Parte VI

Martes, 28 de julio

Al despertar encontramos un denso rocío depositado sobre nuestras mantas. Yo había estado despierto desde muy temprano, escuchando el estridente ah-titi-titi-ti del gorrión de pecho blanco, repetido a breves intervalos sin la menor variación durante media hora, como si no pudiera expresar suficientemente su felicidad. Ignoro si mis compañeros lo oían o no, pero para mí fue una especie de oficio matutino y un acontecimiento.

Era un agradable amanecer, y teníamos al sudeste una vista de las montañas. El Ktaadn aparecía algo más al sur. Una montaña de cumbre doble hacia el este del sudeste y otra parte de la misma al propio sudeste. A esta última el indio la llamó nerlumskeechticook y dijo que estaba en la cabecera del East Branch, y que pasaríamos cerca de ella a nuestro retorno.

Lavamos más ropa en el lago esa mañana, y con ella tendida de los árboles secos y sobre las rocas, la costa parecía el día de colada en casa. El indio, captando la idea, cogió prestado el jabón, se metió en el agua y se lavó puesta su única camisa de algodón, tras lo cual se puso los pantalones y dejó que se le secara encima.

Me fijé en que llevaba una camisa de algodón que había sido originalmente blanca, una de franela sobre ella, pero no chaleco, calzones de franela y fuertes pantalones de hilo o lona que también habían sido blancos, calcetines de lana azules, botas de cuero de vaca y sombrero Kossuth. Él no llevaba ropa de recambio, sino una chaqueta gruesa, que dejaba a su lado en la canoa; portando un hacha grande, su arma y sus municiones, así como una manta que podía servirle como vela o como morral en caso necesario, y ajustándose un cinturón del que pendía un gran cuchillo de monte, partía sin más preámbulos, dispuesto a pasar fuera todo el verano. Su aspecto revelaba una gran independencia; pocas y eficaces herramientas, y nada de prendas de caucho. Era siempre el primero en estar preparado para salir por la mañana, y si no hubiera portado algunas de nuestras pertenencias no se habría visto obligado a enrollar su manta. En lugar de un gran bulto con su ropa extra, etc., él llevaba a su regreso las grandes pieles de alce envueltas en su manta. Descubrí que su equipamiento era resultado de una larga experiencia, y que en general era difícilmente mejorable, como no fuera a través del lavado o mediante una camisa extra. Si aquí le hacía falta un botón, se encaminaba a un lugar donde hubieran estado acampados recientemente unos indios y buscaba uno, aunque creo que en vano.

Después de ablandar nuestras endurecida botas y zapatos con la grasa de cerdo, de la que disponíamos libremente como sobrante del desayuno, atravesamos el lago temprano, navegando en diagonal en dirección noroeste unas cuatro millas hacia el desaguadero, que no apareció ante nuestra vista hasta que estuvimos cerca. El nombre indio, Apmoojenegamook, significa «lago que es atravesado», porque el curso habitual es a través, y no a lo largo. Es el mayor de los lagos del Allegash, y fue la primer agua del St. John sobre la que flotamos[34]. Tiene en general la forma del Chesuncook. No hay montañas o colinas altas muy cercanas. En Bangor nos habían hablado de un distrito distante muchas millas más al noroeste; nos fue indicado como abarcando el terreno más alto de la zona, desde el cual, trepando a un determinado árbol, se podía obtener una idea general de la región. No pusimos en duda el consejo, pero no fuimos. Ahora no nos proponíamos ir lejos por el Allegash, sino simplemente tener un panorama de los grandes lagos que se encuentran en su fuente y luego retornar por ese camino hacia el East Branch del Penobscot. El agua ahora, por alguna razón, discurría hacia el norte, si se puede decir que fluía.

Alcanzado el medio del lago, notamos que la olas eran como de costumbre bastante altas, y el indio advirtió a mi compañero, que cabeceaba, que no debía dormirse en la canoa si no quería que volcásemos; y añadió que cuando un indio quiere dormir en una canoa se tumba a lo largo de la misma. Pero en una así de ocupada eso era imposible. En todo caso, le dijo que lo codearía si lo veía cabecear.

