Parte VIII
Jueves 30 de julio
Esta mañana desperté temprano al indio para ir en busca de nuestro compañero, esperando encontrarlo a menos de una o dos millas más lejos por el río. El indio quiso primero su desayuno, pero yo le recordé que mi compañero no había desayunado ni cenado. Nos vimos obligados primero a portear la canoa y el equipaje hasta otro río, el East Branch principal, distante unos tres cuartos de milla, porque el Webster ya no era navegable. Recorrimos dos veces el porteadero, y los matorrales cubiertos de rocío nos mojaron hasta la cintura; yo emitía fuertes gritos de cuando en cuando, por más que no me hacía ilusiones de que se me oyera por sobre el rugido de los rápidos, y además nos encontrábamos necesariamente del lado opuesto de la corriente con respecto a él. La segunda vez el indio, que iba delante de mí con la canoa sobre la cabeza, tropezó y cayo pesadamente, permaneciendo un momento en silencio, como dolorido. Yo me apresuré a acercarme para ayudarlo preguntándole si se había lastimado, pero tras una pausa, sin responder, él se paró de un salto y reanudó la marcha. Anduvo todo el tiempo callado, sin que eso me molestase.
Habíamos botado la canoa y avanzado apenas un poco por el East Branch cuando oí un grito de respuesta de mi compañero, y poco después lo vi de pie sobre un cabo, un cuarto de milla más abajo, donde había un calvero y el humo de su hoguera se elevaba cercano. Como es natural, antes de verlo grité varias veces, pero el indio dijo secamente, «Él ya haber oído», como si con una llamada bastara. Estaba poco más debajo de la desembocadura del río Webster. Cuando llegamos, se encontraba fumando su pipa y declaró que había pasado una noche bastante agradable, aunque un poco fría debido al rocío.
Parece que la noche anterior, cuando estábamos juntos y yo me puse a llamar al indio a través del río, él, siendo corto de vista, no había visto al indio ni la canoa, y cuando yo retrocedí para ayudar al indio él no vio por donde iba, y supuso que estábamos más abajo y no más arriba, así que, dándose prisa para alcanzarnos, se alejó de nosotros. Al encontrar el calvero, a una milla o dos de nuestro campamento, se le echó encima la noche, por lo que hizo un fuego en un pequeño hoyo y se tendió junto al mismo sobre su manta, todavía creyendo que íbamos por delante de él. Pensaba que había oído una vez al indio llamando la noche anterior, pero lo tomó por un búho. Antes que oscureciera del todo había visto en la tierra quemada una rareza botánica: un epilobium augustifolium de un blanco puro en medio de una extensión de otros de color rosa. A modo de señal ya había puesto los restos de una camisa de leñador en la punta de un palo a la orilla del agua, y le había agregado una nota para informarnos que había continuado hacia el lago, y que si no nos encontraba allí, regresaría en un par de horas. Había pensado que si no nos encontraba pronto, volvería atrás en busca del solitario cazador que habíamos conocido en el lago Telos tres millas antes, y, si daba con él, lo contrataría para que lo llevase a Bangor. Pero el cazador se había movido tan rápido como nosotros, se hallaría en ese momento a veinte millas, y vaya a saber en qué dirección. Buscarlo en aquel monte habría sido como buscar una aguja en un pajar. Mi compañero había estado pensando en cómo sobrevivir comiendo únicamente bayas.
En el lugar de la nota pusimos una tarjeta, que Polis envolvió cuidadosamente en un trozo de corteza de abedul para que se conservara seca, conteniendo nuestros nombres y destino, así como la fecha de nuestra visita. Es probable que ya haya sido leída por algún cazador o explorador.
Todos mostramos buen apetito para el desayuno que no tardamos en preparar allí, y luego, tras haberse secado parcialmente nuestra ropa, nos deslizamos velozmente por la ventosa corriente hacia el Lago Segundo.
