Parte I
A las 5 p. m. del 13 de septiembre de 1853 partí de Boston, en el barco de vapor para Bangor, por el curso exterior. Era una noche cálida y apacible —probablemente más cálida en el agua que en tierra—, y el mar estaba tan sereno como un pequeño lago en verano, apenas ondulado. Los pasajeros estuvieron cantando en cubierta, como si fuese un salón, hasta las diez. Nos cruzamos con una nave que estaba en las últimas en una roca a poca distancia de las islas, y algunos pensamos que era la «nave embelesada» que marchaba
«on her side so low
That she drank water, and her keel ploughed air»[1]
sin tener en cuenta que no había viento y que sus mástiles lucían desnudos. De repente hemos dejado atrás las islas y estamos frente a Nahant. Contemplamos, aparentemente intactos, los elementos distintivos del paisaje que vieron los descubridores. Después vemos las luces de Cape Ann, y luego pasamos cerca de una flotilla anclada de pescadores de caballa, con aspecto aldeano, probablemente de Gloucester. Nos saludan a gritos desde las humildes cubiertas; pero yo interpreto sus «buenas tardes» como «no me lleve por delante, caballero». De la maravilla de las profundidades descendemos a un sueño más profundo todavía. ¡Y luego el absurdo de ser despertado en la noche por alguien que aspira al trabajo de lustrarle a uno las botas! Es algo más inevitable que el mareo, y puede que a veces tenga que ver con él. Es como el chapuzón que te dan cuando cruzas la línea por primera vez. Yo confiaba en que esas antiguas costumbres estuvieran abolidas. Lo mismo podrían insistir en ennegrecerle a uno el rostro. He oído que un hombre se quejó de que durante la noche alguien le había robado las botas; y cuando las encontró, quiso saber qué les habían hecho —se las habían estropeado—, él nunca les ponía aquello; y el ennegrecedor escapó a duras penas de tener que pagar los perjuicios.
Ansioso por salir del vientre de la ballena, me levanté temprano y me uní a unos viejos lobos de mar que fumaban, bajo la tenue luz, en una parte protegida de la cubierta. Estábamos entrando en el río. Ellos por supuesto lo sabían todo acerca de él. Yo me sentía orgulloso de haber sobrellevado tan bien el viaje y no haber claudicado lo más mínimo. Estuvimos charlando y observamos por una portilla las primeras señales del amanecer; pero el día parecía retrasarse. Preguntamos la hora; ninguno de mis compañeros tenía un cronómetro. Al final pasó corriendo un príncipe africano proclamando «¡Las doce, caballeros!», y apagó la luz. Estaba asomando la luna. Así pues, me escabullí para meterme de nuevo en las entrañas del monstruo.
La primera tierra que tocamos es la isla Monhegan, antes del amanecer, y luego las islas de St. George, al ver dos o tres luces. Whitehead, con sus rocas desnudas y su fúnebre campana, resulta interesante. Lo siguiente que recuerdo que atrajo mi atención fueron las colinas de Camden, y después las que rodean Frankfort. Arribamos a Bangor a eso de mediodía.
A mi llegada, el que iba a ser mi acompañante[2], había ido río arriba a comprometer a un indio, Joe Aitteon, hijo del gobernador, a que fuera con nosotros al lago Chesuncook. Joe había guiado a dos hombres blancos a una cacería de alce en la misma dirección un año antes. Llegó por tren[3] a Bangor esa noche con su canoa y un compañero, Sabattis Solomon, quien iba a abandonar Bangor el lunes siguiente con el padre de Joe, vía el Penobscot, y a reunirse con Joe en la cacería del alce en Chesuncook cuando terminase de ocuparse de nosotros. Cenaron en casa de mi amigo y se alojaron en su granero, diciendo que peor lo pasarían en el bosque. Solo hicieron ladrar un poco a Watch cuando vinieron a la puerta en la noche a buscar agua, pues a él no le gustan los indios.