Un cinturón de árboles secos se alzaba alrededor de todo el lago, algunos en buena parte hundidos en el agua con otros abatidos sobre ellos, lo cual hacía que la orilla fuese en su mayor parte casi inaccesible. Es el efecto de la presa en la zona de desaguadero. Es así como quedó tapada y destruida la costa arenosa o rocosa natural, con su hilera de verdor. Fuimos costeando por el lado norte buscando la zona de desaguadero, distante un cuarto de milla de aquella ribera de aspecto salvaje, sobre la que las olas rompían violentamente; sabiendo que la misma podría fácilmente quedar oculta entre los desechos o inundada. Es notable lo poco que se habla de las importantes compuertas de un lago. No hay ningún arco triunfal sobre la modesta entrada o salida, pero en cierto punto, que no se llega a percibir, el agua fluye de un lado al otro de la ininterrumpida floresta, casi como a través de una esponja.

Alcanzamos la salida en alrededor de una hora y allí continuamos por la presa, que es una estructura realmente sólida; a eso de un cuarto de milla más allá había una segunda. El lector comprenderá que la consecuencia de este particular estilo de represar el lago Chamberlain es hacer que las aguas de la cabecera del St. John discurran por Bangor.

Todos los lagos más grandes han sido represados elevando así en muchos pies la amplitud de su superficie; por ejemplo la del Moosehead, con su vapor, unas 40 millas en longitud; volviendo así las fuerzas de la naturaleza en contra de sí misma, para poder sacar flotando de la región el botín del que es despojada. Han agotado rápidamente la mejor y más accesible madera de pino de esas inmensas florestas, dejando luego para los osos la contemplación de las deterioradas presas, sin despejar ni cultivar las tierras, ni hacer carreteras, ni construir casas, sino abandonando la zona hecha una selva, como la encontraron. En muchos sitios solo quedan esas presas, que parecen diques de castores. ¡Piénsese en cuánto terreno han inundado, sin pedir permiso a la naturaleza! Cuando el Estado quiere dotar a una academia o universidad, le otorga una extensión de terreno boscoso: una sierra equivale a una academia, una cuadrilla, a una universidad.

La región experimenta una repentina subida de todas sus corrientes de agua y de sus lagos, siente como 10 000 alimañas diversas corroen la base de sus árboles más nobles, muchas de ellas aliándose para llevárselos a rastras, disputándose ruidosamente las raíces de los que han sobrevivido, y haciéndolos caer en el río más próximo, hasta que, derribados los mejores, se alejan ellas correteando a saquear una nueva arboleda virgen, y todo queda de nuevo en silencio. Es como cuando un ejército migratorio de ratones rodea una floresta de pinos. El hachero tala árboles por el mismo motivo que el ratón los roe: para conseguir su sustento. Me dirán que él tiene una familia más interesante que la del ratón. Así es comoocurre. Él habla de una «cucheta» de madera, de un buen lugar donde meterse, como podría hacerlo un gusano. Cuando el hachero menciona elogiosamente a un pino, generalmente nos cuenta que cortó uno tan grande que en el tocón que quedaba cabría una yunta de bueyes; como si el pino hubiera crecido para convertirse en escabel de bueyes. Me imagino a esos pesados animales dóciles, unidos por un yugo, con los impúdicos cuernos que delatan su servidumbre, pasando sucesivamente del tocón de un pino gigante a otro por toda esta floresta, y rumiando allí, hasta que el terreno no es más que un sitio de pastoreo, y además, agotado. Como si fuera bueno para los bueyes, y penetrasen en sus narinas vapores de terebinto o alguna otra esencia medicinal. ¿O es que su elevada ubicación quiere ser meramente un símbolo del hecho de que lo pastoril viene después de lo selvático o de la vida del cazador?

El carácter de la admiración del leñador queda de manifiesto en su propia manera de expresarla. Si dijera todo lo que piensa, diría «era tan grande que lo talé y encima de su tocón podría caber una yunta de bueyes». Lo que él admira es el tronco cortado, es más el esqueleto o cadáver que el árbol mismo. Pero, señor mío, si usted no lo hubiera talado, el árbol podría haber permanecido enhiesto sobre su tocón, y mucho más cómoda y firmemente de lo que puede estarlo una yunta de bueyes. ¿Qué derecho tiene usted de celebrar las virtudes de un ser al que ha asesinado?

El angloamericano puede ciertamente talar, y arrancar de raíz toda esta ondulante floresta, y hacer un discurso sobre el tocón, y votar a Buchanan[35] sobre sus ruinas, pero no puede conversar con el espíritu del árbol que derriba, es incapaz de comprender la poesía y la mitología que retroceden ante su avance. De forma ignorante borra las tablillas mitológicas para imprimir en ellas sus folletos y sus convocatorias municipales.

