Parte V
Lunes, 27 de julio
Habiendo cargado rápidamente la canoa, bajo la atenta mirada del indio para que quedase bien equilibrada, y después de que cada uno de nosotros comprobase, como de costumbre, que no había olvidado nada, salimos nuevamente río abajo por el Caucomgomoc, y giramos hacia el nordeste por el Umbazookskus. Este nombre, dijo el indio, significa río con mucho pastizal. Nos pareció una corriente con mucha hierba y agua mansa, en ese momento muy ancha debido a las lluvias, aunque —dijo él— a veces era bastante estrecho. El espacio que media entre los bosques, mayormente pradera desnuda, tenía entre cincuenta y doscientas varas, y era un lugar excelente para el alce. El río me recordó al Concord; y lo que aumentó la semejanza fue un viejo habitáculo de rata almizclera prácticamente a flote.
En el agua que cubría aquel espacio crecían juncias, totoras, una profusión de iris versicolor que exhibía sobre la superficie su flor, semejante a un azulado nenúfar, y más arriba numerosos grupos de un raro sauce de hoja particularmente angosta (salix petiolaris), que es común en nuestros prados fluviales. Aquí predominaba, y el indio dijo que la rata almizclera lo comía en grandes cantidades; y en el lugar crecía asimismo la mimbrera roja (cornus stolonifera), con su fruta ahora blanquecina.
Aunque era todavía de mañana temprano, vimos unos caracatey volando en círculo sobre el prado fluvial, y oímos como de costumbre al pepe (muscicapa cooperi), que es uno de los pájaros que prevalecen en estos bosques, junto con el tordo norteamericano.
No era frecuente que el bosque estuviese tan distante de la orilla, y producía bastante eco, pero cuando me puse a gritarle al indio para despertarlo, él me recordó que podía asustar al alce, al que estaba buscando y al cual todos queríamos ver. La palabra para eco era pockadunkquaywayle.
Un ancho cinturón de alerces secos a lo largo del distante borde del prado, contra el bosque a ambos lados, aumentaba la habitual cualidad silvestre del escenario. El indio los llamó enebros, y dijo que los había matado el reflujo provocado por la presa a la salida del lago Chesuncook, distante unas veinte millas. Al borde del agua arranqué la asclepias incarnata, con muy hermosas flores, de un rojo más brillante que el de nuestra variedad (la pulcra). Fue la única forma de esta que vi allí.
Tras remar durante varias millas por el Umbazookskus, este se contrajo de repente hasta no ser sino un mero arroyo, con los alerces y otros árboles muy próximos a la ribera, sin dejar espacios abiertos, y desembarcamos para conseguir una pértiga de picea negra con la que impulsarnos contra la corriente. Era la primera ocasión de usar una. La que escogimos era bastante delgada, de unos diez pies de longitud[26], con una punta apenas afilada y la corea quitada. La corriente, aunque estrecha y rápida, era aún profunda, con el fondo lodoso, como se demostró cuando me zambullí en ella. Además de las plantas que he mencionado, observé en la ribera salix cordata y rostrata, ranunculus recurvatus y rubus triflorus con fruta madura.
Mientras así nos ocupábamos, aparecieron ante nuestra vista dos indios en canoa rodeando los matorrales corriente abajo. Nuestro indio conocía a uno de ellos, un viejo, y entabló conversación con él en su idioma. Era de la zona opuesta a la cabecera del Moosehead. El otro era de otra tribu. Regresaban de una cacería. Le pregunté al más joven si habían visto algún alce, a lo que respondió que no; pero yo, viendo las pieles de alce que sobresalían de un gran atado hecho con mantas situado en el centro de la canoa, añadí, «Solo sus pieles». Siendo de otra región, pudo querer engañarme, pues está legalmente prohibido a indios y blancos cazar alces en Maine en esta estación. Pero probablemente no tuviera por qué alarmarse, porque los guardianes del alce no son muy exigentes. Yo he sabido de primera mano de uno que, preguntado por un blanco que se dirigía al bosque qué diría si este cazaba un alce, contestó, «Si me trae un cuarto del animal, creo que no tendrá problemas». Siendo su tarea, según dijo, únicamente impedir la matanza «indiscriminada» de alces para hacerse con las pieles. Supongo que la consideraría indiscriminada cuando no le reservaban un cuarto para él. Se trata de un beneficio extra del oficio.