A medida que las orillas se tornaban más llanas, con frecuentes bancos de grava y arena, y la corriente se volvía más sinuosa, en las tierras más bajas próximas al lago, fueron apareciendo olmos y fresnos; también lirios silvestres (lilium canadense), algunos de cuyos bulbos recogí para la sopa. En algunos promontorios la tierra quemada se extendía hasta el mismo lago.
El lago era muy hermoso, de dos o tres millas de largo, con altas montañas del lado suroeste, con el Nerlumskeechticook (dijo el indio), o sea algo así como el monte de los remolinos. Parece ser el mismo que en el mapa se denomina Monte Carbunclo. Según Polis, se extiende en elevaciones separadas a lo largo de este lago y el siguiente, que es mucho mayor. Creo que el lago recibe el mismo nombre, si acaso con la adición de gamoc o mook. Era una mañana luminosa, perfectamente calma y serena, con el lago terso como un espejo en el que las únicas ondas eran las provocadas por nuestros remos. Las oscuras montañas que lo rodeaban se veían a través de una glauca bruma, y los brillantes tallos blancos de abedul de canoa se mezclaban con los de otras plantas a su alrededor. El cuicacoche (hyalocichla mustelina) cantaba en la distante orilla, y la risa de unos somorgujos que retozaban en una escondida bahía occidental, como inspirados por la mañana, nos llegaba distintamente por sobre el lago, y cosa notable, el eco que recorría este último era mucho más sonoro que la nota original; probablemente porque, estando los somorgujos en una bahía simétricamente curva al pie de la montaña, nosotros quedábamos exactamente en el foco de numerosos ecos, siendo el sonido reflejado como la luz desde un espejo cóncavo. Puede que la belleza del escenario se haya sublimado a nuestros ojos por el hecho de habernos reunido otra vez tras una noche de cierta ansiedad.
Este lago me recordó al Ambejijis, en el West Branch, que crucé en mi primera excursión a Maine.
Después de haber remado las tres cuartas partes del lago, hicimos un alto para que mi compañero pudiera pescar. Una gaviota blanca (o blancuzca) se posó en una roca que sobresalía de la superficie no muy lejos, en mitad del lago, armonizando con el escenario; y mientras descansábamos allí al calor del sol, oímos, procedente de la floresta, distante cuarenta o cincuenta varas, una especie de chasquido, como de una rama quebrada por la pata de un animal grande. Incluso este incidente resultaba allí interesante. En medio de nuestros sueños con una gigantesca trucha de lago, que aun entonces imaginaba mordisqueando el anzuelo, nuestro pescador sacó una perca roja, y retomamos rápidamente los remos.
No se veía el desaguadero del lago, y mientras que el indio creía que hallaba en una dirección, yo pensaba que estaba en otra. Dijo él: «Yo apostar un cuarto a que estar allí», pero continuó en la indicada por mí, que resultó ser la correcta. Cuando nos aproximábamos a la salida, todavía por la mañana temprano, él exclamó de pronto, «¡Alce! ¡alce!» y nos mandó quedarnos quietos. Puso un fulminante en su arma, y de pie en la popa impulsó rápidamente la canoa directamente hacia la orilla y el alce. Era un alce hembra, a unas 30 varas de distancia, parada en el agua a un costado del desaguadero, parcialmente detrás de unos matorrales y troncos caídos, y desde nuestra posición no parecía muy grande. Movía las grandes orejas, y de tanto en tanto espantaba las moscas de alguna parte de su cuerpo con el hocico. No pareció alarmarse mucho por nuestra presencia; ocasionalmente volteaba la cabeza y nos miraba directamente, y a continuación volvía a dirigir su atención a las moscas. Al aproximarnos algo más, el animal salió del agua, se irguió y nos observó con creciente sospecha. Polis impulsó la canoa gradualmente hacia delante por el agua poco profunda, y yo por un momento olvidé al alce para prestar atención a unas bonitas poligonáceas color rosa que asomaban apenas sobre la superficie, pero pronto la canoa encalló en el barro a 9 o 10 varas del alce, y el indio echó mano a su arma y se aprestó a disparar. Después de permanecer un momento inmóvil, la hembra giró lentamente, como siempre, para no dejar expuesto el flanco, y él aprovechó ese momento para disparar, por encima de nuestras cabezas. A continuación, el animal se alejó pausadamente ocho o diez varas, a través de un lugar poco profundo, hacia un antiguo sitio que ocupaba habitualmente, detrás de unos arces rojos caídos, donde volvió a quedar inmóvil a una docena o catorce varas de nosotros, mientras el indio recargaba rápidamente su arma y disparaba de nuevo, sin que ella se moviese. Mi compañero, que le pasaba los fulminantes y las balas, comentó que Polis estaba tan excitado como un chico de quince años, que le temblaba la mano y que una vez había metido la baqueta al revés. Esto era insólito en un cazador tan experimentado. Tal vez estuviera ansioso por efectuar un buen disparo ante nosotros. El cazador blanco me había comentado que los indios no eran buenos tiradores porque se excitaban, aunque había dicho que el que nosotros llevábamos era buen cazador.