Antes de haber aprendido el abc de la hermosa aunque mística tradición de la selva virgen que Spencer y Dante apenas habían empezado a interpretar, él la tala, acuña un chelín «pinoso» (como expresión del valor del pino para él), erige un colegio regional e introduce el manual de ortografía de Webster.

Pasada la última presa, con el río veloz y poco profundo, aunque suficientemente amplio, nosotros dos bajamos y anduvimos a pie durante media milla para aliviar el peso de la canoa. Yo había adoptado la costumbre de cargar con mi mochila cuando iba a pie, así como a atarla a un travesaño cuando la llevaba en la canoa, para poder recuperarla en caso de vuelco.

Allí, y después, durante los portes, oí a la langosta de la canícula, un sonido que yo había asociado únicamente con regiones más abiertas, si no colonizadas. El área de acción de la langosta debe ser reducida en los bosques de Maine.

Ahora estábamos realmente en el río Allegash, nombre que según el indio significa corteza de cicuta. Estas aguas discurren hacia el norte durante unas cien millas, al comienzo muy débilmente, luego otras doscientas cincuenta en dirección sudeste hacia la Bahía de Fundy. Después de quizás dos millas de río, entramos en el lago Heron, que en el mapa lleva el nombre de Pongokwahem, ahuyentando en la entrada a cuarenta o cincuenta shecorways, tadornas macho, que se deslizaron sobre el agua con gran rapidez, como siempre formando una extensa línea.

Era el cuarto gran lago, que se extiende hacia el oeste y el este, como el Chesuncook y la mayoría de los largos lagos de la región, y a juzgar por el mapa ocupaba diez millas de un extremo al otro. Habíamos entrado por el lado del sureste, y por encima del lago vimos al nordeste una montaña oscura, no muy distante ni elevada, a la que el indio llamó Montaña Picuda, utilizada por los exploradores para divisar desde allí la madera. Había también otras tierras altas más al este. Las márgenes presentaban un estado semejante al de las del lago anterior, irregulares y antiestéticas, cargadas de árboles secos, tanto caídos como en pie, debido a la presa del Allegash. Algunos puntos bajos estaban casi anegados.

Vi sobre el agua, a una milla de distancia, algo blanco, que resultó ser una gran gaviota posada sobre una roca en medio del lago; al indio le habría gustado matarla y comérsela, pero salió volando antes de que nos acercásemos; y también una bandada de patos de verano que se encontraban con ella alrededor de la roca. Le pregunté por las garzas, puesto que el lago llevaba ese nombre, y él dijo que buscaba los nidos de garza azul en los árboles de madera dura. Me pareció haber visto un objeto de color claro moviéndose por la ribera opuesta, distante cuatro o cinco millas. Él no supo qué podría ser, a menos que se tratara de un alce, aunque nunca había visto uno blanco; pero aseguró ser capaz de distinguir a un alce «en cualquier parte despejada de la costa al otro lado del lago».

Rodeando una punta, nos hallamos cruzando una bahía durante una y media o dos millas en dirección a una gran isla situada a tres o cuatro de distancia. A mitad de camino, a eso de media milla de la costa, nos encontramos con la cachipolla, que evidentemente vuela por todo el lago. En el Moosehead yo había visto a esa misma distancia de la costa una gran libélula que venía del centro del lago, donde la anchura del mismo era de cuando menos tres o cuatro millas. Probablemente lo había cruzado. Pero finalmente, desde luego, se llega a unos lagos tan extensos que un insecto no puede atravesarlos volando; cosa que acaso sirva para distinguir un gran lago de uno pequeño.

Desembarcamos en el lado sureste de la isla, bastante elevado y densamente arbolado, con una margen rocosa, a tiempo para una comida temprana. Alguien que había acampado allí no hacía mucho, había dejado el bastidor en el que estuvo extendida una piel de alce, armazón que nuestro indio criticó severamente, por considerarla mal hecha. Había allí numerosas conchas de ástaco o langosta de agua dulce arrastradas hasta la orilla, como las que han dado nombre a algunas lagunas y ríos. Tienen por lo general cuatro o cinco pulgadas de longitud. El indio procedió de inmediato a cortar un trozo de corteza de abedul, la apoyó contra otro árbol, atada con un tallo de bejuco y se acostó a dormir bajo su sombra.