A la mañana siguiente Joe y su canoa salieron en la diligencia para el lago Moosehead, distante sesenta y pico de millas, una hora antes de que nosotros partiésemos en un camión abierto. Llevábamos pan de centeno, cerdo, carne ahumada, té, azúcar, etc., aparentemente como para un regimiento; el ver todo aquello junto me recordó con qué mezquinos medios nos habíamos mantenido hasta entonces. Marchamos en dirección noroeste por Avenue Road, que es bastante recta y muy buena, hacia el lago Moosehead, atravesando más de una docena de prósperas poblaciones, prácticamente cada una con su colegio secundario, no obstante ninguna figura en mi General Atlas, publicado, ¡ay! en 1824; tan por delante de su época van, ¡o tan por detrás! La Tierra debe haber pesado considerablemente menos entonces, sobre los hombros del General Atlas[4].
Llovió todo ese día y hasta la mitad de la mañana siguiente, ocultando casi completamente el paisaje; pero apenas habíamos salido de las calles de Bangor cuando empecé a sentirme lleno de júbilo ante la vista del abeto silvestre y las copas de las piceas y de las demás plantas primitivas de hoja perenne que asomaban en el horizonte a través de la bruma. Era como la vista y el olor de un pastel para un niño de escuela. Aquel que viaja y sigue un camino trillado se fija sobre todo los cercados. En los alrededores de Bangor los postes, debido a la escarcha que los afloja con el suelo fangoso, no estaban hundidos en la tierra, sino ensamblados a una viga horizontal transversal colocada sobre el terreno. De allí en adelante, la mayoría de las cercas fueron de troncos, con ocasionalmente una tipo Virginia[5], o bien de raíles inclinados sobre estacas atravesadas; y estas estuvieron zigzagueando o jugando a la pídola a lo largo de todo el camino hasta el lago, siempre por delante nuestro. Una vez fuera del valle del Penobscot el territorio se volvió inesperadamente llano, o formado por ondulaciones muy suaves y uniformes, durante veinte o treinta millas, sin superar nunca el nivel general, pero permitiendo, se dice, una excelente perspectiva en tiempo despejado, con frecuentes vistas del Ktaadn, carreteras rectas y extensas colinas. Las casas estaban alejadas entre sí y eran por lo general pequeñas y de una planta, pero sólidas. Había muy poca tierra cultivada, aunque la floresta no asomaba a menudo al borde de la ruta. Los tocones nos llegaban con frecuencia a la altura de la cabeza, prueba de la intensidad de las nevadas. Las blancas capas de heno extendidas en los campos sobre pequeñas pilas de guisantes o cereales debido a la lluvia, fueron para mí una novedad. Vimos grandes bandadas de palomas, y varias veces estuvimos a escasas varas de alguna perdiz en la carretera. Mi acompañante dijo que saliendo de Bangor, él y su hijo le habían disparado desde el sulky a sesenta perdices. El serbal estaba ahora muy bonito, lo mismo que el árbol del caminante o viburno, con sus maduras bayas púrpura. El cardo canadiense, una planta no autóctona, fue la especie silvestre dominante en todo el camino hasta el lago: numerosos lugares al borde de la carretera, y campos no hace mucho despejados, aparecen densamente poblados por ella como si se tratase de un cultivo, excluyendo cualquier otra cosa. También había campos enteros llenos de helechos, ahora amarillentos y agostados, que en zonas más viejas quedan confinados a los suelos húmedos. Había muy pocas flores, incluso para lo tardío de la estación. Se dio el caso de que —excepto el aster accuminatus— no vi ninguna planta del género aster en floración a lo largo de cincuenta millas de carretera, con lo abundantes que eran entonces en Massachusetts, ni tampoco de vara de oro silvestre hasta estar a menos de veinte millas de Monson, donde vi una de nervadura triple. Había en cambio numerosos ranúnculos tardíos, así como dos adelfillas, erechtita y epilobium, comunes allí donde ha habido una quemazón, y finalmente la siempreviva nacarada. Noté ocasionalmente abrevaderos muy largos para el suministro de agua en la carretera, y mi acompañante dijo que el Estado asignaba anualmente tres dólares a un individuo en cada distrito escolar para que proporcionase y mantuviera un adecuado abrevadero junto a la carretera para uso de los viajeros, una muestra de inteligencia tan refrescante como la propia agua. La Legislatura no se reunía en vano. Era un acto típicamente oriental, que hizo que deseara estar todavía más alejado del oeste: otra ley de Maine que ojalá podamos tener en Massachusetts. Aquel estado está desterrando de sus carreteras los despachos de bebidas y promoviendo en cambio las fuentes de agua mineral.