Continuamos flanqueados por el más extenso bosque de alerces que yo hubiera visto, árboles altos y delgados, con un fantástico ramaje. Pero aunque era allí el árbol más abundante, no recuerdo haber visto ninguno después. No se encuentran allí árboles de esta especie que crezcan desordenadamente por todo el bosque, sino más bien en pequeñas agrupaciones. Lo mismo ocurre en el caso de los pinos blanco y rojo, y en el de otros árboles, para gran provecho de los madereros. Poseen un hábito social, crecen en «venas», «grupos», «macizos», o «comunidades», como las llaman los exploradores, que las distinguen de muy lejos, desde lo alto de una colina o un árbol; los pinos blancos sobresalen de la floresta circundante o, si no, forman extensas florestas propias. Me habría gustado tropezar con una gran comunidad de pinos que no hubiera sido nunca invadida por el ejército maderero.
Vimos huellas frescas de alce a lo largo de la orilla, pero el indio dijo que ellos no eran expulsados del bosque por las moscas, como es habitual en esta estación, habida cuenta la abundancia del agua por todas partes. La corriente tenía solo de una y media a tres varas de ancho, bastantes curvas, pequeñas islas de tanto en tanto y algunos tramos muy rápidos y poco profundos. Cuando nos acercábamos a una isla, el indio nunca vacilaba sobre por qué lado pasar, como si la corriente le dijera cuál era el más corto y profundo. Era una suerte que el agua estuviera tan alta. Solo tuvimos que caminar una vez, llevando parte de la carga, en un tramo rápido y superficial, mientras él subía con la canoa sin verse obligado a salir, aunque dijo que el agua tenía mucha fuerza. Una o dos veces pasamos junto a los restos de un batteau desfondado alguna primavera anterior.
Mientras efectuábamos ese porte vi numerosos ejemplares espléndidos de la gran orquídea de orla púrpura, de tres pies de altura. Es notable que unas flores tan delicadas adornen aquí estos senderos salvajes.
Cuando retomamos nuestros asientos en la canoa, sentí que el indio me limpiaba la espalda, sobre la que había escupido accidentalmente. Comentó que aquello era una señal de que iba a casarme.
Al río Umbazookskus se le atribuyen diez millas de longitud. Tras haber recorrido por la parte más estrecha unas tres o cuatro millas, la siguiente apertura en el cielo fue sobre el lago del mismo nombre, en el que entramos súbitamente alrededor de las once de la mañana. Se extiende cuatro o cinco millas hacia el noroeste, con la montaña que los indios llaman Caucomgomoc a lo lejos. Fue un cambio agradable.
Este lago era muy poco profundo a bastante distancia de la ribera, y vi en el fondo piedras apiladas, como en el Assabet nuestro. La canoa chocó con una. El indio pensaba que los amontonamientos eran obra de una anguila. Joe Aitteon, en 1853, creía que las hacían los cachos. Cruzamos el extremo sudeste del lago hacia el porteadero que comunica con el Mud Pond.
El lago Unbazookskus es la cabecera del Penobscot en esa dirección, y Mud Pond la cabecera más próxima del Allegash, una de las fuentes principales del St. John. Hodge, que transitó este camino hacia el St. Lawrence al servicio del Estado, calcula la longitud del porteadero en una milla y tres cuartos, y manifiesta que se ha encontrado que Mud Pond está a catorce pies por encima del lago Unbazookskus. Como se considera que el West Branch del Penobscot en el porteadero de Moosehead está a unos veinticinco pies por debajo del lago, parece que el Penobscot en la parte superior de su curso discurre por un amplio valle poco profundo, entre el Kennebec y el St. John, y por debajo de cualquiera de ellos, aunque, a juzgar por el mapa, podría esperarse que fuese el más elevado.
Mud Pond se encuentra a medio camino entre el Umbazookskus y el lago Chamberlain, en el cual desagua, y en cuya dirección íbamos. El indio dijo que aquel era el porteadero más húmedo del Estado, y como la estación lo era a su vez en alto grado, anticipábamos un pasaje muy desagradable. Como siempre, él hizo con su manta un gran paquete con el barril de cerdo, los utensilios de cocina y cosas sueltas. Nos íbamos a ver forzados a recorrer el porteadero dos veces, y nuestro método fue llevar la mitad parte del camino y a continuación volver por el resto.
