Parte III
Allí, a eso de las dos, entramos por un pequeño afluente de tres o cuatro varas de ancho que se incorpora por la derecha desde el sur, llamado el arroyo Pine, en busca de vestigios de alces. No habíamos avanzado sino unas varas cuando vimos unas huellas muy recientes junto a la orilla, donde el lodo parecía recién levantado por sus patas, y Joe declaró que habían pasado por allí muy poco antes. Pronto llegamos, sobre la margen oriental, donde el Pine formaba un ángulo, a un pequeño prado, en su mayor parte densamente cubierto de alisos. Mientras pasábamos junto a la orilla, puede que bastante más silenciosamente de lo habitual, en función de la frescura de las huellas —el plan era acampar en aquel sitio, si las perspectivas eran buenas—, oí un leve crujido de ramas en la zona de los alisos, y puse sobre aviso a Joe; con lo cual él empezó rápidamente a dar marcha atrás con la canoa; y habíamos retrocedido una docena de varas cuando de pronto divisamos a dos alces parados al borde de la parte abierta del prado que acabábamos de dejar atrás, a no más de seis o siete varas, que nos miraban desde los alisos. Con sus largas orejas y su mirada medio inquisitiva, medio temerosa, me hicieron pensar en unos grandes conejos asustados; eran los verdaderos moradores naturales de la floresta (comprendí enseguida), ocupantes de un espacio que en ese momento descubrí por primera vez que no había sido llenado para mí —se dice que su nombre significa hombres, los-que-comen-del-bosque— revestidos de una especie de gris de Vermont, o artesanal. Nuestro Nimrod[22], debido al movimiento retrógrado, era ahora el que estaba más lejos de los animales; pero advertido de la proximidad de estos, se puso apresuradamente de pie y, mientras nosotros nos agachábamos, le disparó por sobre nuestras cabezas una descarga al más cercano, que era al único que veía, aunque sin saber de qué criatura se trataba; con lo cual el animal atravesó precipitadamente el prado y trepó a un alto terraplén del lado nordeste, con tal rapidez que solo dejó en mi mente una borrosa impresión de sus formas. En el mismo instante, el otro, joven pero alto como un caballo, saltó al agua, plenamente visible, y allí se detuvo un momento, encogido de miedo, o así lo pareció debido a lo desproporcionadamente bajo de sus ancas, y emitió dos o tres agudos berridos. Recuerdo claramente haber visto al mayor detenerse un instante en lo alto del terraplén, mirar hacia su joven congénere, y volver a alejarse a la carrera. La segunda descarga fue dirigida apuntando al animal joven, y cuando esperábamos verlo caer, también él, tras un instante de duda, salió del agua y se lanzó ansiosamente hacia el terraplén, aunque en dirección distinta a la del primero. Todo esto ocurrió en segundos, y nuestro cazador, que nunca antes había visto un alce, no supo si eran ciervos —pues los había visto parcialmente metidos en el agua—, ni si le había disparado dos veces al mismo. Por la forma en que huyeron los animales, y por el hecho de que él no estaba habituado a disparar de pie sobre una canoa, colegí que nunca volveríamos a verlos. El indio dijo que eran una hembra y su becerro de uno o tal vez dos años, que es el tiempo durante el que estos suelen estar en compañía de su madre; pero yo, por mi parte, no había notado mucha diferencia de tamaño. Solo había dos o tres varas por el prado hasta la base del terraplén, el cual, como todos los alrededores, estaba densamente arbolado; pero me sorprendió notar que, tan pronto como el alce hubo traspuesto la línea del bosque, dejaron de escucharse pasos sobre el suave y húmedo musgo que alfombra aquella floresta, y que mucho antes de que desembarcásemos reinara un profundo silencio. «Si haber herido alces, mí seguro recuperar».