El territorio empezó a ser decididamente montañoso en Garland, Sangerville, y en adelante, a veinticinco o treinta millas de Bangor. En Sangerville, donde nos detuvimos a media tarde para secarnos y entrar en calor, el posadero nos dijo que allí donde lo encontrábamos nosotros él había encontrado una tierra salvaje. En una bifurcación de la carretera entre Abbot y Monson, a unas veinte millas del lago Moosehead, vi un cartel coronado por un par de cuernos de alce, de cuatro o cinco pies de extensión, con la palabra «Monson» pintada en una de las astas y el nombre de otro pueblo en la opuesta. A veces las usan como percheros de adorno, junto con cuernos de ciervo, en los vestíbulos de las casas; pero, después de la experiencia que voy a relatar, confío en que tendré una excusa mejor para matar a un alce que la de poder colgar mi sombrero de sus cuernos. Llegamos al anochecer a Monson, a cincuenta millas de Bangor y a trece del lago.
A las cuatro de la siguiente mañana, en la oscuridad, y todavía con lluvia, reanudamos nuestro viaje. Cerca del colegio secundario de la ciudad han erigido una estructura semejante a una horca donde los alumnos puedan hacer ejercicios. Se me ocurrió que bien podrían ahorcar en ella a todo aquel que necesitase de esos ejercicios en un país tan joven, donde no hay nada que le impida realizar una vida al aire libre. El territorio que rodea el sur del lago es bastante montañoso, y la carretera empezaba a sentir sus efectos. Hay una colina cuya ascensión requiere, según los cálculos, veinticinco minutos. En muchos lugares la carretera estaba en ese estado que denominan reparada, acabada de moldear en su forma semicilíndrica con excavadora y niveladora, con todas las desigualdades más blandas en el medio, como un lomo de puerco con las cerdas para arriba, y se esperaba que Jehu[6] se mantuviese a horcajadas sobre la espina dorsal. Mirando al horizonte a cada lado de la esfera desnuda era atroz ver las cunetas, una vasta oquedad, como la que hay entre Saturno y su anillo. En una taberna de por allí el mozo de cuadra saludó a nuestra cabalgadura como a una vieja conocida, aunque no recordaba al conductor. Declaró que había atendido a aquella pequeña yegua por poco tiempo, uno o dos años antes, en la Mount Kineo House, y que le parecía que el animal no estaba en tan buen estado como entonces. Cada cual a lo suyo. Yo no tengo relación con ningún caballo en el mundo, ni siquiera con el que me pateó.
Ya habíamos creído ver desde lo alto de una colina el lago Moosehead, donde una extensa niebla cubría las distantes llanuras, pero estábamos equivocados. No fue hasta que estuvimos a un par de millas de su extremo sur que tuvimos la primera visión del mismo: una sábana de agua de aspecto adecuadamente natural, salpicada de pequeñas islas llanas cubiertas de enmarañadas piceas y otros árboles silvestres, vista por sobre el incipiente puerto de Greenville, con montañas a cada lado y a lo lejos al norte, y con la chimenea de un buque de vapor elevándose por encima de un tejado. Un par de cuernos de alce adornaban un rincón de la taberna en la que dejamos nuestra cabalgadura, y a pocas varas de distancia estaba la pequeña embarcación de vapor Moosehead[7], del capitán King. No había pueblo ni camino de verano más allá en aquella dirección, solo uno de invierno, solo transitable cuando la nieve cubre sus desigualdades, desde Greenville hacia el lado oriental del lago hasta Lily Bay, a unas doce millas.