En un calvero ubicado al final del porteadero, nuestro camino pasaba cerca de la puerta de una cabaña de troncos, y el indio, que entró solo, la halló ocupada por un canadiense que llevaba un año ciego, y su familia. Resultaba particularmente infortunado quedarse ciego allí, donde había tan pocos ojos para ver en su lugar. Ni siquiera podían sacarlo guiado por un perro, había que llevarlo por los rápidos tan pasivamente como un barril de harina. Fue la primera vivienda sobre el Chesuncook y la última sobre las aguas del Penobscot, y sin duda la habían erigido por estar en la ruta de los leñadores en invierno y primavera.
Después de un leve ascenso desde el lago a través del mullido terreno del calvero del canadiense, entramos en un sendero llano muy húmedo y pedregoso, una especie de mera alcantarilla a través de la densa floresta universalmente verde, por la que fuimos saltando de roca en roca y de un lado al otro, en el vano intento de evitar el agua y el lodo. Llegamos a la conclusión de que todavía era agua del Penobscot, aunque allí no discurría en su dirección. Fue en ese porteadero donde el cazador blanco que conocí en la diligencia me dijo que había cazado dos osos pocos meses antes. Estaban directamente en el sendero y no le daban paso. Se les podría haber perdonado que no se apartasen o que simplemente guardasen la derecha como manda la ley. El cazador dijo que en esta estación se encontraban osos en las montañas y laderas en busca de bayas, y que solían mostrarse audaces; que podíamos tropezar con ellos en el Trout Stream; y añadió —y le di escaso crédito— que muchos indios dormían en las canoas, no atreviéndose a hacerlo en tierra por su causa.
Allí comienza lo que se llamó, hace treinta años, la mejor región maderera del Estado. Este mismo lugar fue descrito como «cubierto de la mayor abundancia de pino», pero ahora este me pareció, comparativamente, un árbol poco frecuente; y de hecho no se veía dónde podrían alzarse más, dada la densa proliferación del cedro, el abeto, etc. Fue entonces cuando se propuso abrir un canal aquí entre lago y lago, pero finalmente la salida se hizo más al este, en el lago Telos, como veremos.
El indio y su canoa pronto desaparecieron de nuestra vista; pero antes de mucho regresó y nos dijo que tomásemos un sendero que doblaba hacia el oeste y era mejor para caminar; y a mi sugerencia, convino en dejar una rama señalando el sitio del porteadero regular, para que no lo dejásemos atrás por error. De allí en adelante, afirmó, debíamos seguir el sendero principal, y añadió, «Ver huellas mías». Aunque yo no tenía mucha fe en que las viéramos, dado que otros habían pasado por el porteadero pocos días antes.
Doblamos en el lugar correcto, pero pronto nos vimos confundidos por una cantidad de sendas por las que los madereros habían pasado para recoger los pinos que he mencionado, y que se mezclaban con aquella por la que íbamos. No obstante, nos mantuvimos por el que consideramos el sendero principal, aunque era sinuoso, y en este, a extensos intervalos, distinguimos un leve vestigio de pisadas. Aun cuando relativamente en desuso, fue al principio un camino mejor, o al menos más seco que el regular que habíamos abandonado. Pasaba a través de una jungla de arbor-vitæ de lo más lúgubre. Los grandes árboles caídos y en descomposición habían sido cortados y hechos rodar a un costado, y sus enormes troncos lindaban con ambos bordes del sendero, en tanto que otros yacían aun atravesados, con dos o tres pies de altura. Nos fue imposible discernir la huella del indio en el mullido musgo, que, como una alfombra, cubría cada roca y cada árbol caído, y también el propio suelo. Pese a lo cual yo detecté efectivamente en ocasiones la pisada de un hombre, cosa de la que me sentí orgulloso. Llevé toda mi carga de una sola vez, la pesada mochila y un gran saco impermeable que contenía nuestro pan y una manta, colgados de un remo; el total, unas sesenta libras; pero mi compañero prefirió hacer dos viajes, por breves etapas, mientras yo lo aguardaba. No podíamos estar seguros de no estar depositando cada vez nuestra carga lejos del camino verdadero.
