Parte VI

Tal vez cuando me di cuenta más plenamente de que se trataba de la prístina, agreste y eternamente indómita naturaleza, o como quiera que los hombres la llamen, haya sido durante el descenso por aquella parte de la montaña. Pasábamos «tierra quemada», incendiada tal vez por el rayo, aunque no se veían señales recientes de ello, apenas algún tocón calcinado, sino que parecía un pastizal natural para los alces y los ciervos, sumamente agreste y desolado, cruzado ocasionalmente por franjas de árboles madereros y nacientes sauces bajos, con diseminadas manchas de arándanos. Me descubrí atravesándolo con naturalidad, como si fuera un pastizal desaprovechado, o solo parcialmente utilizado por el hombre; pero cuando me puse a pensar en qué hombre, hermano o hermana o pariente de nuestra raza lo creó y lo reclamó como suyo, esperé que en cualquier momento el propietario se levantase y objetara mi pasaje por allí. Es difícil concebir una región no habitada por el hombre. Estamos acostumbrados a dar por sentada su presencia y su influencia en todas partes. Y en cambio no hemos visto la naturaleza en estado puro, si no la hemos visto así, vasta, pavorosa e inhumana, aun en medio de las ciudades. Aquí la naturaleza era algo salvaje e imponente, aunque hermoso. Yo observaba con reverencia el suelo que pisaba, para ver lo que los Poderes habían hecho allí, la forma y la materia de su obra. Esta era la Tierra de la que nos han hablado, salida del Caos y la Vieja Noche. No un jardín de alguien, sino el globo en su estado prístino. Ni césped, ni pastizal, ni prado, ni bosque, ni herbazal, ni tierra arable, ni páramo. Era la superficie recién creada y natural del planeta Tierra, tal como fue hecha para siempre: nosotros decimos que para ser la morada del hombre, que la Naturaleza creó, y el hombre puede usarla si puede. No había que relacionar al hombre con ella. Era la Materia, vasta, aterradora, no la Madre Tierra de la que se nos habla, no para que él la pise, o sea enterrado en su seno —no, sería incluso un exceso de familiaridad dejar que sus huesos yacieran allí—, residencia, esta, de la Necesidad y el Destino. Se sentía la presencia de una fuerza cuyo objeto no era ser amable para el hombre. Era un lugar para los ritos del paganismo y la superstición, para ser habitado por hombres más íntimamente emparentados que nosotros con las rocas y los animales salvajes. Caminábamos por él con cierta reverencia, deteniéndonos, de tanto en tanto, a recoger los arándanos que allí crecían, con su gusto sabroso y picante. Quizás en Concord, donde se alzan nuestros pinos y yacen las hojas sobre el suelo del bosque, hubo una vez cosechadores y los agricultores plantaban cereales; pero en este lugar ni siquiera la superficie había recibido la marca del hombre, sino que era un ejemplo de cómo Dios consideró adecuado hacer este mundo. ¡Qué significa entrar a un museo y ver miles de objetos particulares, comparado con contemplar la superficie de un astro, la materia pura en su origen! Me quedo observando con asombro mi propio cuerpo: esta materia que me contiene y se ha vuelto tan ajena a mí. No temo a los espíritus, los fantasmas de los cuales soy uno —eso podría pasarle a mi cuerpo—, pero temo a los cuerpos, me hace temblar el encontrarme con ellos. ¿Quién es este titán que me posee? ¡Menudo misterio! ¡Piénsese en nuestra existencia en la naturaleza —ser diariamente testigo de la materia, entrar en contacto con ella—, las rocas, los árboles, el viento en nuestras mejillas! ¡La sólida tierra! ¡El mundo real! ¡El sentido común! ¡Contacto! ¡Contacto! ¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos?

