Parte III

A la mañana siguiente, habiéndose mostrado el tiempo suficientemente bueno para nuestros fines, nos aprestamos a partir, y, como los indios nos fallaron, convencimos a McCauslin —que no se mostraba renuente a volver a visitar los escenarios de su anterior actividad— para que nos acompañase en su lugar, pensando en conseguir por el camino otro barquero. Con un trozo de tela de algodón por tienda, un par de mantas que debían alcanzar para todos, quince libras de pan de centeno, diez de cerdo «limpio» y un poco de té, conformamos la «mochila del Tío George». Los tres últimos artículos mencionados eran la provisión suficiente calculada para seis hombres durante una semana, con lo que pudiésemos recoger aparte. Completaban nuestro equipo una tetera, una sartén y un hacha, que obtendríamos en la casa anexa.

No tardamos en estar fuera del calvero de McCauslin y de nuevo en el bosque eternamente verde. El confuso rastro marcado por los dos colonos mencionados, difícil de discernir a veces hasta para el leñador, pronto atravesó un estrecho espacio abierto en el bosque, plagado de malas hierbas, llamado Tierra Quemada, donde tiempo atrás había ardido un incendio, y que se extendía a lo largo de nueve o diez millas hacia el norte, hasta el lago Millinocket. Al cabo de tres millas alcanzamos Shad Pond o Nolisemack[26], una expansión del río. Hodge, el Geólogo Auxiliar del Estado[27], que pasó por allí el 28 de junio de 1837, dice, «Empujamos nuestro bote a través de un acre o más de lozanas plantas acuáticas que habían enraizado en el fondo y florecían en la superficie con gran profusión y belleza». La vivienda de Thomas Fowler está a cuatro millas de la de McCauslin[28], a la orilla de la laguna en la desembocadura del río Millinocket, y a ocho millas del lago del mismo nombre. Este lago permite un acceso más directo al Ktaadn, pero nosotros preferimos seguir por el Penobscot y los lagos Pamadumcook. Cuando arribamos, Fowler, que estaba terminando de construir una nueva cabaña con troncos de casi dos pies de diámetro, se encontraba abriendo una ventana con una sierra. Había empezado a empapelar la casa con corteza de picea puesta del revés, lo que creaba un buen efecto y armonizaba con el ambiente. En vez de agua allí nos dieron una cerveza de barril que, todo hay que decirlo, nos cayó mejor; clara y de poco cuerpo, pero fuerte y áspera como savia de cedro. Fue como sorber en aquellos lugares del mismísimo pecho, revestido de pino, de la Naturaleza, una mezcla de la savia de la entera flora de Millinocket —los supremos, los más fantásticos y sabrosos flujos de la madera primitiva, con toda la vigorizante y áspera resina o esencia que admitía sumida y disuelta en ella—, una bebida para leñadores, capaz de aclimatar y naturalizar enseguida a un hombre, que lo hacía ver verde, y, caso de dormirse, soñar que oía el viento murmurando entre los pinos. Había un pífano que suplicaba ser tocado —traído para amansar a las bestias salvajes—, con el que ejecutamos algunas melodías. Mientras estábamos de pie sobre la pila de astillas junto a la puerta, los halcones pescadores volaban sobre nuestras cabezas; y sobre la laguna se podía ser diariamente testigo de la tiranía que el águila calva ejercía sobre ellos. Tom señaló un nido de esta águila al otro lado de la laguna, plenamente visible a más de una milla de distancia, encima de un pino que sobresalía del bosque y que era frecuentado año tras año por la misma pareja, a la que él consideraba sagrada. En la zona había únicamente aquellos dos alojamientos, la cabaña baja y el espacioso y aireado amontonamiento de ramas de las águilas. También Thomas Fowler fue persuadido de unirse a nosotros, pues se necesitaban dos hombres para maniobrar el batteau que pronto iba a ser nuestro transporte, y esos dos tenían que ser serenos y expertos en la navegación por el Penobscot. El equipaje de Tom no tardó en estar listo, pues no tuvo que ir lejos para encontrar su calzado de barquero y una camisa roja de franela. Ese color es el favorito de los madereros; la franela roja tiene fama de poseer virtudes misteriosas, y de ser la más adecuada para el sudor. En toda partida habrá siempre una considerable proporción de pájaros rojos. Allí subimos a un batteau pobretón y con agujeros, y empezamos a impulsarnos con la pértiga para cubrir las dos millas del Millinocket en dirección a lo del mayor de los Fowler, con el fin de evitar los saltos de agua más grandes del Penobscot, y pensando en cambiar nuestra embarcación por una mejor. El Millinocket es una pequeña corriente arenosa y poco profunda, llena de lo que me parecieron lampreas o anguilas o rémoras, y flanqueada por refugios de rata almizclera, pero libre de rápidos, según Fowler, exceptuando en su salida del lago. Él estaba en esa época dedicado a cortar la hierba autóctona —junco y trébol de pradera, como la llamaba— en los prados y en las pequeñas islas bajas de aquella corriente. Vimos a ambos lados lugares con la hierba aplastada, allí donde la noche anterior, dijo él, había estado echado un alce; a lo que añadió que en aquellos pastizales los había por miles.