Mientras esperaba a mi compañero, que parecía tardar bastante, tuve ocasión de efectuar observaciones sobre la floresta. Por primera vez empecé a ser seriamente acosado por la mosca negra (simuliidae), una mosca pequeña pero perfectamente formada, de dicho color, y de aproximadamente una décima de pulgada de largo, que primero sentí, y después vi formando enjambres a mi alrededor, sentado junto a un desvío más abierto y más dudoso de lo habitual en este oscuro sendero de floresta. Los cazadores cuentan historias sangrientas sobre ellas: de cómo se instalan formando un anillo alrededor del cuello de la víctima antes de que esta se de cuenta, y son ahuyentadas en gran número llenas de su sangre. Pero recordando que llevaba en la mochila una toalla humedecida, preparada por una persona amable en Bangor, me apresuré a ponérmela sobre la cara y las manos, y me alegró ver que funcionaba, siempre que estuviese fría, o durante veinte minutos, no solamente contra las moscas negras sino contra todos los insectos que nos molestaban. No podían posarse sobre la parte defendida de esa manera. Estaba embebida en aceite de oliva y aceite de trementina, con un poco de aceite de menta verde y de alcanfor. Pero al final concluí que el remedio era peor que la enfermedad. Era sumamente desagradable y perjudicial tener la cara y las manos cubiertas con semejante mezcla.
Tres grandes pájaros color pizarra, del género del arrendajo (garrulus canadensis), revolotearon en silencio y poco a poco hacia mí y se posaron con aire inquisitivo a menos de siete u ocho pies. Eran más torpes que la urraca americana, y ni con mucho tan espléndidos. Las águilas pescadoras emitieron desde el lago sus agudas notas sibilantes, volando bajo sobre las copas de los árboles de la floresta cercana, como si estuvieran preocupadas por sus nidos.
Al cabo de algún tiempo de estar allí sentado, noté en la bifurcación del sendero un árbol que había sido marcado y la inscripción «Chamb. L.» escrita con tiza sobre el mismo. Supe que se refería al lago Chamberlain. De modo que llegué a la conclusión de que en general estábamos en el rumbo correcto, aunque como habíamos andado cerca de dos millas sin haber visto señales del Mud Pond, tuve la sospecha de que pudiéramos hallarnos en la dirección del lago Chamberlain, sin pasar por el Mud Pond. Encontré por mi mapa que este último estaría a unas cinco millas al nordeste, y entonces me orienté con el compás.
Una vez que mi compañero retornó con su saco y también se protegió el rostro y las manos con la toalla contra-insectos, seguimos adelante. La caminata empeoró rápidamente, el sendero se volvió más confuso, y por fin, luego de cruzar una zona de calla palustris todavía abundantemente florecida, nos encontramos en una ciénaga más abierta y regular, menos transitable que de costumbre por la inusual humedad de la estación. A cada paso hundíamos el pie en agua y lodo, que a veces nos llegaban hasta la rodilla, y el sendero estaba casi borrado, no siendo sino el que una rata almizclera deja en lugares similares cuando aparta las juncias flotantes. En rigor, es probable que en algunas partes lo fuera. Concluimos que si el Mud Pod era tan lodoso como acuoso era su acceso, ciertamente merecía su nombre. Habría sido divertido contemplar el paso obstinado y decidido con el que entramos en aquella ciénaga, sin cambiar palabra, como resueltos a atravesarla aunque nos llegase al cuello. Cuando nos habíamos internado considerablemente en ella y encontrado una mata de hierba en la que poder depositar nuestra carga, aunque no había sitio para sentarse, mi compañero regresó a por el resto de su equipaje. Yo había pensado fijarme, cuando la atravesásemos en el porteadero, en la línea divisoria entre el Penobscot y el St. John, pero como mis pies apenas habían estado fuera del agua en todo el trayecto, que era llano y estancado, empecé a desesperar de encontrarla. Recordaba haber oído hablar mucho de las «tierras altas» que dividían las aguas del Penobscot de las del St. John, así como del St. Lawrence, en la época de la disputa sobre la frontera del nordeste[27], y observé en mi mapa que la línea reclamada por Gran Bretaña como el límite previo a 1842 pasaba entre el lago Umbazookskus y el Mud Pond, por lo que, o la habíamos atravesado, o nos hallábamos sobre la misma. Estas, pues, según su interpretación del tratado del 83[28], eran las «tierras altas que dividen aquellos ríos que desembocan en el St. Lawrence de aquellos que lo hacen en el Océano Atántico». Un lugar verdaderamente interesante en el que detenerse —en tal caso—, aunque no hubiese cómo sentarse. Pensé que si los propios comisionados, y el rey de Holanda con ellos, hubieran estado aquí varios días, con las mochilas al hombro, buscando la tal «tierra alta», habrían pasado un tiempo interesante, y quizás eso hubiera modificado algo sus puntos de vista sobre la cuestión. El rey de Holanda habría estado en su elemento[29]. Esas eran mis meditaciones mientras mi compañero volvía con su saco de equipaje.