Antes de mucho reconocimos algunas rocas y otros elementos del paisaje que habíamos impreso adrede en la memoria, y, apretando el paso, hacia las dos llegamos al batteau[56]. Habíamos esperado una comida de trucha, pero en aquella claridad solar deslumbrante los peces tardaban en morder el anzuelo, por lo que nos vimos forzados a sacar provecho del pan de centeno y el cerdo, que apenas quedaba. Entretanto, deliberamos sobre si debíamos ir río arriba una milla más, hasta el claro de Gibson, en el Sowadnehunk, donde había una cabaña de troncos desierta, para conseguir una barrena de media pulgada para reparar una de nuestras picanas. Había bastantes piceas jóvenes alrededor y disponíamos de un pincho sobrante, pero de nada con que agujerear. Pero como no era seguro que allí encontrásemos herramientas abandonadas, reparamos lo mejor posible la pértiga rota para el viaje de bajada, en el cual apenas tendríamos que usarla. Además, no teníamos ganas de perder tiempo en tal expedición, por temor a que levantase el viento antes de que llegáramos a los lagos mayores y nos detuviese; porque un viento moderado produce en tales aguas un verdadero mar, en el que un batteau no dura ni un minuto; y en una ocasión McCauslin había sufrido un retraso de una semana en la cabecera del North Twin, que solo tiene cuatro millas de un extremo al otro. Estábamos casi sin provisiones, y mal preparados a este respecto para lo que posiblemente resultara un viaje de una semana rodeando la costa, y teniendo que vadear innumerables corrientes de agua y abrirnos paso por una floresta sin senderos en caso de que nuestra embarcación sufriera cualquier accidente.

Fue con pesar que volvimos la espalda al Chesuncook, por el que McCauslin había antiguamente navegado, y a los lagos del Allegash. Quedaban aún rápidos más extensos y porteaderos más largos; entre estos últimos, el de Rippogenus, que él describió como el más difícil, de tres millas. La longitud total del Penobscot es de doscientas setenta y cinco millas, y todavía nos hallamos a casi cien de su origen. Hodge, el ayudante del geólogo estatal, pasó por este río en 1837, por un porteadero de solo una milla y tres cuartos cruzó al Allegash, y por este bajó hasta entrar en el St. John, y por el Madawaska hasta el porteadero conocido como el Grand Portage pasó al San Lorenzo. El suyo es el único relato que conozco de una expedición a través de Canadá en esa dirección. Describe así su primera visión de este río, la cual, por comparar pequeños hechos con hechos grandiosos, es semejante a la primera visión del Pacífico por parte de Balboa desde las montañas del itsmo de Darién[57]. «La primera vez que tuvimos a la vista el San Lorenzo», dice, «desde la cima de una alta colina, la visión fue para mí sumamente asombrosa, y mucho más interesante por haber estado enclaustrado en el bosque los dos meses anteriores. Directamente ante nosotros yacía el anchuroso río, de nueve o diez millas de orilla a orilla, cuya superficie interrumpían algunas islas y escollos, así como dos embarcaciones ancladas cerca de la margen. El sol se estaba poniendo detrás de estas y doraba toda la escena con sus rayos de despedida».

Esa misma tarde, después de las cuatro, iniciamos el viaje de regreso, que iba a requerir poco o ningún empleo de la pértiga. Para salvar los rápidos los barqueros utilizan, en lugar de pértiga, unos remos de pala ancha con los que guían la embarcación. Aunque nos deslizamos velozmente, y a menudo sin problemas hacia abajo, allí por donde nos había costado no escaso esfuerzo ascender, a nuestro viaje le esperaba un peligro mucho mayor: pues si en un momento dado chocábamos de lleno contra una de los miles de rocas que nos rodeaban, la barca se inundaría al instante. Cuando se inunda una embarcación en esas circunstancias, el botero generalmente no encuentra dificultades inmediatas para mantenerlo a flote, ya que la corriente los mantiene a él y a su carga durante un buen trecho; y pudiendo flotar, solo tiene que irse arrimando gradualmente a la orilla. El mayor peligro es el de verse pillado en un remolino detrás de una roca más grande, donde el agua va corriente arriba más velozmente que en cualquier otra parte, y empezar a dar vueltas y vueltas bajo la superficie hasta ahogarse. McCauslin señaló unas rocas que habían sido escenario de un accidente fatal de esa clase. A veces el cuerpo no aparece durante varias horas. Él mismo había realizado una vez el circuito, siendo las piernas lo único suyo que veían sus compañeros; pero por suerte fue devuelto por el río a tiempo para recobrar la respiración[58]. Para salvar los rápidos, el barquero tiene que resolver este problema: escoger un curso tortuoso y seguro por entre un millar de rocas hundidas esparcidas a lo largo de un cuarto de milla, al mismo tiempo que avanza a un ritmo constante de quince millas a la hora. Detenerse no puede; la única cuestión es por dónde ir. El hombre de proa escoge el rumbo con todas las miradas clavadas en él, golpeando enérgicamente el agua con su remo y dirigiendo la embarcación a pura fuerza. El hombre de popa sigue fielmente al de proa.

