Parte II
A la siguiente mañana era aún temprano cuando el equipaje estuvo cargado y nosotros dispuestos a marchar siguiendo el West Branch, una vez que mi compañero hubo soltado su caballo a pastar por una semana o diez días, pensando que mordisquear la hierba fresca y saborear el agua de la corriente le harían tanto bien como la comida campestre y el nuevo territorio a su amo. Saltando por sobre una cerca, empezamos a seguir un oscuro sendero por la margen septentrional del Penobscot. En adelante ya no había camino, siendo el río la única ruta, y durante treinta millas apenas si tropezamos con media docena de chozas situadas en las orillas. A cada lado y más allá había una tierra totalmente deshabitada que se extendía hasta el Canadá. Ni caballos, ni vacas, ni vehículo de clase alguna habían pasado nunca por aquella región; el ganado —así como los escasos artículos voluminosos utilizados por los leñadores— era llevado en invierno por el río helado y volvía antes de que el hielo cediese. Los bosques de hoja perenne despedían una fragancia decididamente dulce y tonificante; el aire era una especie de bebida estimulante, y avanzábamos a paso elástico en fila india, estirando las piernas. Ocasionalmente había del lado de la ribera un pequeño claro, abierto para hacer rodar los troncos, por donde veíamos el río, una corriente siempre agitada sobre un fondo pedregoso. El rugir de los rápidos, la nota de un pato silbador, del arrendajo y de otras aves a nuestro alrededor, más la de algún pájaro carpintero en los claros, eran los sonidos que oíamos. Aquel era lo que podría denominarse un país flamante; los únicos caminos eran los creados por la Naturaleza, y los escasos alojamientos eran campamentos. Allí, pues, uno ya no podía acusar a las instituciones y a la sociedad, sino que tenía que hacer frente a la verdadera fuente del mal.
Existen tres tipos de habitantes que frecuenten o vivan en el territorio en el que ahora habíamos entrado: 1) los leñadores, quienes durante la mayor parte del año —invierno y primavera— son con mucho los más numerosos, pero en verano, aparte de unos pocos exploradores madereros, lo abandonan por completo; 2) los escasos pobladores que he mencionado, únicos habitantes permanentes, que viven en los límites y ayudan a conseguir suministros para los anteriores; y 3) los cazadores, en su mayoría indios, que se desplazan por la región durante su temporada activa.
Al cabo de tres millas llegamos al Mattaseunk y su aserradero, donde había incluso un rudimentario tren maderero que comunicaba con el Penobscot y que sería el último que íbamos a ver. Atravesamos una extensión, sobre la margen del río, de más de cien acres de gruesos troncos que acababan de ser talados y quemados, y todavía humeaban. Nuestra senda pasaba por el medio y estaba prácticamente borrada. Los troncos yacían en toda su longitud, cruzados unos con otros en todas direcciones, hasta una altura de cuatro o cinco pies, negros como el carbón pero perfectamente sanos por dentro, aprovechables como combustible o madera; pronto serían cortados en largos adecuados y vueltos a quemar. Había allí miles de fanegas de leña, suficiente para mantener generosamente calientes a los pobres de Boston y Nueva York durante un invierno, y que no hacían sino ocupar espacio y obstruir el paso a los colonos. Y aquel tupido bosque interminable está condenado en su totalidad a ser gradualmente devorado por el fuego, como virutas, y a que ningún hombre goce de calor con él. En la cabaña de troncos de Crocker, en la boca del río Salmon, a siete millas de Point, alguien del grupo se puso a distribuir entre los niños un montón de baratos libritos ilustrados para enseñarles a leer, y también periódicos más o menos recientes entre los padres, ya que nada puede ser mejor recibido que eso por una persona de los bosques. En realidad era uno de los elementos más importantes de nuestro equipaje, y, a veces, la única moneda en vigor. Crucé el río Salmon con los zapatos puestos, habida cuenta su escasa profundidad, pero no sin empaparme los pies. Unas millas más adelante llegamos a «Marm Howard’s», al final de un extenso claro, donde enseguida aparecieron dos o tres cabañas de troncos, una del lado opuesto del río, y algunas sepulturas, incluso rodeadas de empalizada, donde yacen ya los antepasados de un poblado y donde acaso de aquí a mil años un poeta escribirá su «Elegía en un camposanto rural». Los «Hampdens aldeanos», los «mudos, ignominiosos Miltons», y los Cromwells «inocentes» de la «sangre campesina», no habían nacido aún.