Era un bosque cenagoso de cedros, a través del cual sonaba fuerte y clara la peculiar nota del gorrión de pecho blanco. Crecían allí la flor conocida como «silla (de montar) de mujer», el té de Labrador, la kalmia glauca y, cosa nueva para mí, el abedul bajo (betula pumila), un arbusto de hoja redonda, de solo dos o tres pies de altura. Pensamos en darle su nombre a la ciénaga.
Al cabo de un largo rato regresó mi compañero, y el indio con él. Este último, con buen criterio, había vuelto al campamento del canadiense, más capacitado que él para entender la mentalidad del hombre blanco, a preguntar qué camino era probable que hubiésemos tomado; el hombre le dijo acertadamente que sin duda habíamos tomado el camino por donde se llevan los suministros para el lago Chamberlain (escasos han de ser, para ser transportados por semejante ruta en esta estación). El indio se mostró muy sorprendido de que hubiéramos escogido lo que llamó un «carreo» (es decir, un camino de acarreo) en lugar de una senda de porte —que no hubiéramos seguido sus huellas—; dijo que era «extraño», y fue evidente que no valoraba mucho nuestra capacidad para manejarnos en el bosque.
Después de deliberar y de comer un bocado de pan, concluímos que tal vez ahora a nosotros dos nos quedara más cerca proseguir hacia el lago Chamberlain, dejando de lado Mud Pond, que regresar y partir nuevamente hacia este último lugar, aunque el indio no había recorrido nunca ese camino y no sabía nada a su respecto. En el interín, él retrocedería a terminar de cargar la canoa y el equipaje, para ir a Mud Pond, cruzarlo, e ir por su salida y el lago Chamberlain, confiando en encontrarnos antes de la noche. Era poco más de mediodía. Él suponía que el agua en la que nos encontrábamos discurría de vuelta de Mud Pond, que no podía estar muy lejos hacia el este pero era inaccesible a través de la densa ciénaga de cedros.
Al reanudar la marcha, pronto experimentamos una agradable decepción cuando llegamos a un suelo más firme, y cruzamos una elevación donde el sendero se veía mejor, aunque nunca tuvimos un panorama de la floresta. Mientras descendíamos, yo, que iba en último lugar, vi numerosos especímenes de la gran orquídea de hoja redonda, de tamaño considerable; una que medí, de dos pies de altura, tenía unas hojas, aplastadas contra el suelo, como es habitual, de nueve pulgadas y media de longitud por nueve de ancho. La selva oscura y húmeda favorece a algunas de estas plantas orquidáceas, sumamente delicadas de cultivar. Vi también el grosellero de las ciénagas (ribes lacustre), con frutos verdes, y en todo el terreno llano en el que no había demasiada agua, el rubus triflorus con sus frutos. En un sitio oí la nota muy clara y penetrante de un pequeño halcón, semejante a una nota aislada producida por un gorrión de pecho blanco, solo que mucho más sonora, al tiempo que el ave pasaba raudamente por entre las copas de los árboles sobre mi cabeza. Me sorprendió que diera esa muestra de que nuestra presencia la perturbaba, puesto que parecía no poder volver a encontrar fácilmente su nido en aquella espesura. También vimos y oímos en varias ocasiones a la ardilla roja, y a menudo, como señalé antes, las escamas azuladas de las piñas de abeto dejadas por ella sobre una roca o un árbol caído. Se trata, según el indio, de la única ardilla que habita estos bosques, aparte de unas pocas listadas. Debe llevar una existencia solitaria en la oscura floresta de hoja perenne, donde hay tan poca vida, a setenta y cinco millas de una carretera. No sé cómo podía llamar su hogar a un árbol en particular; y no obstante, subía velozmente por el tronco de uno de entre miles, como si fuera para ella un camino archiconocido. ¿Cómo es posible que un halcón la encuentre? Se me ocurrió que la ardilla debía estar contenta de vernos, aunque pareciera censurar nuestra presencia. Uno de estos sombríos bosques de abetos y piceas no está completo si no se oye salir de sus musgosos y enramados lugares ocultos su señal de alarma —su sonido puro, como el de la savia abriéndose paso por una rajadura del árbol—; como el de la cerveza de picea. Una de esas impertinentes intentó ocasionalmente alarmar al bosque por mi presencia. «¡Oh!» dije yo, «conozco muy bien a tu familia, a tus primos de Concord. Supongo que el correo es irregular por aquí, y que te gustaría saber de ellos». Pero mis insinuaciones fueron vanas, pues la ardilla se retiró por sus caminos aéreos a la copa de un cedro más alejado, y volvió a emitir su alerta.