En el Caucomgomoc nos recomendó una nueva ruta de regreso por el St. John, la misma precisamente en la que nosotros habíamos pensado primero. Incluso dijo que era más fácil y llevaría muy poco tiempo más que la otra, por el East Branch del Penobscot, aunque la vuelta fuera mucho más larga; y observando el mapa, mostró dónde deberíamos estar cada noche, pues estaba familiarizado con la ruta. Según su cálculo, siguiendo hacia el norte por el Allegash debíamos alcanzar los asentamientos franceses la noche siguiente, y cuando llegásemos a la parte principal del St. John las márgenes estarían más o menos pobladas todo el camino; como si eso fuera algo a favor. No habría más de uno o dos saltos de agua, con breves portes, e iríamos corriente abajo muy rápido, hasta cien millas al día, si el viento era favorable; y señaló dónde debíamos cambiar al Eel River para ahorrar una curva más después de Woodstock en New Brunswick, y lo mismo por el lago Schoodic y desde este al Mattawankeag. Serían unas trescientas sesenta millas hasta Bangor por ese camino, si bien solo alrededor de ciento sesenta por el otro; en el primer caso exploraríamos dos tercios del curso del St. John a partir de sus fuentes, así como el lago Schoodic y el Mattawamkeag: y estuvimos otra vez tentados de hacer ese recorrido. Yo temía, no obstante, que las riberas del St. John estuvieran demasiado pobladas. Cuando le pregunté al indio cuál ruta nos llevaría por el territorio más virgen, dijo que la del East Branch. En parte teniendo en cuenta esto, nos decidimos por la segunda ruta, y de paso por ascender, tal vez, al Ktaadn. Hicimos de la isla el límite de nuestra excursión en esa dirección.

Para entonces habíamos visto el mayor de los lagos Allegash. La siguiente presa «estaba a unas quince millas» más al norte, por el Allegash, y hasta allí había aguas mansas. En Bangor nos habían hablado —por si nos hiciera falta recurrir a él— de un hombre que vivía solo en dicha presa, como cuidador, una especie de ermitaño que, a falta de algo que hacer, dedicaba el tiempo a pasar una bala de una mano a la otra. Al parecer, esa suerte de juego de intercambio de un objeto plomizo de un lugar a otro era para él un símbolo del relacionamiento social.

La isla, según el mapa, quedaba a unas ciento diez millas en línea recta desde Bangor, en dirección norte-noroeste y alrededor de noventa y nueve desde Quebec en dirección este-sureste. Había otra isla visible hacia el extremo norte del lago, con un calvero en lo alto; pero más tarde supimos que no estaba habitada y había sido utilizada solo como tierra de pastoreo para el ganado que pasaba el verano en aquellos bosques, si bien nuestro informante dijo que había una choza en tierra firme cerca de donde el lago desagua. Un sitio tan insólitamente despejado en medio de la por otra parte ininterrumpida floresta, sirvió para recordarnos cuán deshabitada estaba la región. En semejante calvero uno esperaría tropezar antes con un oso que con un buey. En cualquier caso, debía ser una sorpresa para los osos cuando llegaban hasta allí. Visto de lejos o de cerca, es reconocible de inmediato como obra del hombre, pues la naturaleza jamás lo crea. Con objeto de que la luz llegue a un terreno como si fuera un lago, el hombre despeja la floresta en las laderas y los llanos, y, como un mago, esparce semillas de fina hierba, con la cual alfombra la tierra con una firme capa de césped.

Era evidente que Polis tenía más curiosidad que nosotros acerca de los escasos pobladores de aquellos bosques. Si no decíamos nada, él daba por sentado que queríamos ir directamente a la cabaña de troncos más próxima. Habiendo observado que nosotros habíamos pasado cerca de las mismas en Chesuncook, y de la del canadiense ciego en el porte de Mud Pond, sin detenernos a comunicarnos con sus moradores, aprovechó la ocasión para sugerir que lo habitual era, cuando uno se aproxima a una vivienda, dirigirse a ella para contarle a sus habitantes lo que ha visto u oído, tras lo cual ellos a su vez cuentan lo que hayan visto; pero nosotros nos reímos, y dijimos que ya habíamos tenido bastante con las viviendas encontradas hasta el momento y que en cierto modo habíamos venido allí para evitarlas.

