Parte IV

Temprano habíamos botado y cargado la embarcación, y, dejando la hoguera encendida, salimos nuevamente antes del desayuno. Los leñadores rara vez se toman el trabajo de apagar la hoguera, habida cuenta la humedad del bosque virgen; y esa es sin duda una de las causas de la frecuencia de los incendios en Maine, de los que tanto oímos hablar en Massachusetts en días cargados de humo. Los bosques se consiguen baratos cuando el pino blanco ha sido talado; y los exploradores y los cazadores ruegan por lluvia tan solo para despejar de humo la atmósfera. Pero esta vez el bosque estaba tan mojado que no había peligro de que nuestro fuego se extendiera. Después de bogar con pértiga media milla por el río, remamos durante una milla más por la boca del lago Pamadumcook, que es el nombre que se da en los mapas a toda esta cadena de lagos, como si fueran uno solo, cuando en cada caso están claramente separados por un tramo de río, con su estrecho y pedregoso canal y sus rápidos. Dicho lago, que es uno de los mayores, se extendía por diez millas hacia el noroeste en dirección a unas colinas y montañas remotas. McCauslin señaló un bosque de pino blanco, distante y todavía inaccesible, en la ladera de una lejana montaña. Los lagos de Joe Merry, que se hallaban entre nosotros y Moosehead, al oeste, estaban hace poco «rodeados por una de las mejores tierras madereras del Estado». Por otra «avenida» nos internamos en la Deep Cove, una cala que es parte del mismo lago, hacia el nordeste, y remando dos millas por ella entramos por otro breve conducto al lago Ambejijis.

A veces, a la entrada de un lago, observábamos lo que técnicamente se denomina «material de protección», maderos al natural empleados en las embarcaciones como botalones, unidos entre sí en el agua, o colocados sobre las rocas sujetos a los árboles para utilizarlos como trampolín. Cada vez nos resultaba sorprendente descubrir allí una huella tan obvia del hombre civilizado. Recuerdo que, cuando regresábamos, me sentí extrañamente afectado al ver en la cabecera del solitario lago Ambejijis una anilla fuertemente incrustada en una roca, con una correa atada a la misma.