Después nos internamos en otra ciénaga, andando a un paso necesariamente lento, peor que nunca, no solo debido al agua sino a los troncos caídos, que con frecuencia borraban del todo el sendero ya poco discernible. Los árboles caídos eran tan numerosos, que en extensos tramos la ruta transcurría por una sucesión de pequeños espacios vallados, cuyas cercas, de la altura de nuestras cabezas, habíamos de superar, con el agua a menudo hasta las rodillas, para a continuación salvar otra cerca, y después otra; y una vez, al volver atrás a por su saco, mi compañero se extravió y regresó sin él. En muchos lugares la canoa habría navegado si no fuera por los troncos caídos. En tal caso el curso sería más abierto, aunque igualmente acuoso, demasiado para que pudieran crecer árboles y sin sitio donde instalarse. Era una ciénaga musgosa, para atravesar la cual se requerían las largas patas del alce, y es muy probable que nuestro tránsito haya asustado a algunos, aunque no vimos ninguno. Estaba en condiciones de hacer eco al rugido del oso, el aullido del lobo o el grito de la pantera; pero cuando nos internamos lo bastante en una de estas florestas sombrías, nos sorprende encontrar que, casi siempre, los habitantes más grandes estén ausentes, y solo hayan dejado a una insignificante ardilla para que nos ladre. En términos generales, en un paraje inhóspito no hay aullidos: es la imaginación del viajero la que los crea. No obstante, yo vi efectivamente un puercoespín muerto; quizás había sucumbido a las dificultades del camino. Estos sujetos hirsutos son un pequeño fruto muy aprovechable de aquella región salvaje.
Abrir una senda para los troncos en los bosques de Maine se llama «encenagarlo» y a los que lo hacen, «cenagadores». Ahora comprendía lo preciso del término. Aquel era el más absolutamente cenagoso de los caminos que hubiera visto nunca. La naturaleza ha de haber cooperado allí con el arte. Aunque supongo que dirán que el nombre responde al hecho de que la tarea principal de los que abren caminos en estos bosques es hacer que las ciénagas resulten transitables. Llegamos a un arroyo en el que el puente, hecho de troncos unidos con corteza de cedro, se había roto, y lo cruzamos como pudimos. Es probable que desembocara en Mud Pond, y tal vez el indio podría haber subido por él y habernos alcanzado allí, si lo hubiera sabido. Tal como estaba, aquel puente arruinado era la prueba principal de que nos hallábamos en algún tipo de sendero.
Después atravesamos otro terreno ligeramente elevado y yo, que llevaba zapatos, tuve ocasión de retorcer las medias, pero mi compañero, que calzaba botas, había descubierto que quitárselas no era un experimento seguro, pues podría no ser capaz de volvérselas a poner. Como él inspeccionaba tres veces el suelo, o mejor dicho el agua, nuestro avance se hacía muy lento; además de que el agua nos ablandaba los pies y hasta cierto punto los volvía ineptos para la caminata. Mientras lo esperaba, yo tenía inevitablemente la impresión de que transcurría un tiempo incalculable. Por lo tanto, al ver a través del bosque que el sol estaba bajando, y teniendo dudas acerca de lo lejos que pudiera hallarse el lago, incluso si íbamos en la dirección correcta, así como sobre en qué parte del mundo nos encontraríamos a la caída de la noche, propuse que yo siguiera adelante a la velocidad que pudiese, dejando ramas para marcar el sendero, para encontrar el lago y al indio, de ser posible antes de la noche, y enviar a este último de regreso a cargar con el saco de mi compañero.
