Parte IV

Domingo, 26 de julio

El canto del gorrión de pecho blanco, un sonido muy estimulante aunque casi como la vibración de un alambre, fue el primero que se oyó por la mañana, y con él resonó todo el bosque. Era el pájaro predominante en la zona norte de Maine. En aquella estación la floresta estaba por lo general plagada de ellos, y eran proporcionalmente numerosos y musicales en torno a Bangor. Wilson[22] no sabía dónde se reproducen, y dice, «La nota única de su canto es una especie de golpe corto y seco». Aunque normalmente no se los ve, su canto simple, aah, ti-ti-ti, ti-ti-ti, ti-ti-ti, tan agudo y penetrante, resultaba tan perceptible para el oído como podría serlo para el ojo la trayectoria luminosa de un disparo efectuado en lo más oscuro de la floresta. Creo que habitualmente lo emiten mientras vuelan. En primavera los oigo solo durante pocos días cuando atraviesan Concord, y en otoño los veo yendo nuevamente hacia el sur, pero entonces no cantan. Por lo común nos despertaba muy temprano su animado son. ¡Qué tiempo glorioso deben pasar en aquel entorno natural, lejos del género humano y del día de las elecciones!

Le dije al indio que esta mañana (domingo) iríamos a la iglesia en Chesuncook, a unas quince millas. El tiempo por fin se había estabilizado. Algunas golondrinas revoloteaban sobre el agua, oíamos a los gorriones de pecho blanco en la costa, el canto del paro y creo que el de la candolita, y grandes moscas del alce nos perseguían en medio del río.

El indio pensaba que en domingo se debe descansar. Dijo, «Nosotros venir aquí buscando cosas, mirar por todos lados; pero llegar domingo, cerrar todo eso, y después lunes mirar otra vez». Habló de un indio conocido suyo que había estado con unos pastores en Ktaadn y le había contado cómo actuaban. Cosa que describió en tono grave y solemne. «Cada mañana y cada noche hacer larga oración, y en cada comida. Viene domingo, no hacer, no ir a lados ese día… estar quietos… rezar todo el día… primero uno después otro, igual que en iglesia. ¡Oh, hombres muy buenos!». «Un día, yendo por río, ellos encontrar cuerpo de hombre en el agua, ahogado mucho tiempo, ya en pedazos. Van directo a costa… parar allí, no ir más allá ese día… tener reunión, dar sermón y rezar igual que domingo. Después traer pértigas y levantar cadáver y retornar llevando cuerpo con ellos. ¡Oh, muy buena gente!».

Por la narración concluí que todos sus campamentos eran campo de reuniones, y que habían equivocado su ruta: deberían haber ido a Eastham; y que, más que ver el Ktaadn, querían una oportunidad de predicar en alguna parte. He leído acerca de una partida similar que parece haber pasado el tiempo allí cantando las canciones de Sión. Me alegré de no haber ido a aquella montaña con unos guías tan lentos.

No obstante, el indio, jugando todo el tiempo con el remo, añadió que si nosotros íbamos él debía ir con nosotros, él hombre nuestro, y él suponer que si él no tomar paga por lo que hacer en domingo, entonces no daño, pero si tomar paga, entonces mal. Pese a lo cual noté que al final, al hacer cuentas, no olvidó incluir el domingo.

Parecía un individuo muy religioso, y decía sus oraciones en alta voz, en indio, de rodillas, por la mañana y por la noche; a veces, cuando había olvidado hacerlo, volvía presuroso y las decía con gran rapidez. En el curso del día comentaba, sin mucha originalidad, «Hombre pobre acordarse de Dios más que rico».

Pronto pasamos por la isla donde yo había acampado cuatro años antes, y reconocí el lugar exacto. Al remanso, a una o dos millas más abajo, el indio lo llamó beska bekukskishtuk, por el lago Beskabekuk, que desagua arriba. Este remanso, según él, era «siempre gran lugar para alces». Vimos la hierba aplastada allí por donde la noche anterior había salido uno, y el indio dijo que olía a un alce tan pronto como lo tenía al alcance de su vista; pero añadió que si hoy veía cinco o seis cerca de la canoa, no les dispararía. En consecuencia, siendo él el único de la partida que llevaba un arma o había venido como cazador, los alces estaban a salvo.

