Parte I

Partí para mi tercera excursión al Maine el 20 de julio de 1857 con un compañero[1], arribando a Bangor al día siguiente, a mediodía. Apenas habíamos abandonado el vapor cuando nos cruzamos en la calle con Molly Molasses[2]. Mientras ella viva, se puede considerar que los indios penobscot existen como tribu. A la mañana siguiente, un pariente mío[3] que está bien relacionado con ellos y que me había acompañado en mis dos excursiones previas a los bosques de Maine, me llevó en su vehículo a Oldtown para ayudarme a conseguir un indio para esta expedición.

El transbordador de Indian Island.

Nos cruzaron a Indian Island en un batteau. El chico del barquero tenía la llave, pero el padre, que era herrero, tras una breve vacilación, cortó la cadena con un escoplo sobre una piedra. Nos dijo que casi todos los indios se habían ido al litoral y a Massachusetts, en parte por el sarampión, que había brotado en Oldtown y al que tenían mucho miedo, y que era dudoso que encontrásemos uno apto en la isla. Pero el viejo jefe Neptuno estaba todavía allí. El primer hombre que vimos en la isla fue un indio llamado Joseph Polis[4], a quien mi pariente había conocido desde niño y al que ahora llamó familiarmente «Joe». Estaba en su patio preparando una piel de ciervo. La tenía extendida sobre un tronco inclinado, y la rascaba con un palo que sostenía con ambas manos. Era robusto, de una altura tal vez algo por encima de la media, con un rostro amplio y, como dicen algunos, rasgos y cutis perfectamente indios. Su casa tenía dos plantas, era blanca y con persianas, la de mejor aspecto que yo haya visto en el lugar y tan buena como cualquiera que pueda verse en una calle de una aldea de Nueva Inglaterra. La rodeaban un huerto y unos árboles frutales, y unos delgados tallos de maíz aislados sobresalían entre las leguminosas. Le preguntamos si conocía algún buen indio que quisiera internarse en el bosque con nosotros, es decir, ir a los lagos Allegash por el Moosehead y regresar por el East Branch del Penobscot, o desviarnos según quisiéramos. A lo cual él respondió, con ese curioso aire de distanciamiento que el hombre blanco le atribuye siempre al indio, «Gustar ir yo mismo; querer conseguir alce»; y continuó rascando la piel. Su hermano había estado en el bosque con mi pariente apenas uno o dos años antes, y ahora el indio quiso saber qué le había hecho aquel para que no regresara, ya que no lo había visto ni había sabido de él desde entonces.

Finalmente volvimos de nuevo al tema más interesante. El barquero nos había dicho que todos los mejores indios se habían ido menos Polis, que pertenecía a la aristocracia. Con seguridad sería el mejor que pudiésemos conseguir, pero en caso de ir querría una remuneración importante. Polis pidió de entrada dos dólares al día, pero accedió a ir por uno y medio, más cincuenta céntimos semanales por su canoa. Vendría con ella esa noche en el tren de las siete, podíamos contar con él. Nos consideramos afortunados por asegurarnos los servicios de aquel hombre, considerado particularmente equilibrado y confiable.

Pasé la tarde con mi compañero, que había permanecido en Bangor, preparando nuestra expedición, comprando provisiones, pan de centeno, cerdo, café, azúcar, etc. y algunas prendas de caucho.

Al principio habíamos pensado en explorar el St. John desde su fuente a la desembocadura, o si no, remontar el Penobscot por el East Branch hasta los lagos Chesuncook y Moosehead. Finalmente nos inclinamos por esta última ruta, solo que revertiendo el orden, yendo vía el Moosehead y retornando por el Penobscot: de otro modo todo el camino habría sido corriente arriba y habría consumido el doble de tiempo. Por la noche llegó el indio en el tren[5] y yo fui por delante indicando el camino hasta la casa de mi amigo mientras él me seguía, a lo largo de los tres cuartos de milla, con la canoa sobre la cabeza. Yo no sabía la ruta exacta, pero me guiaba por la situación de la casa, como hago en Boston, e intenté entablar conversación, pero como él bufaba bajo el peso de la canoa, ya que no contaba con el aparato que se usa normalmente con ese fin, pero sobre todo siendo un indio, habría dado lo mismo que hubiese estado todo el rato golpeando el fondo de la embarcación. En respuesta a las diversas observaciones que formulé con vistas a romper el hielo, él se limitó a gruñir vagamente una o dos veces desde debajo de la canoa, como para hacerme saber que estaba allí.