Desembarcamos todos enseguida. Mi compañero recargó su arma; el indio amarró la canoa, se quitó el sombrero, se ajustó la pretina, cogió el hacha, y partió. Más tarde me contó, como al pasar, que estando a dos o tres varas de distancia, antes de que tocásemos tierra, había visto una gota de sangre en el terraplén de la orilla. Trepó rápidamente al mismo y se internó en el bosque con un peculiar modo de andar, elástico, silencioso y furtivo, mirando el suelo a derecha e izquierda y siguiendo las débiles huellas del alce herido, señalando de vez en cuando en silencio una solitaria gota de sangre sobre las bonitas y brillantes hojas de la clintonia borealis que cubría el suelo en todas partes, o una rama de helecho rota recientemente, masticando todo el tiempo alguna hoja, o si no, resina de picea. Yo lo seguía, más atento a sus movimientos que al rastro del alce. Después de seguir el mismo alrededor de cuarenta varas en dirección prácticamente recta, sorteando árboles caídos y esquivando los que no lo estaban, él terminó perdiéndolo, pues allí había huellas de muchos otros alces; retrocediendo hasta donde había visto la última gota de sangre, volvió el rastrear un poco y a perder el rastro otra vez —y demasiado pronto, a mi juicio, para un buen cazador—, abandonó por completo. También rastreó unos pocos pasos del animal joven, pero al no ver sangre, no tardó en renunciar a la búsqueda.
Mientras rastreaba el alce, yo observé en Joe una cierta reticencia o moderación. No comunicó varias observaciones de interés que había efectuado, cosa que un hombre blanco hubiera hecho, si bien aquellas pudieran haber trascendido más tarde. En otra oportunidad, al oirse un leve crujido de ramas, él bajó de la canoa para hacer un reconocimiento, y sus pasos se hicieron ligeros y gráciles, avanzando furtivamente por entre las matas con el menor ruido posible, de un modo que ningún hombre blanco podría imitar, encontrando cada vez, por así decir, un sitio para cada pie.
Tras media hora de seguimiento del rastro del alce reanudamos nuestro viaje por el Pine, y pronto, al llegar a una zona de bajío y aguas muy rápidas, sacamos el equipaje y procedimos a acarrearlo por tierra, mientras Joe continuaba él solo con la canoa. Estábamos terminando la travesía y yo iba absorto en las plantas —admirando las hojas del aster microphillus, de diez pulgadas de ancho, y arrancando semillas de orchis—, cuando Joe exclamó desde el agua que había matado un alce. Había encontrado a la hembra muerta, aunque bastante caliente, en medio de la corriente, siendo esta tan poco profunda que el animal yacía en ella con apenas un tercio de su cuerpo por encima de la superficie. Hacía casi una hora que había recibido el disparo, y estaba hinchada de agua. Había corrido un centenar de varas y buscado de nuevo la corriente cortando por una ligera curva. Sin duda un cazador experto la hubiera rastreado enseguida hasta aquel lugar. Me sorprendió su gran tamaño, como el de un caballo, pero Joe dijo que no era una hembra grande. Mi compañero salió nuevamente en busca del becerro. Yo agarré a la hembra por las orejas mientras Joe empujaba la canoa por la corriente hacia una ribera favorable, y así logramos, si bien con cierta dificultad, porque su hocico se atascaba con frecuencia en el fondo, arrastrarla hasta aguas menos profundas aún. Era de un color negro amarronado, o quizás de un oscuro gris acero, en el lomo y los flancos, pero más clara por debajo y delante. Con la cuerda que servía de amarra a la canoa y con la ayuda de Joe la medí cuidadosamente, empezando por las distancias mayores y haciendo un nudo cada vez. Como se necesitaba la amarra, esa noche, con el mismo cuidado, reduje a largos y fracciones de mi paraguas las mediciones efectuadas, comenzando por las menores y desatando los nudos según avanzaba en la tarea; y cuando arribamos al día siguiente a Chesuncook y encontré allí una regla de dos pies, reduje las tomadas antes a pies y pulgadas; y además, me hice una regla igual con una fina tira angosta de serbal que podía doblarse a voluntad en secciones de seis pulgadas[23]. Me tomé tanto trabajo porque no quería verme obligado a decir simplemente que el alce era muy grande. De las varias dimensiones que obtuve mencionaré solo dos. La distancia entre las puntas de las pezuñas de la pata delantera hasta lo alto del lomo entre las paletillas, era de siete pies y cinco pulgadas. Apenas puedo creer en mis propias mediciones, pues eso es alrededor de dos pies más que la altura de un caballo alto. [De hecho, ahora estoy convencido de que esa medición fue incorrecta, pero puedo garantizar que las demás que se dan aquí son correctas, habiéndolas ratificado en una más reciente visita a los bosques]. El largo máximo fue de ocho pies y dos pulgadas. Otro alce hembra, que he medido en aquellos bosques con una cinta métrica en una ocasión posterior, dio exactamente seis pies desde la punta de un casco hasta la paletilla, y ocho pies de longitud, estando tendida.