Lo del viejo Fowler, sobre el Millinocket, a seis millas de lo de McCauslin y a veinticuatro del Point, sobre el Sowadnehunk, es el único espacio abierto en la zona, pero que había resultado un fracaso y estaba desierto hacía mucho tiempo. Fowler es el residente más antiguo de estos bosques. Antiguamente vivía a unas millas de aquí, del lado sur del West Branch, donde construyó su casa hace dieciséis años, la primera más arriba de las Five Islands. Allí nuestro batteau habría de ser porteado dos millas por tierra, circundando los saltos conocidos como Grand Falls del Penobscot en un trineo de árboles jóvenes tirado por caballos para sortear las numerosas piedras del camino; pero tuvimos que aguardar un par de horas mientras se conseguían los caballos, que pastaban a cierta distancia entre los tocones y se habían alejado por su cuenta todavía más lejos. Lo último del salmón de la temporada, pescado recientemente, se hallaba aún fresco en vinagre, y una buena cantidad nos fue proporcionada para llenar nuestra cazuela vacía, e iniciarnos en la sencilla dieta montuna. La semana anterior habían perdido nueve ovejas de su primer rebaño debido a los lobos. Las sobrevivientes acudieron a los alrededores de la vivienda y parecían asustadas, lo que los indujo a ir a buscar al resto, encontrando siete muertas y desgarradas y dos aún vivas. Estas últimas fueron llevadas a la casa, y según la Sra. Fowler estaban solamente rasguñadas en el cogote, sin más herida visible que la que podría producirles el pinchazo de un alfiler. Ella les cortó la lana de la zona afectada, las lavó, les puso un ungüento y las soltó, pero al rato desaparecieron y desde entonces no habían sido encontradas. En realidad, todas se envenenaron, y las que fueron halladas se hincharon enseguida, con lo que no se salvaron ni el cuero ni la lana. Esto me recordó las viejas fábulas de lobos y ovejas, y me convenció de que la antigua hostilidad seguía vigente. En verdad, actualmente el pastorcillo no necesitaba dar una falsa alarma. Había junto a la puerta trampas de acero de todos los tamaños, con grandes mandíbulas en lugar de dientes para atrapar los tendones del lobo, la nutria y el oso. Los lobos suelen matarse a menudo con un cebo envenenado.