El indio empezó seguidamente a retroceder de forma rápida y en silencio, describiendo un giro en redondo para internarse en la desembocadura —antes había disparado por encima de una especie de península que lo separaba del lago— hasta que estuvimos cerca de donde había estado el alce, momento en el que exclamó, «Ya está», y se sorprendió de que no la hubiésemos visto al mismo tiempo que él. Allí, ciertamente, estaba el animal completamente muerto, con la lengua afuera, en el mismo lugar que ocupaba cuando los disparos anteriores, con un aspecto inesperadamente grande y caballuno, y vimos dónde las balas habían dejado sus marcas.
Con una cinta, encontré que el alce hembra medía casi seis pies desde el hombro hasta la punta de la pezuña, y que tendida como estaba alcanzaba los ocho pies de largo. Algunas partes del cuerpo estaban casi cubiertas de moscas que ocupaban zonas de un pie de diámetro; eran al parecer moscas comunes del bosque, con una mancha oscura en las alas, y no las muy grandes que ocasionalmente nos perseguían en medio del río, aunque a las dos las llaman mosca del alce.
Preparándose para desollar al alce, Polis me pidió que lo ayudase a buscar una piedra en la que afilar su cuchilla grande. Aquello no era fácil, ya que el terreno donde había caído el animal era suelo llano aluvial, cubierto de arces rojos, etc.; estuvimos buscando largo rato, hasta que por fin encontré una especie de piedra de pizarra chata, y poco después él retornó con otra semejante, con las cuales no tardó en dejar la cuchilla bien afilada.
Mientras él desollaba al alce, yo procedí a averiguar qué clase de peces podían encontrarse en aquel lento y fangoso desaguadero. La mayor dificultad fue encontrar una vara. Era casi imposible hallar en aquellos bosques una delgada y derecha de diez o doce pies de largo. Podía uno pasarse media hora buscando en vano. Lo corriente es que las haya de picea, de arbor-vitæ, de abeto, etc., cortas, gruesas y con muchos vástagos, con las que no se tiene una buena caña de pescar, ni aun después de haberlas despojado pacientemente de todas sus duras ramas secundarias. Los peces eran principalmente percas rojas.
El indio, que había cortado un gran trozo de carne, el labio superior y la lengua del alce, envolvió todo aquello en la piel del animal y lo colocó en el fondo de la canoa, comentando que allí había «un hombre», refiriéndose al peso. Nuestra carga había sido previamente reducida a unas treinta libras, pero ahora aumentaba en cien, una adición importante, que reducía aún más el espacio para nosotros, y aumentaba considerablemente el riesgo en los lagos y los rápidos, así como la tarea en los portes. La piel del alce, de acuerdo a la costumbre, era nuestra, dado que el indio estaba a nuestro servicio, pero el reclamarla no pasó siquiera por nuestra imaginación. Siendo él un hábil confeccionador en cueros de alce, tengo entendido que aquella le reportaría siete u ocho dólares. Él dijo que de esa forma a veces ganaba cincuenta o sesenta dólares al día; había matado diez alces en un día, aunque el desuello y demás le llevaba dos. Era así como había conseguido su propiedad. Había por allí huellas de un becerro, que según él aparecería «pronto, pronto» y podría cazarlo si no nos importaba aguardar; pero yo le eché un balde de agua fría al proyecto.