A la mañana siguiente (julio 23) vino a buscarnos a primera hora la diligencia, cuando el indio había desayunado con nosotros y colocado ya el equipaje en la canoa para ver cómo iba a ir. Mi compañero y yo teníamos cada uno una gran mochila tan llena como era posible, y llevábamos dos sacos grandes de caucho[6] que contenían nuestras provisiones y utensilios. En cuanto al indio, todo su equipaje, además del hacha y el arma, era una manta que llevaba suelta en la mano. Pero se había provisto de tabaco y de una pipa nueva para la excursión. La canoa fue bien amarrada diagonalmente a la parte superior de la diligencia, con trozos de alfombra encajados bajo el borde para impedir el roce. El complaciente conductor parecía tan habituado a transportar tanto canoas como sombrereras[7].

En Bangor House[8] recogimos a cuatro hombres que iban de cacería, uno de ellos como cocinero. Tenían un can, un perro mestizo de mediano tamaño[9] que corría al lado de la diligencia, y cuyo dueño se asomaba de vez en cuando por la ventanilla y le silbaba; pero cuando habíamos recorrido unas tres millas, el perro de pronto desapareció, y dos de los hombres bajaron a buscarlo, mientras la diligencia llena de pasajeros aguardaba. Yo sugerí que el animal había tomado el camino de retorno a Bangor House. Finalmente uno de los hombres regresó, mientras el otro continuaba. El grupo entero de cazadores manifestó su intención de quedarse allí hasta encontrar al perro; pero el muy amable cochero estuvo dispuesto a esperar un poco más. Era evidente que no tenía ganas de perder a tantos pasajeros, que habrían optado al día siguiente por un transporte particular, o tal vez la otra línea de diligencias. Tres eran las millas que habíamos avanzado, de un viaje de más de sesenta que debía ocupar aquel día, y se anunciaba un temporal de lluvia. Mientras estábamos allí aguardando hablamos del tema de los perros y sus instintos, hasta que no dio para más, y el panorama de los suburbios de Bangor permanece aún claramente impreso en mi memoria. Al cabo de una hora entera el hombre retornó, con el perro atado con una cuerda. Lo había alcanzado mientras el animal entraba en Bangor House. Lo pusieron atado sobre el techo de la diligencia, pero al encontrarse allí mojado y con frío varias veces saltó y lo vimos colgando del pescuezo. En aquel perro confiaban para detener con él a los osos. Ya lo había hecho con uno en algún lugar de New Hampshire, y yo doy fe de que detuvo una diligencia en Maine. Probablemente aquel grupo de cuatro no pagó nada por el viaje del perro ni por su escapada, mientras que el nuestro, de tres, pagó dos dólares, y cuatro más por la liviana canoa que se mantuvo inmóvil sobre el techo.

