Chamberlain, un par de millas más adelante entramos, a través de un corto estrecho, en un pequeño lago llamado en el mapa Telasinis, aunque el indio no tenía un nombre para el mismo; y de allí pasamos al lago Telos, al que él llamó Paytaywecomgomoc, o lago de la tierra quemada. Este describía una curva redonda hacia el nordeste, y puede que remásemos tres o cuatro millas por él. El indio no había estado allí desde 1825. No sabía qué quería decir Telos, pero no creía que fuera un nombre indio[38]. Uso la palabra spokelogan (para una ensenada en la costa que no conducía a ninguna parte), y cuando le pregunté su significado dijo que «no había indios en ella». Sobre la ribera sur había un claro, con una casa y un granero, ocupada temporalmente por unos hombres que recogían el heno, como nos habían dicho; también un claro para pastoreo en una colina al oeste del lago.
Desembarcamos en un punto rocoso al nordeste, para examinar unos pinos rojos (pinus resinosa), los primeros que veíamos, y recoger algunas piñas, pues los pocos que crecen en Concord no las producen.
La desembocadura del lago en el East Branch del Penobscot es artificial, y su ubicación precisa no era muy visible, pero el lago corría curvándose a lo lejos hacia el nordeste, entrando en dos estrechos valles o quebradas, como si hubiera estado largo tiempo buscando a tientas su camino hacia las aguas del Penobscot, o recordase la época antigua en que discurría por allí; observando dónde el horizonte era más bajo y siguiendo el más extenso de aquellos, finalmente alcanzamos el dique, habiendo recorrido una docena de millas desde el último lugar de acampada. Alguien había dejado sobre el dique una línea preparada para la trucha y al lado la navaja con la cual había cortado el cebo, prueba de que el hombre no andaba lejos, y en una cercana cabaña desierta una rebanada de pan tostado en un horno de campaña. Todo aquello resultó pertenecer a un cazador solitario con quien no tardamos en encontrarnos, con canoa, arma y trampas, cerca de allí. El hombre nos dijo que veinte millas más allá por nuestra ruta hacia el extremo inferior del Gran Lago era donde se podían pescar todas las truchas que se quisieran, y que la primera casa al pie del lago, sobre el East Branch, era la de Hunt, unas cuarenta y cinco millas más lejos; si bien había otra a eso de milla y media por el Arroyo de las Truchas, alrededor de quince millas más adelante, pero con un camino escasamente visible. Resultó que, aunque teníamos la corriente a favor, no llegamos a la siguiente casa hasta la mañana del tercer día posterior. La casa habitada permanentemente más próxima se hallaba ahora a una docena de millas detrás nuestro, de modo que el intervalo entre las dos más cercanas de nuestra ruta era de unas sesenta millas.
El cazador, un hombre bastante pequeño, tostado por el sol, que ya había guardado su canoa y horneado su pan, no tenía nada más interesante y urgente que hacer que observar nuestro pasaje. Llevaba un mes o más en soledad. ¡Cuánto más natural y venturosa era su existencia que la del cazador en los bosques de Concord, que regresa cada noche a su casa y su molino! Pero aquel de la ciudad que posee avena silvestre para sembrar, la siembra generalmente en tierra cultivada y relativamente agotada. Y en cuanto al del tumultuoso mundo en las grandes ciudades, tan escasa es su iniciativa que jamás se aventura en esta dirección, sino que, como las alimañas, se reúne en callejones y tabernas, siendo acaso su mayor logro el correr al lado de un carro de bomberos y lanzar diatribas. Pero en comparación, el primero es un tipo independiente y de éxito, que se gana la vida de una forma que le gusta, sin molestar a sus vecinos humanos. ¡Cuánto más respetable también es la vida del pionero o colonizador solitario en estos o cualesquiera otros bosques —afrontando dificultades reales, no de su invención, consiguiendo el sustento directamente de la naturaleza—, que la de las desvalidas multitudes de las ciudades, pendientes de gratificar las necesidades sumamente artificiales de la sociedad y cuyos individuos son expulsados de sus trabajos en épocas difíciles!
Aquí —es decir, al pasar por las tierras elevadas entre el Allegash y el East Branch del Penobscot— encontramos por primera vez verdadera abundancia de frambuesas; y lo mismo cabe decir de los arándanos.