Continuamos por el desaguadero rumbo al Gran Lago a través de una zona cenagosa, por un largo, estrecho y sinuoso trecho de aguas quietas, muy obstruido por maderos, donde a veces nos vimos obligados a bajar a tierra para hacer pasar la canoa por encima de un tronco. Era difícil dar con un conducto, y no sabíamos si nos habríamos perdido en la ciénaga. Que abundaba en patos, como siempre. Por fin alcanzamos el Gran Lago, que los indios llamaban matungamook.
En la cabecera de este último vimos, viniendo del suroeste, con un empuje aparentemente proporcionado por un desfiladero en la montaña, el torrente del Trout Stream, o Uncardnerheese, nombre, dijo el indio, relacionado con montañas.
Nos detuvimos a comer en una interesante isla alta y rocosa situada poco después de la entrada al lago Matungamook, amarrando la canoa en la costa acantilada. Siempre es agradable bajar de una embarcación y trepar a una gran roca o un acantilado. Nos daba ocasión de poner a secar nuestras mantas húmedas sobre la piedra soleada. Allí habían acampado recientemente unos indios, y por accidente habían incendiado el extremo occidental de la isla; Polis recogió una funda de escopeta hecha con tela azul y dijo que conocía al indio a quien pertenecía, y que iba a llevársela. Su tribu no es tan grande, pero es posible que él conozca todas las pertenencias de sus miembros. Procedimos a encender un fuego y a cocinar nuestra cena entre unos pinos donde nuestros predecesores habían hecho otro tanto, mientras el indio se ocupaba en la orilla de su piel de alce, pues dijo que le parecía un buen plan que uno solo se encargase de preparar la comida, colijo que siempre que ese uno no fuese él mismo. Sobre nuestra hoguera pendía un peculiar ramaje de hoja perenne, que a primera vista lucía como el Pinus rigida, con hojas de poco más de una pulgada de largo, parecidas a las de la picea, pero vimos que se trataba del Pinus Banksiana (de Bank, de Labrador) también llamado pino achaparrado, pino gris, etc., un árbol nuevo para nosotros. Aquellos ejemplares debían ser buenos, pues varios llegaban a tener treinta o treinta y cinco pies de alto, que equivalen a dos o tres veces la altura que generalmente se les atribuye. Michaux dice que crece más al norte que cualquiera de nuestros pinos, pero en ninguna parte los halló de más de diez pies. Richardson[41] los encontró de cuarenta y más, y afirma que el puercoespín se alimenta con su corteza. También crecía allí el pino rojo (Pinus resinosa).
En una pequeña depresión apartada en el bosque vi el sitio donde los indios habían construido canoas, sobre la roca, protegidos del viento, y también una gran cantidad de recortes apilados. Debió haber sido un lugar de recreo favorito para sus ancestros, y, de hecho, encontramos allí una punta de flecha como las que no han utilizado en dos siglos, y que no sabrían actualmente fabricar. El indio, recogiendo una piedra, me comentó, «Roca mucho rara». Era un trozo de pedernal que —le dije— probablemente su tribu había traído al lugar varios siglos antes para fabricar puntas de flecha. También recogió de junto a la hoguera un amarillento hueso curvo, y me pidió que tratara de identificarlo. Era uno de los incisivos superiores de algún castor, con el que alguien se había dado un festín uno o dos años antes. Hallé asimismo la mayoría de los dientes, el cráneo, etc. Nosotros cenamos carne de alce frita.
Una persona que fue compañera mía en mis dos excursiones previas[42] por estos bosques me cuenta que, estando de caza por el Caucomgomoc, alrededor de dos años antes, se encontró un día cenando carne de alce, tortuga almizclada, trucha y castor, y pensó que existen pocos lugares en el mundo donde esos platos puedan exponerse juntos en una mesa.