Allí conocí por vez primera a Joe. Había viajado todo el camino fuera de la diligencia, el día anterior, bajo la lluvia, cediendo su lugar a las señoras, y estaba muy mojado. Como aún llovía, preguntó si íbamos a «ir p’alante». Era un indio apuesto, de veinticuatro años, aparentemente sin mezcla racial, bajo y fornido, con un rostro amplio y el cutis rojizo, y los ojos, a mi juicio, más estrechos y más levantados que los nuestros en los extremos, en correspondencia con los rasgos atribuidos a su raza. Además de la ropa interior, vestía una camisa de franela roja, pantalones de lana y un negro sombrero Kossuth[8], el atuendo corriente del leñador y, en buena medida, del indio de Penobscot. Cuando, más tarde, tuvo ocasión de quitarse las medias y los zapatos, me sorprendí ante la pequeñez de sus pies. Había trabajado mucho como leñador, y parecía sentirse identificado con los del oficio. Era el único del grupo que poseía una chaqueta de caucho[9]. La franja superior de su canoa se había desgastado casi completamente por efecto del roce en la diligencia.
A las ocho en punto, el vapor, asustando a los alces con su campana y su sirena, nos convocó a embarcar. Era una pequeña embarcación bien equipada —comandada por un caballeresco capitán— que disponía de abundantes salvavidas y de un bote metálico de salvamento, así como de comidas a bordo, si se deseaba. La utilizan principalmente los leñadores para el transporte de sus botes, sus provisiones y de ellos mismos, pero también sirve a cazadores y turistas. Guarecido allí cerca había otro vapor, llamado Amphitrite; pero, aparentemente, su casco estaba más gastado que su nombre[10]. También había atracados dos o tres grandes veleros. Esos comienzos de una actividad comercial en un lago de un territorio sin desarrollar resultan muy interesantes: unos grandes pájaros blancos venidos a hacer compañía a las gaviotas. Los pasajeros eran pocos y no había ni una mujer entre ellos: un franciscano indio con su canoa y sus pieles de alce, dos exploradores madereros, tres hombres que desembarcaron en Sandbar Island, un caballero que vive en Deer Island, a once millas del punto de partida, y es asimismo dueño de Sugar Island, entre la cual y la anterior circula el vapor; esos, creo, eran todos, aparte de nosotros. En el salón había una especie de instrumento musical, querubín o serafín, para aplacar las olas irritadas; y allí, muy adecuadamente, estaba clavado con tachuelas el mapa de las tierras públicas de Maine y Massachusetts, copia del cual tenía yo en el bolsillo.
La fuerte lluvia nos confinó un rato en el salón, donde yo departí con el propietario de Sugar Island sobre el estado del mundo en tiempos del Viejo Testamento[11]. Pero al final, dejando el tema igual a como lo encontramos, él me contó que había vivido veinte o treinta años por los alrededores de aquel lago, y no obstante llevaba veintiuno sin haber estado en la cabecera del mismo. Los exploradores tenían a bordo una hermosa canoa nueva de abedul[12], mayor que la nuestra, en la cual habían venido por el Piscataquis desde Howland, y habían realizado ya varias pescas de trucha. Se dirigían a los alrededores de los lagos Eagle y Chamberlain, o a la cabecera del St. John, y nos ofrecieron hacernos compañía hasta donde íbamos nosotros. Tanto de ida como de vuelta el lago estuvo este día más agitado de lo que yo había encontrado el océano, y Joe hizo notar que le iba a inundar la canoa. Frente a Lily Bay tiene una docena de millas de ancho, pero contiene numerosas islas. El panorama no es meramente salvaje, sino variado e interesante; se veían montañas, lejanas o cercanas, hacia todos los puntos cardinales excepto el noroeste, con sus cumbres en aquel momento perdidas entre las nubes; pero la nota distintiva principal y exclusiva del lago es el Monte Kineo. Después de dejar a pie del mismo a Greenville, que es el núcleo de un pueblo de ocho o diez años de antigüedad, no se ven, a lo largo de unas cuarenta millas de lago, más de tres o cuatro casas, de las cuales tres son tabernas en las que el vapor realiza paradas, y la costa es bosque virgen sin interrupción. Parecían predominar la picea, el abeto, el abedul y el arce. Era fácil distinguir desde gran distancia los árboles de madera dura de los de blanda o «malcriados», como los llaman, siendo aquellos lisos, de copa redondeada y de color verde claro, con aspecto de vegetación ornamental y cultivada.