Pronto estuvimos ante los saltos del Aboljacarmegus. Ansiosos por evitar el retraso —así como el trabajo— del porte, nuestros barqueros avanzaron primero en labor de reconocimiento y terminaron dejando que el batteau bajara por la cascada, llevando por tierra únicamente el equipaje. Saltando de roca en roca hasta casi el medio de la corriente, nos aprestamos a recibir la barca y dejarla superar el primer salto, de unos seis o siete pies en perpendicular. Los boteros se colocan al borde de un saliente de roca, donde la caída es quizá de nueve o diez pies, metidos en uno o dos pies de aguas rápidas, uno a cada lado de la barca, y la dejan deslizarse suavemente hasta que la proa se levanta diez o doce pies en el aire; entonces, dejándola caer de plano, mientras uno coge la amarra el otro se mete dentro de un salto, y cuando su compañero lo sigue ambos son llevados vertiginosamente por los rápidos hasta un nuevo salto, o hasta aguas tranquilas. En muy pocos minutos han llevado a cabo un pasaje que para el inexperto resultaría tan insensato como intentar el descenso por el mismísimo Niágara. Parecería que para navegar con seguridad por unas cataratas como las del Niágara se necesitaría únicamente una cierta familiaridad con el lugar y un grado algo mayor de habilidad. En cualquier caso, yo no perdería la fe en unos hombres tan serenos, tan contenidos, tan fértiles en recursos como son ellos en los rápidos sobre meseta rocosa, hasta verlos efectivamente superar las cataratas. Cabía pensar que estas eran cataratas, y que las cataratas no se cruzan impunemente andando, como si fueran un charco de lodo. Existía realmente el riesgo de que perdieran su sublimidad al perder el poder de hacernos daño. La familiaridad produce desdén. El botero hace una pausa, si acaso, sobre una plataforma bajo un saledizo de roca al pie de la catarata, parado en una caleta de agua estancada de dos pies de profundidad, y se oye su voz ronca a través de la cortina de agua dando calmosamente instrucciones sobre cómo botar la embarcación esta vez.

Una vez realizado el porteadero de las cataratas de Pockwockomus, los remos pronto nos llevaron a Katepskonegan, o porteadero de Oak Hall, donde resolvimos acampar a medio camino, dejando que el batteau fuera portado por la mañana sobre hombros frescos. Uno de los hombros de cada botero exhibía una marca roja del tamaño de una mano, provocada por el batteau en esta expedición; y al cabo de un prolongado servicio ese hombro, siendo el que hacía todo el trabajo, era perceptiblemente más bajo que el otro. Un esfuerzo semejante no tarda en desgastar el físico más resistente. Los conductores de troncos están acostumbrados a trabajar con el agua fría en primavera, y raramente están secos; y si uno cae del todo al agua no es habitual que se cambie hasta la noche, si es que lo hace. El que adopta esa precaución recibe un sobrenombre especial, o es aislado. Nadie que no sea casi anfibio puede llevar esa vida. McCauslin contó sobriamente —y en todo caso constituye una buena historia— que había visto en un atasco a seis hombre sumergirse a la vez totalmente en el agua, para usar el hombro como palanca. Si el tronco no se movía, tenían que sacar la cabeza para respirar. El conductor de troncos trabaja mientras pueda ver, del amanecer al ocaso, y por la noche no tiene tiempo para cenar y secarse la ropa adecuadamente antes de caer dormido en su lecho de roble. Esa noche nosotros dormimos en el mismo lecho preparado por una partida semejante, tendiendo nuestra tienda sobre los palos que todavía estaban de pie, pero reemplazando las hojas húmedas y amarillentas por otras frescas.