Después de los casi incesantes rápidos y saltos del Madunkehunk (o río Webster), acabábamos de atravesar las aguas mansas del Second Lake y nos hallábamos en las aguas quietas mucho mayores del Grand Lake, donde pensé que el indio se merecía una siesta extra. El Ktaadn, cerca del cual íbamos a pasar al día siguiente, significa, dicen, «la tierra más alta». La geografía abunda en sus nombres. El navegante indio distingue naturalmente con un nombre las partes de la corriente donde ha encontrado aguas agitadas y saltos, lo mismo que los lagos y aguas tranquilas en las que puede descansar sus brazos fatigados, puesto que para él esas son las partes más interesantes y dignas de recordar. La mera visión de Nerlumskeechticook, o Montañas de las Aguas Quietas, a una jornada de distancia por la floresta, como las vimos por primera vez, debe despertar en él agradables recuerdos. Y no menos interesante resulta para el viajero blanco, cuando cruza un plácido lago en esos bosques perdidos, tal vez pensando que en cierto sentido es uno de sus primeros descubridores, que se le recuerde que era bien conocido y fue bautizado así por los cazadores indios tal vez hace mil años.
Al ascender la escarpada roca que formaba aquella larga isla estrecha, me sorprendió descubrir que su cima era una angosta cresta, con un precipicio al costado, y que su eje de elevación se extendía del noroeste al sureste, exactamente como el de las grandes crestas rocosas al comienzo de la Tierra Quemada, diez millas al noroeste. La misma disposición prevalecía aquí, y pudimos ver claramente que las crestas montañosas al oeste del lago tendían a lo mismo. Unas espléndidas campánulas grandes saludaban por sobre el borde y en las grietas del acantilado, y los arándanos (vaccinium canadense) eran por primera vez realmente abundantes en el suelo apenas superficial en aquellas alturas. De allí en adelante no hubo carencia de ellas en el East Branch. Era hermosa la vista sobre el lago brillante, que aparecía puro y hondo, y tenía en total dos o tres islas rocosas. Una vez secas nuestras mantas, partimos nuevamente, habiendo dejado el indio, como de costumbre, su anuncio en un árbol. Esta vez éramos tres en una canoa, con mi compañero fumando. Remamos hacia el sur por el hermoso lago, que parecía extenderse casi tanto hacia el este como hacia el sur, manteniéndonos próximos a la orilla occidental, por fuera de una pequeña isla, bajo la oscura montaña, Nerlumskeechticook. Pues yo había observado en mi mapa que ese era el curso. Un cruce de tres o cuatro millas. Se me ocurrió que el perfil de aquella montaña al suroeste del lago, y de otra más allá, era no solo semejante al de las enormes olas de roca del río Webster, sino en lo fundamental como la del monte Kineo, sobre el lago Moosehead, con un similar aunque menos abrupto precipicio en el extremo sureste; en resumen, que todas las prominentes elevaciones del entorno eran Kineos más grandes o más pequeños, y que posiblemente existía tal relación entre el Kineo y las rocas del río Webster.
El indio no sabía exactamente dónde estaba el desaguadero, si en el ángulo extremo suroeste o más al este, y había pedido ver mi plan en el último lugar de parada, pero yo había olvidado mostrárselo. Como de costumbre, él fue tanteando su rumbo por un curso medio entre dos probables puntos, del cual podía desviarse hacia uno u otro lado al final sin perder mucha distancia. Próximos a la ribera sur, como las nubes anunciaban vientos y las olas eran bastante altas, nos colocamos parcialmente a sotavento de una isla, aunque a gran distancia de la misma.
No distinguí el desaguadero hasta que estuvimos casi en él y oímos la caída del agua desde el dique allí situado.
La caída era considerable y el dique muy importante, pero sin vestigios de cabaña o campamento alguno. El cazador que conocimos en el lago Telos nos había dicho que allí abundaban las truchas, pero a esa hora ellas no subían a morder el anzuelo, solo algunos peces parecidos provenientes del centro mismo de las veloces aguas. No hay en estos ríos tantos peces como en el Concord.
