Parte IV
Tras desayunar carne de alce, retornamos por el Pine en dirección al lago Chesuncook, distante alrededor de cinco millas. Al cabo de media milla vimos tumbado en el agua el cadáver del alce. Algo más abajo de la desembocadura del Pine estaban los rápidos más importantes entre los dos lagos, llamados los Saltos del Pine, donde unas grandes rocas alisadas por la corriente permitían fácilmente el paso. Joe continuó solo mientras nosotros marchábamos por el porteadero, mi compañero recogiendo resina de las piceas para sus amigos a la vuelta, yo buscando flores. Cerca del lago, al cual nos íbamos aproximando con tanta expectación como si hubiera sido una universidad —pues no es a menudo que el curso de nuestra vida da lugar a tales expansiones—, encontramos islas, y una ribera llana y herbosa con árboles dispersos, abedules blancos y amarillos inclinados sobre el agua, y arces, muchos de los blancos de esta última especie destruidos, al parecer, por las inundaciones. Abundaba la hierba autóctona; y había asimismo algunas reses, cuyos movimientos oíamos, aunque no las vimos, y en primera instanciapensamos que serían unos alces pastando.
Al entrar en el lago, donde la corriente fluye hacia el sudeste, y durante cierto tiempo antes, tuvimos una vista de las montañas en torno al Ktaadn (Katahdinauguoh, dice alguien que las llaman), que parecían unos enormes hongos azules agrupados como a veinte o treinta millas de distancia en dirección sudeste, con las cimas ocultas por nubes. Joe se refirió a algunas de ellas como los montes Souadneunk. Ese es el nombre de un río de la zona, que otro indio nos dijo que significaba «que corre entre montañas». Aunque algunas cumbres más bajas quedaron más tarde al descubierto, no tuvimos una vista más completa del Ktaadn mientras estuvimos en el bosque. La zona despejada hacia la que nos dirigíamos se hallaba a la derecha de la desembocadura del río, y se llegaba allí rodeando un bajío donde la profundidad del agua era escasa hasta una buena distancia de la orilla. El lago Chesuncook se extiende hacia el nordeste y el sudeste, sin ninguna isla, y se le atribuyen dieciocho millas de longitud por tres de ancho. Nosotros habíamos ingresado por el ángulo noroeste, y desde las proximidades de la ribera solo podíamos verlo parcialmente. Las principales montañas visibles allí desde tierra eran las ya mencionadas, entre el sudeste y el este, y algunas cumbres un poco al oeste del norte, pero en general el horizonte al norte y al noroeste alrededor del St. John y la frontera británica[29] era relativamente plano.
El calvero de Ansell Smith, la más antigua y principal zona despejada en torno al lago, parecía un atracadero idóneo para bateaux[30] y canoas; había allí siete u ocho de los primeros, una pequeña chalana para heno, y un cabrestante de arrastre sobre una plataforma flotante, ahora en tierra y seca, lista para ser botada y anclada para remolcar balsas. Era un atracadero de tipo muy primitivo, donde las embarcaciones eran subidas por entre los tocones; un sitio, pensé, como aquel en el que fue botado el Argos[31]. Había otras cinco cabañas con un pequeño espacio despejado cada una al otro lado del lago, todas en este extremo y visibles desde este punto. Uno de los Smith me dijo que, si bien la familia solo llevaba allí unos meses, cuatro años antes, cuando ellos vinieron a vivir y construyeron la casa actual, había ya una reducida zona despejada.
Yo estaba interesado en ver cómo vivía un pionero en este lado del país. Su vida es en ciertos aspectos más aventurera que la de su hermano en el Oeste; pues él se enfrenta al invierno tanto como al territorio salvaje, y transcurre un intervalo de tiempo mayor al menos entre su llegada y la del ejército que ha de seguirlo. Aquí la inmigración es una marea que puede bajar cuando haya barrido con los pinos; allá no es una marea sino una inundación, y las carreteras y otras mejoras vienen pronto a continuación.