Era fácil ver que el transporte de troncos debía ser una actividad a la vez excitante, ardua y peligrosa. Durante todo el invierno el leñador se pasa apilando los árboles que ha podado y transportado a un cauce seco en la cabecera de un río, y luego en la primavera se para en la margen a silbar llamando a Rain y Thaw, dispuesto a aumentar el volumen de la corriente escurriendo el sudor de su camisa; hasta que de pronto, con un chillido y una interjección de su parte, cerrando los ojos como quien se despide del presente, una considerable proporción de su labor invernal se pone en movimiento con dificultad en dirección al aserradero de Orono, seguida por sus fieles perros, Thaw, Rain, Freshet y Wind[37], toda la jauría ladrando sin parar. Todos y cada uno de los troncos llevan la marca de su dueño grabada con hacha o con barrena, lo bastante profunda como para que no se borre durante el porte, pero no tanto como para lastimar la madera, y se requiere un considerable ingenio para inventar marcas nuevas y sencillas, siendo tantos los propietarios. Poseen un alfabeto propio, legible únicamente para los expertos. Uno de mis acompañantes leyó, de su libro de notas, algunas de sus propias marcas, entre las cuales había cruces, franjas, patas de cuervo, círculos, etc. Cuando los troncos han superado el reto de innumerables rápidos y desniveles, cada uno individualmente, con más o menos rozamientos y golpes, habiéndose mezclado los pertenecientes a diversos dueños —dado que todos tienen que utilizar la misma corriente—, son reunidos en las cabeceras de los lagos, rodeados por una barrera de troncos flotantes para impedir que se dispersen con el viento, y de esa forma son remolcados todos, como un rebaño de ovejas, a través del lago, donde no hay corriente, mediante un cabrestante o un torno como el que veíamos a veces instalado en una isla o una saliente de tierra, y, si las circunstancias lo permiten, con ayuda de velas y remos. A pesar de todo, a veces los vientos y las corrientes los dispersan en pocas horas sobre una extensión de muchas millas de lago y los arrojan a riberas distantes, donde el conductor solo puede recoger dos o tres por vez y retornar con ellos a la «avenida»; y antes de que haya acabado de pasar por entero su rebaño por el Ambejijis o el Pamadumcook habrá realizado muchas acampadas, mojado e incómodo, en la orilla. Tiene que ser capaz de navegar sobre un tronco como si fuera una canoa y ser tan indiferente al frío y la humedad como una rata almizclera. Utiliza unas pocas herramientas eficaces: una palanca de seis o siete pies de largo, por lo general de dura madera de arce y con un pincho fuertemente encajado en la punta, y una picana con una punta de hierro sujeta con un tornillo. Los chicos de la costa aprenden a caminar sobre los troncos flotantes como los de la ciudad a andar por la acera. En ocasiones los troncos son lanzados sobre las rocas en posiciones tales que resultan irrecuperables, como no sea por una creciente que llegue a su altura, o se entreveran en los rápidos y los saltos de agua, acumulándose hasta formar grandes amontonamientos que el conductor debe deshacer con riesgo de su vida. Tal es el negocio de la madera, que depende de muchos accidentes, como la prematura congelación del río, de que las cuadrillas puedan formarse en tiempo, de que en la primavera el deshielo sea suficiente para impulsar los troncos, y muchos otros[38]. Cito a Michaux[39] en «La tala en el Kennebec», por entonces origen de la mejor madera de pino blanco exportada a Inglaterra: «Las personas dedicadas a esta rama de la industria son generalmente emigrantes de New Hampshire… En verano se juntan en pequeñas partidas y recorren estas vastas soledades en todas direcciones para determinar los lugares en los que abundan los pinos. Después de cortar la hierba y transformarla en heno para la alimentación del ganado que emplearán en su trabajo, regresan a casa. A comienzos del invierno vuelven a introducirse en el bosque, se establecen en chozas cubiertas con la corteza del abedul o de cedro blanco; y aunque el frío es tan intenso que a veces el mercurio permanece de 40 a 50 grados (F)[40] por debajo del punto de congelación, ellos perseveran en su tarea, con indeclinable valor». Según Springer[41], la cuadrilla está formada por hacheros, pontoneros —los que abren sendas en el bosque—, voceador y cargador, guía y cocinero. «Una vez talados, los árboles son convertidos en troncos de entre catorce y dieciocho pies de longitud, y, por medio del ganado, que es manejado con gran destreza, arrastrados hasta el río, donde, después de ser estampados con la marca de propiedad, son empujados a su helado lecho. En primavera, cuando el hielo cede, flotan en la corriente… Los troncos que no han sido arrastrados el primer año», añade Michaux, «son atacados por unos grandes gusanos, que hacen agujeros de unos cuatro milímetros de diámetro, en todas direcciones; pero si se les quita la corteza, durarán treinta años en buenas condiciones». En aquella serena mañana de domingo, el Ambejijis me impresionó como el lago más hermoso que hubiéramos visto. Se dice que es uno de los más profundos. Desde su superficie, tuvimos la mejor visión posible del Joe Merry, el Double Top y el Ktaadn. La cumbre de este último tenía un aspecto singularmente plano, como el de una meseta o una corta calzada, en la que un semidiós pudiera descender una tarde a dar un par de vueltas para bajar la comida. Remamos una milla y media para aproximarnos a la cabecera del lago, y, abriéndonos paso por un campo de calas, desembarcamos para preparar el desayuno al costado de una gran roca que McCauslin ya conocía. El desayuno consistió en té con pan de centeno y cerdo, y salmón frito, y lo comimos con unos perfectos tenedores hechos de ramas de aliso, que crecía allí, y en trozos de corteza de abedul por platos. El té era negro, sin leche para aclararlo ni azúcar para endulzarlo, y nuestras tazas fueron dos cazos de lata. Esta bebida es tan indispensable para el leñador como para cualquier vieja chismosa, y sin duda les resulta muy reconfortante. En aquel lugar hubo un campamento de leñadores que McCauslin recordaba, ahora cubierto de mala hierba y arbustos. En mitad de un denso monte bajo descubrimos sobre una roca en un pequeño sendero, un ladrillo, limpio, rojo y cuadrado como de fábrica, traído hasta tan lejos para el apisonado. Más tarde algunos de nosotros lamentamos no habérnoslo llevado a la cima de la montaña para dejarlo allí como marca de nuestro paso. Habría sido en verdad una sencilla muestra de la civilización. McCauslin contó que a veces se encontraban en aquella desolación y todavía en buen estado, unas grandes cruces de madera, hechas de roble, instaladas por los primeros misioneros católicos llegados por el Kennebec.