Cuando más tarde pregunté a un indio cuánto más alto era el macho, él respondió, «Diez pulgadas», y me hizo observar la altura de un poste atravesado sobre el fuego, a más de cuatro pies del suelo, para darme una idea de la altura del pecho. Otro indio, en Oldtown, me dijo que tenían nueve pies de altura hasta lo alto de la cruz, y que uno pesado por él llegó a las ochocientas libras. La longitud de las proyecciones espinales de entre las paletillas es muy grande. Un cazador blanco, la mayor autoridad a la que pude acudir de entre los cazadores, me dijo que el macho no era dieciocho pulgadas más alto que la hembra; admitió, no obstante, que en algunos casos medía nueve pies hasta la cruz y pesaba mil libras. Solamente el macho tiene cuernos, que se alzan un par de pies por encima de la cerviz, y se despliegan tres o cuatro, y a veces seis pies, ¡con lo cual el animal alcanza a veces hasta once pies de altura! De acuerdo con ese cálculo, el alce sería tan alto, aunque puede que no tan grande, como el voluminoso alce irlandés, megaceros hibernicus[24], de un período anterior, del cual dice Mantell que «excedía con mucho en magnitud a cualquier especie viviente», y cuya altura, «desde el suelo hasta el extremo superior de las astas superaba los diez pies». Joe dijo que, aunque el alce cambia anualmente la cornamenta, cada nueva asta tiene una punta adicional; pero yo he notado que a veces tienen más de un lado que del otro. Me impresionó la delicadeza y sensibilidad de las pezuñas, hendidas muy arriba y con posibilidad de apoyar una mitad mucho más atrás que la otra, lo cual es probable que otorgase al animal mayor estabilidad sobre el suelo irregular y los resbaladizos troncos cubiertos de musgo de la floresta primitiva. Eran muy diferentes de los rígidos y maltratados cascos de nuestros caballos y bueyes. La callosa parte descubierta de la pata delantera tenía unas seis pulgadas de longitud, y las dos porciones podían separarse cuatro pulgadas en las extremidades.
El aspecto del alce es singularmente grotesco y poco elegante. ¿Por qué tiene que ser tan alto por delante? ¿Para qué una cabeza tan alargada? ¿Por qué no tiene una cola digna de ese nombre, que en mi examen me pasó del todo desapercibida? Los naturalistas dicen que tiene pulgada y media de longitud. A mí me hizo pensar enseguida en el camelopard[25], alto por delante y bajo atrás, lo que no es de extrañar, ya que, como este último, está conformado para alimentarse de árboles. Con ese propósito, el labio superior sobresale dos pulgadas del inferior. Tal la clase de individuo que se encontraba allí en su elemento; porque, que yo sepa, esa no ha sido nunca la residencia, sino el coto de caza del indio. Quizá el alce se extinga algún día; ¡pero qué natural resultará entonces, cuando solo exista como reliquia fósil, e invisible como tal, que el poeta o el escultor inventen un animal fabuloso, con una cornamenta similar, ramificada y frondosa, una suerte de alga o musgo de hueso, como habitante de un bosque como este!