Finalmente, después que hubimos hecho la comida montuna habitual, llegaron los caballos y sacamos del agua nuestro batteau, lo amarramos a su carromato, arrojamos dentro nuestro equipaje y fuimos andando por delante, dejando que los barqueros y el conductor, que era el hermano de Tom, se hicieran cargo del asunto. La ruta, que nos llevó por la pradera silvestre donde habían matado a las ovejas, era en algunos trechos la más abrupta por la que se hubieran desplazado nunca los caballos, trasponiendo cimas rocosas en las que el trineo daba tumbos y seguía deslizándose, como un navío cabeceando en la tormenta; y era necesario que un hombre fuera de pie en la popa, como un timonel en la mar más agitada, para impedir que la embarcación naufragase. La filosofía de nuestro avance fue más o menos así: cuando los que iban en él daban contra una roca de tres o cuatro pies de altura, el trineo rebotaba hacia atrás y hacia arriba al mismo tiempo; pero como los caballos no paraban de tirar, se equilibraba en lo alto de la roca, y así seguíamos adelante. El porteadero debía seguir probablemente la huella de una antigua ruta india que rodeaba los saltos. Para las dos de la tarde, los que habíamos ido andando delante llegamos al río sobre las cascadas, no lejos del desaguadero del Quakish Lake, y esperamos la aparición del batteau. No habíamos estado allí sino un rato cuando se vieron venir desde el oeste unos nubarrones sobre los todavía invisibles lagos y la placentera espesura que estábamos ansiosos por conocer; y pronto las gruesas gotas empezaron a tamborilear sobre las hojas a nuestro alrededor. Yo ya había elegido el tronco abatido de un voluminoso pino de cinco o seis pies de diámetro, y estaba arrastrándome debajo cuando, felizmente, llegó el bote. Habría divertido a alguien situado al abrigo ser testigo de cómo la embarcación fue soltada y dada vuelta mientras el primer chaparrón se precipitaba sobre nosotros. No bien estuvo en manos del ansioso grupo, fue librada al primer impulso rotatorio y de la gravedad, para aprovecharlo; y se habrá visto a todos inclinarse para protegerse y escurrirse a su abrigo como anguilas, antes de depositarla debidamente en tierra. Cuando todos estuvieron debajo, levantamos el lado de sotavento y nos dedicamos a tallar escálamos[29] para remar cuando llegásemos a los lagos; e hicimos resonar el bosque, entre trueno y trueno, con todas las canciones marineras que pudimos recordar. Los caballos permanecieron lustrosos y brillantes por la lluvia, decaídos y con la cabeza gacha, mientras un diluvio tras otro se abatía sobre nosotros; pero quedó demostrado que el fondo de un bote merece confianza en calidad de techo impermeable. Por fin, después de un retraso de dos horas en aquel lugar, una racha de buen tiempo se anunció por el noroeste, hacia donde ahora nos dirigíamos, prometiendo una noche serena para nuestro viaje; y el conductor retornó con sus caballos, en tanto que nosotros nos apresuramos a botar la embarcación para iniciar nuestro verdadero viaje.

Éramos seis, incluyendo a los dos barqueros. Con las mochilas apiladas cerca de la proa y nosotros dispuestos como equipaje para equilibrar el bote, con instrucciones de no movernos, en caso de chocar con una roca, con más que el equivalente a otras tantas barricas de cerdo, acometimos el primero de los rápidos, un ligero ejemplo de la corriente por la que teníamos que navegar. Con el Tío George al timón y Tom en la proa, cada cual utilizando una pértiga de picea de unos doce pies de longitud con punta de hierro[30], y trabajando los dos del mismo lado, remontamos los rápidos como un salmón, con el agua que corría con fuerza rugiendo alrededor, por lo cual únicamente un ojo habituado era capaz de determinar un curso seguro, o discernir dónde el agua era profunda y dónde había rocas, a menudo rozándonos estas últimas de uno o de ambos costados, escapando por poco un centenar de veces, como el Argos al atravesar el Helesponto[31]. Yo, que tenía cierta experiencia de navegación en bote, nunca había experimentado algo ni la mitad de excitante. Tuvimos suerte al haber reemplazado a nuestros indios, a quienes no conocíamos, por estos hombres que, junto con el hermano de Tom, eran considerados los mejores barqueros del río, y eran a la vez pilotos indispensables y agradable compañía. La canoa es más pequeña, se vuelca más fácilmente y se deteriora antes; y se afirma que el indio no es tan hábil en el manejo del batteau. Ellos son, en su mayoría, poco confiables y más proclives al malhumor y a los caprichos. Ni la máxima familiaridad con las corrientes muertas ni con el océano preparan a un hombre para esta navegación en particular; y el barquero más hábil en cualquier otro lugar se verá aquí un centenar de veces obligado a sacar la embarcación del agua y cargar con ella, con no escaso riesgo, amén de retraso, allí donde el barquero experimentado con el batteau se desplaza, usando sus pértigas, con una relativa facilidad y seguridad. El vigoroso «navegante» impulsa su embarcación con increíble perseverancia y éxito hasta el inicio mismo de la cascada, y luego solo la portea para superar alguna saliente perpendicular a su rumbo y vuelve a botarla «a la tersura del torrente antes de que rompa abajo[32]», para luchar contra los hirvientes remolinos de la superficie. Los indios dicen que una vez el río corría en ambos sentidos, mitad hacia abajo y mitad hacia arriba, pero que desde que vino el hombre blanco lo hace solo hacia abajo, y ahora ellos tienen que impulsar laboriosamente sus canoas con la pértiga contra la corriente, y llevarlas por tierra numerosas veces. En verano todos los suministros —la piedra de molino y el arado del pionero, la harina, el cerdo y los utensilios del explorador— han de ser transportados por el río en batteaux; y muchos cargamentos y muchos barqueros se pierden en estas aguas. En cambio en invierno, que es muy estable y largo, el hielo se constituye en una gran vía, y el equipo de leñadores se interna en el lago Chesuncook, e incluso más, hasta dos millas después de Bangor. Cabe imaginar la solitaria huella de trineo llegando hasta tan lejos en aquel territorio nevado y eterno, estrechamente flanqueada por el bosque durante cien millas y extendiéndose otra vez en línea recta a través de una vasta superficie de lagos escondidos…