En las siguientes nueve millas, que fueron el recorrido de nuestra jornada y que tardamos el resto del día en cubrir, remamos a través de varios lagos pequeños, superamos con pértigas numerosos rápidos y «avenidas» y realizamos cuatro portes. Daré nombres y distancias, en beneficio de turistas futuros. Primero, una vez que salimos del lago Ambejijis, tuvimos un cuarto de milla de rápidos hasta el porte de noventa varas en torno a la catarata del Ambejijis; luego una milla y media por el lago Passamagamet, que es estrecho y semejante a un río, hasta los saltos que llevan su nombre, con el río Ambejijis entrando por la derecha; después, dos millas por el lago Katepskonegan hasta el porteadero de noventa varas que rodea el salto del mismo nombre, que significa «lugar de cargar», con el Passamagamet entrando por la izquierda; seguidamente, tres millas por el lago Pockwockomus, un leve ensanchamento del río, hasta un porte de cuarenta varas en torno al salto de igual nombre, con el flujo del Katepskonegan entrando por la izquierda; a continuación, tres cuartos de milla por el lago Aboljacarmegus, similar al precedente, hasta el porte de cuarenta varas alrededor de la catarata que lleva su nombre; luego, media milla de aguas rápidas hacia las aguas mansas del Sowadnehunk, y el Aboljacknagesic.

Este es a grandes rasgos el orden de los nombres según se asciende por el río: primero el lago, o, si no hay expansión, el agua mansa; después el salto o catarata; luego la corriente que desemboca en más arriba en el lago o río, todos del mismo nombre. Primero entramos en el lago Passamagamet, luego en el salto del Passamagamet, después en el río Passamagamet, que vierte en aquel. Este orden y la identidad de nombres, como se comprenderá, es bastante lógico, puesto que las aguas mansas o el lago es siempre, o al menos parcialmente, producto de la corriente que desagua en él más arriba; y abajo el primer salto, que es la salida del lago y donde esa agua tributaria cae por primera vez, lleva también, naturalmente, el mismo nombre.

En el porteadero en torno al salto del Ambejijis observé en la orilla una barrica de carne de cerdo con una abertura de ocho o nueve pulgadas cuadradas abierta en el costado afirmada contra una roca lisa vertical; pero los osos, sin voltearla ni volcarla, habían roído un agujero del lado opuesto, que lucía exactamente como un enorme madriguera de ratas, lo bastante grande para introducir por él la cabeza; y en el fondo del barril quedaban todavía, destrozadas y baboseadas, unas pocas tajadas de cerdo. Es habitual que los leñadores abandonen las provisiones que no pueden acarrear fácilmente y que los que llegan después no tengan escrúpulos en servirse, ya que por lo común son propiedad, no de un individuo, sino de una empresa que puede permitirse obrar con generosidad. Me referiré con detalle a cómo superamos algunos de aquellos porteaderos y rápidos, para que el lector pueda hacerse idea de la vida del botero. En el salto de Ambejijis, por ejemplo, encontramos abierta a través del bosque la senda más agreste imaginable; al principio en cuesta arriba, formando una pendiente de casi cuarenta y cinco grados, sobre una sucesión interminable de piedras y troncos. El porte se realizó del siguiente modo. Primero acarreamos el equipaje y lo depositamos en la orilla al extremo opuesto; regresando luego al batteau, lo arrastramos tirando de la amarra pendiente arriba y hacia adelante, con frecuentes descansos, por más de la mitad del trayecto. Pero era una forma torpe de actuar, pues así no tardaríamos en dejar la embarcación inservible. Por lo común, tres hombres marchan llevando sobre las cabezas y los hombros un batteau dado vuelta que pesa de trescientas a quinientas o seiscientas libras, con el más alto de los tres debajo de la parte media y uno en cada extremo, o si no, dos en la proa. No pueden intervenir más al mismo tiempo. Pero la tarea requiere cierta práctica, así como fuerza, y en cualquier caso resulta laboriosa y físicamente agotadora. Éramos, en conjunto, un grupo inepto, y pudimos prestar poca ayuda a nuestros boteros. Al final nuestros dos hombres se echaron a hombros el batteau y, mientras dos de nosotros lo sujetábamos para impedir que se sacudiera y les dañase los hombros, sobre los que se habían colocado los sombreros doblados, recorrieron valerosamente la distancia restante, con dos o tres descansos. De la misma manera afrontaron los portes siguientes. Con ese peso abrumador tuvieron que trepar y andar a tropezones sobre árboles caídos y de rocas resbaladizas de todos los tamaños por sendas en las que los que iban a los costados debían apartarse permanentemente, tal era su estrechez. Pero fuimos afortunados al no haber tenido que empezar por abrirlas nosotros mismos. Antes de echar la embarcación al agua raspamos el fondo con nuestras navajas para que quedase nuevamente liso allí donde había rozado contra las rocas y aminorar la fricción.