El lago Telos, cabecera del St. John de este lado, y la laguna Webster, cabecera del East Branch del Penobscot, tienen únicamente una milla de separación, y están unidos por un barranco, en el cual fue suficiente cavar un poco para que el agua del primero, que está más alto, fluyera hacia el otro. Este canal, que tiene menos de una milla de longitud y unas cuatro varas de ancho, fue abierto cuatro años antes de mi visita a Maine. Desde entonces la madera del Allegash superior y sus lagos ha sido enviada por el Penobscot, es decir, subiendo el Allegash, que aquí consiste principalmente en una cadena de grandes lagos de aguas estancadas, cuyos conductos de paso, o conexiones fluviales, han sido igualmente estancadas mediante diques, y luego por el Penobscot. El pasaje del agua ha producido tales cambios en el canal que ahora tiene el aspecto de una corriente montañosa muy rápida fluyendo por la quebrada, y no se tiene la impresión de que haya sido necesaria excavación alguna para hacer que las aguas del St. John se volcasen aquí en el Penobscot. La corriente era tan sinuosa que permitía ver poco cuesta abajo.
Afirma Springer en su «Forest Life» que el motivo de que este canal fuera abierto fue el siguiente. Según el tratado de 1842 con Gran Bretaña[39], se convino en que toda la madera enviada por el St. John, que nace en Maine, «una vez en la Provincia de New Brunswick… será tratada como si fuera producto de dicha provincia», lo cual desde nuestro lado fue interpretado como que estaría libre de impuestos. Inmediatamente la Provincia, deseando obtener algo de los yanquis, estableció una tasa sobre toda la madera que pasase por el St. John; pero para satisfacer a sus propios coterráneos «fijó un descuento equivalente al valor de la madera proveniente de las tierras de la Corona». En resultado fue que los yanquis hicieron que el St. John discurriese en el sentido opuesto, o por el Penobscot, con lo que la Provincia perdió sus impuestos y su agua, mientras los yanquis, aumentando grandemente su riqueza, tuvieron motivo para agradecer la sugerencia.
Es fantástico lo bien regada que está esta región. Cuando uno rema a través de un lago, se le presentan bahías, siguiendo las cuales, y acaso la corriente tributaria que descarga en ella, se puede, tras un breve porte, o eventualmente, en algunas estaciones, sin ninguno en absoluto, alcanzar otro río, que desemboca lejos del cual uno está. Por lo general, efectuando frecuentes pero no muy extensos portes, se puede ir en cualquier dirección en una canoa. Se percibe, una vez más, aquello que aquí toda la naturaleza recuerda claramente, pues sin duda las aguas discurrían de este modo en un periodo geológico anterior, y en lugar de ser una región lacustre era un archipiélago. Parecería que las corrientes más jóvenes e impresionables apenas pudieran resistir las numerosas invitaciones y tentaciones a abandonar sus lechos nativos y correr por los canales de sus vecinos. Los portes se realizan a menudo por terreno semisumergido, por los canales secos de un periodo anterior. Porteando de un río a otro no pasé por un terreno tan alto y rocoso como el de los saltos de agua del mismo río. Pues en el primer caso estuve una vez perdido en una ciénaga, como he relatado, y en el otro di con un canal artificial que parecía natural.
Recuerdo haber soñado una vez que impulsaba una canoa por los ríos de Maine y que, una vez llegado a una altura en que los canales estaban muy secos, seguía adelante por quebradas y gargantas casi tan bien como antes, empujando un poco más fuerte; y ahora me parecía que mi sueño se realizaba parcialmente.
Allí donde haya un canal para el agua, habrá siempre un camino para una canoa. El piloto del vapor que iba de Oldtown remontando el Penobscot en 1854 me contó que el barco tenía un calado de solo catorce pulgadas y navegaba fácilmente en dos pies de agua, aunque a ellos no les gustaba. Se dice que algunos vapores occidentales pueden navegar sobre un cuantioso rocío, con lo que cabe imaginar lo será capaz de hacer una canoa. Montresor[40], que alrededor de 1760 fue enviado por los ingleses desde Quebec a explorar la ruta al Kennebec, por la cual pasaría después Arnold, suministró agua al Penobscot cerca de su fuente abriendo los diques de los castores, cosa que, dice, «se hace a menudo». Después señala que el Gobernador de Canadá había prohibido molestar a los castores en las proximidades de la desembocadura del Kennebec desde el lago Moosehead, por el servicio que sus diques prestaban elevando el nivel del agua para la navegación.
Este llamado canal era un río rocoso bastante considerable y sumamente rápido. El indio decidió que había en él agua suficiente sin levantar la compuerta del dique, cosa que únicamente haría la corriente más violenta, y que lo navegaría él solo, mientras nosotros cargábamos con gran parte del equipaje. Como habíamos consumido alrededor de la mitad de nuestras provisiones, en la canoa quedaba la parte menor. Tiramos el barril del cerdo y envolvimos su contenido en corteza de abedul, que es el excelente papel de envolver de los bosques.