No tardamos en encontrarnos en las serenas aguas del lago Quakish y en tomar nuestros turnos con el remo y la pértiga. Se trata de un lago pequeño, irregular pero bello, cerrado por todos lados por el bosque y sin evidencia alguna de la presencia humana, aparte de una barrera baja en una caleta distante, guardada para usar en la primavera. El abeto y el cedro de sus márgenes, con sus colgajos de líquenes grises, parecían a la distancia árboles fantasma. Aquí y allí veíanse algunos patos, y un solitario somorgujo, como una ola más viva —un punto vital sobre la superficie del lago— reía y retozaba, exhibiendo, para nuestra diversión, su pata al aire. Por el noroeste apareció el monte Joe Merry, como si tuviera la mirada precisamente sobre este lago; y tuvimos nuestra primera visión del Ktaadn, velada en nubes su cumbre, como un oscuro istmo en aquel rincón, comunicando el cielo con la tierra. Después de dos millas de tranquilo remar por aquel lago volvimos a encontrarnos en el río, convertido en un rápido continuo durante una milla hacia la presa, lo cual requirió de toda la fuerza y destreza de nuestros boteros.

Dicha presa es una obra sumamente importante y cara para esta región, a la que el ganado y los caballos no pueden acceder en verano; eleva diez pies la altura del río entero y anega, según dicen, unas sesenta millas cuadradas, por medio de los innumerables lagos con los que el río se comunica. Es una elevada y sólida estructura, con unos pilares inclinados a cierta distancia más arriba —marcos de troncos rellenos con piedras— para quebrar el hielo. Allí cada tronco paga peaje al trasponer las compuertas.