Poco más abajo, un búho voló pesadamente por encima del agua, y el indio, tras preguntar si yo sabía qué era, imitó muy bien el conocido graznido típico de nuestros bosques, produciendo un recio sonido gutural. Cuando pasamos por el Moosehorn, dijo que no tenía nombre. Al que Joe Aitteon había llamado Ragmuff, él lo denominó pay tai te quick, que quería decir «río de la tierra quemada». Nos detuvimos allí donde yo lo había hecho antes, y me bañé en dicho afluente. Era poco profundo pero frío, al parecer demasiado para el indio, que se limitó a mirar. Cuando reanudamos la marcha pasó sobre nuestras cabezas un águila de cabeza blanca. Un tramo a algunas millas más arriba del Pine, donde había varias islas, el indio dijo que era nonglangyis, remanso o agua mansa. Al Pine lo llamó Río Negro y dijo que su nombre indio era Karsaootuk. Por allí se podía ir al lago Caribou.

Porteamos parte del equipaje circunvalando los saltos de Pine Stream, mientras el indio los bajaba en la canoa. Un comerciante de Bangor nos había dicho que dos empleados suyos se habían ahogado tiempo atrás mientras atravesaban el salto en un batteau, y que un tercero había pasado la noche asido a una roca, siendo rescatado por la mañana. Había unas magníficas orquídeas de orla púrpura en aquel porteadero y en las orillas vecinas. Cerca del final del mismo, medí el más grande abedul para canoa que haya visto en este viaje. Su circunferencia era de 14 pies y medio a la altura de dos pies del suelo, pero a los cinco se dividía en tres partes. Por allí fue corriente encontrar estos árboles marcados por visibles protuberancias oscuras en espiral, con una hendidura en medio, por lo que pensé inicialmente que habrían sido alcanzados por un rayo, pero, como dijo el indio, era evidente que la causa estaba en el veteado del árbol. Él cortó del tronco de un abeto un pequeño nudo leñoso, del tamaño de una avellana, con el aspecto de un antigua ampolla balsámica llena de madera, del cual afirmó que era una buena medicina.

Tras haber embarcado y avanzado media milla, mi compañero se dio cuenta de que había dejado su cuchillo, de modo que volvimos atrás a buscarlo, remando contra la fuerte y rápida corriente. Eso nos enseñó la diferencia entre ir a favor y en contra de la misma, ya que en el tiempo que empleamos en recorrer un cuarto de milla hacia atrás, habríamos avanzado no menos de milla y media en sentido opuesto. Así pues, tocamos tierra, y mientras él y el indio iban a por el cuchillo, yo observaba a catorce o quince varas más abajo los movimientos de la espuma producida por el oleaje, que semejaba un ave acuática aproximándose a la orilla. Aparecía y desaparecía alternativamente detrás de la roca, llevada por el torbellino. Hasta aquella apariencia de vida resultaba interesante en aquel río solitario.

Inmediatamente más abajo de los saltos estaba el remanso del Chesuncook, debido al receso de las aguas del lago. Mientras remábamos lentamente por allí, el indio nos relató la historia de sus cacerías en la zona, y algo más interesante sobre él mismo. Parece que había representado a su tribu en Augusta, e incluso una vez en Washington, donde había conocido a algunos jefes occidentales. Lo habían consultado en Augusta y en tiempos de dificultades al respecto[23] había dado opinión sobre el límite oriental de Maine —la cual, según él, fue aceptada—, como determinado por las tierras altas y las corrientes. Estuvo al servicio de los topógrafos en la frontera. También había hecho una visita a Daniel Webster en Boston, en la época de su oración de Bunker Hill[24].

Me sorprendió oírle decir que le gustó ir a Boston, Nueva York, Filadelfia, etc.; que le gustaría vivir allí. Claro que, como arrepintiéndose un poco al pensar en la triste figura que haría allí, añadió, «Supongo, si vivir en Nueva York, yo ser más pobre cazador, calculo». Comprendía muy bien su superioridad y su inferioridad con respecto a los blancos. Criticó a la gente de los Estados Unidos comparada con la de otras naciones, aunque la única idea sobre la que insistió fue en que era «muy fuerte» pero que, como algunos individuos, iba «demasiado de prisa». Merece el crédito de haberlo dicho precisamente antes del fallo general ferroviario y bancario. Tenía gran aprecio por la educación, y a menudo salía con expresiones como, «Kademia… a-cad-e-mia… buena cosa… supongo allí usar Libro 5…[25] ¿Usted ir universidá?».