Entre tanto el viento aumentó, sacudió el refugio del indio y originó tal estado de las aguas que nos vimos prisioneros en la isla, con la ribera más cercana, que era la occidental, a más o menos una milla, y sacamos la canoa para impedir que se la llevara la corriente. No sabíamos si nos veríamos obligados a pasar allí el resto del día y la noche. Sea como fuere, el indio se fue nuevamente a dormir a la sombra de su improvisada tienda, mi compañero se puso a secar sus plantas, y yo empecé a pasearme en dirección oeste por la ribera, bastante pedregosa, y obstruida por unos troncos descoloridos o arrastrados por las aguas que ocupaban cuatro o cinco varas de ancho. En esta amplia ribera rocosa y llena de grava encontré salix rostrata, discolor y lucida, ranunculus recurvatus, potentilla norvegica, scutellaria lateriflora, eupatorium purpureum, aster tradescanti, mentha canadensis, epilobium augustifolium, abundante, lycopus sinuatus, solidago lanceolata, spiroea salicifolia, antennaria margaritacea, prunella, rumex acetosella, frambueso, onoclea, etc. Los árboles más cercanos fueron betula papyracea y excelsa, y populus tremuloides. Doy estos nombres porque fue el punto más al norte en el que estuve.

Nuestro indio dijo que él era médico y podía indicarme un uso medicinal para cada planta que le mostrase. Lo puso a prueba inmediatamente. Dijo que el interior de la corteza del álamo temblón (populus tremuloides) era bueno para la irritación ocular, y se refirió también a otras plantas, demostrando saber lo que decía. De acuerdo a su versión, había adquirido esos conocimientos en su juventud con un anciano sabio indio con quien se había relacionado, y se lamentó de que la generación actual de indios «hubiera perdido mucho».

Afirmó que el caribú era «un gran corredor», que ya no quedaba ninguno por la zona de aquel lago, aunque habían sido numerosos en otra época, y señalando el cúmulo de árboles secos consecuencia de la presa, añadió, «No gustar tocones… cuando ver, asustarse».

Señalando al sureste por sobre el lago y las floresta distante, comentó, «Yo ir a Oldtown en tres días». Yo le pregunté cómo superaba las ciénagas y los árboles derribados, «Oh», dijo, «en invierno todo cubierto, ir a cualquier parte con zapatos de nieve, atravesando lagos». Preguntado sobre su itinerario, declaró, «Primero ir al Ktdaan, lado oeste, después ir Millinocket, luego Pamadumcook, después Nickatou, después Lincoln, después Oldtown»; de lo contrario tomaba un atajo por el Piscataquis. ¡Menuda andadura para realizarla un hombre solo! ¡Nada de ciénagas de media milla, nada de bosques de una milla de espesor, meramente, como en los alrededores de las ciudades; sin hoteles, únicamente una oscura montaña o un lago por indicador de emplazamiento, y sobre un terreno en su mayor parte impracticable en verano!

Me recordó al castigo de Prometeo[36]. Era un viaje del antiguo tipo heroico por la faz inalterable de la naturaleza. Desde el Allegash, o río Hemlock, y el lago Pongoquahem, atravesando el gran Apmoojenegamook, y dejando a la izquierda el monte Nerlumskeechticook, el viajero prosigue su camino al pie de las laderas, frecuentadas por osos, de los montes Souneunk y Ktaadn, en dirección a los mares interiores de Pamadumcook y Millinocket (donde frecuentemente pueden aumentar sus reservas los huevos de gaviota), y así continúa hacia la bifurcación del Nickatou (nia soseb «solo nosotros Joseph» viendo lo que ve nuestra gente), siempre haciendo a un lado las copas del abeto y la picea, con su carga de pieles, lidiando día y noche, noche y día, con la maligna vegetación enmarañada, viajando a través del mohoso cementerio de árboles. O podría ir por «ese gran diente del mar», el Kineo, gran fuente de flechas y lanzas para los antiguos, cuando se usaban armas de piedra. Viendo y oyendo a alces, caribús, puercoespines, linces, osos y panteras. Sitios en los que podría vivir y morir sin oir jamás hablar de los Estados Unidos, que tanto ruido hacen en el mundo… sin oir jamás hablar de América, llamada así por el nombre de un caballero europeo.