En este lugar entramos en fila en el tosco campamento de leñadores, como he descrito antes, sin ceremonia, y el cocinero, único ocupante en aquel momento, se puso enseguida a preparar té para sus visitantes. El hogar, que la lluvia casi había convertido en un barrizal, no tardó en volver a arder, y para secarnos nos sentamos a su alrededor en los bancos de tronco. En los bastante aplanados y algo marchitos lechos de hojas situados a ambos lados bajo los aleros detrás nuestro, había una página suelta de la Biblia, uno de los capítulos genealógicos del Antiguo Testamento; y, a medias enterrado entre las hojas, encontramos el discurso de la Emancipación de West India, de Emerson[33], dejado allí hacía tiempo por alguien de nuestro grupo, y que, según nos dijeron, había conseguido allí dos conversos para el partido de la libertad[34]; también hallamos un número suelto de la Westminster Review —de 1834— y un panfleto titulado «Historia de la erección del monumento en la tumba de Myron Holly». Tal era lo legible o material de lectura en un campamento de leñadores en los bosques de Maine, a treinta millas de una carretera, y que al cabo de una quincena sería cedido a los osos. Todo estaba sumamente usado y sucio. Encabezaba la cuadrilla un tal John Morrison, típico ejemplar de yanqui; y la misma estaba forzosamente compuesta de hombres que no eran expertos en la construcción de presas, sino peones, idóneos en el manejo del hacha y otros implementos sencillos, así como hábiles con la madera y el agua. También allí hubo pasteles calientes para la comida, blancos como bolas de nieve pero sin mantequilla, y los inevitables pasteles dulces, de los que nos llenamos los bolsillos, previendo que tardaríamos en volver a encontrar otros. Tan delicadas bolas infladas parecían una dieta extraña para aquellos leñadores. Hubo también té sin leche, endulzado con melaza. Y así, intercambiando unas palabras con John Morrison y su cuadrilla cuando hubimos retornado a la ribera del río, e intercambiando asimismo nuestro batteau por uno mejor, nos dimos prisa para aprovechar la poca luz diurna que quedaba. Este campamento, exactamente a veintinueve millas de Mattawamkeag Point por la ruta por la que habíamos venido, y a alrededor de cien de Bangor por el río, fue el último alojamiento humano de cualquier tipo en aquella dirección. Más allá no había sendero; y el río y los lagos, en batteaux o en canoas, eran tenidos por única ruta practicable. Estábamos a unas treinta millas por el río de la cumbre del Ktaadn, que teníamos a la vista, aunque quizá no más de veinte en línea recta.

Como había casi luna llena y la noche era agradable y cálida, decidimos remar cinco millas bajo la luz lunar hacia la cabecera del lago North Twin, por si el viento aumentaba por la mañana. Al cabo de una milla de río, o lo que los boteros llaman la «avenida» —pues el río viene a ser al final la única vía de comunicación entre los lagos—, y algún leve rápido mayormente convertido en agua mansa por la represa, entramos en el North Twin apenas producida la puesta de sol, y nos dirigimos a través del mismo hacia la «avenida» fluvial, distante cuatro millas. Se trata de una noble sábana de agua, donde uno puede tener la impresión que una región nueva y un «lago del bosque» son capaces de crear. No hubo humo de cabaña de troncos ni de campamento de ningún tipo para recibirnos, y menos aún algún amante de la naturaleza o viajero caviloso observando nuestro batteau desde las distantes colinas; ni siquiera el cazador indio, pues este raramente sube hasta ellas, sino que, como nosotros, se mantiene pegado al río. Ningún rostro nos dio la bienvenida, como no fuera el del fantástico ramillete de libres y dichosos árboles perennemente verdes, agitándose uno tras otro en un saludo desde su eterno hogar. Al principio las rojas nubes que colgaban sobre la ribera occidental lucían tan magníficas como sobre una ciudad, y el lago yacía abierto a la luz con un aspecto incluso civilizado, como a la expectativa de actividad comercial, y de pueblos y aldeas. Localizamos la entrada al South Twin, que según dicen es el más grande, cuya ribera aparecía neblinosa y azulada, y por eso merecía la pena observar desde esa estrecha apertura la amplia extensión de un lago invisible, su todavía más difusa y distante orilla. Las riberas iban subiendo suavemente hacia hileras de bajas colinas cubiertas de bosque; y aunque, de hecho, la madera de pino blanco más valiosa había sido ya seleccionada para el corte, incluso alrededor de aquel lago, el viajero jamás lo habría supuesto. La impresión, que realmente coincidía con los hechos, era la de hallarnos sobre una alta meseta entre los Estados Unidos y Canadá, cuya parte norte desagua por el St. John y el Chaudiere, y la sur por el Penobscot y el Kennebec. No había abrupta costa montañosa alguna, según podríamos haber esperado, sino solo colinas y montañas aisladas alzándose dispersas sobre la meseta. La zona es un archipiélago de lagos, la región lacustre de Nueva Inglaterra. Sus niveles no varían sino unos pocos pies, y los barqueros pasan fácilmente de uno a otro, con breves portes o sin ninguno. Dicen que con las crecidas muy grandes, el Penobscot y el Kennebec confunden sus aguas, o cuando menos que una persona puede acostarse con el rostro en uno y los pies en el otro. Incluso el Penobscot y el St. John han sido comunicados por un canal, de manera que la madera del Allegash, en vez de bajar por el St. John, lo hace por el Penobscot; y la tradición india sobre que este último fluía en una época en ambos sentidos, a su antojo, se cumple parcialmente en la actualidad.