Allí precisamente, en la cabecera de los rápidos susurrantes, Joe procedió en ese momento a desollar el alce ante mis ojos con una navaja de bolsillo; y fue un asunto trágico el ver aquel cuerpo tibio y palpitante rasgado con un cuchillo, ver la leche aún caliente de la ubre desgarrada, y el horrendo cuerpo enrojecido del animal muerto apareciendo desde el interior de su hermosa vestidura, hecha para ocultarlo. La bala había atravesado la paletilla en diagonal, se había alojado bajo la piel, del lado opuesto, y estaba parcialmente aplastada. Mi compañero la guarda para mostrársela a sus nietos. Tiene las patas de otro alce que mató después, desolladas y rellenas, listas para ponerles una gruesa suela de cuero y convertirlas en botas. Joe dijo que si un alce se para delante de uno no se le debe disparar, sino avanzar hacia él, pues el animal girará lentamente y presentará un blanco perfecto. Su tarea continuó en el lecho de aquel estrecho, agitado y pedregoso arroyo, entre dos elevados muros de piceas y abetos, una mera hendidura en el bosque abierta por la corriente. Joe había terminado de quitar el cuero y lo llevó a rastras hasta la orilla, manifestando que pesaba cien libras, aunque es probable que cincuenta se hubiera aproximado más a la verdad. Cortó una considerable masa de carne para llevarla consigo y puso otra en la orilla, con el cuero, junto con la lengua y el hocico, para que estuvieran allí toda la noche, o hasta que regresáramos. Me sorprendió que pensara dejar la carne así expuesta al costado del cadáver del animal, como algo natural, sin miedo a que alguna criatura lo tocase; pero así fue. Algo semejante difícilmente habría ocurrido en la margen de uno de nuestros ríos de la zona oriental de Massachusetts; pero supongo que allí son menos los pequeños animales salvajes que merodean. No obstante, fueron dos las veces en que, durante esta excursión, llegué a atisbar algo así como un ratón gigante.
La corriente estaba tan retirada y las huellas de alce eran tan frescas que mis compañeros, empeñados todavía en cazar, decidieron avanzar más allá y acampar, para después salir de cacería nocturna. Media milla más arriba, en un sitio en el que al pasar vi el áster púrpura y el avellano picudo, Joe, al oír un leve crujido entre los alisos, y viendo algo negro a unas dos varas de distancia, saltó y susurró, «¡oso!», pero antes de que el cazador hubiera descargado su arma, se corrigió diciendo, «¡castor!»… «¡erizo!». La bala mató a un erizo de más de dos pies y ocho pulgadas de longitud. Las púas de la parte trasera del lomo estaban dispuestas en forma de rayos y aplanadas, como si el animal se hubiera tendido sobre esa parte, pero de ahí hasta la cola eran erectas y largas. Al examinar de cerca las puntas, se veía que eran finamente barbadas y con forma de punzón, es decir, algo cóncavas, para hacerlas eficaces. Al cabo de alrededor de una milla de aguas tranquilas, preparamos el campamento sobre la margen derecha, precisamente al pie de un salto considerable. Pocos hachazos se dieron esa noche, por temor a asustar al alce. Cenamos carne de alce fría. Sabía a carne tierna de vacuno, tal vez más sabrosa, por momentos como de ternera.
Después de cenar, ya con luna, salimos río arriba en busca de caza, «porteando» primero el salto. Componíamos un cuadro pintoresco, marchando en fila india por la orilla, trepando por encima de rocas y troncos, con Joe, que cerraba la marcha, haciendo girar la canoa en sus manos como si fuera una pluma en los lugares donde era difícil pasar sin calcular el espacio. Pasado el salto, botamos nuevamente la canoa, pero después de media milla de aguas tranquilas, aptas para la caza, la corriente se volvió rápida otra vez, y nos vimos obligados a marchar por la margen, mientras Joe se esforzaba por mantenerse de pie en la embarcación, aunque le seguía siendo muy difícil escoger su camino entre las rocas en plena noche. Los demás, andando por la margen, nos encontramos con lo peor, un perfecto caos de árboles caídos y empujados por la corriente, y de matorrales proyectados sobre el agua, además de dar cada dos por tres con un pequeño tributario en una especie de trabazón de alisos. De modo que, hallándonos del lado de las sombras, fuimos tropezando en la oscuridad, asustando eficazmente a todos los alces y osos que pudiera haber por los alrededores. Por fin nos detuvimos, y Joe se adelantó para realizar un reconocimiento; luego nos informó que hasta donde había llegado, cosa de media milla, seguía siendo un rápido continuo, sin perspectivas de mejoramiento, como si bajara de una montaña. Así que regresamos, dirigiéndonos al campamento por aguas tranquilas. Era una espléndida noche iluminada por la luna, y yo, más soñoliento según se hacía más tarde —y porque no tenía nada que hacer—, encontraba difícil saber dónde me hallaba. Aquella corriente era mucho menos frecuentada que la principal, ya que por estos lares ya no se efectuaban operaciones madereras. Tenía solo tres o cuatro varas de ancho, pero las piceas y los abetos a través de los cuales corría parecían, por contraste, más altos. Encontrándome en aquel estado como de ensueño, que la luz de la luna realzaba, no discernía claramente la orilla, y la mayor parte del tiempo me parecía estar flotando por espacios ornamentales —pues asociaba las copas de las piceas con esa clase de escenas—; muy alto sobre un Broadway, y por debajo o entre sus cumbres pensé que veía una interminable sucesión de pórticos y columnas, cornisas y fachadas, galerías e iglesias. No era simplemente que lo imaginara, sino que la visión correspondía a mi estado de modorra. Varias veces me quedé dormido, soñando aún con aquella arquitectura y en la nobleza que moraba detrás y podría surgir de allí; pero de repente me despertaba y me volvía a la realidad el sonido del cuerno de abedul de Joe llamando al alce en medio de todo aquel silencio, y me aprestaba a oír a un alce furioso que viniera ruidosamente a la carrera por el bosque, y a verlo irrumpir en la pequeña franja de prado que teníamos a un lado.