No tardó en comenzar a llover y el tiempo se fue haciendo cada vez más tormentoso a medida que avanzaba el día. Era la tercera vez que yo recorría aquella ruta, y cada una bajo una lluvia que duró todo el día. Por lo tanto vimos muy poco de la región. La diligencia fue completa todo el camino, y yo me ocupé de observar a nuestros compañeros de viaje. Quien hubiera mirado el interior de este vehículo habría pensado que estábamos preparados para resistir el acoso de una banda de atracadores, pues había cuatro o cinco armas de fuego en el asiento delantero, incluida la del indio, y una o dos en el trasero, cada cual tiernamente acunada en brazos de su dueño. Al parecer aquella partida de cazadores iba en nuestra dirección, aunque mucho más lejos por el Allegash y el St. John, para subir desde allí por otra corriente y cruzar hasta el Ristigouche[10] y la Bahía de Chaleur, donde permanecerían seis semanas. Tenían canoas, hachas y provisiones, depositadas a cierta distancia junto al camino. Llevaban harina e iban a tener pan fresco diariamente. El líder era un hombre agraciado de aproximadamente treinta años, más bien alto, pero no visiblemente robusto, de discurso caballeresco y arreglo personal impecable, como el que uno esperaría encontrar en Broadway. De hecho, en el sentido popular del término, era el hombre de aspecto más «presumido» del coche, o que hayamos visto por el camino. Su tez era llamativamente blanca, como si hubiera vivido siempre a la sombra, y con su semblante de intelectual y sus modales reposados podía haber pasado por un estudiante de teología que hubiese visto algo de mundo. Quedé sorprendido al descubrir, hablando con él en el curso del viaje —pues su arma no estaba muy a la vista— que era efectivamente un cazador, y más aun cuando supe que probablemente fuera el principal cazador blanco de Maine, y conocido en toda la ruta. Había cazado también en algunos de los estados más al sur y al oeste. Después oí hablar de él como de alguien capaz de soportar muchos rigores y fatigas sin mostrar sus efectos; y no solo sabía usar armas, sino fabricarlas, ya que era armero. En la primavera había salvado a un cochero y a dos pasajeros de ahogarse en las aguas de reflujo del Piscataquis, en Foxcroft, sobre esta misma ruta, habiendo nadado hasta la orilla en el agua helada y fabricado una armadía para sacarlos de allí —aunque los caballos se ahogaron— con gran riesgo para él mismo, mientras el único otro hombre que sabía nadar se retiraba hacia la casa más cercana para evitar helarse. Ahora podía viajar gratis por esa ruta. Conocía a nuestro asistente, y subrayó que contábamos con un buen indio, buen cazador; añadió que se decía que valía 6000 dólares. El indio también lo conocía a él, y me dijo, «el gran cazador». Este último me dijo que practicaba un tipo de caza inmóvil o al acecho, nuevo o infrecuente por aquellos lares, y que el caribú, por ejemplo, comía una y otra vez en el mismo prado, al que volvía por el mismo camino, donde él lo esperaba.

El indio iba sentado en el asiento delantero, sin hablar con nadie, con una expresión impasible en el rostro, como si apenas atendiese a lo que ocurría. De nuevo me impresionó la peculiar vaguedad de sus respuestas cuando le dirigían la palabra en el coche, o en las tabernas. En tales ocasiones nunca decía realmente algo. Simplemente se revolvía, como un animal salvaje, y pasivamente farfullaba una respuesta insignificante. Su respuesta, en tales casos, no era nunca el resultado de una energía mental positiva, sino vaga como una bocanada de humo que sugería ausencia de responsabilidad, y si uno la consideraba descubría que no le había sacado nada. Esto era lo opuesto al convencional palabrerío y agudeza del hombre blanco, e igualmente eficaz. La mayoría no saca más que eso del indio, y en consecuencia lo declara estólido. Me llamó la atención ver el estilo estúpido e impertinente con que un pasajero de Maine se dirigió a él como si fuera un niño, cosa que únicamente hizo que sus ojos refulgieran un poco. Un canadiense achispado le preguntó en una taberna, alargando las vocales al hablar, si fumaba, a lo cual él contestó con un indefinido «sí». «¿Medejaría un rato su pipa?», preguntó el otro. Él replicó, mirando directamente a la cabeza del hombre y con una expresión en la cara especialmente ajena a todo interés por quienes lo rodeaban, «No tener pipa»; aunque yo lo había visto esa mañana meterse en el bolsillo una nueva, y una provisión de tabaco.

Nuestra pequeña canoa, tan cuidada y resistente, suscitó una opinión favorable de los sabelotodo presentes entre los desocupados de taberna a lo largo del camino. Junto al borde de la carretera, cerca de las ruedas, descubrí una espléndida orquídea orlada de púrpura con una inflorescencia tan grande como la de la adelfa, para arrancar la cual yo de buen grado habría detenido el coche, aunque como no se sabe que una orquídea haya detenido jamás a un oso, como el mestizo del techo, es probable que el conductor lo hubiera considerado una pérdida de tiempo.