Desde el remanso se veían las siluetas de las montañas alrededor de Ktaadn. La cumbre de este último estaba oculta por una nube, pero más cerca estaban las Souneunk, bien visibles. Nos dirigimos al extremo noroeste del lago, desde donde contemplamos hacia el sur-sureste toda la extensión del Joe Merry Mountain. Cuando se ha estado confinado en el bosque, constituye un agradable cambio la travesía de un lago, no solo por la gran extensión del agua, sino también de cielo. Es una de las sorpresas que la naturaleza reserva al viajero de la floresta. Contemplar, en este caso, más de dieciocho millas de agua, tenía un efecto liberador e incluso socializante. No cabe duda de que la escasa distancia que la mirada puede recorrer en el bosque, así como la penumbra reinante, han de ejercer a la larga un efecto sobre sus habitantes que hará de ellos salvajes. Los lagos, además, dejan ver las montañas, y ofrecen un vasto ámbito para el pensamiento. Las propias gaviotas que veíamos como pequeñas manchas blancas posadas sobre las rocas o volando en círculo a su alrededor, me recordaban a funcionarios de aduanas. En torno a este extremo del lago, tan lejos de una carretera, había ya media docena de cabañas de troncos. Percibo que en estos bosques los más primarios asentamientos se hallan, por diversas razones, agrupados alrededor de los lagos, pero en parte, creo, debido a la proximidad de los calveros más antiguos. Son escuelas forestales ya establecidas, grandes centros que irradian luz. El agua es un pionero al que sigue el colono, sacando provecho de sus ventajas.

Únicamente yo había estado antes tan lejos. Alrededor de mediodía giramos hacia el norte por una especie de amplio estuario; en su rincón nordeste encontramos el río Caucomgomoc, y después de alejarnos cosa de una milla del lago alcanzamos el Umbazookskus, que entra por la derecha en un punto en el que el río primeramente nombrado, viniendo del oeste, hace un giro hacia el sur. Nuestro proyectado curso era por el Umbazookskus, pero como el indio conocía a eso de media milla por el Caucomgomoc un buen lugar de acampada, o sea fresco y con pocos mosquitos, allí fuimos. Este último río, a juzgar por el mapa, es la principal corriente fluvial y la más extensa, y por lo tanto su nombre es el que debe prevalecer en la confluencia. De modo que prontamente cambiamos el civilizado cielo de Chesuncook por el oscuro bosque del Caucomgomoc. Al llegar al terreno de acampada del indio, sobre el lado sur, donde el terraplén de la ribera tenía una docena de pies de altura, leí en el tronco de un abeto marcado con hacha, una inscripción con carbón vegetal dejada por él. Encima de esta, el dibujo de un oso remando en una canoa: según el indio, era el que siempre había usado su familia. Aunque era tosco, no podría haber sido tomado por nada que no fuera un oso, y el indio puso en duda mi habilidad para copiarlo. El texto de la inscripción era como sigue, verbatum et literatim. Intercalo el inglés de su lenguaje indio tal como él me lo dictó.

Julio 26, 1853

Niasoseb

Solo nosotros Joseph

Polis elioi

Polis partimos

sia olta

para Oldtown

onke ni

enseguida.

Quambi

Julio 15, 1855

Niasoseb.

Él agregó debajo ahora:

1857, Julio 26

Io. Polis.

Se trataba de una de sus viviendas. Vi el sitio donde a veces él había estirado las pieles de alce sobre el soleado lado norte del río, donde había una angosta faja de hierba.

Una vez seleccionado el lugar para nuestra acampada y encendida nuestra hoguera, el indio alzó la vista y observó, «Ese árbol peligro». Era una rama seca, de más de un pie de diámetro, que surgía desde la base de un gran abedul. Aquella rama, que se elevaba a una altura de treinta pies o más, pendía inclinada directamente sobre el sitio que habíamos elegido para nuestro lecho. Le dije al indio que probara con el hacha; pero fue incapaz de sacudirla perceptiblemente, y por lo tanto él pareció decidido a abandonar, y mi compañero manifestó su voluntad de correr el riesgo. Pero a mí me pareció que seríamos tontos si nos acostásemos debajo de ella, pues aunque la parte inferior estaba firme, la superior, por lo que sabíamos, podría estar a punto de caer, y en cualquier caso no estaríamos tranquilos si se levantaba viento por la noche. Es un accidente muy común que la caída de un árbol mate a personas acampadas en el bosque. Por consiguiente, nos trasladamos hacia el lado opuesto al fuego.