Tras recorrer alrededor de una milla y hallarme de nuevo en terreno bajo, oí un sonido semejante al de un búho, que pronto descubrí provenía del indio, y respondiendo al mismo no tardamos en reunirnos. Había llegado al lago después de cruzar Mud Pond y navegar a continuación por unos rápidos, para salir a cosa de milla y media de nuestro sendero. Si él no hubiese vuelto para reunirse con nosotros es probable que no lo hubiésemos encontrado esa noche, porque el sendero se bifurcaba un par de veces antes de llegar a ese punto del lago en particular. De modo que él regresó a por mi compañero y su saco, mientras yo seguía adelante. Después de vadear otra corriente en la que el puente de troncos había cedido y cuya mitad se alejaba flotando —una forma de andar en modo alguno peor que nuestro caminar ordinario, ya que el lecho era menos cenagoso—, seguimos adelante, alternando cieno y agua, hacia la orilla del lago Apmoojenegamook, adonde llegamos a tiempo para una tardía cena, en lugar de haber almorzado allí como esperábamos, habiendo salido sin comer. Fueron no menos de cinco las millas que recorrimos por aquel sendero, y como mi compañero lo había cubierto en su mayor parte más de tres veces, había caminado en total más de una docena de millas por aquel trayecto deplorable. En invierno, cuando el agua se hiela y la nieve alcanza los cuatro pies de espesor, es sin duda un recorrido tolerable. De hecho, yo no me lo habría perdido por nada. Si se quiere una receta precisa para hacer un camino como aquel, tómese una parte de Mud Pond y dilúyase con partes iguales de Umbazookskus y Apmoojenegamook; luego envíese una familia de ratas almizcleras a localizarlo, encargarse de los ribazos y desaguaderos y terminarlo a su gusto.
Habíamos salido en una punta que se extendía hacia el interior del Apmoojenegamook, o lago Chamberlain, al oeste del desaguadero de Mud Pond, donde había una costa amplia, pedregosa y cubierta de grava, con abundancia de troncos y árboles descoloridos. Nos regocijó ver esas cosas secas en aquella parte del mundo. Aunque al principio no prestamos tanta atención a lo seco como al cieno y los implementos mojados. Los tres nos metimos en el lago hasta la cintura para lavar nuestra ropa.
Era este otro lago noble, doce millas de longitud, al este y al oeste; si se añade el lago Telos, que desde que se construyó la presa[30] ha estado conectado con él por aguas mansas, serán veinte; y al parecer tiene entre milla y media y dos millas de ancho. Nos encontrábamos más o menos por la mitad de su extensión, del lado sur. Podíamos ver sobre la orilla opuesta, a unas dos millas y media de distancia, el único espacio despejado de la zona, llamado «Granja Chamberlain[31]», con dos o tres cabañas de troncos próximas entre sí. El humo de nuestra hoguera, señal convencional para cuando alguien desea cruzar, atrajo a dos hombres en canoa desde la granja. Les llevó casi media hora venir, y esta vez tuvieron que esforzarse bastante. Hasta el nombre inglés del lago sonaba a salvaje, a bosque, y me recordó a aquel Chamberlain que mató a Paugus en la pelea de Lovewell[32].
Después de ponernos la ropa seca que teníamos y de colgar la otra en la pértiga que el indio instaló cerca del fuego, cenamos y nos echamos sobre los guijarros de la orilla, con los pies hacia el calor de la lumbre, sin montar la tienda, haciendo un lecho de hierba para cubrir la piedra menuda.
Allí me molestó por primera vez el mosquito que llaman «Nose-ven» (simulium nocivum), especialmente en la arena al borde del agua, ya que es una especie de jején. No se ven, excepto por las alas ligeramente coloreadas. Se dice que se meten por debajo de la ropa y producen una temperatura febril, que es lo que supongo que sentí esa noche.
Nuestros insectos enemigos en esta excursión fueron, en resumen, primero y sobre todo los mosquitos, aunque solo molestan por la noche, o de día cuando se está sentado quieto en la orilla; segundo, las moscas negras (simulium molestum), que nos acosaban más o menos en los portes de día, según he descrito antes, y a veces en los tramos más estrechos de la corriente. Harris[33] se equivoca cuando dice que no se las ve después de junio. Tercero, la mosca del alce. Las más grandes, dijo Polis, se llaman bososquasis. Es una corpulenta mosca marrón, muy parecida a un tábano, de unos once dieciseisavos de pulgada de longitud, generalmente de color herrumbre por la parte de abajo, con alas sin lunares o motas. Son capaces de picar rápidamente, según Polis, pero son fáciles de evitar o matar. Cuarto, los ya mencionados «no-se-ven». De todos ellos, los mosquitos fueron los únicos que me acosaron seriamente; pero como yo disponía de repelente y de un tul, no me han hecho mayor impresión.