Para evitar las dificultades del porte, nuestros hombres resolvieron «sobrevolar» los saltos del Passamagamet; de modo que mientras el resto marchaba por tierra con el equipaje, yo permanecí en el batteau, para ayudar en el proceso. Pronto estuvimos en medio de los rápidos —que eran más veloces y tumultuosos que cualesquiera por los que hubiéramos navegado— y habíamos girado hacia un costado de la corriente para ejecutar la maniobra con éxito, cuando los boteros, que confiaban en su habilidad y deseaban ardientemente hacer algo más que lo de costumbre —en mi honor, supuse—, echaron una nueva mirada a los rápidos, o más bien los saltos; y, respondiendo a la pregunta de uno de ellos, el otro respondió que se inclinaba por intentarlo. Así, pues, volvimos al centro de la corriente y empezamos a luchar con ella. Yo me senté en el medio de la embarcación para equilibrarla, desplazándome ligeramente a derecha o izquierda ante el rozamiento con una roca. Con un movimiento incierto y oscilante avanzamos azarosamente, hasta que la proa fue literal y bruscamente levantada dos pies más arriba que la popa; y entonces, cuando todo dependía de su empleo, la pértiga del que iba a proa se partió en dos; pero antes de que tuviera tiempo de hacerse con la de reemplazo, que le alcancé, él se había valido del fragmento de la rota sobre la roca; fue así que nos elevamos apenas lo preciso para pasar; y el Tío George exclamó que aquello no se había hecho nunca antes; y que él no lo habría intentado sin saber a quién tenía en la proa, ni tampoco estando en la proa él, consciente de no ser quien ocupaba la popa. En aquel punto había un porteadero abierto a través del bosque, y nuestros boteros no habían sabido nunca de un batteau que trepase por los saltos. Hasta donde recuerdo había allí, en el peor lugar del río Penobscot, una caída en perpendicular de al menos dos o tres pies. Nunca admiraré lo suficiente la destreza y la frialdad con las que ellos llevaron a cabo aquella hazaña, sin hablarse en momento alguno. El de proa, sin mirar hacia atrás, pero sabiendo exactamente lo que está haciendo el otro, actúa como si trabajase solo. Ora sondando en vano en busca del fondo en quince pies de agua, mientras la embarcación retrocede varias varas, solo mantenida derecha gracias a una notable habilidad y a un gran esfuerzo; o bien, mientras el de popa aguanta obstinadamente su posición, como una tortuga, saltando él de un costado a otro con una agilidad y una destreza fantásticas, escrutando los rápidos y las rocas con un millar de ojos; o, habiendo encontrado donde afirmarla, con un vigoroso impulso hace que su pértiga se arquee y vibre, y tiemble toda la nave, ganándole unos pies al río. Para aumentar el riesgo, en cualquier momento las pértigas pueden quedar atrapadas entre las rocas y serles arrancadas de las manos, dejándoles a merced de los rápidos: como si las rocas estuvieran al acecho, como otros tantos caimanes, para atraparlas entre los dientes y arrebatárselas antes de recibir un eficaz empujón contra el paladar. La pértiga se mantiene cerca del batteau, y hace que la proa rebase y esquive los bordes afilados de las rocas a pesar de los rápidos. Únicamente la longitud y la ligereza, así como el poco calado del batteau les permite avanzar. El hombre de proa debe elegir el curso con rapidez; no hay tiempo para vacilaciones. Con frecuencia la barca es impulsada entre rocas que tocan ambas bordas, y las aguas a ambos lados son un impetuoso remolino. Media milla más adelante, dos de nosotros probamos a manejar las pértigas en un moderado rápido; y apenas estábamos superando la última dificultad cuando una malhadada roca trastocó nuestros cálculos; y mientras el batteau giraba sin remedio en medio del remolino, fuimos obligados a poner las pértigas en manos más idóneas.