Siguiendo por el bosque una senda húmeda alcanzamos la cabecera del lago Webster casi al mismo tiempo que el indio, a pesar de la velocidad con la que él se movía, ya que nuestra ruta era más directa. El nombre indio del río Webster, del cual el lago es su origen, es, según él, madunkehunk, o sea «altura de tierra», y el del lago madunkehunk-gamooc, o «lago de la altura de tierra». Este último tenía dos o tres millas de longitud. Por la costa del mismo pasamos cerca de un pino que había sido partido por un rayo, quizá el día anterior. Por primera vez estábamos realmente en aguas del East Branch del Penobscot.
En la desembocadura del lago Webster había otro dique, en el cual nos detuvimos a recoger frambuesas mientras el indio avanzaba media milla por la floresta para comprobar con qué habría de enfrentarse. Allí había un desierto campamento de leñadores, aparentemente utilizado el invierno anterior, con su «cobertizo» o establo para ganado. Había en el mismo, a una altura de dos pies del suelo, un gran lecho de ramas de abeto, que ocupaba la mayor parte del recinto; una larga mesa estrecha contra la pared, con un rústico banco de tronco delante, y sobre la mesa una pequeña ventana solitaria que dejaba pasar una luz tenue. Era un sencillo y recio fuerte erigido contra el frío, y hablaba del vigoroso trabajo llevado a cabo allí. En el bosque vecino descubrí un par de trampas de madera que no habían sido usadas desde hacía mucho tiempo. La parte principal la constituía una vara larga y delgada.
Comimos en la ribera, sobre la parte más alta del dique. Sentados junto al fuego, ocultos por el talud de tierra del dique, vimos llegar andando por el mismo al salir del agua desde el otro lado, una extensa fila de patos salvajes jóvenes que pasaron a menos de una vara de nosotros, casi al alcance de nuestras manos. Fueron muy abundantes en todos los ríos y lagos que visitamos, y cada dos o tres horas se alejaban velozmente por delante de nosotros formando sobre las aguas una extensa hilera de entre veinte y cincuenta ejemplares cada vez, raramente volando, sino desplazándose con gran rapidez río arriba o río abajo, incluso en medio de los más violentos rápidos, y visiblemente igual de veloces subiendo o bajando; o de lo contrario, cruzando diagonalmente, los mayores detrás, al parecer, guiándolos, y volando al frente de cuando en cuando, como para indicar el rumbo. Vimos asimismo numerosos y pequeños tordos de agua negros que se comportaban de manera semejante, y una o dos veces, algunos patos negros.
Un indio nos había dicho en Oldtown que nos veríamos forzados a portear diez millas entre el lago Telos sobre el St. John y el Lago Segundo en el Esat Branch del Penobscot; pero los leñadores con quienes nos encontramos nos aseguraron que no sería más de una milla. Resultó que el indio, que últimamente había recorrido aquella ruta, estaba casi en lo cierto, en cuanto a nosotros se refiere. No obstante, si uno de los dos hubiera podido auxiliar al indio a gobernar la canoa en los rápidos, podríamos haber recorrido la mayor parte del camino; pero al estar él solo en el manejo de la canoa en esos lugares, nos vimos obligados a hacer a pie la mayor parte. Yo no estaba precisamente dispuesto a realizar el experimento en el río Webster, que tiene tan mala reputación. Según mi observación, un batteau, adecuadamente tripulado, supera fácilmente los rápidos, en tanto un indio, solo con una canoa, tiene que portear.
Mi compañero y yo llevamos una buena parte del equipaje a hombros, mientras el indio llevaba en la canoa lo que podía sufrir menos con la humedad. No sabíamos cuándo volveríamos a ver al indio, dado que él no había recorrido ese camino desde que abrieron el canal, más de treinta años atrás. Convino en detenerse cuando llegase a aguas mansas, subir a tierra y encontrar nuestro camino si podía, decirnos hola y al cabo de un tiempo razonable continuar e intentarlo de nuevo; y nosotros quedamos en actuar igualmente a su respecto.
Comenzó desplazándose a través de la compuerta y sobre el dique, como siempre, de pie en su canoa lanzada, y pronto se perdió de vista detrás de una punta en una agreste garganta. Este Webster es bien conocido por los madereros como un río difícil. Es sumamente rápido y rocoso, y también poco profundo, y apenas puede ser considerado navegable, a menos que eso signifique que lo que se bote en él será seguramente transportado de forma veloz, aunque pueda hacerse pedazos por el camino. Es en cierto modo como navegar en una boca de tormenta. Con una fuerza generalmente irresistible impulsándolo, se ha de escoger el rumbo a cada instante entre las rocas y los bajíos, y manteniéndose en él, avanzar siempre con la mayor moderación posible, y con frecuencia frenando, si se puede, para poder inspeccionar los rápidos que se tengan por delante.