El indio no usaba nuestro repelente para protegerse las manos y la cara, por temor a dañarse la piel; tampoco tenía un mosquitero; por lo tanto, los insectos lo hicieron sufrir, entonces y durante todo el viaje, más que a cualquiera de nosotros. Creo que sufría más que yo cuando se ataba el pañuelo a la cara y la sepultaba en la manta; esta vez terminó por tenderse sobre la arena entre nosotros y el fuego para aprovechar el humo, el cual procuraba que entrase por debajo de la manta y le envolviese el rostro; con igual fin encendió la pipa y echaba el humo bajo la manta.
Estando de ese modo en la costa, sin nada entre nosotros y las estrellas, le pregunté cuáles de ellas conocía o tenían nombre para él. Eran la Osa Mayor, a la que llamó por ese nombre, las Pléyades, para las que no tenía un nombre, «la estrella de la mañana» y «la estrella del norte».
En mitad de la noche, como en realidad cada vez que nos acostábamos en la orilla de un lago, oímos a la distancia la voz del somorgujo, fuerte y clara. Es un sonido muy salvaje, en total consonancia con el lugar y las circunstancias del viajero, y muy diferente del de cualquier otra ave. Es tan emocionante, que podría pasarme horas despierto escuchándola. Cuando acampa en una región tan agreste como esta, uno está preparado para escuchar sonidos de algunos de sus habitantes dando voz a su condición de ajeno a la civilización. Le pasan naturalmente por la mente imágenes de osos, lobos o panteras, y cuando el sonido se escucha por primera vez a media noche desde muy lejos, mientras se está acostado con la oreja cerca del suelo —con la floresta perfectamente silenciosa alrededor se da por sentado que es la voz de un lobo u otra bestia salvaje cualquiera, ya que a la distancia solo se oye la última parte del sonido—, la conclusión es que se trata de una manada de lobos aullándole a la luna, o, en todo caso, galopando tras un alce. Aunque pueda parecer extraño, el mugido de una vaca en la ladera de una montaña es lo que más se aproxima a mi idea de la voz de un oso; y la nota de aquel ave se le parecía. Era el sonido indefectible y característico de estos lagos. No tuvimos tanta suerte como para escuchar aullar a los lobos, aunque es una serenata que ocurre de vez en cuando. Unos amigos míos que hace un par de años remontaron el río Caucomgomoc, la escucharon mientras cazaban alces a la luz de la luna. Fue semejante a una súbita salva, como si un centenar de demonios se hubieran soltado de golpe, un sonido bastante alarmante, de los que ponen los pelos de punta, y tras el cual volvió a reinar el silencio. Duró apenas un momento, y se habría pensado que eran veinte lobos, cuando probablemente no fueran más de dos o tres. Lo oyeron únicamente dos veces, y dicen que fue un sonido que puso de manifiesto una condición salvaje que el entorno no había expresado antes. Yo he sabido de individuos que, mientras desollaban un alce hace poco en el bosque, fueron ahuyentados del cadaver del animal por una manada de lobos, que se lo comieron.
Este del somorgujo —no me refiero a su risa, sino a su chiflido— es un llamado alargado, por así decir, a veces singularmente humano para mi oído, ju-ju-uuuu, como el de quien azuza enérgicamente a los perros, deliberadamente. Yo he oído un sonido exactamente igual al respirar pesadamente por la nariz, semi dormido a las diez de la noche, lo que sugiere mi afinidad con el ave; como si, en definitiva, su lenguaje fuera un dialecto mío. Tiempo antes, cuando me mantenía despierto a medianoche en estos bosques, había prestado atención para discernir alguna palabra o sílaba de su lenguaje, pero lo que pasó fue que mi escucha fue en vano hasta que oí el grito del somorgujo. Lo he oído ocasionalmente en las lagunas de mi ciudad natal, pero allí el escenario circundante no resalta su cualidad salvaje.
Me despertó a medianoche un ave voluminosa que volaba muy bajo, probablemente un somorgujo que pasó por la costa aleteando cerca de mi cabeza. Así que, volviendo el otro lado de mi cuerpo medio vestido hacia el fuego, intenté recuperar el sueño profundo.