«Perchance in this wild spot there will be laid
Some heart once pregnant with celestial fire;
Hands that the rod of empire might have
Swayed
Or waked to ecstasy the living lyre[23]».
La siguiente morada fue lo de Fisk, a diez millas del Point, en la desembocadura del East Branch, frente a la isla de Nickatow, o las Forks, últimas de las islas indias. Me empeño en dar los nombres de los colonos, y las distancias, teniendo en cuenta que toda cabaña de troncos por estos bosques es un sitio de acogida y que una información como esa no es superflua para aquellos que tengan ocasión de viajar por el lugar. Allí, desde luego, cruzamos el Penobscot, y proseguimos por la orilla sur. Uno de la partida, que entró en la cabaña en busca de alguien que nos instalase, informó de un lugar muy limpio, con abundantes libros, y una esposa nueva, recién importada de Boston, para quien el bosque era algo totalmente novedoso. Descubrimos que el East Branch era en su desembocadura una corriente considerable y rápida, mucho más profunda de lo que parecía. Habiendo vuelto a encontrar la senda, no sin cierta dificultad, proseguimos por el lado sur del East Branch o principal río, dejando atrás unos rápidos llamados Rock-Ebeeme, cuyo estruendo oíamos desde el bosque, y poco después, en lo más espeso de este último, dimos con unos abandonados campamentos de leñadores, todavía en perfecto estado, que habían estado ocupados el pasado invierno. Si bien más adelante vimos algunos otros, el comentario que haré a continuación es válido para todos. Se trata de alojamientos en los que los madereros de Maine pasan el invierno en la espesura. Hay alojamientos para los hombres y refugios para el ganado, apenas discernibles entre sí, excepto porque los segundos carecen de chimenea. Los primeros miden unos veinte pies de longitud por quince de ancho, están hechos de troncos de una sola o de varias clases de árbol —abeto, cedro, picea o abedul amarillo—, cruzados unos con otros en todas direcciones, con corteza y todo; dos o tres grandes primero, uno directamente encima de otro e igualados por los extremos, alcanzando una altura de tres o cuatro pies, y luego troncos más pequeños apoyados en otros transversales, estos sucesivamente más cortos que el anterior, para formar el techo. La chimenea es un cilindro alargado de tres o cuatro pies de diámetro en el medio, cercado con troncos hasta la altura del caballete de la cabaña. Los intersticios están rellenos con musgo, y el techo cubierto con largas y bonitas tablillas de cedro, picea o pino, cortadas a mazo y cuchilla. El hogar, el elemento más importante de todos, es en forma y tamaño semejante a la chimenea y se halla directamente debajo de esta última, singularizada por una cerca o guardafuegos de troncos en el piso y por dentro por un montículo de dos o tres pies de cenizas, con fuertes bancos de troncos partidos situados a su alrededor. Allí el fuego generalmente derrite la nieve y seca la lluvia antes de que pueda bajar y apagarlo. A ambos lados del hogar se encuentran los lechos de desvaídas hojas de arbor-vitæ o de cedro blanco. Hay un sitio para el cubo de agua, la palangana y el balde de los desperdicios, y por lo general un sobado mazo de cartas abandonado sobre un tronco. Usualmente se ha empleado bastante tiempo en tallar un pestillo, hecho de madera, con la forma de uno de hierro. Estos alojamientos resultan confortables gracias a la abundante lumbre disponible durante el día y la noche. El paisaje que las rodea suele ser bastante deprimente y salvaje; y el asentamiento de los madereros forma tan parte del bosque como los hongos al pie de un pino en un terreno húmedo; sin otra perspectiva para el hombre que la del cielo en lo alto, ni más espacio despejado que el que se forma talando los árboles con los que aquello está construido y los necesarios como combustible. Con tal de que esté bien resguardado y resulte conveniente para su trabajo, el leñador no pierde el tiempo con el paisaje. Son viviendas de monte muy adecuadas, con los troncos de los árboles reunidos y apilados en torno al hombre para protegerlo del viento y de la lluvia: hechas con troncos verdes, con colgajos de musgo y de liquen, y los bucles y orlas de la corteza del abedul amarillo, goteando la resina fresca y húmeda, con la fragancia de la tierra mojada, con esa clase de vigor y eternidad propias que los hongos sugieren[24]. La dieta de los leñadores consiste en té, melaza, harina, cerdo (a veces carne de vacuno) y judías. Una gran proporción de las judías que se cosechan en Massachusetts encuentran aquí su mercado. Durante las salidas solo toman galletas y cerdo, a menudo crudo, en tajadas, con té o agua, según el caso.