Cuando llegamos al lago, a eso de las ocho y media de la tarde, seguía lloviendo constantemente y más fuerte que antes; y en aquella favorable atmósfera fresca asomaban los lagartos, y las ranas resonaban por todo el lago, como ocurre en primavera entre nosotros. Era como si las estaciones hubieran retrocedido dos o tres meses, o hubiera yo llegado a la sede de la primavera perpetua.

Habíamos esperado ir inmediatamente al lago, y después de remar dos o tres millas, acampar en una de sus islas; pero teniendo en cuenta la persistente lluvia, decidimos pasar la noche en una de las tabernas, si bien yo, por mi parte, habría preferido el aire libre.

A eso de las cuatro de la mañana siguiente (julio 24), y aunque estaba bastante nuboso, acompañados en la penumbra por el dueño hasta la orilla del agua, lanzamos nuestra canoa desde una roca al lago Moosehead. Cuando estuve allí cuatro años antes teníamos una canoa bastante pequeña para tres personas, y yo había pensado que esta vez conseguiría una más grande, pero la actual era aún más pequeña que la otra. Según mis mediciones, tenía dieciocho pies y cuarto de longitud por dos pies y seis pulgadas y media de ancho en el medio, con un pie de profundidad en el interior, y juzgué que su peso no estaría lejos de las ochenta libras. El indio la había construido personalmente hacía poco, y su pequeñez estaba en parte compensada por el hecho de ser nueva, estanca y sólida, hecha con corteza y costillas muy gruesas. Nuestro equipaje pesaba alrededor de ciento sesenta y seis libras, de modo que la canoa llevaba unas seiscientas en total, o sea el peso de cuatro hombres. La parte principal del equipaje iba situada, como siempre, en la mitad de la zona más ancha, en tanto que nosotros nos acomodábamos en los estrechos espacios que quedaban por delante y por detrás del mismo, donde no había sitio para estirar las piernas, y los artículos sueltos los remetíamos en los extremos. La canoa quedaba así tan apretada como una canasta de la compra, y posiblemente habría volcado sin desparramar nada de su contenido. El indio iba sentado en un travesaño en la popa, pero nosotros íbamos tumbados sobre el fondo, con una tablilla o astilla detrás de la espalda para protegernos la espalda del travesaño, y por lo general uno de nosotros remaba con el indio. Él anticipó que no necesitaríamos una pértiga hasta que llegásemos al río Umbazookskus, teniendo hasta allí aguas mansas o corriente abajo, y que estaba preparado para convertir su manta en una vela colocada en la parte delantera si el viento lo permitía, pero nunca la usó. Como había llovido más o menos los cuatro días previos, pensamos que podíamos contar con un poco de buen tiempo. El viento era al principio del sudoeste.

Remando por el lado oriental del lago en la quietud de la mañana, pronto vimos en la costa rocosa unos gansos, llamados por el indio shecorways y algunos andarrios o naramekechus; también oímos y vimos somorgujos, medawisla, de los que dijo que anunciaban viento. Daba gusto oir el sonido regular de los remos, como si fueran nuestras aletas, y darse cuenta de que por fin estábamos adecuadamente embarcados. Los que nos habíamos sentido extraños como pasajeros de diligencia e inquilinos de tabernas, estábamos de pronto allí aclimatados y recompensados con la libertad de los lagos y los bosques. Habiendo dejado atrás las pequeñas islas rocosas situadas en un espacio de dos o tres millas en la cabecera del lago, deliberamos brevemente sobre el curso a seguir y nos inclinamos por la margen occidental, por estar a sotavento; ya que de otro modo, si levantara el viento, nos sería imposible alcanzar el monte Kineo[11], que se encuentra aproximadamente a medio camino por el lago sobre el lado Este, pero en su parte más estrecha, donde probablemente podríamos volver a cruzar si tomábamos el lado oeste. El viento es el principal obstáculo para cruzar los lagos, especialmente en una canoa tan pequeña. El indio hizo notar varias veces que no le gustaba cruzar los lagos «en canoa chica», pero, no obstante, «como decimos nosotros, a él le daba igual». Algunas veces tomaba un curso recto por el medio del lago entre las islas Sugar y Deer, donde no había viento.