El Monte Kineo, al que se aproximó el vapor, está en una península de cuello estrecho que se encuentra a medio camino del lago sobre la margen oriental. El famoso precipicio está sobre el lado oriental o terrestre de aquella, y es tan alto y perpendicular que se puede saltar al agua desde arriba, a muchos pies, lo cual genera algunos infundios. ¡Un hombre en cubierta nos dijo que un ancla se había hundido noventa brazas[13] antes de alcanzar el fondo! Es probable que antes de mucho se descubra que una vez una doncella india saltó desde allí por amor, pues el verdadero amor no podría nunca haber hallado un camino más a propósito. Pasamos bastante cerca de la roca, puesto que es una costa muy peligrosa, y pude observar en ella la marca de una crecida de cuatro o cinco pies. El franciscano indio esperaba recoger allí a su hijo, pero este no estaba en el amarradero. La aguda vista del padre, sin embargo, detectó a lo lejos una canoa con el chico al pie de la montaña, donde nadie más la veía. «¿Dónde está la canoa?», preguntó el capitán, «Yo no la veo»; pero de todos modos se mantuvo a la espera, y al poco rato apareció.
Llegamos a la cabecera del lago alrededor de mediodía. En el interín, el tiempo se había despejado, aunque las montañas seguían aún coronadas por nubes. Visto desde ese punto, el Monte Kineo y otros dos montes asociados que se extienden hacia el nordeste, sugerían un muy fuerte parentesco, como si hubieran sido vaciados con un mismo molde. Allí el vapor se aproximó a un extenso embarcadero que se proyectaba desde la espesura situada al norte, construido con algunos de sus árboles, e hizo sonar la sirena, por más que no se veía ninguna cabaña ni mortal alguno. La costa era ahora bastante baja, con rocas planas, y sobre ella pendían unos ejemplares de fresno, de arbor-vitæ, etc, a los que al principio parecíamos no importarles un pito. No había un solo taxista que gritase «¡Taxi!» o nos indujera a alojarnos en el Hotel Estados Unidos. Por fin un tal Sr. Hinckley, que posee un campamento al otro extremo del porteadero, se presentó con un furgón tirado por un buey y un caballo sobre un rústico carril de troncos a través del bosque. Lo siguiente fue el porte de nuestra canoa y equipaje por el porteadero desde el lago, una de las cabeceras del Kennebec, al río Penobscot. Aquella vía entre el lago y el río ocupaba el centro de un calvero de dos o tres varas de ancho, y era perfectamente recta en su trayectoria por el bosque. La recorrimos andando, mientras que nuestro equipaje era acarreado detrás. Mi compañero se adelantó para estar atento a las perdices, y yo fui más atrás, observando las plantas.