El bosque primitivo es siempre y en todas partes húmedo y musgoso, de modo que constantemente estuve viajando con la impresión de estar en una ciénaga; y solo cuando se comentaba que en este o aquel sitio resultaría provechoso talar los árboles, a juzgar por la calidad de la madera, me dio por pensar que, si se le permitía la entrada, el sol convertiría enseguida el lugar en un terreno seco, como algunos que había yo visto. Incluso el sujeto mejor calzado hace la mayor parte del viaje con los pies mojados. Si el suelo era tan húmedo y poroso en aquel, el período más seco la estación más seca, ¿cómo habría de ser en primavera? Por aquí el bosque abunda en hayas y abedules amarillos, habiendo de estos últimos algunos especímenes sumamente grandes; también hay piceas —abeto falso o de monte—, cedros, abetos y pinos; pero de pino blanco solo vimos en la zona los tocones, algunos de gran tamaño, habiendo sido ya cortados por tratarse del único árbol con gran demanda, aun siendo tan escaso. Allí solo se habían talado unos pocos ejemplares de piceas y de pino. Toda la madera del este que se vende como leña en Massachusetts proviene de más abajo de Bangor. Era solo el pino, especialmente el blanco, lo que había tentado a quienquiera que no fuese un cazador, a precedernos en aquella ruta.
La granja de White, a trece millas del Point, es un extenso y elevado calvero desde el que disfrutamos de una hermosa vista del río, que murmura y destella a nuestros pies. Mis acompañantes habían gozado de una buena vista del Ktaadn y las otras elevaciones del lugar, pero ese día estaban tan cubiertas de niebla que no se veían en absoluto. Pudimos ver, sí, una inmensa región de bosque ininterrumpido que se extendía a lo lejos por el East Branch hacia el Canadá, al norte y al noroeste, y hacia el valle del Aroostook al nordeste; e imaginar la vida agreste que se agitaba en su interior. Cerca teníamos un trigal —bastante considerable para la región—, cuyo peculiar aroma percibimos un cuarto de milla antes de verlo.
Dieciocho millas recorridas desde el Point nos situaron a la vista de McCauslin’s —o «lo del Tío George[25]», como lo llamaban familiarmente mis compañeros, para quienes era muy conocido—, donde nos proponíamos interrumpir nuestro prolongado ayuno. Su vivienda estaba en mitad del extenso llano de un valle, en la desembocadura del río Little Schoodic, sobre la orilla opuesta o norte del Penobscot. Así que nos acercamos a un punto de la ribera para poder ser vistos, y disparamos el arma a modo de señal, lo cual hizo salir inmediatamente a los perros, y a continuación a su amo, que a su momento nos condujo al otro lado en su batteau. El calvero estaba limitado abruptamente, por todos los lados menos el del río, por los troncos desnudos del bosque, como si se hubieran despejado solamente unos pies cuadrados en mitad de un millar de acres de pastizal para colocar allí un dedal. El hombre disponía de un cielo y un horizonte enteros, y el sol parecía estar activo todo el día sobre aquel claro. Decidimos pasar la noche en el lugar y esperar allí a los indios, ya que no había otra parada tan conveniente como esa más arriba. Él no había visto pasar a nadie, algo que no solía ocurrir sin que lo supiera. Creía que sus perros alertaban de la proximidad de indios a veces media hora antes de que llegasen.