Pero, en más de un sentido, yo ya estaba harto de la cacería de alce. No había venido al bosque con ese propósito ni lo había previsto, aunque había estado dispuesto de buen grado a enterarme de cómo actuaba el indio; pero un alce muerto bastaba, o sobraba, lo mismo que si hubieran sido una docena. La tragedia de la tarde, y mi cuota de parte en ella, al comprometer su inocencia destruyó el placer de mi aventura. Es verdad que estuve muy cerca de convertirme en un cazador y perdí la oportunidad; a la vista de lo cual, creo que podría pasar satisfactoriamente un año en el bosque, pescando y cazando únicamente lo bastante como para subsistir. Eso se parecería a vivir como un filósofo de los frutos de la tierra que uno hubiera cultivado, cosa que también me atrae. Pero lo de cazar al alce meramente por la satisfacción de matarlo —ni siquiera por el cuero—, sin realizar ningún esfuerzo especial ni correr riesgo alguno, se parece demasiado a entrar por la noche al potrero de un vecino y ponerse a disparar contra sus caballos. Estos son caballos de Dios, pobres criaturas tímidas que se ponen a correr en cuanto olfatean al hombre, por más que midan, efectivamente, nueve pies de altura. Joe nos contó de unos cazadores que uno o dos años antes habían matado a tiros por la noche a varios bueyes en determinada zona de los bosques de Maine, confundiéndolos con alces. Y lo mismo podría ocurrirle a cualquier clase de cazador; ¿y cuál es la diferencia de la caza, excepto el nombre? Habiendo matado a uno y a los bueyes propios, ambos criaturas de Dios, en el primer caso se le quita el cuero —ya que ese es el trofeo ordinario, y porque además consta que puede ser vendido para fabricar mocasines—, se rebana un filete del pernil y se deja el enorme cadáver que apeste. No es nada mejor, cuando menos, que colaborar en un matadero.
La experiencia de esa tarde me sugirió cuán poco dignos, o bastos, suelen ser los motivos que llevan a los hombres al bosque. Los exploradores y leñadores son todos jornaleros, a un tanto por día de trabajo, y como tales no tienen más amor por la naturaleza virgen que el de los aserradores por el bosque. Los demás hombres blancos o indios que vienen aquí son en su mayoría cazadores, cuyo objetivo es matar cuantos alces y otros animales salvajes les sea posible. Pero ¿es que no podría alguien pasar unas semanas o unos años en la soledad de este vasto territorio virgen ocupado en otras actividades, perfectamente gratas, inocentes y nobles? Por uno que llega con un lápiz de dibujo o a cantar, hay mil que vienen con un hacha o un rifle. ¡Qué uso tosco e imperfecto hacen, indios y cazadores, de la naturaleza! No es de extrañar que su raza sea tan pronto exterminada. Yo, que ya sentía —y me duró después varias semanas—, que aquella parte de mi experiencia en el bosque me había vuelto más duro, me recordé a mí mismo que la existencia ha de ser vivida con la ternura y la delicadeza con que se arranca una flor.