Por indicación del indio, cogimos un antiguo sendero del lado sur, que parecía seguir el curso del río, aunque a considerable distancia del mismo, cortando curvas, tal vez hacia el Lago Segundo, después de haber fijado primero el curso —nordeste— en el mapa con un compás, por seguridad. Era un sendero agreste, con algunas huellas de bueyes que lo habían transitado, probablemente hacia el calvero de algún antiguo campamento buscando donde pastorear, mezcladas con las de alces que lo habían usado recientemente. Proseguimos sin parar durante cosa de un cuarto de hora sin dejar las mochilas en el suelo, rodeando a veces un árbol caído o pasando por encima de él, casi siempre sin ver ni escuchar el río; hasta que, habiendo caminado unas tres millas, nos alegró el descubrimiento de que el sendero llegaba otra vez al río, en un viejo campamento situado en un pequeño calvero del bosque, en el cual nos detuvimos. Pese a la rapidez y la escasa profundidad que tenía allí el río, un rápido continuo con olas danzarinas, al sentarme en la orilla vi una extensa hilera de patos silvestres que, asustados por algo, se desplazaban río arriba del lado opuesto con la misma facilidad con la que ordinariamente lo hacían río abajo, rozando apenas la superficie de las olas y tomando impulso en ellas según discurrían por debajo; pero no tardaron en volver, espantados por el indio, que se había retrasado un poco debido a las curvas del río. Él rodeó velozmente una punta algo más arriba, y llegó a tierra junto a nosotros con bastante agua en su canoa. Según dijo, había encontrado «agua muy fuerte», y antes se había visto obligado a desembarcar una vez para achicar la que había embarcado. Se quejó de que le exigía un gran esfuerzo remar tan fuerte para mantener la canoa en su curso sin tener a alguien que le ayudase en la proa, y dijo que, aun con poca profundidad, no sería ninguna broma volcar allí, ya que la fuerza del agua era tal que preferiría que yo le golpease en la cabeza con un remo a ser golpeado por ella. Verlo surgir de aquel espacio fue como si uno vertiese agua por un abrevadero inclinado y en zigzag, dejara caer en él una cáscara de nuez, y cortando camino hacia el extremo, llegase a tiempo para verla salir erguida, sin haber volcado y solo parcialmente inundada, pese a lo tumultuoso del flujo del agua.
Después de tomar aliento por un momento mientras yo le sostenía la canoa, no tardó el indio en perderse de vista circundando otra curva, ni nosotros, cargando nuevamente a hombros las mochilas, en reanudar la marcha.
No volvimos de inmediato a nuestro sendero, sino que nos desplazamos con dificultad por la orilla del río, hasta que finalmente, abriéndonos paso hacia el interior de la floresta, lo reencontramos. Antes de haber recorrido una milla oímos al indio que nos llamaba. Se había internado en el bosque y seguido el sendero buscándonos, pues había encontrado aguas suficientemente tranquilas para permitirnos embarcar. La orilla distaba alrededor de un cuarto de milla a través de una densa floresta oscura, y mientras el indio nos conducía de regreso, girando rápidamente a derecha e izquierda, tuve la curiosidad de fijarme bien, y descubrí que iba siguiendo inversamente sus pisadas anteriores. Yo solo percibía ocasionalmente sus huellas en el musgo, pero él no parecía mirar ni dudar un instante y nos condujo exactamente hasta la canoa. Eso me sorprendió, ya que sin una brújula o el ruido o la vista del río para orientarnos, nosotros no hubiéramos sido capaces de mantener el curso durante muchos minutos ni hubiésemos podido seguir a la inversa las huellas anteriores sino por un breve trecho, mediante grandes esfuerzos y muy lentamente, empleando una laboriosa circunspección. Pero era evidente que él podía regresar a través de la floresta después de haber estado todo el día en cualquier sitio.
Tras aquella dura caminata por el oscuro bosque, fue un cambio agradable volver a deslizarnos por la rápida corriente en la canoa. Aquel río, que tiene más o menos el tamaño de nuestro Assabet (en Concord), aunque seguía siendo muy rápido, estaba allí perfectamente en calma y mostraba un declive muy visible, una pendiente regular a lo largo de varias millas, como un espejo ligeramente inclinado, por el cual nos deslizábamos. Este descenso regular muy notable, especialmente cuando se miraba la línea del agua contra las orillas, me causó una singular impresión, probablemente intensificada por la rapidez con que nos movíamos, que hacía que nos pareciese que resbalábamos por un declive mucho más pronunciado aún, y que no fuéramos a salvarnos de los rápidos y los saltos de agua si de pronto nos encontrásemos con ellos. Mi compañero no se dio cuenta de la pendiente, pero yo tengo ojos de topógrafo y estuve seguro de que no se trataba de una ilusión óptica. Cuando uno se aproxima a un río como aquel puede decir con solo una mirada hacia dónde discurre el agua, aunque no perciba movimiento alguno. Yo observé el ángulo que un plano horizontal formaría con la superficie, y calculé en una vara el desnivel, que no tenía por qué ser notablemente grande para producir el efecto.