McCauslin era un hombre de Kennebec, descendiente de escoceses, que había sido barquero durante veintidós años y había pilotado por los lagos y la cabecera del Penobscot cinco o seis años sucesivos, pero ahora estaba establecido en el lugar para procurar suministros a los madereros y a sí mismo. Nos agasajó un par de días con su hospitalidad verdaderamente escocesa, sin aceptar recompensa alguna. Era un individuo de ingenio cáustico y perspicaz, así como de una inteligencia general que yo no esperaba encontrar en los bosques. De hecho, cuanto más profundamente nos adentramos en el bosque, más inteligentes, y en cierto sentido menos rústicos, encontramos a sus habitantes; pues el pionero ha sido siempre un viajero, y, hasta cierto punto, un hombre de mundo; y a medida que las distancias con las que está familiarizado son mayores, su información es más general y más abarcadora que la de un pueblerino. Si buscásemos una mente estrecha, desinformada y rústica, en oposición a la inteligencia y el refinamiento que se piensa que emana de las ciudades, la encontraríamos entre los anquilosados habitantes de una región de vieja raigambre, en granjas agotadas y decadentes, en los pueblos que rodean a Boston, incluso sobre la carretera en Concord, y no en los bosques de Maine.
La comida fue hecha ante nuestros ojos en la amplia cocina, mediante un fuego que habría servido para asar un buey; numerosos troncos enteros, de cuatro pies de largo, eran consumidos para hervir una tetera como la nuestra: abedul, haya, o arce, igual en verano que en invierno; y los platos no tardaron en verse emitiendo vapor sobre la mesa, antes sofá, contra la pared, del cual expulsaron a uno de la partida. Los brazos del sofá formaban el armazón sobre el que descansaba la tabla de la mesa; y cuando la parte superior era alzada contra la pared pasaba a ser el respaldo del asiento, y no estorbaba más que la propia pared. Era, nos dimos cuenta, la costumbre en aquellas cabañas, con el fin de economizar espacio. Hubo tortas de trigo muy calientes hechas con harina traída por el río en batteaux; nada de pan indio, pues hay que tener presente que la zona alta de Maine es tierra de trigales. Y jamón, huevos, patatas, leche y queso, productos de la granja, también sábalo y salmón, y para terminar, té endulzado con melaza, y pasteles dulces, en contraste con los que no lo eran, blancos los unos, amarillos los otros. Descubrimos que aquella era la dieta usual, ordinaria y extraordinaria, a lo largo del río. El postre habitual consistía en arándanos de monte (Vaccinium Vitis-Idoea), cocidos y endulzados. Todo era profuso y de la mejor calidad en su especie. La mantequilla era tan abundante que se la usaba comúnmente, antes de salarla, para engrasar las botas. Durante la noche nos entretuvo el sonido de las gotas de lluvia sobre las tablillas de cedro que cubrían la techumbre, y al día siguiente despertamos con una o dos en los ojos. Se preparaba una tormenta, y ante esa perspectiva decidimos no abandonar tan confortable alojamiento y aguardar a los indios y al buen tiempo. Estuvo alternativamente lloviendo, lloviznando y brillando el sol a lo largo del día entero. Puede que contar lo que hicimos allí, cómo matamos el tiempo, resulte ocioso; las veces que engrasamos las botas y la frecuencia con la que se vio a alguno de los desocupados marcharse subrepticiamente a dormir. Cuando amainaba, me ponía a recorrer de un lado a otro la orilla y a recoger campánulas y moras; también probábamos por turnos el hacha de mango largo con los troncos que había frente a la entrada. Las astillas se cortaban parándose sobre el propio leño —un tronco sin desbastar, por supuesto— y medían, por lo tanto, casi un pie más que las nuestras. Pasamos un rato recorriendo la granja, y con McCauslin visitamos los bien provistos graneros. Allí había solamente otro hombre y dos mujeres. Él cuidaba caballos, vacas, bueyes y ovejas. Creo que dijo que había sido el primero en llevar hasta tan lejos un arado y una vaca; y podría haber agregado que el último, con dos únicas excepciones. La peste de la patata lo había visitado el año anterior y le había echado a perder la mitad o dos tercios de la cosecha, aun cuando la semilla era de la cultivada por él. Avena, hierba y patatas eran su producto principal; pero también plantaba un poco de zanahorias y nabos, así como «algo de maíz para las gallinas», pues era lo único que se atrevía a arriesgar, por miedo a que no prosperase. Los melones, las calabazas, el maíz dulce, las judías, los tomates y muchos otros vegetales, allí no maduraban.