Katepskonegan es uno de los lagos menos profundos y más llenos de hierbajos, y da la impresión de que allí podría abundar el lucio. El salto del mismo nombre, donde nos detuvimos a comer, es considerable y muy pintoresco. Allí el Tío George había visto pescar truchas a montones; pero no habrían de subir hasta nuestros anzuelos a tales horas. Por la mitad de este porteadero, tan alejado en la zona despoblada de Maine en dirección al interior de la región, encontramos un llamativo gran anuncio de unos dos pies de largo, hecho a mano, de un cierto Oak Hall, en torno al tronco de un pino que había sido despojado de la corteza y al cual estaba firmemente pegado por la resina. Esto debería ser registrado entre las ventajas de ese modo de anunciar: que así, posiblemente, hasta los osos y los lobos, alces, venados, nutrias y castores, por no mencionar a los indios, pueden enterarse de dónde pueden vestirse a la última moda, o, por lo menos, recuperar algunas de sus propias prendas perdidas. Bautizamos la ruta con el nombre de Oak Hall.

La mañana fue tan serena y plácida en aquella impetuosa corriente de los bosques como tenemos tendencia a imaginar que lo es generalmente un domingo de verano en Massachusetts. Nos sobresaltaba ocasionalmente el chillido de un águila de cabeza blanca deslizándose sobre la superficie delante de nuestro batteau; o de los pigargos a quienes impone tributo. Sobre las riberas aparecían, a intervalos, pequeños prados de unos pocos acres en los que ondeaba la hierba, llamando la atención de nuestros boteros, que lamentaban no hallarse más cerca de sus bases y calculaban cuántos haces podrían haber juntado. A veces dos o tres hombres pasan el verano solos cortando la hierba en esos prados para vendérsela a los leñadores en invierno, ya que el precio que obtendrán será más alto allí que en cualquier mercado del Estado. En una pequeña isla cubierta de esa clase de forraje, o hierba cortada, y en la cual pusimos pie para consultar acerca de nuestro curso posterior, notamos la huella reciente de un alce, un hoyo grande, redondeado, en el blando suelo mojado, que ponía de manifiesto el gran tamaño y peso del animal que la había dejado. A los alces les gusta el agua, y acuden a esos prados isleños nadando de isla en isla con la misma facilidad con la que en tierra se abren camino por la espesura. De vez en cuando pasábamos por lo que McCauslin llamaba un pokelogan, palabra india que designa lo que los conductores de troncos tendrían razones para llamar un atasca-troncos, una estrecha entrante que no lleva a ninguna parte. Aquel que entra, como ha entrado tiene que salir. Estas, y los frecuentes desvíos que vuelven nuevamente al río, pondrían en no pocos aprietos al viajero inexperto.