La del Caucomgomoc era, como de costumbre, una floresta húmeda y enmarañada, y lo más que uno alcanzaba a saber a su respecto era que de este lado se extendía hacia los asentamientos, y del opuesto hacia regiones por entonces menos frecuentadas. Se llevaba siempre toda esa topografía en la cabeza, y a veces parecía existir una diferencia considerable entre establecerse o situarse más cerca, o más lejos que los compañeros de los lugares poblados; y entre que se estuviera en la parte trasera o la frontal del campamento. Pero en realidad existe la misma diferencia entre nuestras posiciones donde quiera que estemos acampados, y algunos están más cerca de las frontales sobre lechos de plumas en las ciudades, que otros sobre ramas de abeto en los bosques.

El indio dijo que el Umbazookskus, siendo una corriente mansa con amplios prados, era un buen lugar para los alces, y que él venía con frecuencia a cazar allí, pasando a solas tres semanas o más fuera de Oldtown. A veces iba también a cazar a los lagos Sebois, recorriendo en la diligencia, con escopeta y municiones, hacha y manta, pan y cerdo, acaso un centenar de millas, y abandonándola en el punto más salvaje de la ruta, donde enseguida se sentía como en su casa y cada vara de camino era para él como un alojamiento de taberna. Después, tras una breve andadura por el bosque, fabricaba en un día una canoa de corteza de picea, con pocas cuadernas, para que pesara menos, y luego de realizada con ella la caza en los lagos, retornaba con sus pieles por el mismo camino por el que había venido. He ahí al indio sacando ingeniosamente provecho de las ventajas de la civilización, sin perder nada de su cultura de selva, sino demostrando ser por ella el cazador de más éxito.

Este hombre era muy listo y rápido para aprender cualquier cosa en su trabajo. Nuestra tienda fue de un tipo nuevo para él; pero una vez que la vio montar, fue asombroso con qué rapidez encontraba y preparaba la pértiga y los palos bifurcados de sostén, cortándolos y colocándolos bien de primera, cuando estoy seguro de que la mayoría de los blancos se habrían equivocado varias veces.

El río procedía del lago Caucomgomoc, unas diez millas más arriba. Aunque sus aguas eran aquí mansas, había saltos no muy lejos de donde estábamos, y de vez en cuando veíamos pasar la espuma que provocaban. El indio dijo que Caucomgomoc significaba Lago de la Gaviota Grande. Puesto que gomoc significa lago, este era Caucomgomoctook, o río de dicho lago. Este era el Caucomgomoctook del Penobscot. Había otro St. John no lejos al norte. El indio encuentra los huevos de aquella gaviota, a veces veinte juntos, del tamaño de los de gallina, en las cornisas rocosas del lado oeste del río Millinocket, por ejemplo, y se los come.

Se me ocurrió observar cómo pasaba el domingo. Mientras yo y mi compañero recorríamos las inmediaciones observando los árboles y el río, él se fue a dormir. De hecho, aprovechaba todas las ocasiones de echar una siesta, fuera el día que fuera.

Dando una vuelta por el bosque de aquel campamento observé que contenía principalmente abetos, piceas negras, algunas blancas, arces rojos, abedules y, junto al río, el canoso aliso, alnus incana. Los nombro en orden de abundancia. El viburnum nudum era arbusto común, y de las plantas menores estaban el escaramujo, la gran orquídea de hoja redonda, abundante y en flor (una flor blanco verdosa en forma de pequeños manojos), la uvularia grandiflora, cuyo tallo sabe como el pepino, la pyrola secunda, aparentemente la más corriente en esos bosques, por el momento sin flores, la pyrola elliptica y la chiogenes hispidula. La clintonia borealis, con bayas maduras, era muy abundante y perfectamente adaptada al entorno. Sus hojas, dispuestas por lo común en triángulos alrededor del tallo, eran tan magníficamente formadas y verdes, y sus bayas tan azules y lustrosas, como si se hubieran desarrollado junto al sendero favorito de un botánico.