Por la mañana llevamos la barca y la echamos al agua, dándonos prisa por si el viento aumentaba. Los boteros la desplazaron por el Passamagamet, y poco después por los saltos del Ambejijis, mientras nosotros efectuábamos el rodeo a pie con el equipaje. Con lo que nos quedaba de cerdo tuvimos un rápido desayuno en la cabecera del lago Ambejijis, y poco después volvíamos a remar por su serena superficie, bajo un cielo agradable, con la montaña al nordeste, ahora libre de nubes. Turnándonos a los remos, dejamos atrás rápidamente, a seis millas por hora, la caleta llamada Deep Cove, sin que el viento alcanzara a molestarnos, y arribamos a la represa a mediodía. Los boteros pasaron en el batteau por una de las compuertas para troncos, en la que la caída es de diez pies hasta la base, y nos recogieron abajo. Ahí estaba el rápido más extenso de todo el viaje, y tal vez el recorrerlo fue una tarea tan peligrosa y ardua como la que más. A una velocidad que calculamos a veces en quince millas por hora, si chocábamos con una roca nos partía a lo largo en un instante. Por momentos éramos como un cebo flotante en movimiento para atraer a algún monstruo fluvial, entre los remolinos, y en otros nos lanzábamos hacia un lado de la corriente o hacia el opuesto, deslizándonos veloz y suavemente prácticamente hacia la destrucción, o golpeábamos enérgicamente el agua con el remo corto, acudiendo a todas nuestras fuerzas para evitar las rocas mediante desvíos a derecha o a izquierda. Imagino que fue como navegar por los rápidos del Saute de St. Marie, en la salida del lago Superior, y nuestros boteros expusieron una destreza no menor a la de los indios. Pronto atravesamos esa milla, y nos hallamos flotando en el lago Quakish.

Después de semejante viaje, las aguas revueltas y furiosas, que una vez habían parecido terribles y no cosa de juego, se nos presentaban como domadas y carentes de brío; habían sido desafiadas y acosadas en sus cauces, azuzadas y golpeadas con la puya de la pértiga y el remo corto para someterlas, atravesadas con impunidad, y despojadas de todo su potencia y su peligro, y a partir de entonces los ríos más caudalosos e impetuosos no parecían sino juguetes. Comencé por fin a entender la familiaridad de los boteros con los rápidos y su desdén por ellos. «Esos muchachos de Fowler», decía la Sra. de McCauslin, «son para el agua unos perfectos patos». Según ella, habían ido en un batteau a Lincoln, distante treinta o cuarenta millas, a buscar a un médico, de noche, estando tan oscuro que no veían a una vara por delante, y el río estaba tan crecido que era prácticamente un rápido continuo, por lo que el médico exclamó, cuando lo llevaron de regreso en pleno día, «Pero, Tom, ¿cómo veías para guiar la barca?». «No es que guiáramos… solo la aguantábamos derecha». A pesar de lo cual no tuvieron ningún accidente. Es verdad que los rápidos más difíciles se hallan más arriba.

Cuando alcanzamos el Millinocket frente a la casa de Tom y estábamos aguardando que su gente nos cruzase, pues habíamos dejado el batteau más allá de Grand Falls, descubrimos dos canoas, con dos hombres cada una, que aparecieron por el río desde la laguna llamada Shad Pond, una manteniéndose del lado opuesto de una pequeña isla que teníamos delante, la otra aproximándose a donde nos encontrábamos, y desde ambas examinando cuidadosamente las orillas en busca de ratas almizcleras. La segunda resultó estar ocupada por Louis Neptune y su compañero, ahora por fin de camino hacia Chesuncook a la caza de alces; pero iban tan disfrazados que nos costó reconocerlos. A cierta distancia habrían podido ser tomados por cuáqueros; con sus sombreros de ala ancha y sus sobretodos con amplia capa, por pícaros de Bangor tratando de instalarse en esta Silvania; o, más de cerca, por personajes elegantes la mañana siguiente a una juerga. Cara a cara, estos indios en sus bosques nativos parecían los tipos siniestros y desaseados que uno encuentra recolectando cordeles y papel por las calles de una ciudad. Existe, de hecho, una notable e inesperada semejanza entre el salvaje degradado y las clases bajas de una gran ciudad. El uno no es más hijo de la naturaleza que el otro. En el proceso de la degradación la distinción entre razas se pierde muy pronto. Al principio, y al ver unas perdices en manos de uno del grupo, Neptune se mostró insistente en saber qué nosotros «matar», pero un marcado disgusto por nuestra parte excluía toda posibilidad de una respuesta. Pensamos que antes los indios poseían un cierto honor. Pero «Mí estado enfermo. Oh, mí no bien ahora. Hacemos negocio, después mí irse». En realidad se habían retrasado tanto debido a una borrachera en las Cinco Islas, de cuyos efectos aún no se habían recuperado. Llevaban en las canoas algunas ratas almizcleras jóvenes que sacaban con azada de la ribera, no por las pieles, sino para comer, pues en las expediciones este mamífero constituye su principal alimento. De modo que prosiguieron remontando el Millinocket y nosotros continuamos por la margen del Penobscot, tras recuperar energías con un trago de la cerveza de Tom, a quien dejamos en su casa.