Hay un camino de leñadores llamado camino del Lago Eagle, que va del Seboois a la margen oriental de dicho lago. Puede parecer extraño que un camino a través de semejante zona agreste sea transitable, incluso en invierno, cuando la nieve alcanza un espesor de tres o cuatro pies, pero en esa estación, donde quiera que se estén llevando activamente a cabo operaciones madereras, hay un contínuo trasiego de cuadrillas, y la pista única deviene casi tan nivelada como una vía de tren. Me cuentan que en la región del Aroostook la ley requiere que los trineos tengan un mismo ancho (cuatro pies), y hay que modificarlos para que se adapten a la pista, de manera que un corredor pueda ir por un surco y el otro seguir al caballo. Pero es muy malo volcar.

Hacía rato que veíamos venir las nubes de lluvia desde el oeste por sobre el bosque de la isla y oíamos el murmullo del trueno, aunque dudábamos de si nos alcanzarían; pero ahora, con el rápido aumento de la oscuridad y una brisa fresca que hacía susurrar la floresta, nos apresuramos a recoger las plantas que habíamos puesto a secar, y de común acuerdo reunimos prontamente el material de la tienda y nos pusimos a montarla. Se escogió un sitio y se cortaron en el mínimo de tiempo posible estacas y pernos, y estábamos en ello para, prevenir que el viento se llevara la tienda, cuando la tormenta estalló súbitamente sobre nosotros.

Apretujados bajo la tienda, por cuyos costados filtraba considerablemente el agua, con el equipaje a nuestros pies, escuchamos los truenos más grandiosos que yo haya oído nunca: unas salvas rápidas, sonoras y consistentes, bang, bang, bang, en sucesión, como de artillería proveniente de una fortaleza en el cielo; y el esplendoroso relampagueo actuaba en consonancia. El indio dijo, «Debe ser pólvora de la buena». Todo en beneficio del alce y nuestro, generando ecos en los lejanos lagos ocultos. Pensé que el lugar era uno de los preferidos de la tormenta, en el que el relámpago practicaba para mantenerse en forma, y que a nadie perjudicaba que se hicieran pedazos algunos pinos. ¿Qué sería entonces de las libélulas y las cachipollas? ¿Eran lo bastante prudentes como para buscar refugio antes de las tormenta? Sus movimientos podrían ser una guía para el viajero.

Mirando al exterior advertí que la violencia de la lluvia que caía sobre el lago había aplanado las olas casi instantáneamente —el comandante de aquella fortaleza lo había alisado para nosotros—, y cuando despejó resolvimos partir de inmediato, antes que el viento volviese a levantarlas.

Saliendo de la tienda, dije que todavía veía nubes el sudoeste y oía truenos de ese lado. El indio preguntó si la tormenta «daba vueltas», en cuyo caso tendríamos más lluvia. Yo pensaba que sí. No obstante, embarcamos y remamos con rapidez de regreso a las presas. Los gorriones de pecho amarillo revoloteaban por la costa, cantando.

A la salida del lago Chamberlain nos alcanzó otra racha de lluvia, obligándonos a buscar refugio, al indio bajo su canoa en la orilla, y a nosotros corriendo a situarnos al amparo del borde de la presa. Pero fue más el susto que la mojadura. Desde mi refugio vi asomarse al indio de debajo de la canoa para ver como evolucionaba el aguacero. Una vez que desde nuestros respectivos lugares comprobamos un par de veces que la lluvia no era torrencial, empezamos a recorrer los alrededores, pues el viento para entonces había levantado tales olas en el lago que nos impedía movernos y temimos vernos forzados a acampar allí. Hicimos una comida temprana en el dique e intentamos pescar mientras aguardábamos que la agitación amainase. Los peces fueron no solo pocos, sino pequeños e inservibles, con lo que el indio declaró que no los había buenos en las aguas del St. John y que debíamos esperar hasta que llegásemos a las del Penobscot.