Al aproximarnos a la cabaña de troncos, a una docena de varas desde el lago y a considerable altura con respecto al mismo, vimos que los extremos sobresalientes de los troncos solapándose de forma irregular varios pies en las esquinas le daban un aspecto muy cálido y pintoresco, muy lejos de la mezquindad de la chilla. Era un edificio bajo muy espacioso, de unos ochenta pies de longitud, con numerosos y amplios aposentos. Las paredes estaban adecuadamente emparejadas con barro entre los troncos, que eran grandes y redondos excepto en los lados superior e inferior, e igualmente visibles por dentro y por fuera, las sucesivas caras reducidas gradualmente hacia arriba y armonizadas entre ellas con el hacha, como los tubos pánicos[32]. Probablemente los musicales dioses forestales no los habían dejado de lado todavía; jamás lo hacen hasta que han sido rajados o descortezados. Era un estilo de arquitectura que sospecho que nunca describió Vitrubio[33], aunque es posible que estuviese sugerido en la biografía de Orfeo[34]; nada de vuestras columnas acanaladas o estriadas, tan erróneamente alabadas —es decir, por las multitudes— y no sostienen sino una fachada lateral o las pretensiones del constructor; y en cuanto a «ornamentación», uno de esos términos que con mucha propiedad utilizan los arquitectos para describir sus firuletes, estaban los líquenes, el musgo y los surcos de la corteza, acerca de los cuales nadie se preocupaba. Por supuesto, nosotros dejamos atrás en los bosques la pintura más bella y las mejores tablas cuando arrancamos la corteza y nos envenenamos en las ciudades con plomo blanco[35]. Nos quedamos con la mitad de los despojos de la floresta. Como bellos, que me den los árboles con su corteza. Aquella casa estaba diseñada y construida con la libertad de pincelada del hacha del silvicultor experto, sin más compás o escuadra que los que emplea la naturaleza. En los espacios donde los troncos eran interrumpidos por una ventana o una puerta, es decir, donde no iban traslapados alternativamente, estaban asegurados unos sobre otros por pernos muy largos encajados en diagonal a cada lado allí donde pudo haber una rama, y luego cortados tan a ras arriba y abajo como para que no sobresaliesen del tronco, como si se abrazaran mutuamente. Estos troncos eran postes, tachuelas, tablas, listones, enlucido y clavos, todo en uno. Donde el ciudadano utiliza una mera astilla o una tabla, el pionero emplea el tronco entero de un árbol. La casa tenía grandes chimeneas de piedra y estaba techada con corteza de picea. Las ventanas eran importadas, a excepción del marco. Un ala era campamento ordinario de leñadores para los huéspedes, con el habitual piso de abeto y los bancos de tronco. Así, pues, la casa venía a ser una versión ligeramente modificada del tronco hueco que el oso habita todavía, un hueco hecho con troncos apilados, con revestimiento de corteza, como su modelo original.
El sótano era una construcción aparte, semejante a un depósito de hielo, y hacía sus veces en aquella estación; allí guardamos la carne del alce. Era un depósito para patatas con un tejado fijo. Cada estructura y cada costumbre eran allí tan primarias que uno podía enseguida relacionarla con su origen; en cambio nuestros edificios por lo general no sugieren su origen ni su propósito. Había un vasto —y cualquier granjero diría que hermoso— granero, parte de cuyos tablones habían sido serrados con un tronzador; y el foso serrino, con su gran pila de polvo, permanecía delante de la casa. Las largas tejas de madera divididas sobre parte del granero estaban colocadas con la base hacia el viento, lo que sugería la clase de tiempo que tienen allí. Se dice que el establo de Grant en Caribou Lake era todavía más grande, el mayor refugio para bovinos en aquellos bosques, de cincuenta por cien pies. ¡Cabe imaginar semejante monstruo alzando su mole gris por encima de las copas de los árboles en aquella floresta primitiva! El hombre fabrica numerosos repositorios de hierba seca y forraje como ese para sus animales domésticos, al igual que las ardillas y muchas otras criaturas salvajes lo hacen para ellas.