Mientras allí holgazaneábamos, Polis aprovechó la ocasión para cortar con su gran cuchilla parte del pelo de la piel del alce y así aligerarla y prepararla para el teñido. En varios antiguos campamentos indios en el bosque he notado los montones de pelo del que despojaban a sus pieles.
Después de traspasado el dique, el indio prosiguió velozmente por los rápidos, dejando que nosotros caminásemos una milla o más por donde mayoritariamente no había sendero alguno, sino muy espesos matorrales que dificultaban la travesía por las cercanías de la corriente. Se suponía que fuera llamándonos para que supiésemos dónde nos esperaba con la canoa, pero debido a los meandros del río nosotros no sabíamos dónde estaba la ribera, y él, olvidando que no éramos indios, no llamó con suficiente frecuencia. Al parecer era muy avaro de su aliento, aunque le extrañaba si seguíamos de largo o no dábamos con el sitio preciso. No era una falta de consideración, sino demostración de la superioridad de sus costumbres. Los indios prefieren andar con el mínimo posible de comunicación y preámbulos. En realidad estuvo todo el rato haciéndonos un gran cumplido al creer que podíamos valernos por nosotros mismos.
Finalmente, trepando por sobre los sauces y los árboles caídos cuando era mejor que rodearlos, dimos con la canoa, y a partir de ahí nos deslizamos por aguas tranquilas aunque rápidas durante varias millas. Volví a observar entonces, y en mayor grado al día siguiente, que, al igual que el Webster, el río era un plano inclinado sobre el cual bordeábamos la costa. Mientras así nos desplazábamos, asustamos a los patos negros que habíamos avizorado antes.
Decidimos acampar pronto esa noche, para disponer de tiempo suficiente antes del crepúsculo; así pues, nos detuvimos en la primera ribera idónea, una estrecha playa de guijarros sobre el lado oeste, a unas cinco millas de la salida del lago. Era un lugar interesante, donde el río describía una gran curva hacia el este, y donde al noroeste se alzaba oscuro a poca distancia el último de los Nerlumskeechticook, con su curioso aspecto de rostro de alce, no lejos del suroeste del Grand Lake, exhibiendo su escarpado lado sureste; pero eso no podía verse sin acceder a la ribera.
A dos pasos del agua, sobre ambos lados, nos encontramos de pronto con una ribera poblada de maleza y raíces, que no de césped, hasta unos cuatro y cinco pies de altura, donde empieza el bosque interminable, lo que produce la impresión de que la corriente acabara de abrirse camino a través de aquel.
Resulta sorpresivo, al pisar tierra en cualquier parte de esta ininterrumpida jungla, ver tan a menudo, a menos de unas pocas varas del río, las marcas del hacha dejadas por los madereros que han acampado allí o que han pasado conduciendo troncos en primaveras anteriores. Eventualmente se puede ver dónde ellos, como nosotros, han cortado para hacer fuego grandes astillas del tocón de un alto pino blanco. Mientras armábamos el campamento y cenábamos, el indio cortó el resto del pelo de la piel de alce, procediendo a tenderla verticalmente sobre un marco improvisado entre dos arbolillos, a media docena de pies del lado opuesto del fuego, golpetándola y estirándola con corteza de arbor-vitæ, que siempre se tiene a mano, y que en el caso fue arrancada de uno de los árboles al cual estaba atada. Como le pedimos una clase nueva de té, nos preparó uno, bastante bueno, con hojas de gaulteria que cubrían el suelo y de las cuales hizo un hatajo sujeto con corteza de cedro, que introdujo en la tetera; pero no era lo mismo que el chiogenes.