Me sentía muy excitado por lo perfecto de la navegación, enteramente distinta a flotar en nuestro inane río Concord, ante el deslizamiento por aquel espejo inclinado —que de vez en cuando describía una suave curva— como si en verdad bajase por una montaña entre dos florestas siempre verdes flanquedas por altos pinos blancos secos, a veces inclinados a medias sobre el río y destinados pronto a formar un puente sobre el mismo. Vi allí algunos monstruos, casi despojados de ramas, que apenas disminuían de diámetro a lo largo de ochenta o noventa pies.
Mientras así nos deslizábamos, el indio repitió, en un tono deliberado y grave, las palabras «Daniel Webster, gran abogado», al parecer recordándolo por el nombre del río, y describió la visita que le había hecho en Boston, en la que supuso era la casa de huéspedes donde se alojaba. El indio no tenía tratos con él, sino que fue simplemente, digamos, a presentarle sus respetos. Respondiendo a nuestras preguntas, describió bastante bien al personaje. Era el día en que Webster pronunció su oración de Bunker Hill, que creo que Polis escuchó. La primera vez que fue a visitarlo se cansó de aguardarlo sin ser atendido, y se fue. La siguiente vez lo vio aproximarse en mangas de camisa varias veces a la puerta de la habitación donde él estaba esperando, sin advertir su presencia. Polis pensó que si el otro hubiese ido a ver a los indios, estos no lo habrían tratado de ese modo. Por último, después de una muy larga demora, Webster entró, caminó hacia él y le preguntó en alta voz, con brusquedad, «¿Qué quiere?», y él, creyendo, por el movimiento de su mano, que iba a golpearlo, dijo para sí, «Será mejor que tenga cuidado, si intenta eso yo sabré qué hacer». No le gustó el hombre, y acerca de lo que este dijo aseguró que «no vale la pena hablar de una rata almizclera». Nosotros sugerimos que probablemente el Sr. Webster estuviera muy ocupado, y tuviera por entonces un gran número de visitantes.
Al llegar a los rápidos y saltos de agua, nuestro avance fácil terminó súbitamente. El indio recorrió la costa para inspeccionar el agua, mientras nosotros trepábamos por las rocas, recolectando bayas. El peculiar desarrollo de los arándanos en lo alto de las grandes rocas me producía la impresión de estar en tierras altas, y en rigor se trataba precisamente de eso. Cuando volvió, el indio comentó, «Vosotros tener que caminar; agua muy fuerte». Así pues, sacando la canoa, la botó otra vez más abajo de los saltos y no tardó en perderse de vista. En situaciones como esa, se metía en la canoa, cogía el remo y, con un aire de misterio partía, mirando a lo lejos y ateniéndose a sus intuiciones, como si absorbiera toda la información proporcionada por la floresta y la corriente; pero algunas veces yo percibía una leve expresión divertida en su rostro, acaso respondiendo a mi sonrisa de simpatía, pues él mostraba permanentemente buen carácter. Mientras, nosotros íbamos dificultosamente por la ribera, cargando nuestras mochilas, sin sendero visible. Fue el final de nuestra navegación por el día.
La rocas que aquí prevalecían era de un tipo de pizarra, afirmadas de canto, y a mi compañero, llegado recientemente de California, le parecieron exactamente iguales a aquellas en las que se encuentra oro, y dijo que si hubiera tenido una batea le habría gustado lavar un poco de arena del lugar.
El indio iba ahora mucho más rápido que nosotros, y de cuando en cuando nos esperaba. Allí encontré el único manantial de agua fresca del que haya bebido en cualquier otro sitio durante la excursión, una pequeña aguada en la ribera arenosa. Fue un evento bastante memorable y se debió a lo elevado del terreno, pues en todas las otras partes en las que estuvimos, el agua de los ríos y sus afluentes era mansa y tibia, comparada con la de una región montañosa. Resultaba muy malo caminar por la costa por encima de árboles y arbustos caídos y arrastrados por el agua, y también sobre las piedras, haciendo a menudo equilibrio sobre el agua, o bien moviéndonos por una barra de grava o internándonos tierra adentro. En cierto lugar, encontrándose el indio adelante, me vi forzado a quitarme toda la ropa con objeto de vadear un afluente pequeño pero profundo, mientras mi compañero, que iba por el interior, encontró un puente rústico en lo alto del bosque, y dejé de verlo por un tiempo. Vi huellas muy frescas de alce, hallé una nueva vara de solidago para mí (tal vez solidago thyrsoidea), y pasé al lado de un tronco de pino blanco atascado cerca de la orilla del río, que medía fácilmente cinco pies de diámetro en un extremo. Es probable que lo frenase su tamaño.