Había también una herrería, donde evidentemente se realizaban muchos trabajos. Herraban a los bueyes y los caballos empleados en operaciones madereras, y toda la obra de hierro de los trineos se reparaba o fabricaba allí. El martes siguiente vi en Moosehead cómo por vía terrestre cargaban un bateau con el peso de unas mil trescientas barras de hierro para la herrería. Lo cual me hizo pensar en cuán primitivo y honorable era el oficio de Vulcano[36]. Ignoro si entre los dioses hubo algún carpintero o sastre. El herrero parece haber precedido a esos y a cualquier otro trabajador manual en Chesuncook, lo mismo que en el Olimpo[37], y su familia es la más ampliamente diseminada, se llame John o Ansell.
La propiedad de Smith abarcaba dos millas por la margen del lago y media milla hacia el interior. Era un espacio despejado de alrededor de cien acres. En aquel terreno ese año había obtenido setenta toneladas de forraje, y veinte más en otro, todas utilizadas en las actividades madereras. El granero estaba repleto de forraje prensado y contenía una máquina para ese fin. Había una amplia huerta llena de tubérculos comestibles, nabos, remolachas, patatas, zanahorias, etc., todos de gran tamaño. Dijeron que allí eran tan apreciados como en Nueva York. Yo sugerí un grosellero para hacer compota, sobre todo visto que no tenían plantados manzanos, y les indiqué con qué facilidad podrían obtenerlo.
Había junto a la puerta la habitual hacha de mango largo —tres pies y medio: mi nueva regla de serbal estaba siempre en uso—, y un gran perro lanudo cuyo hocico, dijeron, estaba lleno de púas de puercoespín. Doy fe de que parecía muy templado. El suyo es el destino habitual de los perros pioneros, ya que deben afrontar la parte más dura de la batalla por su raza y representar sin proponérselo el papel de Arnold Wilkelried[38]. Si invitase a venir consigo a uno de sus amigos del pueblo proponiéndole carne de alce y una libertad ilimitada, este último podría con buen motivo preguntar, «¿Qué es eso que llevas clavado en el hocico?». Cuando una o dos generaciones han agotado los dardos de sus enemigos, sus sucesores llevan una vida relativamente fácil. Nosotros debemos a nuestros padres bendiciones análogas. Muchos ancianos reciben una pensión únicamente, a mi parecer, como compensación por haber estado vivos hace mucho. Sin duda nuestros perros de ciudad hablan, resoplando, sobre los tiempos en que sus hocicos eran puestos a prueba. No sé cómo allá conseguían cazar un gato, pues son tan remilgados como mi tía en cuanto a meterse en una canoa. Me asombra que ella no corriese a subirse a un árbol por el camino, pero puede que estuviese apabullada por la propia abundancia de oportunidades.
Veinte o treinta leñadores, yanquis y canadienses, iban y venían —Aleck entre ellos—, y de vez en cuando aparecía un indio. En invierno hay a veces un centenar de hombres alojados aquí al mismo tiempo. La noticia más interesante que circuló entre ellos pareció ser que cuatro caballos pertenecientes a Smith, tasados en setecientos dólares, habían sido vistos pasar por un lejano lugar del bosque la semana anterior.
En el fondo de todo aquello estaba el pino blanco. Era una guerra contra los pinos, la única verdadera guerra del Aroostook o el Penobscot[39]. Estoy seguro de que en los tiempos homéricos[40] se vivieron cosas semejantes, pues los hombres siempre han pensado más en comer que en luchar; entonces, como ahora, pensaban principalmente en «pan caliente y rosquillas»; y el comercio de pieles y de la madera es una vieja historia en Asia y en Europa. Dudo que los hombres hayan hecho nunca del heroísmo una profesión. Incluso en tiempos de Aquiles[41] les complacía tener un granero importante, y acaso heno prensado, y el mejor entre los hombres era aquel que poseía el equipo más valioso.