El pasaje de tránsito en torno de la cascada de Pockwockomus era sumamente abrupto y pedregoso: había que alzar el batteau cinco o seis pies directamente desde el agua hasta una roca, y devolverlo en una margen similar. Las rocas en este sitio estaban cubiertas de incisiones hechas por los clavos de las botas de los madereros al tambalearse bajo el peso de sus batteaux; y se veía su superficie, sobre la que los habían apoyado, bastante lisas por el desgaste causado por el uso. En nuestro caso, no habiendo cubierto sino la mitad del camino acostumbrado para ese tramo, lanzamos nuestra barca en la tersa ola que empezaba a curvarse para la caída, preparados para luchar con el rápido más violento que habíamos de afrontar. El resto de la partida continuó avanzando por el restante tramo de porteadero, en tanto yo me quedaba con los barqueros para ayudar en la maniobra. Uno tenía que sujetar la embarcación mientras los otros la abordaban, para evitar que se fuera hacia la cascada. Cuando habíamos avanzado por los rápidos lo más posible, manteniéndonos cerca de la margen, Tom cogió la amarra y saltó a una roca apenas visible en el agua, pero perdió pie, a pesar de los clavos de sus botas, y se vio instantáneamente en medio de los rápidos; pero por suerte se recuperó y, alcanzando otra roca, me pasó la amarra a mí, que había estado siguiéndolo, y volvió a ocupar su puesto en la proa. Saltando de roca en roca por el agua poco profunda, cerca de la orilla, e intentándolo de cuando en cuando con la cuerda alrededor de una roca erguida, yo retenía la barca mientras uno volvía a poner en acción su pértiga, tras lo cual los tres la impulsábamos hacia arriba ante cualquier rápido. Eso era «combar». Cuando un grupo de nosotros andaba por un sitio como aquel, generalmente tomábamos la precaución de sacar lo más valioso del equipaje, por temor a que se anegase.

Mientras remontábamos durante media milla un veloz rápido más allá de los saltos del Aboljacarmegus, algunos del grupo identificaron a ambos lados sus marcas en los enormes troncos que yacían apilados y secos en lo alto de las rocas, es probable que sobrevivientes de un atasco que hubiera tenido lugar allí con la Gran Correntada de primavera. Acaso muchos de ellos, si duraran lo suficiente, tendrían que esperar por otra gran correntada para poder ser sacados de allí. Fue bastante singular haberse encontrado con unas posesiones que nunca habían visto, y en un sitio donde ellos no habían estado jamás, retenidas de aquel modo por las correntadas y las rocas cuando iban camino de llegar a sus manos. Tengo para mí que ha de ser allí donde yacen todas mis posesiones, tiradas sobre las rocas en algún distante e inexplorado río y esperando una insólita correntada que las recupere. ¡Oh, dioses, dáos prisa en resolver el atasco con vuestros vientos y lluvias!

La última media milla nos llevó a las tranquilas aguas del lago Sowadnehunk, llamado así por el río del mismo nombre —que significa «que corre entre montañas»—, un importante tributario que entra en él una milla más arriba. Habiendo recorrido ese día quince millas, decidimos acampar, a unas veinte de la represa, en la desembocadura del arroyo Murch y del Aboljacknagesic, corrientes montañosas que se ensanchan desde el Ktaadn, y a más o menos una docena de millas de su cima.

McCauslin nos había dicho que allí debíamos encontrar truchas en abundancia; por eso, mientras unos preparaban el campamento, los demás nos dedicamos a la pesca. Habiendo cogido unas varas de abedul que algunos indios o cazadores blancos habían abandonado en la costa, y usando como cebo cerdo, y también trucha en cuanto pescamos algunas, lanzamos nuestras líneas en la desembocadura del Aboljacknagesic, una corriente clara, rápida y poco profunda procedente de Ktaadn. Al instante un cardumen de chanquetes (leucisci pulchelli), carpas plateadas, salmónidos y peces de todo tipo, grandes y pequeños, que rondaban por allí, cayeron en nuestros cebos y uno tras otro fueron arrojados entre los arbustos. Sin tardanza les tocó el turno a sus primos, las truchas verdaderas, y de forma alternada fueron tragando el anzuelo la trucha moteada y la carpa plateada a la misma velocidad con que lo echábamos al agua; y los mejores ejemplares de ambas especies que yo hubiera visto, el más grande con un peso de tres libras, fueron lanzados a la ribera, aunque al principio en vano, porque volvían retorciéndose al agua, ya que nosotros permanecíamos en la barca; pero pronto pusimos remedio al asunto, pues uno que había perdido el anzuelo se instaló en la orilla para echarles mano mientras caían como una verdadera lluvia a su alrededor, a veces mojados y resbalosos, dándole en pleno rostro y en el pecho mientras tenía los brazos abiertos para recibirlos. Aunque vivos aún, antes de que su tinte se desvaneciese refulgían como las más lozanas de las flores producidas por ríos primitivos; y el receptor, con ellos a sus pies, apenas podía creer que aquellas joyas hubieran nadado tanto tiempo en aguas del Aboljacknagesic, un tiempo inmemorial; ¡brillantes flores fluviales, vistas únicamente por los indios, dotadas de belleza, solo el Señor sabe por qué, para nadar en ellas! Debido a esto pude entender mejor la verdad de la mitología, las fábulas de Proteo y todos aquellos hermosos monstruos marinos: cómo toda historia, en realidad, sometida a manipulación terrenal, es mera historia; pero aplicada a lo divino es siempre mitología.