Poco después, alcancé al indio al borde de una tierra quemada que se extendía por tres o cuatro millas al menos, empezando a unas tres millas más allá del Lago Segundo, el cual esperábamos alcanzar esa noche, y que se encuentra alrededor de diez millas del lago Telos. Esta región quemada era todavía más pedregosa que la anterior, pero, aun siendo relativamente abierta, todavía no dejaba ver el lago. Como no había visto a mi compañero durante un buen rato, trepé, con el indio, a una roca especialmente alta al borde del río, la cual formaba en la parte más elevada una estrecha cresta de uno o dos pies de anchura, para desde allí buscarlo; y tras llamar varias veces, finalmente lo oí responder desde una distancia considerable: había tomado un sendero que lo alejó del río, puede que directamente hacia el lago, y ahora estaba buscando nuevamente aquel. Viendo, a eso de un tercio de milla más al este, una roca semejante a la anterior, pero mucho más alta, me encaminé hacia ella a través de la tierra quemada, con objeto de avizorar el lago desde su cima, dando por supuesto que el indio se mantendría en la corriente con la canoa, y anunciando todo el tiempo a gritos que mi compañero podría reunirse conmigo por el camino. Antes de juntarnos, observé que un alce, posiblemente asustado por mis gritos, había huido al parecer por un gran tronco podrido de pino que formaba un puente de treinta o cuarenta pies de largo sobre una depresión del terreno, cosa tan conveniente para él como para mí. Sus huellas eran tan grandes como las de un buey, pero un buey no habría podido cruzar por allí. La de la tierra quemada era una región sumamente agreste y desolada. A juzgar por el hierbajo y los retoños, parecía haber sido quemada unos dos años antes. Estaba cubierta de troncos carbonizados, sea tumbados o de pie, que nos tiznaban la ropa y las manos, y allí no habríamos podido fácilmente distinguir a un oso por su color. Grandes esqueletos de árboles, a veces sin quemar por fuera, o quemados solo de un lado pero negros en su parte interna, alcanzaban veinte o cuarenta pies de altura. El fuego había subido por dentro, como en una chimenea, dejando el sámago. A veces cruzábamos un barranco rocoso de cincuenta pies de ancho por medio de un tronco caído; y había por todas partes grandes extensiones de adelfilla (epilobium), las mayores que yo haya visto, en las que destacaban grandes masas de color rosa. Es que entremezcladas con aquella había plantas de frambuesa y arándano.
Una vez cruzada una segunda cresta rocosa como la primera y cuando yo empezaba a ascender la tercera, el indio, a quien había dejado en la costa a unas cincuenta varas detrás, me hizo señas de que fuera hasta él, pero yo le indiqué que primero subiría a la alta roca que tenía delante de mí, desde donde esperaba divisar el lago. Mi compañero subió conmigo hasta arriba. La cima estaba formada igual que las otras. Atraída mi atención por el perfecto paralelismo entre aquellos singulares promontorios rocosos, pese a la distancia que los separase, saqué mi brújula y hallé que estaban dispuestos de noroeste a sureste, con la roca en los flancos, por cierto muy agudos. Hablando de memoria, diré que este en el que estábamos tenía una extensión de casi un tercio de milla, aunque era bastante angosto, e iba subiendo gradualmente desde el noroeste hasta la altura de más o menos ochenta pies, para volverse empinado en el extremo sureste. La inclinación del lado suroeste era como la de un techo ordinario, que uno podría trepar sin riesgo; el del nordeste era un abrupto despeñadero desde el cual uno podía saltar limpiamente hasta el fondo, cerca de donde discurría el río; en tanto que la cima plana del promontorio, por la que se podía caminar, tenía solo entre uno y tres o cuatro pies de ancho. Para hacerse una idea aproximada, si se corta al medio una pera a lo largo, se la coloca sobre el lado plano, con el pedúnculo hacia en noroeste, y luego se la divide verticalmente a la mitad en la dirección de su largo, conservando la mitad suroeste, se tendrá a grandes rasgos la forma de que hablo.