Habíamos proyectado subir esa tarde por el Caucomgomoc, cuya desembocadura distaba un par de millas, hasta el lago del mismo nombre, unas diez más allá; pero unos indios conocidos de Joe, que estaban fabricando canoas, vinieron con noticias tan desalentadoras sobre los alces —últimamente habían sido cazados en gran número en la zona—, que mis compañeros resolvieron no ir. Joe pasó ese domingo y la noche con sus conocidos. Los leñadores me dijeron que en la región abundaban los alces, pero no el caribú ni el ciervo. Un hombre de Oldtown había matado diez o doce en el curso de un año, tan cerca de la casa que se habían oído todos los disparos. Por mí, podría haberse llamado Hércules[42], aunque entonces yo habría esperado más bien oir el ruido de su maza golpeando; pero sin duda el hombre se mantiene al día con los avances de la época y ahora emplea un rifle de Sharpe: probablemente todo su armamento sea fabricado y reparado en la herrería de Smith. En el espacio de dos años habían matado un alce y herido a otro a la vista de la casa. No sé si Smith ha conseguido aún un poeta que se ocupe del ganado, el cual, debido a la prematura ruptura del hielo, se ve forzado a pasar el verano en el bosque, pero yo sugeriría ese oficio a aquellos de mis conocidos que gustan de escribir versos y salir a disparar tiros.
Después de la cena, en la que para mí el mayor deleite fue la compota de manzanas, aunque nuestra carne de alce fuera lo más apreciado por los leñadores, crucé el calvero para introducirme en la floresta, hacia el sur, regresando por la ribera. Como postre, me serví una gran porción del bosque del Chesuncook y bebí un gran trago de sus aguas con todos mis sentidos alerta. El bosque estaba tan lleno de vida vegetal como el liquen en la humedad, y contenía numerosas plantas interesantes; pero a menos que sean el pino blanco, las tratan aquí con tan poco respeto como al moho, y en el otro caso se apresuran a cortarlo. La ribera era de piedras de pizarra en bruto, planas y a menudo gruesas, con el oleaje rompiendo contra ellas. Las rocas y los descoloridos troncos a la deriva, que se metían un poco en la enmarañada arboleda, ponían en evidencia un ascenso y descenso del nivel de las aguas del orden de los seis u ocho pies, motivado en parte por el dique a la salida. Se decía que en invierno la nieve alcanzaba allí tres pies de profundidad, y en ocasiones cuatro o cinco, con respecto al nivel del suelo: que el hielo en el lago llegaba a los dos pies netos de espesor, y a los cuatro incluyendo la nieve helada. En las embarcaciones ya se había formado hielo.
Ese domingo por la noche nos alojamos allí en un confortable dormitorio, al parecer el mejor; y lo único inusual que apunté —pues todavía sigo tomando notas, como un espía en el campamento— fue el crujido de las delgadas tablas del suelo cuando alguno de nuestros vecinos se agitaba durmiendo.
Tales los rudimentarios inicios de una ciudad. Se hablaba de la practicabilidad de una ruta de invierno al porteadero de Moosehead, que no costaría mucho y los vincularía al vapor, la diligencia y todo el ajetreado mundo. Yo tenía dudas de que el lago fuera entonces el mismo, de si conservaría su forma y su identidad cuando las riberas fueran despejadas y colonizadas; como si aquellos lagos y corrientes de que hablan los exploradores no esperasen nunca el advenimiento del ciudadano.
La visión de una de estas casas de frontera, construidas con aquellos grandes troncos, y cuyos habitantes han resistido estoicamente muchos veranos e inviernos en una tierra salvaje, me recuerda a fuertes famosos, como los de Ticonderoga o Crown Point, que han soportado memorables sitios. Son sobre todo cuarteles de invierno, y en aquella época este en particular tenía un aspecto parcialmente desierto, como si el asedio se hubiera levantado un poco, con los bancos de nieve derritiéndose delante, y su guarnición se hubiera reducido en consecuencia. Su alimento diario son para mí raciones: «víveres», le llaman; una Biblia y un sobretodo grueso son municiones de guerra, y un hombre solo visto en las inmediaciones es un centinela de servicio. Uno espera que le pida la contraseña, y tal vez ser tomado por un Ethan Allen[43], venido a demandar la rendición del fuerte en nombre del Congreso Continental. La vida aquí es una especie de servicio de armas. La expedición de Arnold[44] es una experiencia diaria para estos colonos. Pueden probar haber estado afuera casi en todo momento; y creo que toda la primera generación suya merece más una pensión que cualquiera de los que fueron a la guerra de México.