Nadie del grupo, excepto McCauslin, había navegado por aquel lago, así que le confiamos el pilotaje, y no hace falta subrayar la importancia de un piloto en tales aguas. Mientras se está en un río no es fácil olvidar en qué dirección es río arriba, pero cuando se entra en un lago el río se pierde por completo, y es en vano otear la distante ribera para descubrir dónde entra. Un forastero está perdido, al menos por el momento, y en primer lugar ha de emprender un viaje de descubrimiento para encontrar el río. Seguir las curvas de la ribera cuando el lago tiene diez millas o más de longitud y es de una irregularidad que tardará en aparecer en los mapas, constituye una pesada travesía, que consumirá el tiempo y las provisiones del viajero. Cuentan la historia de una cuadrilla de leñadores experimentados que habían sido enviados en busca de un emplazamiento sobre esta corriente y se perdieron en el laberinto de lagos. Se abrieron camino en la espesura y cargaron con el equipaje y las embarcaciones de lago en lago, a veces durante varias millas. Los acarrearon hasta el lago Millinocket, que está en otra corriente, mide diez millas cuadradas y tiene un centenar de islas. Exploraron minuciosamente sus riberas, y luego pasaron a otra, y a otra, y transcurrió una semana de esfuerzo y ansiedad antes de que dieran nuevamente con el río Penobscot, cuando sus provisiones se habían agotado y se vieron obligados a regresar.

Mientras el Tío George ponía rumbo a una islita apenas visible próxima a la cabecera del lago como una pequeña mancha sobre el agua, nosotros remábamos velozmente por turnos, cantando aquellas canciones de barqueros que éramos capaces de recordar. Las costas parecían estar a una distancia indefinida a la luz de la luna. De vez en cuando interrumpíamos el canto y dejábamos descansar los remos, mientras escuchábamos para oír si los lobos aullaban, pues esa es una serenata habitual y mis compañeros aseguraban que era el más deprimente y sobrenatural de los sonidos; mas esa vez no oímos ninguno. No obstante, si no oímos, ciertamente escuchamos, no sin una razonable expectativa; esto al menos tengo que contar: únicamente una lechuza ronca y completamente incivilizada emitió un graznido estridente y lúgubre en la sombría y tupida espesura, evidentemente despreocupada por la soledad de su vida y sin temor a oír allí los ecos de su voz. Recordamos también que posiblemente hubiera alces observándonos en silencio desde sus distantes caletas, o algún hosco oso o tímido caribú que hubieran sido sobresaltados por nuestro canto. Fue con nuevo énfasis que cantamos allí la canción de los barqueros canadienses:

Row, brothers, row, the stream runs fast

The Rapids are near and the daylight’s past[35]!

Que describe precisamente nuestra propia aventura y se inspiró en un tipo de vida similar, pues los rápidos estaban siempre cerca y la luz diurna extinguida hacía rato; el bosque en la costa aparecía oscuro, y aquí muchas mareas de Utawa vaciaban en el lago.

Why should we yet our sail unfurl?

There is not a breath the blue wave to curl!

But, when the wind blows off the shore

O sweetly we’ll rest our weary oar.

Utawas’ tide! This trembling moon,

Shall see us float o’er thy surges soon.

Finalmente dejamos atrás la «isla verde» que había sido nuestro punto de referencia, y todo el mundo se unió al coro; como si debido a los vínculos acuáticos de ríos y lagos estuviésemos por flotar sobre desmesuradas zonas de la tierra, destinados a inimaginables aventuras.

Saint of this green isle! hear our prayers,

O grant us cool heavens and favoring airs[36]!