Pero interviene la ronca voz de Tío George, a cargo de la sartén, para llevarse lo cobrado, y después la cosa puede durar hasta la mañana. La grasa de cerdo crepita y clama por pescado. Afortunadamente para la raza tonta, y para esta particular generación tonta de truchas, se hizo finalmente de noche, profundizada incluso más por la ladera oscura del Ktaadn, que, como una sombra inmutable, se alzaba desde la orilla oriental. Lescarbot[42], escribiendo en 1609, nos cuenta que el Sieur Champdoré[43], quien, con alguien de la gente del Sieur de Monts, ascendió unas cincuenta leguas por el St. John en 1608, encontró tal abundancia de peces «qu’en mettant la chaudière sur le feu ils en avoient pris suffisamment pour eux dîsner avant que l’eau fust chaude». Sus descendientes aquí no son menos numerosos. De modo que acompañamos a Tom al bosque para cortar ramas de cedro para nuestro lecho. Según él se adelantaba con el hacha y podaba las ramas menores del cedro de hoja lisa, el arbor-vitæ de los huertos, nosotros las íbamos recogiendo y volvíamos con ellas a la barca, hasta que esta se llenó. Preparamos nuestro lecho con el mismo cuidado y la misma destreza con que se hace una techumbre; comenzando por los pies y colocando el extremo de la rama de cedro hacia arriba, avanzamos hacia la cabecera, poco a poco, cubriendo sucesivamente las puntas, para obtener un lecho mullido y nivelado. Para nosotros seis, medía unos diez pies de largo por seis de ancho. Esta vez nos tendimos bajo la tienda, que habíamos montado con la mayor prudencia en relación con el viento y las llamas, con la habitual hoguera ardiendo al frente. Cenamos sobre un gran tronco que alguna correntada había arrojado allí. Esa noche hubo infusión de arbor-vitæ, o té de cedro, que el leñador utiliza cuando fallan otras hierbas.

«A quart of arbor-vitæ

To make him strong and mighty».

Pero yo no tuve ganas de repetir el experimento. Sabía demasiado a medicina para mi gusto. Había allí un esqueleto de alce, cuyos huesos algunos cazadores indios habían dejado limpios allí mismo.

Por la noche soñé con la pesca de la trucha; y cuando por fin desperté, me pareció una fábula que aquel pez pintado nadase allí tan cerca de mi lecho y hubiera subido hasta nuestros anzuelos la noche anterior, y dudé si no lo había soñado todo. De modo que me levanté antes del amanecer para comprobar su verosimilitud, mientras mis compañeros continuaban durmiendo. Allí estaba el Ktaadn destacando claramente y sin nubes su perfil a la luz de la luna; y el murmullo de los rápidos era el único sonido que turbaba la quietud reinante. De pie en la orilla, lancé una vez más mi anzuelo al agua, y descubrí que el sueño era real y la fábula verdadera. La trucha moteada y la carpa plateada, como peces voladores, cruzaban velozmente el aire nocturnal describiendo unos arcos brillantes contra la oscura ladera del Ktaadn, hasta que la luz lunar, ya convertida en diurna, trajo la satisfacción a mi mente, y a la de mis compañeros, que se habían unido a mí.