Los muy escasos colonos de esta parte del río fueron evidentemente tentados sobre todo por la baratura de la tierra. Cuando le pregunté a McCauslin por qué no venían más pobladores, él respondió que una razón era que no podían comprar la tierra porque pertenecía a individuos o a empresas, temerosos ambos de que sus tierras fueran colonizadas y de esa forma incorporadas a ciudades, con lo que pagarían impuestos; mientras que para establecerse entierras estatales no tenían ese inconveniente. Él, por su parte, no quería vecinos: no tenía interés en ver una carretera junto a su vivienda. Los vecinos, aun los mejores, eran un problema y un gasto, particularmente en cuanto al ganado y las cercas. Podían vivir al otro lado del río, acaso, pero no del suyo.
Las aves de corral estaban protegidas por los perros. Como dijo McCauslin, «La perra vieja fue la primera y después enseñó al cachorro, y ahora los dos tienen metido en la cabeza que ningún ave voladora tiene que merodear por el establecimiento». Al halcón que sobrevolara el recinto, los perros, ladrando en círculo a su alrededor, le impedían posarse; y cualquier gavilán o «martillo dorado» —como llaman al pájaro carpintero— que se posara en una rama seca o en un tocón, era inmediatamente expulsado. Esa era la principal tarea diaria de los perros, y los mantenía constantemente en movimiento. El uno salía a la carrera de la casa a la menor alarma dada por el otro.
Cuando la lluvia arreciaba volvíamos a la casa y cogíamos un ejemplar del estante de los libros. Estaban «El judío errante», en edición barata, y en una impresión superior «El calendario criminal» y una «Geografía del Condado», amén de dos o tres novelas ligeras. Forzados por las circunstancias, leímos un poco de esto y aquello. O sea que a la fuerza uno es capaz de mucho, después de todo. La vivienda, que era un buen ejemplo de las de la ribera de aquel río, tenía por paredes unos enormes troncos, cuyas junturas se rellenaban luego con musgo y barro. Constaban de cuatro o cinco habitaciones. No había allí tablas serradas, ni tejas, ni listones; y apenas herramientas, aparte del hacha que habían empleado en la construcción. Los tabiques estaban hechos con unas largas tablillas de picea o de cedro a modo de listones, que el humo teñía de un delicado color salmón. El techo y las paredes estaban recubiertos de lo mismo, en lugar de tejas y listones, y para el piso se utilizaban otras de mayor tamaño. Estas últimas eran tan derechas y lisas que cumplían admirablemente su propósito, y un observador descuidado no habría sospechado que no habían sido serradas ni pulidas. La escoba eran unas ramitas de arbor-vitæ atadas a un palo; y sobre el hogar, cerca del techo, colgaba una vara fuerte y larga, para secar los calcetines y otras prendas. Noté que el piso estaba lleno de pequeños agujeros oscuros, hechos como con una barrena, pero que eran, en realidad, hechos por las púas de casi una pulgada que llevaban los leñadores en las botas para no resbalar sobre los troncos mojados. Algo más arriba de lo de McCauslin hay un rápido pedregoso en el que en primavera los troncos se atascan; y a la casa acuden en busca de suministros muchos «conductores»: de ellos eran los agujeros que yo vi en el piso.
Al atardecer McCauslin señaló a lo lejos, sobre el bosque, del otro lado del río, señales de buen tiempo entre las nubes: una puesta de sol enrojecida. Pues incluso allí rigen los puntos del compás; y había una cuarta parte del cielo correspondiente al ocaso y otra al amanecer.