Con estos pensamientos, cuando llegamos al lugar de acampada resolví dejar que mis compañeros continuaran la cacería del alce por el arroyo, mientras yo preparaba el campamento, aunque ellos me pidieron que no cortara mucha leña ni hiciera una hoguera muy grande, por temor a que les ahuyentara la caza. Cuando partieron, siendo casi las nueve de esa noche brillantemente iluminada por la luna, encendí un fuego en medio de unos húmedos troncos de abeto en lo alto del terraplén cubierto de musgo, y sentado sobre un asiento de ramas, oyendo el ruido de los saltos de agua, examiné a la luz de la hoguera los especímenes botánicos que había recogido por la tarde, y escribí algunas de las reflexiones que he expuesto antes; y me puse a caminar por la orilla y a mirar la corriente, donde todo el espacio por encima de los saltos estaba iluminado por una suave luz. Mientras permanecía sentado ante el fuego, sin muros a mi alrededor, recordé cuán lejos se extendía en todas direcciones el territorio salvaje antes de que apareciesen campos despejados o cultivados, y me pregunté si algún alce o algún oso estaría observando la luz de mi hoguera; pues la naturaleza me miraba con desaprobación, por la alevosa muerte del alce.
Es curioso que sean tan escasos los que vienen al bosque a ver cómo vive y se desarrolla el pino, alzando hacia la luz los brazos de follaje perenne; a ver el perfecto resultado final, su triunfo. La mayoría se contenta con verlo bajo la forma de numerosos tablones llevados al mercado, ¡y considera que ese es el verdadero triunfo! Pero el pino no es más madera que lo que pueda serlo el hombre, y el ser convertido en tablas y casas no es su verdadero y más elevado uso, a menos que la utilidad más real del hombre sea la de ser cortado en pedazos y convertido en abono. Hay una ley superior que afecta a nuestra relación con los pinos lo mismo que con los hombres. Un pino talado, un pino muerto, no es más un pino, en el sentido en que el cadáver de un ser humano no es más un hombre. ¿Puede acaso decirse de quien ha descubierto solo algunas de las utilidades de la barba y el aceite de ballena, que ha descubierto la verdadera utilidad de la ballena? ¿Puede decirse de quien mata al elefante por el marfil, que ha «visto» al elefante? Esos son usos míseros e incidentales; como si una raza más fuerte fuera a matarnos para convertir nuestros huesos en botones y flautas; pues todo puede tener un uso digno o indigno. Toda criatura está mejor viva que muerta, ya se trate de hombres, alces o pinos, y quien lo comprenda debidamente preferirá preservar su existencia, más que destruirla.
¿Es entonces el leñador el amigo y amante del pino, el que está más cerca de él y mejor comprende su naturaleza? ¿Es al curtidor que lo ha descortezado, o al que le ha extraído la trementina, a quien la posteridad convertirá en la fábula de haber acabado por convertirse en pino? ¡No! ¡no! es al poeta: es él quien realmente hace mejor uso del pino. El que no lo acaricia con un hacha, ni le hace cosquillas con una sierra, ni lo mima con una garlopa; el que sabe, sin hacerle un corte, si su corazón suena a hueco; el que no ha comprado el derecho de tala al municipio en el que se encuentra. Todos los pinos se estremecen y lanzan un suspiro cuando ese hombre pisa el suelo de la floresta. No, es el poeta quien los ama como a su propia sombra en el aire y los deja en pie. Yo he estado en el almacén de maderas, en la carpintería, en la curtiembre, en la fábrica de negro de humo[26] y en el lugar del propio bosque donde extraen la trementina de pinos, abetos y otros árboles; pero cuando a la distancia vi con atención las copas de los pinos que ondulaban y reflejaban la luz en lo alto, por encima de todo el resto de la floresta, me di cuenta de que no es en los sitios que he mencionado donde se hace el mejor uso del pino. No son los huesos, el cuero ni el sebo de aquel hombre lo que yo más aprecio. Es el alma del árbol, no su espíritu de trementina[27], con el cual simpatizo y que cicatriza mis heridas cortantes. Es tan inmortal como la mía, y tal vez vaya a un cielo igualmente elevado, donde seguirá descollando sobre mí[28].
Los cazadores no tardaron en regresar, sin haber divisado un alce, pero, siguiendo mis sugerencias, cargaron una cuarta parte del animal muerto, el cual, junto con nosotros, resultó un peso considerable para la canoa.