Medido sobre el mapa, el lago Moosehead tiene doce millas en su parte más ancha y treinta de longitud en línea recta, pero en realidad es más largo. El capitán del vapor calculó treinta y ocho millas navegando. Nosotros probablemente hicimos alrededor de cuarenta. El indio dijo que se llamaba Mspame «porque agua larga». El monte Squaw se alzaba oscuro a nuestra izquierda, cerca de la desembocadura del Kennebec y lo que el indio llamó Spencer Bay Mountain[12], al este; y ya veíamos el Monte Kineo por delante hacia el norte.

Remando cerca de la costa tan temprano por la mañana, oíamos con frecuencia el «pio-pio» del papamoscas, así como al avefría y al martín pescador. Al recordarnos el indio que no podía trabajar sin comer, nos detuvimos para desayunar en la ribera, al sudoeste de la Deer Island, en un lugar donde crecía en abundancia la mimulus ringens. Desembarcamos los sacos, y el indio hizo un fuego debajo de un gran tronco descolorido, usando corteza de pino blanco arrancada de un tocón —aunque dijo que era mejor la de cicuta— y avivándolo con corteza de abedul. Nuestra mesa fue un gran trozo de corteza de abedul recién arrancada y con el lado interior hacia arriba, y el desayuno consistió en pan de centeno, carne frita de cerdo y café solo, bien azucarado, en el que no echamos en falta la leche.

Mientras estábamos desayunando, un cardumen de doce negros budiones, a medio crecer, se acercaron remando a menos de tres o cuatro varas, para nada alarmados; y anduvieron merodeando durante todo el tiempo que estuvimos allí, ora apiñados dentro de un círculo de dieciocho pulgadas de diámetro, ora alejándose formando una larga fila, muy hábilmente. Pero exhibían una cierta relación con el gran lago Moosehead en cuyo seno flotaban, y yo sentí que se encontraban bajo su protección.

Mirando hacia el norte desde aquel lugar parecía que estuviéramos entrando en una gran bahía, y no sabíamos si nos veríamos forzados a desviarnos de nuestro rumbo y a mantenernos por fuera de una punta que veíamos, o si habríamos de encontrar un pasaje entre aquella y la tierra firme. Consulté mi mapa y utilicé mi anteojo, y lo mismo hizo el indio, pero no pudimos encontrar exactamente el lugar en el mapa, ni detectar fisura alguna en la costa. Cuando le pregunté al indio por la ruta, él respondió «no sé», cosa que me pareció sorprendente, dado que él había dicho que estaba familiarizado con el lago; pero parece que nunca había estado de este lado. Era un día de perros, neblinoso, y ya habíamos entrado en una bahía más pequeña del mismo tipo y golpeado el fondo, al vernos obligados a pasar por encima de una pequeña barra, entre una isla y la costa, con apenas anchura y profundidad para que flotara la canoa; y el indio había observado, «Mucho fácil puente makum aquí», pero ahora parecía que, de persistir, hallaríamos adecuado refugio en dicha bahía. En un momento, no obstante, aunque no nos habíamos movido, la neblina se disipó un tanto y dejó ver hacia el norte una entrante en la costa, quedando en claro que la punta era una parte de Deer Island, y que nuestro curso estaba al oeste de la misma. Donde había parecido haber una ribera continua, incluso mirando con el anteojo, se veía ahora a simple vista que una parte quedaba mucho más lejos que la otra, traslapada visualmente debido a la mayor densidad de la niebla sobre esta última, en tanto que la isla o parte de isla más próxima era comparativamente pelada y verde. La línea de separación era muy visible, y el indio de inmediato comentó, «creo que estar todos yendo allí… Creo allí haber sitio para mi canoa». Esa era su forma corriente de expresarse en lugar de decir nosotros. Nunca se dirigía a nosotros por nuestros nombres, aunque tenía curiosidad por saber su ortografía y su significado, mientras que nosotros lo llamábamos a él Polis. Ya había colegido muy precisamente nuestras edades, y dijo que él tenía cuarenta y ocho.