Había una notable serie de esas grandes rocas puestas de manifiesto por la quemazón; grandes olas, como quien dice. No es sorprendente que el río que se abría paso por entre ellas fuera rápido y estuviera obstruido por saltos. Sin duda la ausencia de tierra sobre esas rocas, o la sequedad de la misma donde la había, determinó que el incendio fuese muy riguroso. Vimos el lago por encima del bosque, dos o tres millas más adelante, y observamos que el río describía un abrupto giro hacia el sur rodeando el extremo noroeste del acantilado en el que nos encontrábamos, o un poco más arriba, de modo que habíamos cortado una curva, y también vimos que había un importante salto de agua en ella a corta distancia por debajo nuestro. Vi la canoa a un centenar de varas detrás, pero ahora sobre la orilla opuesta, y supuse que el indio había concluido por desembarcar y hacer un porte rodeando unos peligrosos rápidos de aquel lado, y eso podría ser lo que habrían significado las señas que me había hecho; pero tras aguardar un rato continué sin verlo en absoluto, y le comenté a mi compañero que no sabía dónde podría hallarse, aunque empezaba a sospechar que se hubiera internado por tierra a buscar el lago desde alguna cima de aquel lado, como habíamos hecho nosotros. Así fue, efectivamente; pues después de iniciar el regreso a la canoa oí un débil llamado, y lo divisé en la cima de una colina rocosa de aquel lado. Pero como, tras un buen rato, aún veía su canoa en el mismo sitio, sin que él hubiese retornado y sin que pareciera tener prisa alguna por hacerlo, y como además recordé que previamente me había hecho señas, pensé que podría haber algo más que lo detuviese y empecé a volver al noroeste, por la cresta, hacia el ángulo en el río. Mi compañero —que acababa de quedar separado de nosotros y había contemplado incluso la necesidad de acampar solo—, deseando dosificar sus pasos, y no obstante por no separarse de nosotros, quiso saber adónde iba; a lo que respondí que retrocedería lo bastante como para comunicarme con el indio, y que pensaba que sería mejor que fuésemos juntos por la orilla, teniéndolo siempre visible.
Cuando alcanzamos la orilla el indio apareció desde el bosque del otro lado, pero debido al estruendo del agua nos era difícil comunicarnos. Él siguió por la orilla hacia el oeste en la canoa, mientras que nosotros nos detuvimos en una esquina donde la corriente doblaba hacia el sur rodeando el precipicio. Volví a decirle a mi compañero que seguiríamos por la orilla manteniendo al indio a la vista. Empezamos a hacerlo, bien juntos, con el indio, que había botado de nuevo la canoa, detrás nuestro; pero en ese preciso momento vi que él había cruzado a nuestra orilla y venía cuarenta o cincuenta varas más atrás haciéndome señas, así que le grité a mi compañero, que acababa de desaparecer detrás de unas grandes rocas en la punta del precipicio, tres o cuatro varas delante de mí, de camino al río, que iba un momento a ayudar al indio. Así lo hice —ayudé a pasar la canoa por un salto de agua, echado de bruces sobre una roca y sosteniéndola por un extremo mientras él la recibía abajo—, y antes de diez o a lo sumo quince minutos estuve de regreso en el punto donde la corriente giraba hacia el sur, para reunirme con mi compañero, mientras Polis se deslizaba solo por el río, paralelo a nosotros. Pero para mi sorpresa, al rodear el precipicio, aunque la costa estaba despejada de árboles, que no de rocas, por al menos un cuarto de milla, no había señales de mi compañero. Era como si se lo hubiese tragado la tierra. Cuestión tanto más inexplicable por cuanto que yo sabía que desde nuestra caminata por la ciénaga él tenía los pies muy doloridos, y que quería mantenerse con el grupo; además, resultaba muy dificultoso andar trepando rocas o esquivándolas. Apresuré el paso, llamándolo y buscándolo, pensando que podría estar oculto tras una roca, aunque dudando si no habría ido por el otro lado del precipicio, pero el indio se había adelantado más velozmente en la canoa, hasta ser detenido por los saltos de agua, un cuarto de milla más abajo. Entonces desembarcó, y declaró que esa noche no podíamos llegar más lejos. Se estaba poniendo el sol, y debido a los saltos de agua y los rápidos íbamos a vernos obligados a abandonar ese río y a portear un buen trecho hasta otro más al este. Lo primero era, pues, encontrar a mi compañero, pues ahora me sentía muy alarmado por él, y mandé adelante al indio por la orilla, que empezaba a estar cubierta nuevamente de madera sin quemar a continuación de los saltos de agua, mientras yo buscaba hacia atrás alrededor del precipicio que acabábamos de pasar. El indio mostró cierta renuencia a esforzarse, quejándose de que estaba muy fatigado por los trabajos del día, y arguyendo que lo había agotado mucho el superar tantos rápidos solo; pero partió emitiendo gritos semejantes al de un búho. Yo recordé que mi compañero era corto de vista, y temí que hubiera caído por el precipicio o se hubiera desmayado y caído entre las rocas de abajo. Grité y exploré de arriba abajo aquel precipicio en medio de la penumbra hasta que no pude ya ver, sin esperanza de hallar otra cosa que su cuerpo en el fondo. Durante media hora presentí y creí solo en lo peor. Pensaba en qué debería hacer al día siguiente si no lo encontraba, en qué podía hacer en semejante lugar, y en cómo se sentirían sus parientes si yo retornase sin él. Sentía que si realmente se había extraviado lejos del río, encontrarlo sería una empresa desesperada; ¿y dónde estaban quienes pudieran auxiliarme? ¿Cómo reclutar gente donde no había sino dos o tres campamentos, distantes veinte o treinta millas, sin carretera, y tal vez con todos el mundo ausente de su casa? Pero había que esforzarse tanto más cuanto menores fueran las perspectivas de éxito.