Para alguien venido del sur era un lugar botánicamente interesante en el que empezar; pues muchas plantas que son bastante raras, así como una o dos que no se encuentran en absoluto en la zona oriental de Massachusetts, crecían de forma abundante entre los «rieles»: el té de Labrador, el laurel, el arándano canadiense (que aún tenía frutos y florecía por segunda vez), la clintonia y la Linnæa borealis, recientemente bautizada como moxon por un leñador, las madreselvas trepadoras, las lilas, las campánulas de grandes flores, etc., y me pareció que la aster dentada, la diploppapus umbellatus, la vara de oro silvestre, la campanilla roja y muchas otras que florecían conspicuamente a la orilla del lago y en el «carril», tenían allí un aspecto particularmente silvestre y primitivo. Las piceas y los abetos agolpados a cada lado para darnos la bienvenida, el arbor-vitæ, con sus hojas cambiantes, nos inducían a apresurarnos, y la vista del abedul nos dio impulso para hacerlo. A veces una conífera recién caída aparecía atravesada en el camino con su rica carga de piñas, con aspecto, aun así, de estar más llena de vida que nuestros árboles en las más favorables condiciones. Uno no esperaba encontrar árboles tan «acicalados» en el bosque virgen, pero es evidente que allí estos incluso se preocupan por su aspecto cada mañana. Fue a través de tal jardín que entramos en aquella región salvaje.
Hubo una pendiente muy leve hacia el lago —el terreno parecía, y acaso fuera, parcialmente, una ciénaga—, y al final un gradual descenso hacia el Penobscot, que me sorprendió encontrar allí como una vasta corriente de entre doce y quince varas de ancho[14], que discurría de oeste a este, o perpendicular al lago, y a no más de dos millas y media del mismo. La distancia es casi el doble en el Mapa de las Tierras Públicas y en el Mapa de Maine, de Colton, y la corriente del Russel aparece demasiado abajo. Jackson pone el lago Moosehead a novecientos sesenta pies sobre el nivel de la marea en el puerto de Portland. Es más alto que el Chesuncook, pues los leñadores consideran al Penobscot, en el punto donde nosotros lo encontramos, veinticinco pies más bajo que el Moosehead; aunque se dice que ocho millas arriba es el más alto, de manera que se puede hacer que el agua discurra en cualquiera de los dos sentidos, y que el río baja considerablemente entre ese lugar y el Chesuncook. El porteador lo señaló a unas ciento cuarenta millas más allá de Bangor por el río, o doscientas desde el océano, y cincuenta y cinco millas más abajo de lo de Hilton, en la carretera canadiense, el primer sitio despejado en lo alto, a cuatro millas y media de las fuentes del Penobscot.
En el extremo norte del porteadero, en medio de un calvero de sesenta acres o más, había un campamento maderero erigido según lo habitual, con el agregado de una cosa más parecida a una vivienda, para alojamiento de la familia del porteador y de leñadores de paso. El lecho de marchitas ramas de abedul olía muy bien, aunque estaba en verdad muy sucio. Había también un almacén sobre la margen del río, donde se guardaban bajo llave productos porcinos, harina, hierros, batteaux y canoas de casco de abedul.
Procedimos seguidamente a tomar nuestra comida, que siempre resultaba ser té, y a calafatear canoas, para lo cual había permanentemente una gran olla de hierro en la orilla del río. Esto último lo hicimos en compañía de los exploradores. Tanto los indios como los blancos consumen una mezcla de resina sólida y grasa, me refiero para calafatear, no para comer. Joe tomó del fuego una pequeña tea y sopló sobre su canoa la mezcla —el calor y la llama—, con lo cual la derritió y la extendió. De vez en cuando apoyaba la boca contra un punto sospechoso y sorbía para ver si por allí pasaba el aire; y en un sitio en el que nos detuvimos, colocó la canoa apoyada sobre de unas estacas cruzadas y vertió agua en su interior. Yo contemplaba de cerca sus movimientos y escuchaba atentamente sus observaciones, pues habíamos empleado a un indio sobre todo para tener oportunidad de estudiar sus métodos. Una vez, durante aquella operación, lo oí renegar moderadamente porque su cuchillo tenía menos filo que una azada, un gesto producto de su relación con los blancos; y comentar, «Deberíamos tomar el té antes de salir; vamos a tener hambre antes de matar a ese alce».