Por las débiles líneas verde amarillentas de musgo, de dieciocho pulgadas de ancho y veinte o treinta de longitud, atravesadas por otras semejantes, pude rastrear el contorno de grandes abedules caídos hacía tiempo, desplomados y en descomposición, convertidos en suelo.

Oí el canto del pechiamarillo de Maryland, de la cotovía, del martín pescador, de la curruca y del caracatey. También oí y vi ardillas rojas. Y oí a una rana-toro. El indio dijo que había oído a una víbora.

Por agreste que fuera el entorno, me resultaba difícil liberarme de las asociaciones mentales con los asentamientos. Cualquier sonido regular y monótono, al cual no prestara una atención específica, pasaba por un sonido de origen humano. A los saltos de agua que escuchaba no les faltaban sus diques y molinos en mi imaginación: y varias veces descubrí que había estado confundiendo el sonido de las ráfagas de aire por encima del bosque más allá de los ríos, por el de una hilera de vagones de tren, los coches de Quebec. Estemos donde estemos, nuestra mente, cuando actúa por su cuenta, se afana siempre en sacar conclusiones a partir de falsas premisas.

Le pedí al indio que nos fabricase un azucarero de corteza de abedul, cosa que hizo; pero la corteza se rompió en las esquinas al doblarla, y él dijo que no servía, que había una gran diferencia a este respecto entre la corteza de un abedul para canoa y la de otro, es decir, que una se quiebra más fácilmente que la otra. Usé algunas delgadas y frágiles hojas de esa corteza, cortadas y divididas por él, en mi libro de flores, pensando que sería adecuado separar los ejemplares secos de los verdes.

Queriendo distinguir entre picea negra y picea blanca, mi compañero le pidió a Polis que le mostrase una rama del segundo, lo cual este hizo de inmediato, junto con una del primero. En realidad, él podía distinguir entre ellas tan pronto como las veía; pero como las dos se parecían bastante, mi compañero le pidió que señalase la diferencia. El otro, con las ramas en la mano, señaló enseguida, mientras pasaba la mano sobre una y otra como si las acariciase, que la blanca era áspera (es decir, que sus agujas se alzaban casi perpendicularmente), y en cambio la negra era suave (como si fueran dobladas o peinadas hacia abajo). La diferencia era evidente, para la vista y el tacto. No obstante, si no recuerdo mal, eso no servía para distinguir entre la picea blanca y la variedad menos colorida de la negra.

Le pedí que me dejara mirar cómo conseguía un poco de raíz de picea negra y fabricaba hilo con ella. Ante lo cual, sin levantar la mirada hacia lo alto de los árboles, se puso a escarbar en el suelo, localizó al instante las raíces de la picea negra, cortó una delgada de tres o cuatro pies de longitud, del grosor de la caña de una pipa, dividió un extremo con el cuchillo y, tomando una mitad entre los dedos pulgar e índice de ambas manos, separó rápidamente todo el largo en dos mitades semicilíndricas iguales; luego me dio otra raíz y dijo, «Hacer prueba usted». Pero en mis manos, la raíz se escurrió inmediatamente de un lado, y me quedé con solo un trozo muy corto. En resumen, que aunque parecía muy fácil, descubrí que escindir aquellas raíces exigía una considerable destreza. Había que proceder hábilmente teniendo en cuenta la naturaleza de la materia que se tenía entre manos, e ir torciéndola de a poco con una u otra mano de modo de sostenerla siempre por el medio. Él quitaba a continuación la corteza de cada mitad, presionando con ambas manos con un pequeño trozo de corteza de cedro sostenida con ambas manos contra el lado convexo mientras tiraba hacia arriba con los dientes. Los dientes de un indio son fuertes, y yo he notado que los usan a menudo cuando nosotros emplearíamos la mano. Viene siendo para ellos una mano extra. Así fue como Polis consiguió en un rato un cordel muy proporcionado, fuerte y flexible, que podía anudar, o incluso convertir en línea de pescar. Dicen que en Noruega y en Suecia se utilizan con el mismo fin las raíces de la picea noruega (abies excelsa). Dijo él que no hay más remedio que pagar medio dólar por la raíz de picea necesaria para una canoa preparada de aquel modo. Él había encargado la costura de la suya, si bien había hecho personalmente todo lo demás. La raíz empleada había sido de un color pizarra pálido, adquirido probablemente por estar expuesta a la intemperie, o quizá por haber sido primero hervida en agua.