Esta es la vida que ha de llevar aquí un hombre, al borde de las tierras salvajes, en la corriente del indio río Millinocket, en un mundo nuevo, en el oscuro corazón de un continente, y tendrá una flauta para tocar al anochecer haciendo eco a las estrellas, entre el aullido de los lobos; vivirá, por así decir, en una edad primitiva del mundo, como un hombre primitivo. Pero habrá para él un día soleado, y en este siglo será mi contemporáneo; leerá acaso algunas dispersas páginas de literatura, y a veces hablará conmigo. ¿Para qué leer historia, pues, si las épocas y las generaciones lo son ahora? Él vive a tres mil años de profundidad en el tiempo, una época no descrita aún por los poetas. ¿Es que uno puede retroceder más que eso en la historia? ¡Ay! ¡Ay!, pues por allá penetra ahora mismo en la boca del Millinocket un hombre aún más antiguo y primitivo, cuya historia no se remonta siquiera a la del anterior. En una embarcación hecha de corteza cosida con raíces de picea, con remos de carpe, se va abriendo camino. Me resulta borroso y difuso, oscurecido por los siglos que van de la canoa de corteza al batteau, él no levanta una vivienda de troncos, sino una wigwam[59] de pieles. No come pan caliente y pasteles, sino rata almizclera, carne de alce y grasa de oso. Se desliza por el Millinocket y lo pierdo de vista, de modo semejante a cuando vemos alejarse una nube más lejana y borrosa detrás de una más próxima y perderse en el espacio. De esa forma encara su destino el rostro rojo del hombre.

Tras haber pasado la noche, y engrasado las botas por última vez en lo de Tío George, cuyos perros casi lo devoran por la alegría del retorno, seguimos al día siguiente río abajo, unas ocho millas a pie y luego otras diez en un batteau, con un hombre para impulsarlo, hasta Mattawamkeag. Para abreviar, a mitad de esa misma noche, abandonamos nuestra calesa cruzando el inacabado puente de Oldtown, donde oímos el confuso estruendo y tintineo de un centenar de sierras, que jamás descansan, y a las seis de la mañana siguiente este miembro de la partida marchaba a todo vapor camino de Massachusetts.

Lo más llamativo del territorio salvaje de Maine es la continuidad de la floresta, en la que hay menos intervalos abiertos o claros de lo que uno imaginaba. Aparte de las pocas tierras quemadas, los estrechos espacios en los ríos, las cimas peladas de las altas montañas, los lagos y las corrientes, la floresta es ininterrumpida. Es todavía más sombría y salvaje de lo imaginado de antemano, un terreno húmedo e intrincado, mojado y fangoso por todas partes en primavera. El aspecto del territorio es, en verdad, universalmente áspero y salvaje, si se exceptúan las vistas lejanas de los bosques desde las elevaciones, y el panorama de los lagos, que resultan en cierta medida suaves y civilizados. Los lagos son algo para lo que una persona no está preparada; se hallan sumamente altos, muy expuestos a la luz, y el bosque se reduce a una fina hilera en sus bordes, con una montaña azul aquí y allí, como amatistas engarzadas en torno a una joya de primera agua; muy anteriores, muy superiores a todos los cambios que habrán de tener lugar en sus orillas, delicados y elegantes incluso ahora, y bellos como puede que lo sean eternamente. No son estas las florestas artificiales de un rey inglés, un simple coto real. Prevalecen allí no las leyes forestales sino las de la naturaleza. Los aborígenes no han sido nunca desposeídos, ni la naturaleza deforestada.