Finalmente, poco antes del crepúsculo, partimos nuevamente. Fue una noche procelosa la que pasamos bordeando la margen septentrional de aquel lago, el Apmoojenegamoock. Acababa de pasar una tormenta, las olas que había levantado circulaban aún violentamente, y otra tormenta aparecía ahora a lo lejos sobre el lago, procedente del sudoeste; pero podría ser peor por la mañana, y queríamos alejarnos mientras fuera posible. El viento soplaba con fuerza contra la ribera norte, como a un octavo de milla a nuestra izquierda, y la turbulencia era la mayor que nuestra canoa pudiera soportar sin que extremásemos nuestras habituales precauciones. La orilla de la que nos manteníamos a distancia era lo más deprimente e inhóspita que quepa imaginar. En una anchura de media docena de varas era un perfecto laberinto de árboles sumergidos, todos podridos, desnudos y descoloridos, algunos partidos por la mitad, otros abatidos y entrecruzados, por encima o por debajo de la superficie, y mezclados con ellos aparecían árboles sueltos, ramas y tocones. Imaginando los muelles de la ciudad más grande del mundo en estado de desintegración, con la tierra y las tablas arrancadas por el agua, que ha dejado los pilotes dispersos, a veces al doble de su altura ordinaria, y entremezclados y golpeando contra ellos los despojos de diez mil navíos, con sus palos y maderos, mientras se eleva desde el borde del agua la más densa y deprimente selva, dispuesta a suministrar más material cuando el anterior sea insuficiente, se tendrá una pálida idea del aspecto de aquella ribera. No habríamos podido desembarcar, aunque lo hubiésemos querido, sin riesgo de inundarnos; de modo que por más que soplara el viento, teníamos que confiar en ir bordeando la costa. Además, se ponía el sol y aquella nube tormentosa avanzaba rápidamente detrás nuestro. Era algo excitante, pero nos alegramos de alcanzar por fin, al anochecer, la ribera despejada de la Granja Chamberlain.

Desembarcamos en un lugar llano y escasamente arbolado, y mientras mis compañeros instalaban la tienda yo corrí hasta la casa en busca de azúcar, pues nuestras seis libras se habían acabado: no era de extrañar, ya que Polis era un gran consumidor. Primero llenaba con azúcar casi un tercio del cazo y luego le añadía el café. Había allí un espacio despejado que se extendía desde el lago hasta la cumbre de una colina y en el que se alzaban unas oscuras construcciones de troncos y un depósito, así como media docena de hombres de pie delante de la cabaña principal, ávidos de noticias. Entre estos estaba el que atendía el dique sobre el Allegash y jugaba con la bala. Estaba a cargo de los diques, y al saber que al día siguiente íbamos al río Webster me dijo que algunos de sus hombres que se encontraban en el lago Telos habían cerrado el dique para pescar truchas, y que si queríamos más agua para navegar por el canal, podíamos alzar la compuerta, pues a él le gustaba tenerla levantada. La Granja Chamberlain constituye sin duda un alegre interrupción en el bosque, pero lo avanzado de la hora ha hecho que no guarde del lugar sino una impresión borrosa. Como he dicho, la mera presencia de la luz resulta una mejora, aunque tuve la impresión de que aquella gente pasaba los domingos en el claro como si estuviera en el patio de una prisión.

No estuvieron dispuestos a cedernos más de cuatro libras de azúcar moreno —abriendo el depósito para sacarlo— pues solo reservaban una pequeña cantidad para casos como aquel, y nos cobraron veinte centavos la libra, lo que ciertamente valió la pena.

Cuando retornamos a la ribera había oscurecido bastante, pero teníamos un buen fuego para calentarnos y secarnos, y detrás un refugio donde guarecernos. El indio subió hasta la casa a preguntar por un primo suyo que llevaba un par de años ausente, en momentos en que se reiniciaba la lluvia. Me puse a buscar y cortar a tientas ramas de picea y arbor-vitæ para hacer un lecho. Preferí las del segundo debido a su fragancia, y las distribuí de manera especialmente abundante para la zona de la espalda. Es notable con qué pura satisfacción el viajero de estos bosques arriba a su lugar de acampada, en el crepúsculo de una noche tempestuosa como esta, como si hubiera llegado a su posada, y cómo, envolviéndose en su manta, se tumba en su lecho de empapadas ramas de abeto de seis pies por dos, con una delgada sábana de algodón por techo, tan a gusto como un ratón de campo en su nido. Las noches de lluvia son invariablemente las mejores, pues entonces no molestan los mosquitos.

No tarda uno en despreocuparse de la lluvia en ese tipo de excursiones, al menos en verano, cuando es tan fácil secarse, suponiendo que no se tenga la posibilidad de cambiarse de ropa. Se seca uno más pronto ante la hoguera que enciende en el bosque que en cualquier cocina, al ser el hogar tanto más grande y la leña tanto más abundante. Una tienda en forma de cobertizo captará y reflejará el calor como un horno yanqui de campaña[37], y uno se seca mientras duerme.