El día anterior había descubierto que su canoa tenía una pequeña filtración, debida, dijo, a que al subirse a ella precipitadamente se daba lugar a que se filtrase agua por debajo del borde de las costuras horizontales del costado. Le pregunté dónde conseguiría brea para repararla, ya que ellos por lo común utilizan la comprada a los blancos en Oldtown. Contestó que podía hacer una semejante, e igualmente buena, no a base de resina de picea u otra parecida, sino de un material que ya teníamos; y quiso que yo lo adivinase. Pero fui incapaz, y él no quiso decirlo, aunque me mostró una bola ya hecha, del tamaño de un guisante y con aspecto de brea, diciendo, por último, que hay cosas que un hombre no le cuenta ni siquiera a su mujer. Puede que fuese un descubrimiento suyo. En la expedición de Arnold los pioneros usaban para sus canoas «la trementina del pino y raspadura de ubre de cerda».

Con el deseo de saber qué clase de peces había en aquel oscuro y profundo río de aguas mansas, lancé el anzuelo poco antes de anochecer y cobré varios pequeños y amarillentos que el indio rechazó de inmediato diciendo que eran peces michigan (es decir, blandos y hediondos) que no servían para nada. Tampoco quiso una anguila, de la que dijo que ni los indios ni los blancos de por allí las comían jamás. Me pareció extraño, puesto que son estimadas en Massachusetts y sabiendo que él me había dicho que comía erizos, somorgujos, etc. Pero el indio dijo que algunos pequeños peces plateados, a los que yo llamaba alevines, parecidos en la forma y el tamaño al primero, eran la mejor pesca en las aguas de Penobscot, y que si yo se los lanzaba a la ribera los cocinaría para mí. Después de limpiarlos, no muy a fondo y sin quitarles la cabeza, los puso a asar sobre las ascuas.

Al regreso de una breve caminata, trajo en la mano un sarmiento de una planta trepadora y me preguntó si sabía qué era, afirmando que con ella se preparaba el mejor té de los bosques. Era la chiogenes hispidula, sumamente común por allí, con bayas recientes. La llamó cowosnebagosar, nombre que implica que crece donde se han desplomado y podrido viejos árboles. De modo que decidimos tomar esa noche un té de la misma. Sabía ligeramente a gaulteria, y los dos estuvimos de acuerdo en que era realmente mejor que el té negro que nosotros habíamos llevado. Pensamos que era todo un hallazgo y que bien podría secarse y venderse en las tiendas. Aunque yo, al menos, no soy un veterano bebedor de té y no puedo hablar con autoridad sobre el tema. Habría sido especialmente adecuado para llevarlo como bebida fría durante el día, ya que el agua de por allí está invariablemente tibia. El indio dijo que también usaban como té cierta hierba que crecía en terrenos bajos y que no encontraba allí, lo mismo que ledum, o té de Labrador, que después he encontrado y puesto a secar en Concord; también hojas de cicuta, sobre todo en invierno, cuando las otras plantas están cubiertas por la nieve; y varias cosas más; pero no aprobaba el arbor-vitæ, del que yo dije haber bebido en aquellos bosques. Podríamos haber bebido un té diferente cada noche.

Al anochecer vimos una rata almizclera, la única en este viaje, que nadaba aguas abajo por el lado opuesto de la corriente. El indio, que quería cazar una para comer, nos susurró, «Alto… yo llamar»; y sentado en la orilla, empezó a producir esforzadamente con los labios un curioso chillido áspero. Me causó una gran sorpresa: pensé que por fin había penetrado en el mundo no civilizado y que aquel era ciertamente un salvaje ¡hablándole a una rata almizclera! No supe cuál me resultaba más extraño. Él parecía haber renunciado del todo a la condición humana y haberse pasado al bando de la rata. Pero la rata, hasta donde alcancé a ver, no varió su trayectoria, aunque puede que vacilara un poco, y el indio dijo que había visto el fuego; pero fue evidente que, como dijo, él estaba habituado a llamar a la rata. Un conocido mío que estuvo en el bosque cazando alces un mes más tarde, me cuenta que su acompañante indio lo había hecho repetidas veces y que cuando las tenía al alcance de su remo a la luz de la luna, las golpeaba.

El indio dijo una oración especialmente larga esa noche de domingo, como en desagravio por haber trabajado por la mañana.