Es un territorio lleno de árboles de hoja perenne, de plateados abedules musgosos, el suelo salpicado de insípidas pequeñas bayas rojas y marcado por rocas húmedas cubiertas de musgo; diversificado por innumerables lagos y rápidas corrientes pobladas por truchas y diversas especies de leucisci, con salmones, sábalos, lucios y otros peces; con bosques en los que suenan a intervalos poco comunes el canto del paro, la urraca y el pájaro carpintero, el chillido del pigargo y el águila, la risa del somorgujo y el silbo de los patos en las corrientes solitarias; de noche, el graznido de la lechuza y el aullido del lobo; un país en el que en verano pululan miríadas de moscas negras y mosquitos, más temibles que el lobo para el hombre blanco. Así es la tierra del alce, el caribú, el lobo, el castor, y el indio. ¿Quién será capaz de describir la inexpresable ternura y la vida eterna de la floresta adusta, donde la Naturaleza, aunque sea en mitad del invierno, está siempre en primavera, donde los árboles cubiertos de musgo y en decadencia no son viejos, sino que parecen gozar de una permanente juventud; y donde Natura, dichosa e inocente como un plácido infante, es demasiado feliz para hacer ruido, excepto a través de algún ceceante pájaro cantarino o un arroyuelo que tintinea?

¡Qué lugar para vivir! ¡Qué lugar donde morir y ser enterrado! ¡Allí ciertamente los hombres vivirían para siempre y se reirían de la muerte y la tumba. Allí no podrían tener los pensamientos que se asocian al cementerio aldeano, que convierten en sepultura uno de esos húmedos montículos siempre verdes!

Die and be buried who will,

I mean to live here still;

My nature grows ever more young

The primitive pines among[60].

Mi viaje me recuerda cuán sumamente nuevo es aún este país. Basta con viajar unos días al interior y las zonas alejadas de muchos de los antiguos estados para acceder a la misma América que visitaron los escandinavos[61], y Cabot[62], y Gosnold[63], y Smith[64], y Raleigh[65]. Si Colón fue el primero en descubrir las islas, Américo Vespucio[66] y Cabot y los puritanos, y nosotros sus descendientes, hemos descubierto únicamente las costas de América. Aunque la república ha adquirido ya una historia a nivel mundial, América es todavía inestable e inexplorada. Como los ingleses en Nueva Holanda[67], incluso ahora vivimos solamente en las costas de un continente, y apenas sabemos de dónde vienen los ríos que mantienen a flote a nuestra marina. Los propios maderos, tablas y tejas con los que están hechas nuestras casas crecieron ayer apenas en un territorio salvaje donde todavía caza en indio, y el alce circula libremente. Nueva York tiene zonas inexploradas dentro de sus propios límites; y aunque los marinos europeos están familiarizados con los sonidos del Hudson, y hace tiempo que Fulton[68] inventó en sus aguas el barco de vapor, aún se necesita un indio para guiar a sus científicos hasta su cabecera en los montes Adirondack.

¿Hemos llegado siquiera a descubrir y colonizar las costas? Que alguien recorra a pie la costa desde el Passamaquoddy hasta el Sabine[69], o hasta el Río Bravo[70], o donde quiera que esté ahora el final, si es lo suficientemente rápido para rebasarlo, siguiendo las curvas de cada caleta y de cada cabo, y moviéndose al ritmo del oleaje —con una desolada aldea de pescadores una vez a la semana y una ciudad portuaria una vez al mes para alegrarlo, y alojándose en los faros, cuando encuentra uno— y que me cuente si le parece un país descubierto y colonizado, y no más bien una isla desolada y una tierra de nadie.

Hemos avanzado a saltos hacia el Pacífico, y dejado atrás, inexplorados, Oregón y California. Aunque se han establecido el ferrocarril y el telégrafo en las costas de Maine, el indio sigue mirando al mar por encima de ellos desde las montañas interiores. Ahí se encuentra la ciudad de Bangor, cincuenta millas aguas arriba del Penobscot, a la cabeza de la navegación para barcos mayores, principal terminal maderera del continente, con una población de doce mil personas, como una estrella al margen de la noche, talando todavía los bosques de los cuales está construida, ya floreciente con los lujos y refinamientos de Europa, y enviando sus barcos a España, a Inglaterra y a las Indias Occidentales a por provisiones, y sin embargo solo unos pocos hacheros han ido «río arriba», a internarse en el paraje inhóspito que la alimenta. Todavía se encuentran el oso y el ciervo dentro de sus límites; y el alce, al nadar por el Penobscot, se ve envuelto entre las embarcaciones y atrapado por marineros extranjeros en su bahía. Doce millas atrás, doce millas de ferrocarril, están Orono y la Indian Island, el hogar de la tribu penobscot, y luego empiezan el batteau y la canoa, y la carretera militar; y sesenta millas arriba el territorio está virtualmente sin explorar y sin mapa topográfico, y allí continúa ondeando la floresta virgen del Nuevo Mundo.