A eso de las nueve alcanzamos el río y tras impulsar la embarcación hacia un refugio natural entre unas rocas, la arrastramos a la arena. McCauslin, que se había familiarizado con este lugar en sus días de leñador, dio ahora con él a la luz de la luna sin la menor vacilación, y enseguida oímos cómo desaguaba en el lago el arroyuelo que nos iba a proporcionar agua fresca. La primera cuestión era hacer un fuego, operación que se atrasó un poco por la humedad del combustible y del suelo, debida a las fuertes lluvias de la tarde. El fuego es el principal elemento de bienestar de un campamento, invierno y verano, y ha de ser suficiente en una u otra estación. Tanto para levantar el ánimo como para dar calor y secarnos. Constituye una parte del campamento; en cualquier caso, un elemento luminoso. Algunos miembros del grupo se dispersaron para traer ramas y troncos secos, mientras el Tío George talaba los abedules y hayas situados cerca, y pronto dispusimos de una hoguera de tres pies de largo por tres o cuatro de altura que rápidamente secó la arena de alrededor. Había sido calculada para durar toda la noche. Seguidamente procedimos a instalar nuestra tienda, operación ejecutada clavando en el suelo a modo de sostén dos postes inclinados, separados entre sí unos diez pies, y tendiendo luego sobre ellos nuestra tela de algodón, cuyos extremos atamos, dejando una abertura al frente, tipo cobertizo. Pero esa noche el viento hizo volar las chispas hacia la tienda y la quemó. De modo que nos apresuramos a arrastrar el batteau al borde mismo del bosque delante del fuego, y levantando un costado a tres o cuatro pies de altura extendimos la tienda en el suelo para echarnos sobre ella; y con la esquina de una manta o lo que buenamente conseguimos para ponernos encima, nos acostamos con la cabeza y el cuerpo bajo la embarcación, y los pies y las piernas sobre la arena en dirección al fuego. Al principio nos mantuvimos despiertos, hablando de nuestro rumbo, y hallándonos en una postura tan conveniente para estudiar el cielo, con la luna y las estrellas reflejándose en nuestros rostros, la conversación recayó naturalmente en la astronomía; y narramos por turnos los descubrimientos más llamativos de dicha ciencia. Pero finalmente nos dispusimos seriamente a dormir. Resultó interesante, cuando desperté a medianoche, observar las grotescas y endiabladas posturas y movimientos de uno del grupo, quien, no pudiendo dormir, se había levantado silenciosamente a atizar el fuego y agregarle nuevo combustible; en un momento dado, arrastrando furtivamente un tronco seco desde la oscuridad y levantándolo con esfuerzo, en otro, revolviendo las ascuas con un tenedor o andando de puntillas de un sitio a otro para contemplar las estrellas, tal vez observado en silencio por la mitad de los acostados; de modo tanto más intenso por cuanto que estaban despiertos y cada cual suponiendo que su vecino dormía profundamente. Así estimulado, también yo llevé nuevo combustible a la hoguera, y luego estuve paseando bajo la luna por la orilla arenosa, con la esperanza de encontrarme con un alce que hubiera bajado a beber, o si no, con un lobo. El arroyuelo tintineaba fuertemente y era como si poblase todo a mi alrededor; y la vítrea homogeneidad del lago dormido, bañando las orillas de un mundo nuevo, con las oscuras, fantásticas rocas que se alzaban dispersamente de su superficie, constituían una escena no fácil de describir. Ha dejado en mi recuerdo tal impresión de un grave —aunque dulce— panorama agreste, que tardará en borrarse. Alrededor de medianoche fuimos despertados uno tras otro por la lluvia cayendo sobre nuestras extremidades; y a medida que el frío o la humedad hacía que se apercibiera del hecho, cada cual fue soltando un profundo suspiro y a continuación encogiendo las piernas, hasta que poco a poco todos nos fuimos desplazando de la posición perpendicular al batteau para colocarnos formando un ángulo agudo con el mismo y quedar así protegidos. Cuando volvimos a despertar, la luna y las estrellas brillaban de nuevo y por el este aparecían signos del amanecer. He sido minucioso en la precedente descripción con el fin de trasladar una noción acerca de una noche en el bosque.