Bajé velozmente del precipicio a la canoa con el fin de disparar el arma del indio, pero descubrí que los fulminantes los tenía mi compañero. Seguía pensando en cómo disparar, cuando regresó el indio. No había encontrado a mi compañero pero había visto sus huellas una o dos veces a lo largo de la orilla. Esto me animó mucho. Él se opuso a disparar el arma, diciendo que si mi compañero la oía, cosa improbable habida cuenta el estruendo del río, sentiría la tentación de venir hacia nosotros y podría romperse el cuello en la oscuridad. Por la misma razón nos abstuvimos de encender una fogata en la roca más alta. Yo propuse que bajásemos ambos por el río hasta el lago, o que en todo caso fuera yo, pero el indio dijo, «Ser inútil, no poder hacerse nada en la oscuridad; por la mañana encontrarlo. No peligro, hace acampada. Ningún animal dañino por aquí, no osos grises, como en California, donde ha estado, noche templada, él pasar tan bien como nosotros». Pensé que si estaba bien podía arreglárselas sin nosotros. Acababa de vivir ocho años en California, y tenía amplia experiencia con animales salvajes y hombres incluso más salvajes, estaba especialmente acostumbrado a llevar a cabo largos viajes, y aunque estuviera enfermo o muerto se hallaba cerca de donde nos hallábamos. La oscuridad en el bosque era ya tan densa, que eso solo decidió la cuestión. Debíamos acampar donde estábamos. Yo sabía que él tenía su mochila, sus mantas y sus cerillas, y, si se encontraba bien, no lo pasaría peor que nosotros, excepto porque tendría que prescindir de la cena y la compañía.
Como este lado del río estaba tan obstaculizado por las rocas, cruzamos a la orilla oriental, más llana, y procedimos a acampar allí, a menos de dos o tres varas de los saltos. No armamos la tienda, sino que nos tumbamos en la arena, colocando unas puñados de hierba y ramas debajo nuestro, al no haber plantas disponibles. Como combustible utilizamos algunos de los tocones carbonizados. Nuestras diversas bolsas de provisiones se habían mojado bastante en los rápidos, y las dispuse en torno al fuego para que se secaran. El salto cercano era el principal en aquel río y hacía temblar la tierra debajo nuestro. Era una noche fresca, por el rocío. El indio se quejó bastante, y más tarde creyó haber pescado allí un enfriamiento que le ocasionó una enfermedad más grave. En todo caso, no nos molestaron los mosquitos. Yo permanecí un buen rato despierto debido a la ansiedad, pero, inexplicablemente incluso para mí, terminé por tranquilizarme con respecto a mi compañero. De entrada me había temido lo peor, pero ahora tenía pocas dudas de que por la mañana lo encontraría. De vez en cuando me parecía escuchar su voz llamando desde el lado opuesto del río, en medio del rugido del salto, pero es dudoso que hubiera podido oírla a través de la corriente. Por momentos dudaba incluso de que el indio hubiera visto realmente sus huellas, puesto que se manifestaba renuente a efectuar una búsqueda intensiva, y entonces mi ansiedad retornaba.
Era la región más agreste y desolada en la que hubiésemos acampado, un lugar donde uno podría esperar encontrar habitantes acordes al mismo, pero solo escuché el graznido de una caracatey revoloteando en lo alto. En la primera parte de la noche, la luna llena, situada sobre las rocosas colinas adornadas con altos, carbonizados y huecos tocones o esqueletos de árboles, servía para poner de manifiesto la desolación.