Me llamó la atención la cantidad de linnea borealis y de chiogenes hispidula prácticamente por todas partes en los bosques de Maine. La chimaphila umbellata estaba aun en flor, y abundaban las bayas maduras de clintonia. Esta hermosa planta es una de las más comunes en este bosque. En las riberas vimos por primera vez el cornejo florecido. Los árboles más frecuentes eran la picea (por lo común, negra), el arbor-vitæ, el abedul de canoa, (el fresno negro y los olmos que empezaban a aparecer), el abedul amarillo, el arce rojo y una pequeña cicuta semioculta en la floresta. El indio dijo que la madera del arce blanco era la mejor como combustible, y que la del abedul amarillo era bastante buena, pero dura. Después de la cena puso a hervir la lengua y los labios del alce. Me mostró cómo escribir sobre el revés de la corteza de abedul con una rama de picea negra, que es resistente y se le puede hacer punta.
El indio salió a dar una vuelta por los alrededores poco antes del anochecer, y al regreso dijo, «Mí encontrar gran tesoro… valer cincuenta, sesenta dólares». «¿De qué se trata?», le preguntamos. «Trampas de acero, bajo un tronco, treinta o cuarenta, no contarlas. Creer que es trabajo indios… a tres dólares cada una». Fue una singular coincidencia que saliera a dar una vuelta y mirase bajo ese tronco en particular en una floresta inexplorada…
Mientras me lavaba las manos en el río vi varios cachuelos pequeños, que mi compañero intentó en vano atrapar. También oí desde una ciénaga del lado opuesto el sonido de las ranas toro, que al principio pensé que eran alces; un pato pasó remando velozmente; y sentado en aquel entorno oscurecido, al pie de la montaña sombría, junto al río brillante que reflejaba toda la luz, todavía oí el canto del tordo de agua, como si no cupiese esperar manifestaciones de una civilización superior. Para entonces la noche se nos echaba encima.
A la hora del crepúsculo vespertino es por lo general cuando nos instalamos, y mientras las sombras de la noche nos van rodeando y aumentan la de por sí densa penumbra de la floresta, juntamos leña, cenamos, o montamos la tienda. No hay tiempo para explorar y mirar alrededor antes de que oscurezca. Es posible que alguien penetre media docena de varas en esa naturaleza en penumbras en busca de una corteza seca con la que encender una hoguera, acaso al cabo de una jornada de intensa caminata; o que vaya corriendo hasta la orilla a por un cazo de agua, y desde allí tenga una visión más clara hacia ambos lados de la corriente, y que mientras está allí de pie, vea el brinco de un pez que desaparece hundiéndose en el río, o escuche el canto de un tordo de río en el bosque. Es como si hubiese estado en la ciudad o en lugares civilizados. Pero nadie sale a dar una vuelta para ver el bosque, y diez o quince varas resultan un alejamiento considerable respecto de los compañeros, y ese alguien vuelve con el aire de un viajero sumamente experimentado tras un largo viaje, con aventuras que relatar, aunque pueda haber oído todo el tiempo el crepitar de la hoguera; y a cien varas se puede estar perdido sin remedio y tener que acampar solo. Donde todo es musgo y huele a alce. En medio de esos bosques de abetos y piceas apenas hay sitio para que el humo ascienda. Los árboles son una noche perenne, y cada abeto y cada picea que se tala es una pluma arrancada del ala de cuervo de la noche. En ese momento de la noche el silencio generalizado es más impresionante que cualquier sonido, pero ocasionalmente se oye en el bosque, cercana o lejana, la nota de un búho, y si hay un lago próximo, el grito semihumano de los somorgujos en sus intempestivos divertimientos.
Esta noche, para evitar los mosquitos, el indio se tumbó entre la hoguera y la piel del alce puesta a estirar. De hecho, hizo asimismo un pequeño fuego con hojas verdes del lado de los pies y otro al extremo opuesto, y a continuación, como siempre, se envolvió la cabeza en la manta. Nosotros nos arreglamos bastante bien con nuestros mosquiteros y lociones, pero sería difícil ejercer cualquier ocupación sedentaria en el bosque durante esta estación: no se ve lo suficiente para leer por la noche a la luz de una hoguera a través de un tul, ni se puede manejar lapicero y papel con guantes o con los dedos untados de aceite.