Después del desayuno vacié en el lago las sobras de cerdo, creando lo que los marineros llaman una «mancha», y viendo cuánto se expandía y cómo alisaba la agitada superficie. El indio miró aquello un momento y dijo, «Eso hacer difícil remada; retiene canoa. Eso decir anciano».

Volvimos apresuradamente a cargar la canoa, dejando los platos sueltos en la proa para que estuvieran a mano cuando los necesitásemos, y partimos nuevamente. La ribera occidental, cerca de la cual remábamos, se elevó paulatinamente hasta una altura considerable, densamente cubierta en todas partes por el bosque, en el que había una gran proporción de madera dura, para alegría y alivio de abedules y piceas.

El indio dijo que el liquen que veíamos colgando de los árboles se llamaba chorchorque. Le preguntamos los nombres de varios pajarillos que oímos esa mañana. Dijo que el tordo, que era muy común y cuya nota él imitaba, se llamaba adelungquamooktum; pero en ocasiones no fue capaz de decir el nombre de algún pequeño pájaro que yo oía y veía, aunque decía, «Yo decir todos los pájaros por aquí… este país; no poder decir canto de pequeño, pero yo verlos, tonce decir».

Le comenté que me gustaría ir a su escuela para aprender su idioma, viviendo en el interín en la isla india; ¿podría ser? «¡Oh, sí!», replicó, «muchos hacer». Pregunté qué tiempo pensaba él que llevaría. Dijo que una semana. Le dije que durante el presente viaje le diría todo lo que supiera, y que él a su vez me dijese todo cuanto supiera, a lo cual accedió de buena gana.

Los pájaros cantaban igual que en nuestros bosques —el papamoscas, la condolita, etc.— pero no vimos ningún pájaro azul en toda la jornada, y varios en Bangor me dijeron que allí no los había. El Monte Kineo, por lo general visible, aunque en ocasiones oculto ante nosotros por las islas o la tierra firme, tenía un banco estable de nubes que escondía la cima, y todas las cumbres de las montañas alrededor del lago aparecían cortadas a la misma altura. Varias clases de palmípedos, como tadornas y otros, eran sumamente comunes, y se deslizaban por la superficie ante nosotros con la rapidez del trote de un caballo. Pronto se perdían de vista.

El indio quiso saber el significado de varias palabras. Me fijé en que rara vez podía pronunciar la letra r, usando en su lugar la l, así como a veces la r por la l; como en amol por amor, lápido por rápido, loca por roca, etc. No obstante, hacía vibrar perfectamente la r después de pronunciarla yo, como ejercicio fonético.

Generalmente agregaba la sílaba um a las palabras siempre que podía. Una vez asistí a una charla dada en inglés por parte de un chippewa[13] que hizo reír sin querer a la audiencia poniendo m después de la palabra too[14], término que usaba continuamente y sin necesidad, acentuando y prolongando el sonido de la m con un ar como si le hiciera falta introducir bastante de su lengua vernácula para aliviar sus órganos, en compensación por tener que distorsionar la mandíbula y poner la lengua en toda clase de posiciones, según se veía obligado a hacer —se quejaba—, cuando hablaba en inglés. Había una influencia grande del acento indio resonando en su inglés, del «tang» de la cuerda del arco al disparar la flecha, y yo no dudo de que a él la palabra le parecía la que mejor pronunciaba. Era un sonido montaraz y estimulante, como el del viento entre los pinos o el retumbo de las olas en la costa.

 Pregunté por el significado de la palabra Musketicook, nombre indio del río Concord. El indio la pronunció doblando la e y acentuando la segunda sílaba con un peculiar sonido gutural; y dijo que significaba «agua quieta», lo cual es, y en esa definición coincidió exactamente con el indio franciscano con quien hablé en 1853.